—¡Diantre! —gimió el abeto—. ¡Me has matado!
El aire empezó a relucir alrededor del árbol, hasta finalmente adquirir forma, de manera imprecisa primero, y acabar convirtiéndose en la figura postrada de Simkin. Apretándose el estómago con fuerza, éste empezó a rodar por el suelo, con las ropas desordenadas, hojas enganchadas en el pelo y la barba y el pañuelo de seda naranja atado alrededor del cuello.
—¡Simkin! ¡Lo siento! —Joram contuvo un fuerte deseo de echarse a reír y ayudó al joven a ponerse en pie—. Perdóname. No sospechaba que ese árbol fueras tú.
Se le escapó una risita ahogada. Notando que en ella asomaba una nota de histeria, Joram la reprimió con fuerza, pero, sin embargo, sus labios pugnaban por dejar escapar una carcajada mientras ayudaba al desfallecido y vapuleado Simkin a entrar en la casa.
—¡Almin bendito! —exclamó lady Rosamund al encontrárselos en el vestíbulo—. ¿Qué ha sucedido? ¡Simkin! ¿Estás bien? ¡Oh, Dios mío! ¡Y la Theldara acaba de irse!
Respirando lastimosamente, el joven contempló a lady Rosamund con ojos Henos de dolor, articuló la palabra coñac y se desvaneció, desplomándose hecho un ovillo sobre el suelo.
Joram, Mosiah y el príncipe Garald llevaron al desmayado muchacho, con bata de brocado rojo, cuello bordeado de piel, zapatillas arrolladas en la punta, y todo lo demás, a la salita de estar. Lady Rosamund los siguió agitando las manos impotente, mientras llamaba a Marie hecha un mar de confusiones y, en general, sembraba la alarma por toda la casa.
—¿Qué le ha sucedido? —preguntó Garald mientras dejaba caer a Simkin, sin demasiados miramientos, sobre un sofá.
—Lo golpeé —respondió Joram ceñudo.
—¡Ya era hora! —masculló Mosiah.
—No quería hacerlo. Estaba allí en el jardín, disfrazado…
—¡Oooohhh! —gimió Simkin, recostándose en el sofá y echándose un brazo sobre el rostro—. ¡Muero, Egipto, muero!
—¡No te estás muriendo! —replicó Garald disgustado, al tiempo que se inclinaba para examinar al desfalleciente joven—. Simplemente te han dejado unos pocos segundos sin respiración. Incorpórate, te sentirás mejor.
Simkin apartó al príncipe a un lado con un gesto débil, y le hizo una señal apenas perceptible a Joram para que se acercara.
—Te perdono —murmuró lastimero, respirando trabajosamente como una trucha recién pescada—. Después de todo, ¿qué es el asesinato entre amigos? —Paseó la mirada vagamente por la habitación—. ¡Mi querida señora! Lady Rosamund, ¿dónde estáis? Mi visión se nubla. ¡No puedo veros! ¡Esto se acaba deprisa!
Extendió una mano insegura en dirección a lady Rosamund, que se hallaba junto a él. Con una mirada de incertidumbre al príncipe Garald y a su esposo, la buena mujer tomó entre las suyas la mano del joven.
—¡Ah! —suspiró éste, colocando la mano de ella sobre su frente—. ¡Qué agradable sensación el marchar hacia el cielo sintiendo el dulce contacto de una mano femenina! Bendita seáis, lady Rosamund. Disculpadme por ensuciar vuestra salita con mi cadáver. Adiós.
Sus ojos se cerraron, su brazo quedó colgando y su cabeza cayó sobre los almohadones del sofá.
—¡Santo cielo! —Lady Rosamund se quedó muy pálida y dejó caer la mano que sostenía.
Simkin abrió los ojos y levantó la cabeza.
—No os molestéis por celebrar últimos ritos. —Sujetó de nuevo la mano de lady Rosamund—. No es necesario. He llevado… la vida de un santo. Lo más probable… es que me canonicen. Adiós.
