Un hombre alto, vestido de rojo, surgió de las sombras del Templo. Saryon percibió que era apuesto, con su pelo gris y su sonrisa atractiva. La sonrisa, sin embargo, resultaba falsa, el trabajo de un ilusionista hábil. Tensos y tirantes, los músculos labiales y faciales estaban apretados con fuerza para mantenerlos en el lugar adecuado y aunque el tono de voz del hombre sonaba desenvuelto, una corriente oculta de admiración y miedo alteraba su lisa superficie.
—Realmente creí que te habían matado, amigo mío —afirmó, deteniéndose junto a Joram y observándolo con atención—. Ya puedo ver los anuncios de los teatros: ¡De regreso de entre los Muertos por Petición Popular!
Joram ni siquiera miró al hombre, y mucho menos se molestó en replicar. Éste sonrió:
—Vamos, vamos, viejo amigo. Has sobrevivido a cuatro heridas de bala, cualquiera de las cuales hubiera resultado fatal. Agradecería me informaras de cómo realizaste ese truco. ¿Fue con un chaleco antibalas? O quizá…
Dirigió la mirada hacia Saryon mientras hablaba, y el catalista se percató de que se lo estudiaba con atención, se lo identificaba y se lo guardaba para un futuro uso, todo ello en una veloz ojeada de aquellos perspicaces ojos.
—Quizá fuisteis vos quien devolvisteis a nuestro amigo a la vida, Padre Saryon. Sí, os conozco. Joram me ha explicado vuestra historia e imagino que, a su vez, os habrá hablado mucho de mí. Soy Menju el Hechicero, un nombre un poco dramático, lo admito, pero queda muy bien en la marquesina de un teatro. ¡Y si fuisteis vos quien resucitasteis a Joram, Padre, os facilitaré una tienda y todas las sillas plegables que vuestro corazón evangelista desee!
—Si lo que queréis insinuar es que yo curé a Joram, os advierto que soy catalista, no un druida. —Saryon vio cómo el abismo de su sueño se abría oscuro y mortífero ante él. Debía moverse con cuidado, cauteloso—. Si lo que le dijisteis a Joram es verdad, vivisteis en este mundo el tiempo suficiente para saber que los catalistas poseen muy poco poder curativo y que ni los druidas pueden sacar a las personas de entre…
—No le hagáis caso, Padre —interrumpió. Joram fríamente—. Sabe perfectamente que vos no me curasteis.
Menju le dedicó un gracioso gesto de súplica.
—Apiádate de mí. Satisface mi curiosidad. Te juro que me apenó de veras verte morir. Fue todo un sobresalto.
—Apuesto a que sí —repuso secamente Joram—. Ayudadme a ponerme en pie —rogó al catalista e, ignorando las objeciones de Saryon, se levantó con esfuerzo, se apoyó en una columna rota y contempló fatigado a Menju—. No fui yo quien murió ahí fuera. Me viste llegar a través del Corredor.
—Quizá —comentó Menju sin darle importancia, los ojos fijos en Joram—. Un parecido extraordinario. ¿Quién…?
—Simkin. —La respiración de Joram era demasiado rápida, demasiado entrecortada. Saryon se acercó más.
Menju meneó la cabeza.
—¡Ah! Empiezo a comprender. La tetera. Te subestimé, amigo mío. Una estratagema muy hábil, enviar a ese tipo aquí, haciéndose pasar por ti. ¿Adivinaste que era una trampa? ¿O te lo dijo él? Siempre sospeché que era un bastardo indigno de confianza, al igual que ese sacerdote gordinflón, Vanya, que ha mandado a su asesino para intentar arrebatarme el premio. Pero el Patriarca pagará su traición. —El mago se encogió de hombros—. Todos pagarán.
Joram se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero consiguió recuperar el equilibrio, rechazando la oferta de ayuda de Saryon con un enojado movimiento de cabeza.
—Necesitas atención médica, Joram —aconsejó Menju, examinándolo con indiferencia—. Afortunadamente, no está lejos, gracias a los Corredores. Una palabra del querido Padre nos llevará de regreso a mi cuartel general. Catalista, abrid un Corredor.
—No puedo… —empezó Saryon cuando lo interrumpió una exclamación de alegría.
—¡Entrad! ¡No temáis! —Gwendolyn se alzó de un salto del derruido altar donde había estado sentada y corrió hacia el pórtico; sus brillantes ojos relucían con aquella luz sobrenatural incluso en los oscuros confines del Templo.
