____ 09 ____

—Joram, no comprendo. —Saryon, desconcertado, miró a Simkin con compasión—. ¿Qué le ha sucedido?

—¿Oísteis sonidos agudos como chasquidos justo antes de que cayera?

—¡Sí! Fue espantoso.

—Polvo explosivo, como lo que leímos en los libros de los antiguos practicantes de las Artes Arcanas. Dispara proyectiles de plomo. —Los ojos de Joram examinaron la zona, parpadeando bajo la luz del sol—. ¿Visteis a alguien? ¿De dónde salió el ruido?

—De allí, creo —contestó Saryon indeciso, indicando el borde de la cima de la montaña—. Resulta… difícil de discernir. Y no vi nada. —Se interrumpió para pasarse la lengua por los labios resecos—. Joram, quienquiera que atacara a Simkin estaba intentando matarte a ti.

—Sí. Y me parece que los dos sabemos quién es.

—¿El Hechicero?

—Desde luego. Probablemente esté escondido entre las rocas o en el borde del precipicio. Aunque, ¿por qué utilizaría un revólver? No es su estilo. —Las cejas de Joram se fruncieron pensativas—. ¿Por qué? —murmuró—. A menos que no sea él.

—¿Qué otro?

—Alguien que me teme no sólo a mí como Emperador sino también a la Profecía. Alguien lo bastante astuto para hacer que pareciera obra del enemigo.

—¡Vanya! —Saryon palideció.

Joram miró veloz a su alrededor, con la capucha bien echada sobre el rostro.

—No os mováis —advirtió, sujetando con fuerza la muñeca del catalista—. Tenemos que reflexionar sobre esto ahora mismo, mientras el oculto desconocido sigue desconcertado, preguntándose quién soy yo.

—Quizás el asesino se haya ido —sugirió Saryon—. Si piensa que ha conseguido su propósito.

—Lo dudo. De todas formas sus intenciones se han frustrado.

Joram y el catalista miraron a la Espada Arcana, que yacía cerca de la base del altar de piedra.

—Comprenderá su error y lo intentará de nuevo —afirmó Saryon con indiferencia.

Su miedo había desaparecido. Su lugar lo ocupaba una despreocupada vacuidad. Al igual que en la batalla con el Señor de la Guerra, se sentía ajeno, como un observador que se contemplara a sí mismo actuando en aquella trágica farsa.

—No lo probará durante un rato. Me vio caer, luego observó llegar a otra persona con la espada. Los sucesos son inesperados. Su plan ha fracasado. ¡Debe volver a pensar! —Joram tiró a Saryon al suelo, acurrucándose sobre el cuerpo de Simkin—. ¡Manteneos agachado!

—¿Por qué no nos mata? ¿Por qué no utiliza esa… arma contra nosotros?

—Lo hará, tarde o temprano. Pero no tiene muy buena puntería. Después de todo, ha necesitado cuatro disparos para matar a un solo hombre. Se quedará pronto sin balas y, entonces, tendrá que recargar su arma, si es que ha traído más munición apropiada. Con toda probabilidad es un Duuk–tsarith. Esto nos da una posibilidad.

—Entonces es el Verdugo —adivinó Saryon—. Es la única persona en la que Vanya confiaría. ¡Pero no comprendo cómo puedes estar tan seguro de que es un Señor de la Guerra!

—¡Porque el Hechicero me quiere vivo! —siseó Joram, apretando la muñeca del catalista con tanta fuerza que le hizo daño—. Simkin se escondió en el cuartel general del Hechicero. Les oyó decir que me iban a llevar a su mundo feliz, ¡a mí, no a Simkin! ¡Tenía que estar muy seguro de que planeaban capturarme vivo, o no hubiera ideado esta estúpida trama! Esta mañana me vino a ver y me engatusó para que entrara en un Corredor. Me condujo a un lugar abandonado de la mano de Dios, me ató las manos con ese maldito pañuelo naranja suyo, ¡y luego tomó mi aspecto!

—Planeaba regresar al mundo del Hechicero haciéndose pasar por ti. Pero ¿por qué no cogió Simkin la Espada Arcana?