Puso los ojos en blanco. La cabeza cayó hacia atrás, y la mano quedó inerte.
—He traído el coñac, señora —anunció Marie en voz baja, entrando en la habitación.
Uno de los ojos se abrió. La mano se agitó ligeramente. Una voz murmuró, apenas audible, desde las profundidades de los almohadones del sofá:
—¿Local o importado?
—¡Todo un sobresalto, os lo aseguro! —exclamó Simkin con honda emoción—. Ahí estaba yo de pie en el jardín, respirando profundamente el agradable aire de la tarde cuando ¡zas! ¡Me siento golpeado de repente y con fuerza en pleno diafragma!
Cubierto con el propio chal de seda de lady Rosamund, su cuarta copa de coñac —importado— flotando al alcance de la mano, el joven se sentaba, apoyado en innumerables cojines, recuperado por completo de la «caricia de la muerte».
—Ya me he disculpado —observó Joram, sin molestarse en ocultar la sonrisa cuyo cálido brillo iluminaba su mirada melancólica. Con una mueca, levantó la mano para mostrar los nudillos contusionados a causa de su impacto contra el tronco del árbol—. Yo me causé tanto daño como tú.
—¡Al parecer no es sólo mi lengua la que es peligrosa! —replicó Simkin mientras tomaba un sorbo de coñac.
Joram lanzó una carcajada, era un sonido tan inesperado que el Padre Saryon, que entraba en la habitación en aquel momento tras haber visitado a Gwen, se quedó mirando a su amigo con asombro. Sentado en una silla cerca del sofá en el que descansaba Simkin rodeado de comodidades, Joram parecía, por primera vez desde su regreso, haber olvidado sus problemas y hallarse relajado.
—Perdonad al Bufón sus pecados —murmuró el catalista, quien no podía deshacerse de la costumbre de comunicar con una deidad en la que no creía.
—Y yo acepto tus disculpas, querido muchacho —concedió Simkin y estiró una mano para palmear la rodilla de Joram—. Pero supuso un verdadero susto —añadió con una mueca de dolor y se tomó un nuevo coñac para reconfortarse—. ¡Especialmente si se tiene en cuenta que he venido aquí con el expreso propósito de traerte buenas noticias!
—¿Cuáles son? —preguntó Joram, perezosamente, al tiempo que guiñaba un ojo al príncipe Garald, quien sacudió la cabeza con divertida indulgencia y se encogió de hombros.
En aquellos momentos era ya muy entrada la noche, o por la mañana muy temprano, según el punto de vista de cada uno. Lady Rosamund, agotada por los sucesos del día, se había retirado a la cama ayudada por Marie. Lord Samuels sugirió que los caballeros se reunieran en la salita con Simkin, para no tener que mover al inválido, y disfrutaran de un coñac también ellos antes de ir a acostarse, posponiendo, por algunos momentos, las consideraciones sobre lo que les depararía el nuevo día.
—¿Qué noticias? —repitió Joram, sintiendo cómo el licor le caldeaba la sangre de la misma forma que el fuego le calentaba el cuerpo. El sueño empezaba a adueñarse de él, sus suaves manos le entrecerraban los ojos y le murmuraban dulces palabras al oído.
—He descubierto un modo de curar a Gwendolyn —anunció Simkin.
Sobresaltado, Joram se irguió en su asiento, derramando su coñac.
—Eso no es divertido, Simkin —respondió lentamente.
—No tengo la menor intención de serlo.
—Creo que lo mejor será que abandones el tema, Simkin —aconsejó el príncipe Garald con cierta severidad. Su mirada pasó de Joram a lord Samuels, quien había apartado su copa a un lado con mano temblorosa—. Estaba a punto de sugerir que nos retiráramos ya, de todas formas. Algunos de nosotros, al parecer, ya lo han hecho —observó a Mosiah, que dormía en su sillón.