—¡Entrad! ¡Entrad! —repitió, como una anfitriona que da la bienvenida a sus invitados—. ¿Sentís dolor, todavía? Desaparecerá con el tiempo. Es sólo un dolor ilusorio que sigue en la memoria de esa parte de vosotros que aún se aferra a la vida. Soltadla. Será más fácil. Para vosotros, la batalla ha terminado.
—¿Batalla? ¿De qué batalla está hablando? —exigió Joram, volviéndose hacia el Hechicero.
—¿Gettysburg? —Se encogió de hombros—. ¿Waterloo? A lo mejor hoy se imagina que es Napoleón.
—¡No digas tonterías! —replicó Joram. Los ojos le resplandecían febriles, el sudor le bañaba el rostro—. Tú conoces su poder. Está hablando con los muertos que han… ¡Dios mío! —murmuró al darse cuenta de repente—. ¡Habéis atacado Merilon!
—No seas demasiado severo con el mayor Boris, Joram. No deja de ser un soldado, y no esperarías que permaneciera encerrado como un novillo en el matadero.
—No servirá de nada. No podéis atravesar el escudo mágico de la ciudad.
—¡Ah! Te equivocas, amigo. El estúpido mayor tuvo por fin una idea muy ingeniosa. Ha convertido los transportes volantes de tropas en naves de asalto; planea utilizar sus cañones láser para destruir la cúpula mágica. Puede que no traspase la magia, pero dejará sin Vida a los que la alimentan. El escudo se desintegrará pronto. El Palacio de Cristal caerá del cielo, y arrastrará con él a esas enormes piezas de mármol, ¿cómo las llaman? ¿Las Tres Hermanas? ¡Pobres damas! También ellas se estrellarán contra el suelo.
—¡Morirán miles de personas! —exclamó Saryon, horrorizado.
Miró al exterior, en dirección a la llanura y vio una brillante llamarada de luz, el destello que el sol arrancaba a los cuerpos de metal de las criaturas que se arrastraban, como hormigas, alrededor del perímetro de la ciudad. Eso era todo lo que podía atisbar con los ojos; mentalmente, veía muchas más cosas.
Al príncipe Garald —si es que aún estaba vivo— luchando valerosamente pero desconcertado y acobardado por este ataque inesperado. A lord y lady Samuels, a sus hijitos, y a otras innumerables familias de nobles, cuyos hogares estaban construidos sobre aquellas losas flotantes de mármol, que sufrían una muerte horrible, aplastados por los escombros derrumbados. Y también el Palacio de Cristal, estrellándose contra el pavimento y explotando en millones de pedazos de cristal cortantes como afilados cuchillos.
—Dejad vuestra vida —repitió Gwendolyn con tristeza.
—¡Si pudiera llegar allí! —exclamó Joram en voz baja—. Podría ayudar… pero ¿qué estoy diciendo? —Lanzó una amarga carcajada—. ¡Yo les he traído esto! —Se dejó caer de espaldas contra la columna, y se cubrió los ojos con su mano manchada de sangre.
—La hora de la Profecía ha llegado, Joram —repuso el Hechicero—. Abandónalos a su destino. ¿Cómo profetizaba esa encantadora cita?: «Y en su mano lleva la destrucción del mundo».
—O su salvación —repuso Gwendolyn.
Embargado por la desesperación, Joram no parecía haberla oído. Sin embargo, Saryon sí la escuchó; se volvió y la miró con atención. También ella contemplaba la ciudad sitiada, con los ojos bien abiertos y errantes y una sonrisa triste y dulce en los labios. Acercándose muy despacio y en silencio, para no asustarla, el catalista le colocó una mano sobre el hombro.
—¿Qué has dicho, querida?
—¡Está delirando! —saltó el Hechicero con impaciencia—. Ya es suficiente. Por si lo habéis olvidado, hay un asesino ahí afuera. Catalista, ¡abrid un Corredor!
Una Mano fue tendida en un intento por ayudar a Saryon a apartarse del borde del precipicio, tan sólo debía extender la suya y sujetarse a ella.
—Continúa, querida —la apremió, la voz le temblaba pero intentaba contener la excitación para no asustar a la mujer.
Gwendolyn miró a su alrededor con expresión soñadora.