—¡No podía! Altera su magia. El Hechicero me necesita vivo para enseñarle a manejar la espada y mostrarle dónde puede encontrar más piedra–oscura. Vanya es quien desea mi muerte. Es él quien ha enviado al asesino.

Con movimientos lentos y cautos, Joram recogió la Espada Arcana.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Saryon asustado.

—Si es un Señor de la Guerra, se oculta tras un hechizo de invisibilidad. Tengo que dejarlo sin magia, obligarlo a salir adonde lo podamos ver. Si no lo hago, puede acercársenos desde cualquier dirección tanto como quiera. Entonces no importará lo bien que sepa disparar.

—Pero ¿y si estás equivocado? —Saryon sujetó a Joram—. ¿Y si no se trata de un Señor de la Guerra, sino del Hechicero que intenta matarte…?

Per istam Sanctam, Padre —respondió Joram, inexorable. Poniéndose en pie, alzó la Espada Arcana.

Sedienta de Vida, el arma empezó al momento a absorber magia. El mismo Saryon se sintió flaquear aunque muy ligeramente; como catalista poseía muy poca magia con la que alimentar a la hambrienta espada. Sin embargo, su Vida fue suficiente para provocar que diminutos destellos de luz azulada danzaran por la tosca y fea hoja.

El poder de la espada aumentó a medida que absorbía más y más magia. La hoja empezó a brillar con más fuerza, hasta desprender un fuerte resplandor blanco–azulado. De repente, un rayo luminoso pasó junto a Saryon describiendo un arco; provenía de algún lugar a su espalda. Al dar contra la espada, el fulgor chisporroteó, una bola de fuego azul surgió de la empuñadura para ir a parar a la punta de la hoja. Saryon se volvió, asombrado, ¡y advirtió que la luz surgía del altar de piedra! La misma piedra empezaba a refulgir con un azul luminiscente; los símbolos de los Nueve Misterios resplandecían blancos sobre él. Un nuevo arco luminoso brotó de ésta, seguido de otro más.

Saryon quiso saber si Joram se había dado cuenta pero éste se hallaba de espaldas al altar. Mientras sujetaba la espada delante de él, Joram se volvía a uno y otro lado, mirando con atención a la nada que lo rodeaba, en busca de su enemigo.

Y entonces el aire dejó de estar vacío. Relució y se oscureció, y un hombre apareció, envuelto en una larga túnica gris. Andaba por el sendero en dirección a ellos, pretendidamente oculto por su hechizo de invisibilidad, y no estaba a más de tres metros. Cuando vio que los ojos de Joram estaban fijos en él, comprendió que lo habían descubierto, y entonces el Verdugo levantó la mano.

—¡Padre, cuidado! —gritó Joram.

Saryon no tuvo tiempo de moverse ni de parpadear. Se oyó una detonación. Joram dejó caer la Espada Arcana y se tambaleó hacia atrás con un gemido de dolor. Una mancha roja oscureció la blanca manga de su brazo derecho.

El brujo se precipitó hacia la espada, pero Joram fue más rápido. La tomó y saltó hacia el Verdugo, pero éste, con la sangre fría y la rapidez de pensamiento propia de aquella clase tan disciplinada, recurrió a su magia. Con la Vida que aún le quedaba, se elevó por los aires, volando con la velocidad del viento hasta el revoltijo de rocas que había cerca del borde de la montaña y desapareciendo entre ellas.

Joram tomó a Saryon del brazo y lo condujo a toda prisa al lado opuesto del altar de piedra, obligándolo a tumbarse cuan largo era sobre el desigual suelo.

—¡Permaneced echado! —ordenó.

—¡Estás herido!

—Ese hombre es mejor tirador de lo que pensaba —aseguró Joram sombrío. Soltó la espada y apretó la mano alrededor de la herida. La sangre, de un rojo oscuro, apareció por entre sus dedos—. ¡Ese mal nacido debe de haber estado practicando toda la noche! ¡La bala está dentro del brazo! —Lanzó un quejido acompañado de un juramento en voz baja—. No puedo mover la mano.

—Déjame echar un vistazo. —Saryon hizo intención de sentarse.

—¡Maldita sea, Padre! ¡Mantened la cabeza baja! —ordenó Joram, furioso—. ¡Quedaos quieto! —Miró hacia atrás desde una esquina de la roca, en la dirección en que había desaparecido su contrincante—. De momento estamos a salvo, pero no podemos quedarnos aquí. Nos rodeará, utilizando esas rocas como protección, e intentará matarnos desde otro ángulo.