—Estoy hablando totalmente en serio —replicó el joven, dolido.
Garald perdió la paciencia.
—Ya te hemos soportado tus tonterías demasiado tiempo. Padre, podríais…
—No son tonterías.
El muchacho apartó a un lado la manta y se sentó en el sofá. Aunque hablaba a Garald, no miraba al príncipe. Su mirada descansaba sobre Joram con una extraña expresión, medio solemne, medio burlona, como si lo desafiara a negarse a creerle.
—Explícate, entonces —pidió sucintamente Joram, jugueteando con la copa de coñac que tenía en la mano.
—Gwendolyn habla con los difuntos. Evidentemente es una regresión a los antiguos Nigromantes. —Se removió para colocarse en posición más cómoda—. Ahora bien, por la más pura de las coincidencias, esta circunstancia era compartida por mi hermanito Nate. ¿O era Nat? Sea como fuere, acostumbraba a recibir a toda una variedad de fantasmas y espíritus cada noche, lo cual preocupaba enormemente a mi madre, sin mencionar lo pesado que resulta que te despierten constantemente con el ruido de cadenas, el restallar de látigos y el ulular de aullidos y gemidos sobrenaturales. ¿O eso ocurrió cuando la tía Betsy y el tío Ernest vinieron a pasar la luna de miel con nosotros?
»No importa —siguió con rapidez al ver que el rostro de Joram se ensombrecía cada vez más—, uno de los vecinos sugirió que lleváramos al pobre Nat… ¿Nate? —refunfuñó—. Estoy seguro de que es así. ¿Dónde estaba? ¡Oh, sí! Bueno, se llame como se llame, llevamos al chiquillo al Templo de los Nigromantes.
Joram, que había estado mirando al interior de su copa de coñac con expresión impaciente, escuchando sólo a medias, levantó los ojos hacia Simkin.
—¿Qué has dicho?
—¿Lo veis?, nadie me presta atención jamás —se quejó el joven en tono compungido—. Mencionaba el hecho de que llevamos al pequeño Nate al Templo de los Nigromantes, situado encima de El Manantial, en la misma cima de la montaña. Ya no se utiliza, desde luego. Pero en una ocasión fue el centro de la Orden de la Nigromancia, en la época antigua. Los difuntos venían a él desde kilómetros de distancia, según he oído, para actualizar sus conocimientos en cuestión de cotilleos.
Haciendo caso omiso de Simkin, Joram se volvió en dirección al Padre Saryon, ardía con tanta fuerza la esperanza en aquellos ojos sombríos que el catalista se maldijo por tener que sofocar la llama.
—Debes quitarte esa idea de la cabeza, hijo mío —respondió de mala gana—. Sí, el Templo está allí, pero no es más que columnas y muros de piedra ruinosos. Incluso el altar está derruido.
—¿Y qué? —preguntó Joram, que se echó ansioso hacia adelante en su asiento.
—¡Déjame terminar! —exclamó Saryon con inesperada severidad—. ¡Se ha convertido en un lugar maligno e impío, Joram! Los catalistas intentaron devolverle la santidad, pero fueron expulsados de allí, según los informes, y regresaron contando cosas horribles. O lo que es peor, ¡algunos no regresaron jamás! ¡Finalmente, el Patriarca declaró que el Templo estaba maldito y prohibió que nadie fuera allí!
Joram echó a un lado sus palabras.
—El Templo está encima de El Manantial, encima del Pozo de la Vida, ¡el lugar de donde procede la magia de este mundo! Su poder debe de haber sido muy grande.
—¡Antes! —recalcó Saryon. Posó su mano sobre el brazo de Joram y percibió su nerviosa excitación—. Hijo mío —siguió, con la mayor seriedad—. Daría cualquier cosa para poder decir que sí, que en ese antiguo y santo lugar, Gwendolyn podría encontrar la ayuda que precisa. ¡Pero no es así! ¡Si había un poder allí, murió con los Nigromantes!
