El Templo de los Nigromantes ocupaba un lugar privilegiado en el mundo, situado en la misma cima de El Manantial, la montaña más alta de Thimhallan. El terreno sobre el que estaba construido había sido allanado mediante la magia, pero el Templo parecía colgar de un escarpado risco en vez de descansar firmemente sobre roca sólida. Esta impresión se debía sin duda a un efecto óptico, acrecentado por el hecho de que el Templo y su Jardín ocupaban el único terreno llano que existía a aquella altura de vértigo.
Según la leyenda, el Templo de los Nigromantes había sido labrado en la misma roca de la montaña por los muertos. El conjunto de la cima formaba la pared posterior del Templo, cuya forma recordaba a una cueva; el pico, que había sido alterado mágicamente y se elevaba con elegancia hacia las nubes, constituía su techo. Las dos paredes laterales, una mirando al este y la otra al oeste, estaban construidas a partir de la pared posterior; siguiendo las líneas naturales de la montaña, cada una de ellas se alzaba sobre escarpados precipicios. El Jardín del Patriarca Vanya —al que en aquellos momentos se denominaba la cima del mundo— en realidad se ubicaba ciento cincuenta metros más abajo.
El pórtico de columnas del Templo, encarado hacia el norte, daba a una gran extensión circular de terreno llano. Aquí se habían colocado un gran número de losas formando una rueda; nueve senderos laterales eran los nueve radios que llevaban desde el sendero exterior hasta el enorme altar de piedra situado en el centro de este círculo. Los símbolos de los Nueve Misterios se grababan uno en cada uno de los senderos laterales, y el conjunto de ellos volvía a repetirse, esculpidos en el altar de piedra.
Toda esta zona había recibido un cuidado esmerado con anterioridad. Existían cómodos bancos de madera colocados a intervalos regulares alrededor del centro de la rueda, y en los sectores que separaban los nueve radios entre sí habían florecido macizos de flores, que las pacientes manos de los druidas habían conseguido hacer crecer a pesar de aquella elevada altitud.
A este Jardín, que en una ocasión había sido muy hermoso, a este magnífico escenario, venían las gentes de todo Thimhallan para consultar, pedir consejo o simplemente hacer una cordial visita a sus difuntos. Los Nigromantes —nacidos en el Misterio del Espíritu y a quienes Almin permitía residir en los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos— actuaban como intérpretes y llevaban los mensajes de un mundo al otro.
Estos personajes habían representado una Orden muy poderosa; se rumoreaba que la más poderosa de Thimhallan en la época de las Guerras de Hierro. Se sabía que, en ocasiones, una palabra de los muertos había derribado tronos y casas reales. Los Duuk–tsarith, que no le temían a nada vivo, temblaban cuando se acercaban a los Jardines de los Nigromantes. Entre algunos de los gobernantes, sus Señores de la Guerra y sus catalistas, se había despertado la envidia por aquel poder.
Nadie conocía con exactitud cómo habían perecido los Nigromantes durante las Guerras de Hierro. Había sido una época muy confusa. Infinidad de gente había perdido la vida durante aquel sangriento conflicto. Los Nigromantes siempre habían sido una secta muy reducida; nacía muy poca gente dentro del Misterio del Espíritu, y aún en menor número poseían la disciplina necesaria para poder soportar una vida de muerte. Resulta fácil comprender cómo un grupo tan pequeño pudo perecer sin que nadie se diera cuenta de su desaparición.
Baste con decir que, al final de la guerra, los catalistas anunciaron que los Nigromantes habían sido exterminados. Se acusó a los practicantes de las Artes Arcanas, a los Tecnólogos, de haberlos asesinado, de la misma forma en que se los acusó de todo lo malo que había acontecido en Thimhallan durante el último siglo.
Pocos echaron de menos a los Nigromantes. Los que habían perecido en el país —y eran muchos— en general habían sufrido muertes horribles. Los supervivientes se sintieron muy felices de poder apartar de su mente todo aquel dolor y continuar viviendo, lo cual, en muchos casos, ya suponía una ardua tarea.
Si algunos se extrañaban de que no nacieran más niños dentro del Misterio del Espíritu, hubieran debido preguntar a los catalistas, a los Duuk–tsarith o a los padres de niños que oían voces no audibles para otros o que hablaban con amigos ausentes. En estos casos, los niños o bien superaban aquella extraña fase al crecer o, si la etapa persistía, desaparecían.
