Saryon luchaba frenéticamente para escapar de la profunda sima en que estaba atrapado. Unas paredes verticales que se elevaban a cada lado, le impedían ver el cielo; un turbulento río que se abría paso por entre los rocosos acantilados amenazaba con engullirlo en sus blancas y espumeantes aguas; las enredaderas se arrollaban a sus pies; las ramas de los árboles extendían sus dedos parecidos a garras para arrastrarlo de vuelta. Perdido y abandonado caminaba sin rumbo, buscando una salida. ¡De repente, allí estaba! Una hendidura en la escarpada pared rocosa, un atisbo de luz solar y de cielo azul. Parecía una ascensión fácil y, con renovadas fuerzas, se apresuró hacia el lugar.
En un principio resultó fácil y pronto dejó atrás el fondo de la sima, pero, desgraciadamente, no se pudo acercar más al cielo azul. Entonces tuvo la impresión de que cuanto más escalaba el agreste muro, más se elevaba el acantilado. La pared permitía cada vez menos el ascenso. Murciélagos negros caían en picado surgiendo de cuevas y se abalanzaban sobre él haciéndolo perder el equilibrio, amenazando con precipitarlo de nuevo al fondo del abismo. Sin embargo, no cejó en su empeño y, por fin, alcanzó la cima. Con un último esfuerzo, saltó por encima del borde y se encontró frente a un Ojo enorme e inmóvil.
Saryon se encogió ante el Ojo y apretó el rostro contra la roca. Mas sabía que no podía hallar ningún sitio en el que quedara oculto de éste.
—¡Arriba, catalista! —exclamó una voz.
Saryon levantó la cabeza. Junto a él se elevaba un árbol. Se recogió la túnica y empezó a trepar por el tronco, y, una vez estuvo camuflado entre sus verdes hojas, lanzó un suspiro de alivio. El Ojo no podía descubrirlo allí. Pero, justo mientras se reconfortaba con esta idea, las hojas se volvieron amarillas y, una a una, empezaron a caer al suelo. El Ojo lo encontró de nuevo. Entonces una rama se rompió bajo sus pies y luego otra.
—¡Padre! —Una mano le sacudía el hombro—. Es hora de levantarse.
Despertándose con un sobresalto, Saryon se agarró a aquella mano mientras el mundo se le escapaba de debajo de los pies; su apretón era fuerte y firme y se aferró a ella agradecido. No obstante, la mano lo soltó y el catalista volvió a caer sobre las almohadas, sintiéndose tan exhausto y magullado como si realmente se hubiera pasado la noche escalando precipicios.
Joram se dirigió a la ventana y abrió los postigos. Una luz fría y tristona procedente de un sol helado y blanquecino penetró en la habitación e hizo pestañear a Saryon.
—¿Qué hora es? —preguntó, parpadeando bajo el pálido resplandor.
—Falta una hora para el mediodía. Habéis dormido toda la mañana, catalista, y hay muchas cosas que hacer hoy.
—¿Lo he hecho? Lo siento —repuso Saryon y se sentó en la cama aturdido. Mantuvo el rostro vuelto de espaldas al sol. ¿Era aquél el Ojo? ¿Lo vigilaba?
¡Qué estupidez! No se trataba más que de un sueño.
Saryon abandonó el lecho, se lavó el rostro con agua fría y se vistió velozmente, consciente de la impaciencia, cada vez mayor, de Joram. Éste, que se paseaba por la habitación con una expresión ansiosa y febril en su rostro normalmente severo e impasible, se vestía con ropas de viaje, observó Saryon con desasosiego. Sobre los blancos ropajes llevaba una capa gris, y aunque Saryon no podía verla, sabía que debajo de ella Joram se ceñía con la Espada Arcana, sujeta a su espalda.
—Veo que has decidido acudir al Templo —comentó Saryon en voz baja. Se sentó al borde de la cama y empezó a atarse los zapatos. Pero, al inclinarse hacia adelante, lo asaltó una sensación de vértigo, y tuvo que detenerse unos instantes hasta que ésta hubo pasado.
