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El instinto de Menju estaba en lo cierto. Lo estaban vigilando. Y aunque la mayoría de los ojos que lo acechaban pertenecían a los muertos, no ocurría lo mismo con un par de ellos, pertenecientes a un vivo. Otra persona había llegado al Templo de los Nigromantes, la cual también aguardaba.

La presencia de los humanos alteraba a los muertos, que no habían visto seres vivos en su santuario durante siglos. Pero no era tan sólo la presencia de estos dos hombres la causa del desasosiego de los espíritus. Apiñados en su Templo, observaban con ciegos ojos, escuchaban con sordos oídos, hablaban con mudas bocas, ya que no había nadie que los comprendiera ni pudiera escucharlos, lo que les provocaba un intenso sentimiento de frustración. Los muertos, que formaban parte de la mente de Almin, conocían el peligro, pero se veían impotentes para actuar. Tan sólo podían observar junto a aquellos que observaban y esperar junto a aquellos que esperaban.

Este segundo Vigilante era, en realidad, el primero. Había llegado al Templo de los Nigromantes a primeras horas de la mañana, justo cuando el pálido y frío sol empezaba a ascender penosamente sobre los picos de las montañas, arrastrándose perezoso por el cielo como si se preguntara, después de todo, por qué se molestaba en salir. Incluso los ojos de los muertos —que ven moverse el tiempo no segundo a segundo como lo hacen los vivos, sino como un vasto y siempre cambiante océano— estuvieron a punto de pasar por alto la presencia de aquel hombre. Saliendo del Corredor, se desvaneció de nuevo inmediatamente, desapareciendo casi en el mismo instante en que aparecía.

Les costó un poco de esfuerzo pero acabaron por localizarlo, al menos a parte de él, ya que este hombre era muy bueno en su especialidad. Ningún ojo humano podía atravesar su escudo de invisibilidad, y los espíritus tuvieron que hacer un gran esfuerzo para mantener su imagen en sus mentes. Iba vestido con las ropas ceremoniales para el ejercicio de la Justicia, unos ropajes grises decorados con los símbolos de los Nueve Misterios. Muchos de los muertos lo reconocieron: se trataba del Verdugo, y, o bien temblaron, o lo maldijeron.

El Verdugo, uno de los brujos más poderosos de Thimhallan, habitaba en el interior de El Manantial. Sus servicios eran prestados tan sólo a los catalistas en general y al Patriarca Vanya en particular. A cambio de realizar para ellos determinadas acciones, como la Transformación en Piedra y la Expulsión al Más Allá, al Verdugo se le otorgaba Vida de forma ilimitada y libertad para utilizarla como prefiriera. De esta forma había conseguido desarrollar sus habilidades dentro de la disciplina de la magia más perfectamente que el resto de sus iguales.

En este día, sin embargo, el Verdugo no iba a utilizar los poderes de la magia. Al igual que el otro Vigilante del Templo, también él llevaba en el bolsillo de sus ropas grises una Herramienta, un artefacto diabólico creado por las Artes Arcanas de la Tecnología.

Intrigado por el artilugio que había estado estudiando toda la noche, el Verdugo lo extrajo para examinarlo con cuidado. Los muertos, atraídos por la curiosidad, se apretujaron a su alrededor, mirando el objeto con sobresalto y horror. Sobre lo que era y sus efectos, poseían una vaga idea, puesto que formaban parte del Creador de Todas las Cosas; sin embargo, encontraron aquel artefacto difícil de comprender, como quizá le sucedía también al Creador, quien en algunas ocasiones debía de lamentar haber concedido a la humanidad una inteligencia que, tan a menudo, era empleada en malévolas ocupaciones.

La noche anterior, el Patriarca Vanya había requerido al Verdugo a su despacho. Tras comunicarle sus órdenes, se había asegurado de que el brujo entendía exactamente lo que se pedía de él.

—Por haber regresado a este reino y hacer caer sobre él incontables peligros, se ha sentenciado a muerte al hombre llamado Joram —pronunció el Patriarca con voz sonora—. Ha embaucado a la gente para que lo proclamen Emperador y, por lo tanto, el resto de los Duuk–tsarith se ven obligados por estrictos juramentos a protegerlo. Tú, el Verdugo, has de considerarte por encima de estas leyes, ya que la Iglesia, la mayor autoridad del país, que existe con el beneplácito de Almin, ha decretado la muerte de Joram. Una vez se haya cumplido la sentencia, recuperarás la Espada Arcana y me la traerás inmediatamente para evitar que su presencia en el mundo cause más daño.