Lo que el Padre Saryon comentó sobre el Templo era verdad: la gente tenía prohibido pisar sus terrenos. Pero, sin afán de desacreditar la palabra del catalista, quien, sin duda, sólo repetía los chismorreos oídos en El Manantial, no era cierto que una maldición hubiera caído sobre el Templo, ni que ciertos poderosos catalistas la hubieran levantado al no haber regresado nunca.
En realidad, nadie se había preocupado por averiguar lo ocurrido. La única maldición que había caído sobre el Templo de los Nigromantes consistía en el olvido.
Con las rojas ropas de su disfraz cubriéndolo hasta los tobillos, Menju el Hechicero salió con cautela del Corredor y pisó los terrenos, tanto tiempo abandonados, del Templo. Los Thon–li que lo habían conducido hasta allí se habían sentido terriblemente escandalizados de su deseo de viajar hasta aquel lugar y habían intentado disuadirlo con todas sus fuerzas. Sólo tras asegurar que se trataba de una emergencia en tiempo de guerra había conseguido convencerlos de que lo enviaran a su destino.
Sus miedos, no obstante, no habían servido precisamente para aumentar su confianza. Menju, sujetando con la mano la pistola sincrónica láser que mantenía oculta en el bolsillo y las palabras de un conjuro para rechazar a los muertos en sus labios, dirigió una rápida mirada a su alrededor y percibió al instante la auténtica naturaleza del lugar. Se tranquilizó entonces y lanzó un suspiro de alivio.
Aunque el sol brillaba en un cielo sin nubes, un halo de tristeza y melancolía flotaba sobre el Templo como una niebla espesa, proyectando una sombra casi imperceptible sobre los derruidos muros y las piedras desmoronadas. Reinaba también una quietud sobrenatural en aquel lugar, un silencio anormal, como si un incontable número de personas permanecieran allí de pie, aguantando la respiración, mientras aguardaban a que sucediera algo.
El Hechicero se estremeció con el tranquilo y frío aire de la montaña y guardó la pistola, riéndose de sus temores, aunque no dejó de ser una débil sonrisa. Finalmente se sentó en uno de los desmoronados bancos de piedra, con una brusquedad involuntaria, provocada por una repentina flojera en sus rodillas.
¿Qué era lo que había esperado? se reprendió. ¿Legiones de muertos aullantes, que surgiesen entre alaridos de la oscuridad para protestar por su intrusión? ¿Manos esqueléticas que agarrasen las suyas? ¿Figuras que se paseasen por allí envueltas en blancas mortajas y con cadenas, lamentando la degeneración de la mente del Hechicero y prometiéndole la visita de tres fantasmas antes del amanecer?
—¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó en voz alta y consiguió reírse, tan sólo con un ligero estremecimiento, de su propio chiste.
Menju se secó el sudor helado de la frente y se tomó un instante para recuperar la compostura e investigar los alrededores. Había llegado expresamente temprano con tal propósito. El sol iluminaba a la altura de su hombro izquierdo; faltaba algo más de una hora para el mediodía.
Sacó el láser de nuevo y, con él en la mano, empezó a examinar con cuidado y tranquilidad cada una de las piedras y rocas que había alrededor del perímetro de los terrenos del Templo. Estudió todo lo que lo rodeaba con sumo cuidado. A pesar de haber observado de inmediato que no había nadie allí, Menju tenía la extrañísima impresión de que alguien lo observaba. No obstante, al no encontrar nada ni a nadie, desterró con firmeza aquella idea, considerando que tenía el mismo origen infantil que la ocurrencia anterior sobre rechinar de cadenas y mortajas blancas.
Abandonó el borde del precipicio y tomó uno de los senderos que atravesaban el marchito Jardín, ya que quería observar más de cerca el altar de piedra. El sendero que seleccionó era el que correspondía a su propio Misterio: el de la Tecnología. Si escogió aquel sendero por superstición, por una sensación de nostalgia o porque sencillamente se acomodaba a su estado de ánimo, fue algo que el Hechicero no se molestó en analizar.
Los tallos de plantas muertas que no se habían podrido con el frío y seco aire de aquella zona montañosa tan elevada sobresalían de la tierra congelada a cada lado del sendero. Pequeños arbolillos ornamentales yacían con las raíces al aire, tras haber sido derribados por los vientos invernales. El Hechicero contempló sin interés los restos del Jardín. Al llegar ante el altar de piedra, sin embargo, lo miró fijamente, con curiosidad, paseando los dedos sobre los símbolos de los Nueve Misterios grabados en la roca. Advirtió que era una extraña clase de roca, como una especie de mineral. «¡Piedra–oscura quizás!», y sintió un estremecimiento.