—Nunca hubo ninguna decisión que tomar, resulta una acción inevitable. —Joram se dio cuenta de que Saryon descansaba, sin hacer nada—. ¡Daos prisa, catalista! —Hizo un ademán irritado con la mano en dirección a la ventana y a la luz del sol—. ¡Hemos de llegar hoy al mediodía, no mañana! Asegurasteis que vendríais con nosotros. ¿Lo afirmasteis seriamente? ¿O es toda esta lentitud parte de una artimaña sacerdotal para evitar la marcha?
—Os acompañaré —repuso Saryon despacio, al tiempo que levantaba los ojos de los zapatos para posarlos sobre Joram—. Deberías saber eso sin necesidad de preguntar, hijo mío. ¿Qué motivos te he dado para que dudes de mí?
—Sois un sacerdote. ¿No es ése motivo suficiente? —contestó Joram sarcástico y empezó a dirigirse hacia la puerta.
Poniéndose en pie, Saryon lo siguió.
—Joram, ¿qué sucede? —preguntó y posó su mano con suavidad en la manga de su blanca túnica—. No eres tú mismo.
—¡La verdad es que no sé qué otro podría ser esta mañana, catalista! —replicó Joram, apartando bruscamente el brazo de la mano de Saryon, pero, al ver la expresión preocupada del sacerdote, Joram vaciló y el severo rostro se dulcificó. Sacudió la cabeza mientras se pasaba los dedos por entre su espesa y negra cabellera—. Perdonadme, Padre —pidió con un suspiro—. No he dormido bien. Y presiento que no dormiré esta noche ni, a lo mejor, durante muchas noches venideras. ¡Todo lo que quiero es ir a ese lugar y encontrar algo que ayude a Gwendolyn! ¿Estáis listo?
—Sí, y comprendo cómo te sientes, Joram —empezó Saryon—, pero…
Éste lo interrumpió impaciente.
—¡No hay tiempo para eso, Padre! ¡Hemos de encontrar a Gwendolyn y partir antes de que Garald o cualquiera de esos estúpidos intente detenerme!
Se le endureció el rostro, y Saryon lo miró con fijeza, confuso ante aquel cambio. «Sin embargo, ¿por qué debería sorprenderme?», se interrogó con tristeza. «Lo presentía. He visto la luz del fuego de la fragua brillando en sus ojos. Es como si todos los años transcurridos, todos los sufrimientos y penalidades que le enseñaron a ser compasivo, le hubieran sido arrancados, como si su carne hubiera sido transformada en piedra».
La sima de la que Saryon acababa de escapar se abrió ante él. Cada paso lo acercaba más al borde. «¡Tiene, tiene que haber una senda que se encamine en otra dirección! Deja que mire a mi alrededor y la encuentre».
Una mano le oprimió el brazo, haciéndole daño.
—¿Adónde vais, catalista? ¡Es hora de marchar!
—¡Por favor, reconsidéralo! —titubeó Saryon—. ¡Tiene que haber otro camino, Joram!
El rescoldo de la fragua llameó, chamuscando al sacerdote.
—Vos debéis elegir —replicó Joram tajante—. O bien venís conmigo u os quedáis atrás. ¿Qué escogéis?
¡Una elección! Saryon estuvo a punto de soltar una carcajada. Podía divisar el sendero que se alejaba del precipicio y estaba bloqueado por rocas caídas hacía años. No podía retroceder.
—Te acompañaré —afirmó el catalista, inclinando la cabeza.
Un pálido sol inundó de luz la casa de lord Samuels por primera vez en muchos días. Centelleando cegadora sobre la superficie de la nieve que empezaba a derretirse, no resultaba una luz cálida ni alegre. El jardín estaba precioso bajo su blanco manto, pero se intuía una belleza letal. Las plantas estaban congeladas, cubiertas de nieve. El peso del hielo había partido enormes ramas de los árboles. Árboles gigantes se habían desgajado por la mitad.
A pesar de las incomodidades de aquel clima frío, las calles que daban acceso a la casa de lord Samuels estaban atestadas de gente, que se agitaban de un lado a otro, con la esperanza de poder ver a Joram, y pedían noticias a todos los que salían de ella. Una sucesión continua de Supremos Señores de la Guerra, Ariels, Maestres de los Gremios, Albanara y otros entraban y salían de la mansión desde el amanecer; los preparativos para la guerra estaban ya muy adelantados.