Joram señaló con la cabeza en dirección al Templo.

—Estaremos más seguros allí dentro.

—¡Y Gwen está allí! —exclamó Saryon de repente, recordando lleno de remordimiento que en medio de la confusión y el peligro se había olvidado de ella por completo.

—¡Gwen! —Joram miró furioso al catalista—. ¿Trajisteis a mi esposa aquí? ¿Dejasteis que Simkin os convenciera?

—¿Qué querías que hiciera, Joram? —preguntó Saryon—. ¡Él eras ! ¡Eras tú hace diez años! Amargado, arrogante, decidido a salirte con la tuya.

—Olvidasteis que he cambiado.

—Perdóname, Joram —titubeó Saryon—, pero te he visto retroceder. He contemplado cómo la oscuridad se iba apoderando de ti día a día.

Joram suspiró al tiempo que se apoyaba contra el altar de piedra, que seguía despidiendo un resplandor azulado. Su frente se perló de sudor, palideció y apretó con fuerza las mandíbulas. Aspirando tembloroso y con fuerza, miró a Saryon con aquella amarga media sonrisa en los labios.

—Tenéis razón, Padre. No ha sido culpa vuestra. Yo me lo he buscado. Después de todo, Simkin únicamente imitaba lo que conocía mejor. Pero estoy cambiando… para peor, quizás. —Su rostro se ensombreció, el fuego de la forja se encendió en sus ojos—. No obstante, debo convertirme en lo que era para salvar a este desdichado mundo.

Su voz se apagó, y se dejó caer junto a la piedra.

—¡Joram! —Saryon lo sacudió, temeroso de que se hubiera desvanecido. El catalista percibía ojos que los observaban, y esperaba, en cualquier momento, oír aquel terrible chasquido—. ¡Joram! —repitió apremiante—. ¡No podemos seguir aquí! ¡Hemos de buscar refugio!

Aturdido, Joram levantó la cabeza y asintió, fatigado.

—Tendréis que llevar la espada, Padre.

«Si la dejamos aquí, a lo mejor el Verdugo la cogerá y se marchará», fue lo primero que pensó Saryon, aunque no lo expresó; tenía las palabras en la punta de la lengua, pero se las tragó. «No, la espada es responsabilidad mía. Yo le di Vida».

El catalista tomó el arma.

Joram se incorporó despacio, apoyándose en la piedra.

—Yo iré primero y atraeré sus disparos. No discutáis, Padre. Vos tendréis que cargar con la espada. —Los ojos sombríos y llenos de dolor se volvieron para mirar atentamente al catalista—. Si caigo, tenéis que prometerme que seguiréis adelante, sin deteneros. No, escuchadme, viejo amigo. Si algo me sucede a mí, el destino estará en vuestras manos. Debéis destruir la Espada Arcana.

—¿Destruirla? ¿Cómo? —preguntó Saryon sin querer.

—¿Cómo queréis que lo sepa? —le espetó Joram con impaciencia. El dolor le hizo contener la respiración. Cerró los ojos, sujetándose a la piedra—. No lo sé —dijo más tranquilo y con labios cenicientos—. Arrojadla por la montaña, fundidla. —Le dirigió de nuevo su sombría y torcida media sonrisa—. De todos modos, es lo que pretendíais desde que la fabriqué. Si caigo, seguid adelante. ¿Lo juráis por Almin?

—Lo juro… por Almin —masculló Saryon. Fingió estar muy ocupado recogiéndose la túnica para poder correr con más facilidad, y de esta forma no tuvo que mirar a Joram mientras hacía su promesa.

—¡Bien! —suspiró Joram—. Y ahora —dijo, aspirando con fuerza—, vamos a correr. Mantened el cuerpo agachado. ¿Preparado?

Joram miró interrogante a Saryon. El catalista asintió de mala gana, y Joram se precipitó tambaleante.

A pesar de haber aceptado dejar que Joram fuera delante, Saryon no se distanciaba mucho tras él. Tenía tan sólo una noción muy vaga de lo que significaba atraer los disparos y le pareció más natural permanecer cerca de su amigo.