Mientras la examinaba con atención, intentó recordar las historias que había oído sobre el altar de piedra: cómo se lo había llevado hasta allí desde el Pozo de la Vida situado allá en el fondo, en la base de El Manantial; como había constituido una especie de tapón sobre el Pozo y cómo, una vez retirada la piedra, la magia salió a borbotones cual si fuera magma, fluyendo sobre el mundo.
Eso tenía sentido, comprendió de repente. ¡La piedra–oscura había cubierto el Pozo! Resultaba un pensamiento estimulante.
De pie en el centro del mundo, justo encima del lugar del que brotaba la magia, Menju sentía cómo la Vida palpitaba a su alrededor. Se deleitó con aquella sensación; no podía creer que hubiera llegado a olvidar la excitación que suponía poseer la magia.
El Hechicero estudió la roca con aire crítico. ¡Era enorme! Debía medir dos metros de altura; sus brazos ni siquiera podían abarcar la mitad de su circunferencia. Pesaría… ¿una tonelada? ¡Si se trataba de piedra–oscura, su valor sería incalculable! Su mano, al tocarla, tembló con expectación.
—Joram lo sabrá con seguridad —murmuró el Hechicero, sonriendo para sí—. Tengo que intentar mantenerlo consciente cuando lo capture, al menos hasta que haya tenido la oportunidad de revelármelo.
Palmeó la roca del altar con cariño y anhelo, y continuó con su inspección, hasta llegar propiamente al recinto del Templo.
Nueve escalones moldeados en la roca conducían al porche. Nueve columnas medio desmoronadas aguantaban una techumbre rota que sobresalía por debajo del pico de la montaña, que se elevaba como en espiral hacia el cielo. Cuando estuvo más cerca, vio que partes del techo se habían derrumbado bajo el peso de la piedra y de los años. Enormes fragmentos cubrían el suelo. El altar interior, apenas visible entre las sombras, parecía haber sido aplastado por una viga del techo. Mientras subía los desmoronados escalones, Menju observó con satisfacción que la oscuridad interna era densa e impenetrable.
El Hechicero asintió para sí. Tras revisar por última vez en derredor suyo, echó un vistazo a las llanuras que había al norte, donde la ciudad de Merilon se erigía resplandeciente bajo el sol. Entrecerró los ojos y observó con atención en dirección a la ciudad y le pareció distinguir un destello metálico. ¿Eran los tanques del mayor Boris que ocupaban posiciones para bombardear la cúpula mágica? ¿O era la refulgente luz del sol, centelleando sobre un lago cubierto de hielo? No podía estar seguro.
Se encogió de hombros y se dio la vuelta. Una vez tuviera la Espada Arcana no importaría; entretanto, Boris y sus hombres podían divertirse un poco. Aquello mantenía al mayor ocupado, le impedía pensar en lo que estaba pasando, y, además, calentaría la sangre de los soldados, llenándolos del miedo y el odio necesarios para exterminar a los habitantes de aquel mundo.
El astro se hallaba perpendicular a su cabeza. Era casi la hora. Menju regresó al escondite que había escogido y reflexionó sobre la situación. Era probable que la lucha en aquel mundo fuera larga y costosa, incluso con la Espada Arcana. Estas gentes no acatarían la muerte sin resistencia. ¡Lástima que no pudiera utilizar alguna de aquellas bombas de despoblación, que matan sin estropear los edificios! ¿Alterarían la magia aquellos artefactos? Probablemente no. Tendría que consultar a los físicos. Claro que, pensándolo bien, a lo mejor Joram lo sabría.
¿Qué ocurriría con Joram? ¿Cooperaría? Mientras penetraba en el Templo, el Hechicero se permitió una sonrisa de satisfacción. Su plan era infalible. Resultaba notorio que Joram adoraba a su loca esposa. En cuanto comprendiera que Menju tenía cautiva a Gwendolyn, él se resignaría a colaborar. Aunque demente, la mujer poseía al menos una forma particular de raciocinio; era mucho mejor eso que ver su capacidad mental reducida al nivel de un tomate podrido.
Menju cambió el ajuste de su láser de matar a aturdir, luego se agazapó en la oscuridad detrás de una columna del ruinoso Templo, y, consciente del intenso silencio que se había posado sobre la cima del mundo, el Hechicero aguardó.