En el interior, lord Samuels, el príncipe, el Cardinal Radisovik, varios miembros de la nobleza y los Supremos Señores de la Guerra, se reunían en una de las salas de baile del piso superior, transformada a toda prisa en una Sala de Guerra.
El príncipe Garald, con mapas desplegados sobre una larga mesa, empezó a explicar sus planes a los jefes congregados ante él. Si observó que la atmósfera en el interior de la sala de baile era casi tan gélida como la del exterior, lo disimuló.
—Los atacaremos por la noche; caeremos sobre ellos surgiendo de la oscuridad mientras duermen. Se sentirán confundidos y actuarán desorganizadamente. Les pareceremos la continuación de una horrible pesadilla, de modo que utilizaremos primero a los Ilusionistas. Conde Marat, vos conduciréis vuestras fuerzas aquí —Garald indicó un grupo de cúpulas geodésicas que apareció por arte de magia bajo sus dedos—, y…
—Os ruego me disculpéis, príncipe Garald —lo interrumpió el conde con voz suave—. Vuestros planes parecen viables, pero el Emperador es nuestro jefe. He venido aquí esta mañana para discutir varios asuntos con él. ¿Dónde está?
El príncipe Garald lanzó una rápida mirada a uno de los Duuk–tsarith que flotaba como una sombra en un rincón. La capucha se estremeció ligeramente como respuesta. Garald frunció el ceño y se volvió hacia el conde Marat, que no se hallaba solo al presentar su exigencia. Muchos otros de los Albanara de Merilon meneaban la cabeza en señal de apoyo.
—El Emperador no ha dormido durante las últimas dos noches —replicó Garald con tranquilidad—. Puesto que lo que discutimos se ciñe a su estrategia, no consideré necesaria su presencia. No obstante —añadió al ver que el conde estaba a punto de decir algo—, he enviado a Mosiah a buscarlo. El Emperador debería estar aquí.
Unos golpes sobre la puerta sellada de la Sala de Guerra se interpusieron en su explicación.
Garald asintió con la cabeza y uno de los Duuk–tsarith retiró el sello mágico de la puerta. Todos se giraron hacia ella y se prepararon para inclinarse ante su Emperador, pero se encontraron únicamente con Mosiah que venía solo.
—¿Dónde está Jor… el Emperador? —exclamó Garald.
—Me ha enviado con un mensaje —tartamudeó el joven, dirigiendo una rápida mirada al príncipe.
—Me ha enviado con un mensaje, Alteza —lo reprendió el Cardinal Radisovik, aunque Mosiah no lo escuchó y continuó observando fijamente al príncipe.
—Es… hum… confidencial, Alteza. —Hizo un gesto con la mano, indicando que se colocaran cerca de la ventana.
El príncipe abandonó su posición inclinada sobre el mapa.
—¿Un mensaje? —repitió irritado—. ¿Le dijiste que hace media hora que lo esperamos? No va a… ¡Oh! Muy bien. Disculpadme, señorías.
Ignorando a los nobles, que cuchicheaban entre ellos, Mosiah se dirigió veloz hacia los grandes ventanales. El príncipe Garald y lord Samuels lo acompañaron, mientras los Albanara observaban con suspicacia cada uno de sus movimientos.
—¡Alteza! —dijo Mosiah en voz baja—. ¡Es casi mediodía!
—No necesito saber la hora —le espetó Garald. Entonces, la comprensión se abrió paso poco a poco, y se quedó súbitamente en silencio, los ojos clavados, muy a pesar suyo, en el reloj de cristal que descansaba en la repisa de una de las chimeneas del elegante salón. El diminuto sol atrapado en su interior había alcanzado casi su punto más alto y centelleaba con fuerza desde su arco, a medio camino de coronar un pequeño mundo.
—¡Maldición! —masculló el príncipe por lo bajo, dando la espalda a los nobles para mirar hacia la ventana, las manos cruzadas por detrás—. ¡Creí que lo había convencido de no acudir!
—Quizás esté paseando por el jardín —sugirió lord Samuels.
