____ 07 ____

El Padre Saryon estudió con cautela el Templo de los Nigromantes, con la intención de investigar aquel lugar que se suponía lleno de maldad antes de poner el pie sobre él.

—Vamos, ¿queréis?

Joram apartó a un lado al reacio catalista y salió del Corredor al semiderruido sendero de mármol blanco. Su atenta y ansiosa mirada escudriñó la zona con rapidez: el Templo en ruinas a su espalda, el altar de piedra en el centro de la rueda, la vasta panorámica del mundo extendido ante él, con Merilon brillando en la distancia como una lágrima sobre la superficie de la tierra.

Saryon lo siguió con cada fibra nerviosa de su cuerpo en tensión y alerta. Proyectó su ser hacia afuera, como lo hacía cuando absorbía Vida al interior de su cuerpo, y palpó a su alrededor con dedos mentales, de la misma forma que un ciego capta con sus manos. Percibía Vida, la magia era extremadamente poderosa aquí, pero el hecho no resultaba extraño después de todo; estaban justo encima del Pozo de la Vida. Percibía muerte también, pero aquello podía responder a su sobreexcitada imaginación.

Sus temores eran, al parecer, infundados. El Templo parecía vacío. Nada se movía, ni siquiera el aire. Ningún sonido del mundo vivo que había más abajo se elevaba para alterar la soledad. El silencio era absoluto, completo, ininterrumpido.

¿Por qué, pues, sentía miedo?

—Hemos llegado a tiempo —observó Joram, levantando los ojos al sol y asintiendo satisfecho. Se frotó las manos para quitarse el frío del aire de la montaña—. Es casi mediodía. —Se dio la vuelta y miró a su alrededor con curiosidad, sin prestarle la menor atención a su esposa, que salía en aquel momento del Corredor.

—Yo no veo legiones de espíritus malignos sedientos de sangre, ¿los veis vos, catalista? —continuó Joram mordaz, adelantándose para investigar el altar de piedra.

—No, pero eso no significa…

Las palabras de Saryon murieron en sus labios, se quedó mirando al frente, perplejo.

Joram estaba de espaldas a él. Los pliegues de la larga capa de viaje barrían el suelo mientras andaba, y, oculta bajo esa capa, metida en la funda mágica, estaba la Espada Arcana. El arma estaba bien escondida. Nadie que observara a Joram hubiera notado nada extraordinario o fuera de lo normal en él. Pero Saryon, que lo había acompañado durante tanto tiempo, había llegado a percibir una diferencia en la forma en que caminaba cuando llevaba la espada —quizá debido al peso del arma o a una estructura peculiar de la funda— pues Joram siempre parecía ligeramente cargado de espaldas cuando se la ceñía, como agobiado por una carga invisible.

No se percibía ningún peso ahora. Su espalda aparecía recta y su andar desenvuelto.

«No lleva la espada. ¡Estamos indefensos!» Lo primero que pensó Saryon fue quedarse cerca del Corredor y extendió una mano para sujetar a Gwendolyn antes de que empezara a deambular por allí.

La muchacha permitió que la detuviera sin oponer la menor resistencia y, de pie junto al catalista, paseó la mirada por los terrenos del Templo; sus ojos azules estaban serenos, no veía este mundo, no le importaba lo que sucediera en él. ¡Y allí estaba Joram, actuando de la misma forma! ¿Por qué habría dejado su espada?

La verdad era que Joram no parecía ni preocupado ni nervioso. Se hallaba junto al altar de piedra, apoyado contra él como si esperara a alguien. ¿Por qué actuaba de una manera tan extraña? A lo mejor se relacionaba con aquel extraño lugar.

Aunque Saryon ni veía ni percibía nada diabólico en el Templo de los Nigromantes, su miedo se acrecentaba. Posiblemente se debía a la tristeza opresiva que flotaba sobre el Templo, la terrible tristeza de aquellos que han estado olvidados durante mucho tiempo. O quizás era el intenso silencio que flotaba en el aire. Todo parecía estar vigilando, aguardando. El mismo sol, incluso, parecía haberse detenido sobre ellos.

«Debemos irnos, regresar al Corredor». De un modo u otro tenía que convencer a Joram del peligro, aunque no resultaría fácil, ya que era un presentimiento que a él mismo le costaba definir, pero tenía que intentarlo. Saryon ordenó sus argumentos y dio un paso en dirección a su amigo, al tiempo que Gwendolyn se soltaba de repente de su mano.