¿En cuanto a no detenerse a ayudar a Joram si caía?

Bueno, aquello había sido una promesa jurada por Almin y, por lo tanto, vacía en lo que se refería a Saryon, que mantenía los ojos fijos en la figura vestida de blanco que avanzaba dando traspiés sobre el irregular terreno.

La distancia desde el altar de piedra situado en el centro de la rueda hasta el Templo, que estaba en el extremo sur, al borde de ésta, le había parecido insignificante al catalista hasta que supo que su vida dependía de cubrir aquellos metros lo más deprisa posible. De repente el Templo y sus paredes protectoras parecían haber dado un salto gigantesco hacia atrás.

Saryon corría tan deprisa como podía aunque, de todas formas, no era muy rápido. Nunca había recobrado del todo sus fuerzas después de su enfermedad. Cargado con la pesada espada y con los largos ropajes enredándosele en los tobillos, sólo pudo dar unos pocos pasos antes de sentir cómo sus pulmones se quedaban sin resuello. El pavimento roto e irregular dificultaba su empeño. En más de una ocasión, sintió cómo una piedra rodaba bajo sus pies, lo que lo obligaba a aminorar el paso por miedo a perder el equilibrio y caer. Durante todo este tiempo, sus ojos permanecían clavados en su amigo.

Y entonces Joram cayó. Tropezó con una losa de mármol fragmentada, e, instintivamente, adelantó el brazo herido para no derrumbarse. El brazo se dobló bajo su peso y rodó por el suelo retorciéndose de dolor.

Saryon asió a Joram, sin hacer caso de sus gruñidos ordenándole que lo olvidara, y logró alzarlo con una fuerza que el catalista no podía creer que aún le quedara en su viejo y cansado cuerpo. Juntos siguieron corriendo hasta alcanzar los nueve escalones.

Un sonido agudo, como el zumbido de una avispa enojada, pasó tan cerca del oído de Saryon que casi hubiera jurado haber sentido sus alas. Una fracción de segundo más tarde, una porción de una de las columnas del Templo estalló, haciendo volar pedazos de piedra en todas direcciones. El catalista, en su aturdido y agotado estado, no comprendió lo que había pasado.

Tras conseguir subir penosamente los escalones, ambos se sumergieron agradecidos en los frescos y umbríos confines de los muros del Templo. Joram cayó al suelo como muerto. Rodó hasta quedar sobre su espalda, y se quedó así con los ojos cerrados y la respiración rápida y entrecortada. La manga derecha la tenía empapada de sangre. Saryon arrojó la pesada espada y se dejó caer junto a él, y, sólo entonces, se le ocurrió al catalista que aquel zumbido había sido uno de aquellos proyectiles letales. A Saryon poco le importó. La sangre le martilleaba en los oídos; estaba tan mareado que apenas si podía ver.

Mientras intentaba recuperar el aliento, paseó la mirada por el interior del Templo.

—¿Gwen? —llamó el catalista con suavidad.

No hubo respuesta, pero el catalista no tardó en localizarla. Apenas visible entre aquellas sombras movedizas, permanecía, sentada con tranquilidad sobre un altar roto al fondo del Templo, y los contemplaba con inusitado interés, dado su estado.

Al ver que, aparentemente, no había sufrido daño y pensando que Joram se había desmayado, Saryon se inclinó sobre él para examinar la herida. Al tocarlo, Joram se encogió de dolor.

—¡Estoy bien! —Apartó de un empellón la mano de Saryon y se las arregló para sentarse.

—Creo que ha dejado de sangrar —comentó Saryon dubitativo.

—La ropa se ha enganchado a la herida. ¡No la toquéis! ¿Dónde está Gwen? ¿Está bien?

Saryon empezó a responder, pero otra voz, desconocida, contestó en su lugar.

—Tu encantadora esposa se encuentra perfectamente, Joram. Tan chiflada como siempre, pero a salvo. Y también tú estás a salvo, al menos de momento.

»Realmente, Joram —continuó la voz, hablando ahora el idioma de Thimhallan—. Me siento impresionado. Una vez más has regresado de entre los muertos. ¿Has pensado alguna vez en dedicarte a actividades mesiánicas?