—¡Ya lo he comprobado! ¡No está! ¡Y el Padre Saryon y Gwendolyn también se han marchado! —Acercándose más a Garald, Mosiah fingió escudriñar el jardín—. ¡Aún hay una noticia peor! —murmuró—. ¡Simkin también se ha esfumado!
—Lord Samuels, interrogad a los criados —ordenó el príncipe sin alzar la voz—. Preguntad si alguno de ellos ha visto a Joram o al Padre Saryon esta mañana. Intentad hacerlo sin alarmar a nadie —añadió, pero ya era demasiado tarde. Antes de que pudiera detenerlo, el enloquecido lord atravesó a toda velocidad el salón y salió corriendo al pasillo, llamando a los criados. Los nobles lo observaron mientras salía, con rostros cada vez más fríos y severos.
—¡Príncipe Garald! —exclamó en voz alta el conde Marat—. ¡Insisto en saber qué está pasando! ¿Dónde está el Emperador?
—¿Dónde está el Emperador? —El grito se hizo unánime, y estalló el caos; todos hablaban a la vez sin que nadie consiguiera hacerse escuchar.
—¡Silencio! —rugió Garald por fin, y el clamor se fue apagando—. ¡Cualquiera pensaría que éramos un tropel de hadas y duendes que se habían vuelto locos! —añadió con severidad—. Mosiah me acaba de comunicar que la esposa del Emperador se encuentra gravemente enferma esta mañana y no quiere abandonarla. Lord Samuels acaba de enviar a los criados en busca de la Theldara. El anfitrión me ha comunicado también que el almuerzo está servido y sugiero que aprovechemos la oportunidad. El Emperador se reunirá con nosotros tras la comida. Señorías, por aquí. Los criados os mostrarán el camino. Gracias, adelantaos sin mí. Estaré con vosotros en un momento.
Con un intercambio de sombrías miradas y sin dejar de gruñir entre ellos, los nobles y los Supremos Señores de la Guerra de Merilon abandonaron despacio la habitación. Aquellos que hicieron intención de quedarse fueron acompañados educadamente pero con firmeza fuera de allí por los Señores de la Guerra del príncipe Garald. Una vez el tumulto hubo desaparecido, el príncipe indicó con un gesto a los Duuk–tsarith que sellaran la puerta.
—Esperad fuera —les ordenó Garald—. Dejad entrar a lord Samuels, pero a nadie más.
Los Duuk–tsarith se desvanecieron en el aire, dejando al príncipe, al Cardinal Radisovik y a Mosiah solos en la habitación. La luz del sol brillaba a través de los numerosos ventanales, esparciéndose sobre el suelo de mármol e iluminando los mapas enrollados que descansaban sobre la mesa. Nadie habló. Radisovik observó interrogador al príncipe, pero Garald, que jugueteaba nervioso con las cartas geográficas, se negó a atender la mirada de su ministro. Mosiah procuraba mantenerse calmado y esperar, pero se agitaba nervioso apoyando el peso de su cuerpo sobre uno u otro pie, al tiempo que se secaba las sudorosas palmas de las manos en su uniforme de arquero. Todos levantaron la vista aliviados cuando lord Samuels reapareció, llevando a una sofocada doncella con él.
Avergonzada de estar ante la presencia del príncipe, la doncella habló de forma incoherente al principio. Se necesitó bastante tiempo para que los modales educados y corteses de Garald consiguieran tranquilizarla para responder a las preguntas.
Sí, había visto al Emperador. Estaba cambiando la ropa de las camas aquella mañana cuando lo vio, con una capa de viaje, entrando en la habitación del Padre Saryon. Un poco más tarde, vio salir a ambos de la cámara del catalista y atravesar el vestíbulo. Los oyó hablar con lady Gwendolyn.
Sí, el Emperador parecía nervioso, pero ese sentimiento reinaba en la casa. Ella misma estaba tan trastornada que era un milagro que no cayera redonda al suelo.
Sí, ahora que lo pensaba, el Padre Saryon también parecía agitado. Estaba muy pálido y andaba como si fueran a arrojarlo al Más Allá. Eran unos tiempos terribles, como le había estado comentando ella a la cocinera aquella misma mañana.
