Había una capilla familiar en la casa de lord Samuels, como en casi todas las mansiones de la nobleza y de la clase media alta de Thimhallan, y aunque todas poseían, en general, aspecto parecido, algunas marcaban una diferencia que se alzaba a más altura que los techos abovedados y relucía con más fuerza que el palisandro pulimentado. En algunas familias, la capilla era, sin lugar a dudas, el corazón de la casa. Allí, todo el mundo: señor y señora, niños y sirvientes (considerados todos como iguales a los ojos de Almin, ya que en el exterior regresaban las distinciones), se reunían diariamente para orar, conducidos por el Catalista Doméstico. Estas cámaras respiraban Vida. La madera relucía por su uso repetido; las vidrieras emplomadas, con sus símbolos de Almin y de los Nueve Misterios, brillaban bajo el sol de la mañana; por la noche, diminutas luces mágicas llenaban estas salas con un suave resplandor que relajaba el espíritu y propiciaba la oración particular y la meditación. Resultaba fácil creer que Almin habitaba en un ambiente tan tranquilo y bello. Y era fácil conversar con Él en un lugar así, escuchando Sus respuestas.
El difunto conde Devon, que había sido propietario de la casa antes de que ésta pasara a manos de lord Samuels, había sido un hombre muy religioso. Cuando él vivía, la capilla estaba siempre llena de luz y de Vida. A su muerte, ésta, como el resto de la casa, quedó cerrada; se apagaron sus luces, se cubrió su mobiliario con telas negras, y se pusieron postigos a sus hermosas vidrieras emplomadas. Cuando lord Samuels se instaló en la mansión, la abrió toda ella al mundo exterior, a excepción de la capilla, que permaneció sellada. Esto no lo hizo por ningún resquemor o amargura por la pérdida de su adorada hija. Lord Samuels no era el tipo de persona que agita su puño cerrado ante Almin y jura que «¡nunca Te volveré a hablar!». Más bien, lo que sucedió fue que algo en su espíritu murió. Cuando los criados le preguntaron si quería que se restaurase la capilla, él les contestó:
—¿Para qué?
Y, de este modo, permaneció cerrada; sus esculpidas puertas de madera de palisandro selladas y sus ventanas oscuras y sin vida. El sello mágico colocado sobre la entrada era uno de extraordinaria fuerza, y al Padre Saryon le costó un considerable esfuerzo mental conseguir quitarlo. Cuando lo hubo logrado, penetró en el interior y se dejó caer en el banco más cercano, poco acostumbrado a utilizar tanta cantidad de su Energía Vital.
Una fina capa de polvo cubría los bancos, y también el suelo. Todo en el interior se hallaba cubierto de polvo y se preguntó de dónde procedería. Era suave al tacto. Acercó su pequeña esfera de luz y examinó su color rojizo y su olor dulzón. El cerebro analítico de Saryon se puso en funcionamiento al instante, encantado de tener aquella oportunidad de ofrecer un poco de distracción a su mente y eliminar la tensión. Levantó la esfera y pudo discernir vagamente unas vigas de madera en el techo, muy por encima de su cabeza. Supuso que debían de haber sido moldeadas en madera de cedro. Al contrario del resto de la capilla, las vigas no habían sido pulidas, probablemente para que dejaran escapar mejor su aroma. Ahí se originaba el polvo.
Solucionado aquel problema, Saryon suspiró y de forma inconsciente se frotó los cansados ojos, lamentando inmediatamente haberlo hecho, al darse cuenta, por la repentina sensación arenosa que recibió, que se había introducido polvo al restregárselos. Parpadeó violentamente y se limpió los llorosos ojos con la manga de la túnica.
«Debiera estar en la cama», se dijo. Estaba agotado y sabía, recordando las recomendaciones de la Theldara, que no debía abusar de sus fuerzas. Pero también sabía que no podía dormir. Le asustaba dormir. El miedo se iba apoderando lentamente de él, gélido y paralizador como el terrible hechizo que habían lanzado sobre él, el hechizo que había convertido su carne en piedra. Todo había empezado esta noche con aquella horrible sensación de una Mano que se apoderaba de él, impidiéndole aconsejar a Joram que no acudiera al Templo.
Era una locura peligrosa. No había esperanza para Gwen. Los Nigromantes habían desaparecido, y Saryon dudaba, de todas formas, de que hubieran podido ayudarla. Hubiera conseguido convencer a Joram de ello. Sus argumentos, unidos a los de Garald, hubieran persuadido sin duda a Joram para negarse a la propuesta, para que no arriesgara la vida de su esposa y también la suya en aquella empresa temeraria.
¡Seguro que no irá! ¡Seguro!
Saryon apoyó la cabeza en la mano que descansaba sobre el respaldo del banco que tenía delante y se estremeció en un ataque de terror. De la misma forma en que había analizado el polvo de madera, intentó también examinar su miedo, buscando su origen para poder enfrentarse a él de una forma racional. Pero no pudo encontrarlo. Era un pánico sin rostro y sin nombre, y cuanto más se concentraba en desvelarlo, más oscuro se volvía. Saryon había sufrido muchas experiencias terribles. Recordaba todavía, con espanto, el horror que había experimentado al sentir por primera vez la onda paralizadora del hechizo y percibir que su cuerpo se estaba convirtiendo en piedra lentamente.