—¡Y ahora ha regresado un Nigromante! —Joram apartó su brazo del contacto del Padre Saryon con suavidad y firmeza a la vez.
—¡Uno que es indisciplinado e inexperto! —protestó el catalista decepcionado—. Uno que está, perdóname, Joram, ¡loco!
—Se dice que es un lugar espantoso —apuntó lord Samuels despacio, sus ojos reflejaban la luz de la esperanza de Joram—. ¡Pero debo admitir que parece una buena idea! Podríamos llevar a los Duuk–tsarith para protegernos.
—¡No, no! —denegó Simkin, sacudiendo la cabeza—. No serviría de nada. Esos horripilantes Señores de la Guerra son más espectrales que los mismos fantasmas. Joram y Gwen deben ir solos, o quizá con nuestro calvo Padre, aquí presente, quien puede ser útil para interceder con los Poderes de la Oscuridad, si es que hay alguno agazapado por allí. Todo irá perfectamente, os lo aseguro; así ocurrió con el pobrecillo Nate, que se curó por completo. —Lanzó un suspiro desgarrador—. Al menos supusimos que así fue. Nunca tuvimos la certeza. ¡Bailaba lleno de alegría por entre las piedras cuando su pie resbaló y rodó por la ladera de la montaña!
Se secó los ojos con el pañuelo de seda naranja y luchó valientemente por reprimir las lágrimas.
—No pretendáis consolarme —sollozó con voz ahogada—. Ya está. Puedo soportarlo. Debes ir mañana al mediodía cuando el sol está justo encima de la montaña.
—¡Joram, me opongo a ello! —Saryon continuó con sus objeciones—. El peligro es…
—¡Bobadas! —soltó Simkin despectivo y se recostó en los mullidos almohadones con un bostezo—. No hay que olvidar que Joram tiene la Espada Arcana para protegerse.
—¡Claro! ¡La Espada Arcana! —Joram miró al catalista, triunfante—. ¡Si existe una magia maligna en ese lugar, Padre, la espada nos protegerá!
—Por completo. Acude mañana, antes de la batalla —repitió Simkin, jugueteando distraídamente con la manta.
—¿Por qué tanta insistencia en que sea mañana? —preguntó Garald, suspicaz.
Simkin se encogió de hombros.
—Tiene sentido. Si Gwen consigue librarse de los ratones de su azotea, no pretendo ofenderte, querido amigo, quizá podría establecer contacto con aquellos que nos dejaron hace tiempo. Los difuntos nos podrían ayudar en el inminente altercado. Por otra parte, Joram, piensa también en el alivio que significaría iniciar la lucha sabiendo que a tu regreso te recibirá una amante esposa, que, normalmente, no se dedica a destrozar vitrinas llenas de porcelana.
Joram se mordió el labio para mantener silenciada la lengua durante esta última perorata, su expresión correspondía a la de quien sufre los tormentos de un espíritu condenado. Nadie más habló, y la habitación se colmó de un silencio preocupado e inquieto, lleno de palabras no pronunciadas.
El príncipe Garald, que miraba fijamente a Simkin con el ceño fruncido, como si desease perforar la recostada cabeza con los ojos, abrió la boca para hablar pero luego cambió de idea y cerró los labios con fuerza. El Padre Saryon sabía lo que el príncipe quería decir, él mismo no se atrevía a decirlo: ¿A qué está jugando Simkin ahora? ¿Qué es lo que trama? Y por encima de todo, ¿qué cartas posee y no descubre?
Pero, a pesar de lo mucho que, evidentemente, deseaba hacerlo, el príncipe Garald no podía decir nada. Se trataba de un asunto por completo personal, no sólo para Joram, sino también para el padre de la infortunada muchacha. El príncipe podía perfectamente recordarle a Joram sus responsabilidades como Emperador, sus deberes para con su pueblo. Pero el Padre Saryon sabía, al igual que Garald, que Joram dejaría de lado todo aquello para poder, a la vez, curar a su esposa y aliviar su sensación de culpabilidad.