—Hay alguien aquí: un viejo, un hombre anciano, un Patriarca. ¿Dónde estáis? ¡Ah, sí! Allí, al fondo —señaló a un punto vago—. Ha esperado durante siglos a que alguien lo escuchara. Fue una equivocación, asegura, el huir de nuestro hogar como niños mimados y enojados. Luego vinieron las Guerras de Hierro y todo empezó a desmoronarse, y él oró para encontrar la forma de cambiar al mundo. Almin contestó a sus plegarias, esperando que la humanidad se apartaría de aquel sendero tan peligroso. Pero el Patriarca estaba demasiado débil. Vio el futuro. Vio la terrible amenaza. Vio la redención que se les prometía. Aturdido por aquella visión falleció, y las palabras de Almin, que eran una advertencia, quedaron sin pronunciar. Y la humanidad, en su miedo, convirtió aquella advertencia en una Profecía.
—Miedo. Una advertencia —murmuró Saryon. La luz empezó a iluminar su espíritu—. Joram, ¿no lo comprendes?
Joram tenía la cabeza inclinada y ni siquiera la levantó; la mata de enredados cabellos le ocultaba el rostro.
—Olvidadlo, Padre —murmuró con voz ronca—. ¡No tiene sentido seguir luchando!
—¡Sí, sí lo tiene! —Extático, Saryon alzó las manos al cielo—. ¡Mi Dios! ¡Mi Creador! ¿Podéis perdonarme? Joram, existe una forma…
Estalló una detonación, se escuchó un zumbido y fragmentos de piedra estallaron a su alrededor.
Joram derribó a Saryon sobre el suelo. Menju se aplastó contra una columna.
—¡Gwen! —gritó Joram, mientras intentaba alcanzar a su esposa.
Desconcertada por el ruido, ésta permanecía al descubierto, mirando a su alrededor confusa. No obstante, antes de que Joram pudiera llegar junto a ella, unas manos invisibles la arrastraron hacia atrás, poniéndola a salvo, y se la llevaron de allí, a la parte posterior del Templo.
—¡No te preocupes, Joram! ¡Los muertos la protegerán! —gritó Saryon.
Una nueva explosión rebotó por el Templo, estrellándose contra una pared a su espalda.
—¡Hemos de salir de aquí! —Menju se metió la mano en el bolsillo de su túnica y sacó su láser, lo ajustó, y disparó un chorro de luz contra un movimiento apenas perceptible que había distinguido cerca del altar de piedra. Una humareda y esquirlas de roca brotaron de la piedra, dejando tras ellos una marca chamuscada.
Joram aprovechó aquel fuego de cobertura para recoger la Espada Arcana y luego se refugió tras una columna, junto al Hechicero.
—¡Aquí, Padre! ¡Venid a rastras!
Deslizándose sobre el estómago por el helado suelo de piedra, Saryon llegó hasta las columnas. Joram, apoyado en una de ellas, atisbó al exterior, al Jardín. No se veía al enemigo por ninguna parte. Menju volvió a disparar y erró de nuevo.
—¡Abrid un Corredor, Padre! —aulló.
—¡No puedo! —jadeó Saryon.
Una nueva detonación hendió el aire. Menju se echó hacia atrás, apretándose contra su columna. Saryon se encogió y buscó refugio en el suelo. Por su parte, Joram parecía demasiado débil para moverse, quizás incluso para preocuparse; sujetaba la Espada Arcana sin fuerzas, y su herida sangraba de nuevo; la mancha de la manga se extendía progresivamente.
Inquieto, el catalista apartó la vista de Joram para dirigirla hacia Gwen. Apenas podía distinguirla. De una forma u otra, los muertos habían conseguido convencerla de que se refugiara detrás del altar en ruinas. Un polvoriento rayo de luz que entraba por una grieta del techo brillaba sobre sus dorados cabellos e iluminaba sus brillantes ojos azules.
Menju siguió su mirada.
—¡Sacadnos de aquí, catalista, o por los dioses, utilizaré esto contra ella! —Apuntó el arma hacia Gwendolyn—. A menos que seas más rápido que la velocidad de la luz, no intentes nada, Joram.
—¡Joram, detente! —Saryon puso su mano sobre el brazo de su amigo y se volvió hacia el mago—. ¡No puedo abrir un Corredor aquí dentro porque no hay ninguno disponible!
—¡Estáis mintiendo! —El Hechicero continuó apuntando a Gwen con el láser.