Pero eso no era nada comparado con el temor que lo atenazaba ahora. Jamás había experimentado aquella abrumadora sensación de pérdida y de desesperación. «Nunca», pensó, mientras miraba la tenuemente iluminada oscuridad de la capilla y aspiraba su olor dulzón. Cuando la primera oleada de terror, allí en la playa, había empezado a retroceder, se había sentido imbuido por una sensación de paz y alegría. Había procedido correctamente. Había visto cómo su sacrificio afectaba profundamente a Joram, cómo la luz de su amor alejaba las tinieblas del alma del muchacho. Aquella seguridad había sostenido al catalista durante los días y noches de su interminable vigilia. Aunque no había hecho las paces con su dios, había hallado, al menos, la calma en su interior.
O pensaba haberla encontrado. La Espada Arcana, que había hecho pedazos su pétrea envoltura, también había roto su paz interior.
A Saryon le dolían las manos y, al bajar la mirada, se dio cuenta de que sujetaba el borde del banco como si de ello dependiera su vida. Intentó tranquilizarse. Sin embargo, el miedo no lo abandonó.
—Es a causa de la batalla de mañana por la noche —murmuró para sí—. Muchas cosas dependen de su resultado. ¡Nuestras vidas! ¡La existencia de nuestro mundo! ¡Qué espantoso será si perdemos!
—¡Qué espantoso será si ganáis!
¿Quién había hablado? Saryon había oído las palabras con tanta claridad como jamás había escuchado nada en su vida; sin embargo, hubiera jurado que estaba solo. Con un estremecimiento, paseó la mirada en derredor suyo.
—¿Quién está ahí? —exclamó con voz trémula.
No obtuvo respuesta. Quizá no había oído nada. Desde luego no lo acompañaba nadie, probablemente todos dormían en la casa.
—Estoy agotado —se dijo, y se secó las heladas gotas de sudor de la frente con la manga de la túnica—. El cerebro me provoca alucinaciones.
Intentó ponerse en pie, ordenó a su cuerpo que se alzara, pero éste permaneció sentado, la Mano lo sujetaba allí. Luego, ésta dirigió su vista al frente.
Ante los ojos horrorizados de Saryon apareció con toda claridad el resultado de la batalla: todos aquellos extraños humanos yacían muertos; los Pron–alban utilizaron su magia para cavar una enorme sepultura, y todos los cuerpos, todos los que se habían podido recuperar y no habían sido devorados por los centauros, acabaron en su interior y la tierra los cubrió por completo. Todo rastro de su existencia como seres humanos —como esposos, padres, hermanos, amigos— quedó eliminado. Al cabo de cien años nadie en el mundo del que habían venido los recordaba.
Pero Thimhallan sí lo hacía. Ni árboles, ni flores, ni hierba crecieron en aquella fosa común. Sólo hierbajos, nocivos y venenosos, brotaban en él. Era un pedazo de terreno corrompido que se extendió despacio pero inexorable por el mundo hasta que todo murió.
—Pero ¿cuál es la alternativa? —gritó Saryon en voz alta—. ¿La muerte? Es eso, ¿no es verdad? ¡No tenemos elección! ¡Es la Profecía! ¡La Profecía se ha cumplido! ¡No nos has dado elección!
La Mano que lo atenazaba se abrió de repente y Saryon fue consciente de una Presencia. Enorme y poderosa, llenaba la capilla de tal forma que sus paredes seguramente reventarían a causa de la presión. Y, sin embargo, era muy diminuta, estaba en cada mota de polvo que descendía del techo. Se componía a la vez de fuego y agua, que lo abrasaba y lo refrescaba. Resultaba espantosa y se encogió ante su vista, pero también afectuosa y deseó descansar la fatigada cabeza en su palma, suplicándole el perdón.
Perdón ¿por qué?
¿Por ser tan sólo un naipe en un gran juego cósmico que se realizaba para diversión de un único jugador?
¿Por haber sido atormentado y perseguido, por haber sido arrojado por encima de un precipicio?
La voz habló de nuevo, severa.
—No comprendes. No puedes comprender la mente de Dios.
—¡No! —jadeó Saryon—. ¡No comprendo! ¡Y no voy a servirte más de diversión! ¡Renuncio a Ti! ¡Te niego!
Saryon se puso en pie vacilante, y salió de la capilla tambaleándose. Una vez en el exterior, cerró la puerta con fuerza y se apoyó contra ella entre sollozos entrecortados. Pero mientras permanecía allí, manteniendo la puerta encajada con su cuerpo, percibió que jamás podría mantener aquella Presencia encerrada en aquella habitación. Le resultaba tan imposible negar su existencia como negar la suya propia. Estaba en todas partes a su alrededor… y en su interior.
Saryon se llevó la mano al corazón y hundió los dedos en su carne.