El catalista miró a lord Samuels. Con el rostro cuidadosamente inexpresivo, permanecía sentado con la cabeza hundida, en la mano sostenía la copa de coñac que aún no había probado.
Saryon leyó los pensamientos del noble y no se sorprendió cuando éste alzó la cabeza y lo observó, rompiendo por fin el silencio.
—Parecéis saber algo sobre ese lugar, Padre. ¿Creéis que existe peligro?
—¡Desde luego! —replicó Saryon con gran énfasis. Sabía lo que lord Samuels preguntaría después y estaba preparado para responder.
—¿Hay… esperanza? —preguntó el padre de Gwen con labios temblorosos.
«¡No!», era lo que pensaba responder Saryon. Consciente de la mirada intensa y fija de Joram, su intención era aseverarlo de forma irrevocable, lo creyera o no. Pero cuando el catalista abrió la boca para apagar sus esperanzas con la lógica, una extraña sensación se apoderó de él. El corazón le dio un doloroso vuelco en el pecho y, cuando intentó hablar, la garganta se le inflamó y sus pulmones se encontraron sin aire de repente. Volvió a apoderarse de él la aterradora sensación de estar convirtiéndose en piedra; sin embargo, esta vez no correspondía a un conjuro mágico lo que lo paralizaba; Saryon tuvo la sobrecogedora impresión de que una Mano enorme había penetrado en el interior de su cuerpo y lo estrangulaba, ahogando su mentira. El catalista luchó contra ella, pero no le sirvió de nada. La Mano se mantenía firme y no pudo contestar.
—¡Entonces hay esperanza, Padre! —exclamó Joram, su mirada seguía fija en el rostro de Saryon—. ¡No podéis negarlo! ¡Lo veo claramente!
El catalista lo contempló suplicante e, incluso, dejó escapar un sonido ahogado, pero era demasiado tarde.
—Iré —concluyó Joram con determinación—. Si vos y lady Rosamund estáis de acuerdo conmigo, señor —añadió en el último instante, al oír cómo lord Samuels suspiraba estremecido.
Éste titubeó, la voz se le quebró. Pero cuando consiguió hablar lo hizo con serena dignidad.
—Mi hija vive entre los muertos. Qué peor destino le podría ocurrir, si no es reunirse con ellos. Si me perdonáis, iré a comunicárselo a mi esposa. —Con una inclinación de cabeza, abandonó la habitación apresuradamente.
—Entonces está decidido —anunció Joram, poniéndose en pie. Los ojos castaños le brillaban con una luz interior; las oscuras y severas líneas de su rostro, producto del dolor y del sufrimiento, desaparecieron—. ¿Vendréis con nosotros, Padre?
No era necesaria la pregunta; no cabía la menor duda. Su vida estaba estrechamente ligada a la de Joram; lo había estado desde que sostuviera por primera vez aquel diminuto bebé sentenciado. La Mano liberó a Saryon. Jadeante, a causa de su repentina libertad, conmocionado por aquella experiencia inexplicable, el catalista sólo pudo asentir como respuesta.
—Mañana —repitió Joram por tercera vez—. Al mediodía.
Toda la escena resultaba excesiva para que el príncipe Garald pudiera soportarla en silencio. Con una penetrante mirada a Simkin, se puso en pie y detuvo a Joram cuando éste se disponía a abandonar la habitación.
—Tienes todo el derecho de decirme que no es asunto mío y que no debo interferir.
—Entonces no lo hagáis —atajó Joram con frialdad.
—Me temo que es mi deber —continuó Garald severo—. Tengo que recordarte, Joram, que tienes una responsabilidad para con tu mundo. ¡Por Dios, amigo, vamos a luchar mañana! ¡Insisto en que lo reconsideres!