No, no recordaba haber visto al joven de ropas llamativas que lucía barba, lo cual le resultaba un alivio debido a ciertas cosas algo chocantes que él le había insinuado la noche anterior y que esperaba no verse obligada a oír nunca más, pues tendría que despedirse.
—Gracias, querida —repuso el príncipe Garald con cierta brusquedad. Con una reverencia y una mirada furtiva en dirección a Mosiah, la doncella abandonó la estancia. Los Duuk–tsarith volvieron a sellar la puerta—. Bien, es evidente —continuó Garald con un pesaroso suspiro— que Joram ha ido al Templo y se ha llevado al Padre Saryon y a Gwendolyn con él.
—¿Templo? ¿Qué Templo, Alteza? —preguntó el Cardinal Radisovik, desconcertado.
—El Templo de los Nigromantes.
—¡Que Almin los proteja! —exclamó con fervor el Cardinal, haciendo una señal para ahuyentar al demonio.
—Os pido disculpas, Divinidad, pero no creo que Almin pueda ser de gran ayuda —replicó Mosiah—. Creo que deberíamos acudir nosotros también. Es una especie de trampa, ¿verdad, Alteza?
—¡No lo sé! —soltó Garald, paseando malhumorado por la habitación—. La historia de Simkin sobre Nat o Nate es, manifiestamente, una mentira, sin embargo contenía la suficiente verdad en ella como para que Joram lo creyera. Y otros también, añadiría yo. —Dirigió una rápida mirada a lord Samuels, que permanecía apartado de ellos y miraba, sin ver, al jardín.
—¡Si mi hija es una Nigromante, ese Templo podría ser quizás el único lugar de este mundo donde podría encontrar auxilio!, milord —volvió un rostro angustiado hacia el príncipe—. Si nos entrometemos, Alteza, podríamos estropearlo todo.
—¡O podríamos salvar sus vidas! —interpuso Mosiah—. Podríamos utilizar un Corredor, Alteza, y asegurarnos de que no existe peligro. Después de todo, Simkin estuvo con el enemigo.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Lo sé! —exclamó Garald con impaciencia, al tiempo que daba un golpe en la mesa con su mano—. ¡Conozco a ese joven! ¡Sé que se jugaría el alma, la de Joram y la de todos los habitantes de este mundo, si deseara alguna cosa, incluso una gallina bailarina o una patata hervida si así se le antojara!
—En cuyo caso —apuntó el Cardinal Radisovik en voz pausada—, Joram está corriendo un riesgo. Es posible, Garald, que Mosiah tenga razón.
Una figura negra apareció en el centro de la Sala de Guerra, cayendo sobre ellos con la brusquedad de un trueno. Las manos del Duuk–tsarith estaban cruzadas con fuerza ante él, según la costumbre, aunque se entrelazaban con demasiada fuerza y los dedos se crispaban por la tensión. Su voz, cuando habló, se notaba aún más tensa.
—¡Alteza, el enemigo se ha puesto en movimiento!
—¿Qué? —preguntó Garald asombrado—. ¿Se van?
—No, Alteza. Están… Una luz brillante y cegadora explotó ante sus ojos. Los grandes ventanales de cristal estallaron y sus pedazos cayeron al interior del salón. La habitación fue barrida por una lluvia de fragmentos de vidrio. Los cuadros cayeron de las paredes y las paredes mismas se resquebrajaron y combaron. Una enorme viga del techo se soltó y pandeó. Los cimientos mismos de la casa temblaron y se estremecieron.
Explosiones que sonaban cercanas completaron el mensaje que el Señor de la Guerra, muerto en el suelo, con el cuerpo cubierto de pedazos de cristal, no finalizó.
Merilon estaba siendo atacada.
La residencia de lord Samuels sufrió una nueva convulsión. El reloj de cristal, que había soportado la primera onda expansiva, cayó de la repisa de la chimenea, y su estuche de cristal se rompió en cien relucientes pedazos. Libre de sus confines, el diminuto sol rodó debajo de la alfombra, y también el minúsculo mundo fue a parar entre las cenizas de la chimenea.