El Patriarca se había interrumpido aquí para recuperar aliento y examinar con cuidado al Verdugo, con el fin de asegurarse de que captaba enteramente el significado de las palabras.

—Además —había continuado el Patriarca, aspirando con fuerza por la nariz—, aunque la ejecución de Joram está innegablemente justificada, consideramos más conveniente, al hallarse la población nerviosa y agitada, dejar que la plebe crea que el Emperador ha encontrado la muerte a manos del enemigo. Un hombre llamado Menju el Hechicero, un criminal a quien tú mismo arrojaste al Más Allá, irá en busca de Joram al Templo de los Nigromantes: prueba fehaciente, como supondrás, de que nuestro Emperador piensa traicionar a su pueblo. Resultaría muy beneficioso para todos los interesados si los dos, Joram y este Hechicero, tuvieran una riña que finalizara con la muerte del Emperador.

El Verdugo, comprendiendo perfectamente, había inclinado la cabeza en señal de asentimiento y había abandonado al Patriarca sin pronunciar una palabra.

El brujo penetró en un Corredor y abandonó El Manantial, viajando a través del tiempo y del espacio hasta que llegó a las cámaras subterráneas secretas de la Orden de los Duuk–tsarith. Tras informar de lo que necesitaba a los guardianes, al Verdugo se le permitió el acceso inmediato a ciertos aposentos sellados y separados de los demás. En aquellas habitaciones se procedía al estudio de los efectos personales confiscados a los cadáveres de los extraños humanos.

Varios miembros de los Duuk–tsarith, ocupados en ordenar y catalogar estas pertenencias, se inclinaron respetuosos ante uno que ocupaba una posición tan elevada dentro de su Orden, y dejaron a un lado su trabajo para permitirle que examinara los objetos. Al brujo no le interesaban los extraordinarios aparatos para el control del tiempo, ni las feas alhajas, ni los pedazos de pergamino que habían capturado imágenes de otros extraños humanos, en su mayoría hembras y niños; apartó a un lado todo esto sin dedicarle una mirada. Su atención se centraba únicamente en las armas.

Aunque él no había nacido dentro del Noveno Misterio, estaba familiarizado con las herramientas de las Artes Arcanas, ya que habían sido objeto de su estudio, como casi todo en este mundo. Examinó con mucho cuidado el alijo de armas, observando detenidamente cada una pero con mucho cuidado de no tocarlas. De cuando en cuando hacía alguna pregunta a alguno de los Duuk–tsarith que permanecían respetuosamente a poca distancia de él. No obstante, el Verdugo descubrió que sabía tanto, o en algunos casos incluso más, sobre ellas que sus informadores.

A pesar de no haber participado en la batalla, la había contemplado con interés, advirtiendo la letal rapidez con que las armas que lanzaban los rayos de luz podían matar. Éstas fueron las que estudió primero. Lo bastante pequeñas para caber en la palma de la mano, aquellos artilugios metálicos no ofrecían la menor indicación, al menos exteriormente, de cómo se las hacía funcionar.

El Verdugo empezaba a pensar que tendría que confiar su suerte a una de éstas de todas formas, con la esperanza de no incinerarse a sí mismo por accidente mientras intentaba averiguar cómo se accionaban, cuando se encontró con algo que convenía más a su propósito: un arma de proyectiles.

Se había instruido sobre ellas en los antiguos libros de las Artes Arcanas, y, aunque por lo que se sabía, no se había construido jamás en Thimhallan ninguno de aquellos artefactos, se habían formulado teorías y todavía existían algunas toscas descripciones de cómo funcionarían. Esta arma era, desde luego, mucho más compleja que ninguno de los dibujos que el Verdugo hubiera visto, pero dio por sentado que su diseño se basaba en los mismos principios.

La envolvió en una tela con tiento y la colocó, junto con un gran número de lo que parecían sus proyectiles, en una caja. Selló la caja con runas poderosas contra el fuego y la explosión y luego, sujetándola con mucho cuidado, abandonó las siniestras cámaras secretas de los Duuk–tsarith, y viajó por los Corredores hasta Merilon.

El herrero, a punto de desplomarse de agotamiento, sufrió un buen sobresalto cuando vio a una figura vestida de gris que emergía del Corredor en el exterior de su improvisada forja en Merilon. Todo el mundo en Thimhallan conocía al Verdugo, al menos por lo que se contaba de él, aunque no lo hubieran visto y, por lo tanto, el fatigado hombre, aunque fuerte y decidido, no pudo evitar un estremecimiento de temor cuando el Señor de la Guerra se le acercó.