—¡Por Almin, ojalá fuera así! —exclamó Saryon con ardor—. ¡No existe ningún Corredor dentro del Templo de los Nigromantes! Esto era terreno santificado, un lugar sagrado; sólo se permitía a los Nigromantes entrar en el recinto. Jamás permitieron que se abriera un Corredor aquí. Tan sólo hay uno allí fuera —Saryon indicó con la cabeza—, cerca del altar de piedra.
—¡Y el Verdugo lo sabe! —aseguró Joram sombrío. El sudor le cubría el rostro, la húmeda cabellera se le rizaba alrededor de su pálido rostro—. Por eso ha emplazado allí su posición.
Menju miró a Saryon y estudió el rostro del catalista con atención; luego, con un juramento, bajó el arma.
—¡Así que estamos atrapados aquí dentro!
Una nueva detonación fue a estrellarse contra la columna de piedra cerca del Hechicero, y una esquirla le produjo un rasguño en el rostro. Con una maldición, se limpió la sangre de la mejilla con el dorso de la mano y empezó a disparar de nuevo. Luego se detuvo y miró pensativo a la llanura que se veía más allá.
—Estamos atrapados —repitió—, pero no por mucho tiempo.
Sacó un segundo artefacto de metal, y apretó el pulgar contra él. Se encendió una luz y unos chirridos, que a Saryon le recordaron a un animal de largas garras que luchara por escaparse, empezaron a surgir de él.
El Hechicero se llevó el aparato a la altura de la boca y le habló:
—¡Mayor Boris! ¡Mayor Boris!
Se oyó una voz respondiendo, pero acompañada de tantos chirridos que resultaba difícil comprender las palabras. El Hechicero, con gesto hosco, sacudió el aparato ligeramente.
—¡Mayor Boris! —volvió a llamar, enojado.
Saryon contempló aquel artefacto, horrorizado.
—¡Almin bendito! —cuchicheó a Joram—. ¿Tiene al mayor Boris encerrado ahí dentro?
—No —respondió Joram, fatigado, casi con una sonrisa. Seguía de pie, pero sólo, al parecer, por un esfuerzo ingente de voluntad—. El mayor está en Merilon. Lleva un aparato como éste y, a través de él, dos hombres pueden comunicarse entre ellos. ¡No, silencio! ¡Dejadme escuchar! —Le hizo una señal a Saryon para que permaneciera en silencio.
El catalista no comprendía las palabras de Menju, que hablaba en su propia lengua. Observó a Joram en busca de una pista de lo que sucedía.
Al ver que los labios de su amigo se apretaban para formar una línea recta y severa, Saryon le preguntó en voz baja:
—¿Qué ocurre?
—Ha pedido un ataque aéreo. Van a desviar una de las naves de asalto del ataque a Merilon y la enviarán aquí.
—Sí, una salida muy simple, en realidad —señaló el Hechicero, complacido mientras cerraba el aparato y lo guardaba de nuevo entre sus ropas—. Los láseres de la nave barrerán todo el Jardín, e incinerarán por completo a nuestro enemigo. Luego la nave aterrizará y nos transportará lejos de aquí. Habrá un sanitario a bordo, Joram; te dará un estimulante que te ayude a soportar la debilidad y puedas ayudar a ganar la batalla de Merilon con la Espada Arcana. Recordando siempre, claro, que tendré a tu encantadora esposa al alcance de la mano, sin mencionar al catalista, los cuales lo pagarán si intentas, ¿cómo diríamos?, echarme del escenario.
Echó hacia atrás una de las mangas de la túnica y consultó un artilugio que llevaba en la muñeca.
—Llegará en cuestión de minutos.
Si Saryon no comprendió aquellas palabras que le eran desconocidas, sí comprendió su significado. Miró a Joram. Su rostro carecía de expresión y sus ojos se mantenían cerrados. ¿Se sentiría tan desesperanzado, tan derrotado, tan herido como para rendirse? ¿Realmente, como había dicho, no valía la pena seguir luchando?
El catalista intentó rezar a Almin, convocar aquella Presencia; con desesperación trató de agarrar la Mano que se tendía hacia él. Pero fue el miedo quien en su lugar se apoderó de él; se agarró a su garganta con dedos de piedra y ahogó la fe de Saryon. La Mano vaciló, luego desapareció y el catalista comprendió, con amargura, que todo había sido una ilusión.