—¡No! ¡No! ¡Sois demasiados! —gritó, retrocediendo—. ¡No me toquéis! —No miraba al catalista, sino delante de él. Estiró los brazos y rechazó unas manos invisibles—. ¡Sois demasiados! ¡No puedo entender lo que decís! ¡Dejad de gritar! ¡Dejadme sola! ¡Dejadme sola!

Gwen se cubrió los oídos con las manos, como si intentara ahogar un tumulto de voces. Saryon la miró impotente. Los únicos sonidos que se percibían en el silencio inmóvil eran sus propios gritos. Intentó sujetarla, pero ella, alejándose de él, echó a correr por el sendero como si retrocediera ante un ataque. Corriendo primero en una dirección y luego en otra, sus erráticos movimientos parecían una especie de danza macabra llevada a cabo con compañeros inexistentes.

—¡No puedo ayudar! ¡Por qué me suplicáis a mí! ¡No puedo hacer nada! ¡Os lo aseguro! ¡Nada!

Gwen corrió hacia el Templo, cubriéndose los oídos con las palmas de las manos, y con la dorada cabellera brillando pálida y sin atractivo bajo aquella fría luz, en un desesperado esfuerzo por huir de aquella multitud invisible. Llegó hasta el altar de piedra pero, entonces, tropezó con el borde de su vestido, cayó de rodillas y permaneció en esta posición, intentando protegerse de sus atormentadores.

Mientras se abalanzaba hacia ella, Saryon observó que Joram se encontraba a menos de diez pasos de distancia de su aterrorizada esposa, pero éste no hizo el menor movimiento para acercarse más. En lugar de ello, seguía apoyado en el altar de piedra, observándola con divertido interés, como agradecido de que le proporcionara un entretenimiento con el que pasar el tiempo.

Saryon sintió que lo invadía la cólera. No sabía qué le ocurría, ya no se preocupaba en absoluto. «¡Que se hunda de nuevo en la oscuridad!», pensó, y se apresuró a aproximarse a Gwen, se inclinó sobre ella y, con gran suavidad, le tomó la mano.

Una detonación aguda y clara hendió el aire.

Luego otra.

Y otra.

Y otra más.

A Saryon se le heló el corazón, la sangre, los pies, las piernas y las manos. No podía moverse. Tan sólo podía acurrucarse contra el suelo, abrazado a Gwen, y escuchar cómo aquellos sonidos que paralizaban la mente saltaban por entre las rocas y reverberaban en las paredes del Templo.

Y entonces, las explosiones finalizaron. Lleno de temor, Saryon aguardó a que volviera a oírse aquel espantoso sonido, mas todo lo que escuchó fue su sordo eco restallando por la ladera de la montaña, hasta que, finalmente, se apagó absorbido por la inmensidad del espacio.

Nada se movía, nada se agitaba. Incluso los gritos de Gwen se acallaron. Era como si aquellos sonidos hubieran hecho pedazos el aire y ahora el silencio se precipitase a llenar el vacío.

El catalista sólo tenía un pensamiento: salir de aquel lugar. Para él resultaba evidente que nada en aquel Templo maldito iba a ayudar a Gwendolyn, quien se acurrucaba, temblorosa, en sus brazos. De hecho existían muchas posibilidades de que este Templo y los muertos que allí vivían la arrojaran aún más a la locura.

—Voy a llevar a tu esposa a casa… —empezó a decir Saryon con voz trémula, levantando la vista hacia Joram, pero la voz se le ahogó en la garganta—. ¿Joram? —susurró, mientras soltaba a Gwendolyn y se levantaba despacio—. Hijo mío, ¿qué sucede?

Joram se apoyaba sin fuerzas contra el altar de piedra, mirando al catalista con profundo asombro. Los ojos castaños estaban abiertos de par en par. Sus labios se abrieron para hablar, pero ningún sonido surgió de ellos. Tenía una mano apretada contra el pecho y, por debajo de ésta, Saryon vio una mancha de color carmesí que crecía como si fuera algo vivo, extendiéndose lentamente por las blancas ropas. Tres nuevas manchas aparecieron entonces sobre su cuerpo, floreciendo como llamativos capullos rojos.

Joram alzó lentamente la mano manchada de rojo y la contempló con aquella misma expresión de perplejo asombro. Desconcertado, miró de nuevo a Saryon y apartándose con un empellón del altar, dio un paso en dirección al catalista, se tambaleó, y cayó al suelo antes de que éste pudiera sujetarlo.

Saryon lo tomó entre sus brazos. Al tocar las ropas manchadas de rojo, el catalista sintió la tibia humedad de la sangre que se escapaba del cuerpo de Joram y corría por entre sus dedos como los pétalos de un destrozado tulipán.