Un pensamiento aterrador cruzó su cansada mente: «Se me va a acusar del ataque enemigo y me ejecutarán sin un juicio», mientras tomaba un martillo y se disponía a vender cara su vida.

Pero el Verdugo, con voz inexpresiva y profunda, le aseguró inmediatamente que era su cerebro lo que buscaba, no su cabeza.

El brujo sacó la caja de entre los pliegues de sus ropas, borró las runas, desenvolvió la tela, y le mostró el arma al herrero.

Con un suspiro de admiración, éste la agarró y pasó sus manos amorosamente sobre ella. La ingenuidad y perfección de su hechura y diseño hicieron que sus ojos se nublaran de lágrimas. No obstante, el Verdugo interrumpió abruptamente el éxtasis del hombre, exigiéndole saber cómo funcionaba aquel artefacto.

Es posible que el brujo se sintiera ligeramente acobardado cuando el herrero empezó a desmontar el arma. Posible… pero improbable. El Verdugo era un individuo de una gran autodisciplina que, si experimentaba emociones, jamás las revelaba a nadie. Para cualquiera que lo observara, permaneció impasible e inmóvil, el rostro cubierto por la capucha gris durante todo el tiempo que el otro dedicó a examinar el arma.

El herrero se pasó una hora estudiando con todo cuidado la herramienta y, por fin, tras volver a montar sus componentes con gran respeto, anunció categórico:

—Sé cómo funciona, mi señor, aunque cómo han conseguido capturar todo ese poder queda fuera de mi alcance.

—Eso —respondió el Verdugo— es más que suficiente.

El herrero, arma en mano y acariciándola con cariño, se lo explicó de forma clara y concisa.

—Apuntad el arma a vuestro blanco. Cuando oprimáis esta pequeña palanca con vuestro dedo —se la mostró—, disparará el proyectil con tal fuerza que deberá atravesar prácticamente cualquier cosa.

—¿Carne? —preguntó el Verdugo con indiferencia.

—Carne, piedra, hierro. —El herrero miró el artilugio con anhelo—. ¿Supongo que no estaréis interesado en ver una demostración, mi señor?

—No —replicó el Verdugo—. Tus aclaraciones son suficientes.

Recuperó el arma, se introdujo en el Corredor y desapareció. Con un profundo suspiro, el herrero levantó su martillo y empezó a golpear una tosca punta de lanza, desaparecida toda la ilusión por su trabajo.

Regresó a la seguridad e intimidad de sus propios aposentos en El Manantial, situados en las profundidades del mismo y evitados cuidadosamente por todos; se decía que era el único lugar donde los ojos de El Manantial estaban ciegos y los oídos obturados. Allí el Verdugo hizo funcionar él mismo el arma. La apuntó a la pared, pasó el dedo alrededor de la palanca pequeña como había indicado el herrero y apretó.

La fuerte explosión casi lo dejó sordo, el retroceso del arma lo hizo tambalear. No dejó caer aquel artefacto de milagro y la mano le escoció a causa de la sacudida durante varios minutos. Al acercarse a la pared para examinar el blanco, una vez recobrado, se sintió desmoralizado al no encontrar ni rastro del proyectil. La pared seguía lisa e incólume. Un examen más completo reveló, sin embargo, que el defecto no correspondía a la herramienta sino al que la utilizaba. El Verdugo había errado el blanco, si no en un kilómetro, sí, desde luego, en varios metros.

Sin inmutarse, lanzó sobre sí mismo un hechizo de sordera transitoria y luego, sujetando el arma con las dos manos, consiguió finalmente, tras una hora, acercarse bastante al blanco. Una vez medidos los agujeros hechos en la pared, comprobó que perfilaban un espacio muy similar al tamaño de la parte superior de un cuerpo humano. Resultaba suficiente. Además, estaba a punto de amanecer y tenía que asegurarse de ocupar su posición sin ser visto y sin levantar sospechas.

Cuando llegó al Templo, se colocó cerca del enorme altar de piedra exterior, protegido de todas las miradas, excepto de las de los muertos, por su escudo de invisibilidad. Desde aquel punto estratégico, observó la llegada del Hechicero —el Verdugo podría haber extendido una mano y haber tocado al hombre— y siguió con gran interés la elección de Menju de su propio escondite.

El Verdugo levantó los ojos hacia el sol. Ya no faltaba mucho. De pie bajo la brillante luz, consciente del intenso silencio que se había posado sobre la cima del mundo, el Verdugo aguardó pacientemente el momento en que cumpliría las órdenes que le habían impartido.