Una débil mueca sardónica apareció en los labios de Joram.
—Este mundo se puede ir al infierno… —empezó.
—¡Y cumplir la Profecía! —terminó Garald.
El golpe dio en el blanco. Se lo oyó aspirar con fuerza. El rostro de Joram se puso lívido y sus ojos castaños echaron chispas. Con un escalofrío, Saryon volvió a ver al muchacho que había forjado la Espada Arcana. Se adelantó velozmente para intervenir, temeroso de que golpeara al príncipe, pero fue Simkin quien solucionó la situación.
—¡Oh, por amor de Dios!, si vais a pelear, por favor, hacedlo en otro sitio. —Sus mandíbulas se abrieron en otro bostezo—. Ha sido un día extremadamente agotador, sin mencionar el ataque a mi estómago. Estoy muerto. Apagaré las luces. —Todos los haces luminosos de la habitación se extinguieron, sumiéndoles en una semioscuridad, iluminada tan sólo por las llamas vacilantes del moribundo fuego—. No hagáis demasiado ruido con las espadas.
Un gorro de dormir de seda naranja surgió de la nada y flotó por el aire hasta posarse en la cabeza de Simkin. El joven se acurrucó cómodamente entre los almohadones del sofá y, al parecer, se quedó dormido al instante.
Joram se volvió bruscamente y marchó en dirección a la puerta.
Garald permaneció allí un instante, contemplando la espada de su amigo; era evidente que quería decir algo pero no acababa de decidirse. Miró al Padre Saryon, quien lo apremió con la mano. Garald salió entonces en pos de Joram y se interpuso entre él y la puerta.
—Perdóname por insistir en este asunto, Joram. Imagino perfectamente la tortura que padeces diariamente.
El aludido colocó su mano sobre el brazo del príncipe e intentó apartarlo.
—¡Joram, escúchame! —exigió Garald, y aquél se detuvo, refrenado más por la preocupación y compasión que percibía en aquella voz que por la mano que lo sujetaba.
—¡Piensa en esto con cuidado! —continuó el príncipe—. ¿Por qué está Simkin tan interesado de repente en el bienestar de Gwen o en el tuyo? Nunca le ha importado nadie anteriormente. ¿Por qué insiste tanto en que vayáis y por qué mañana precisamente?
—¡Él es así! —contestó Joram perdiendo la paciencia—. Y me ha ayudado antes de ahora. Quizás incluso me ha salvado la vida.
—Joram —interrumpió Garald con firmeza—, podría ser una trampa. Podría haber otras personas esperándote, no sólo fantasmas. Considéralo. He estado intentando comprender todo el día cómo pudo Simkin captar el significado de las palabras del enemigo. Resulta imposible incluso para alguien de su talento. ¿Cómo lo entendió? Sólo cabe la posibilidad de que ellos lo aleccionaran sobre lo que tenía que decir.
El vestíbulo estaba oscuro. Antes de retirarse a descansar, los criados habían bajado la potencia de las luces mágicas. Las esferas situadas en los rincones llenos de telarañas del pasillo despedían un resplandor blanco y frío que las hacía parecer estrellas que, al volar por la casa como insectos, hubieran sido capturadas en las telas de arañas. A lo lejos, como si viniera de la sala de bordar, se oyó un golpe sordo y algo que caía. El Padre Saryon se preguntó por un instante si el pobre conde Devon no estaría rondando por los pasillos.
Joram no replicó. Saryon, al contemplar su rostro y verlo tan lívido e impávido como la faz de la luna, comprendió por su expresión preocupada que este último argumento había conseguido impresionarlo. El príncipe Garald, que también lo había advertido, juzgó oportuno retirarse.
El catalista tampoco dijo nada. Tenía, hubo de admitirlo, miedo de hablar. Trastornado todavía por su reciente y turbadora experiencia, no se atrevió a añadir nada más. Sólo podía confiar en que la semilla de la duda que Garald había sembrado en el alma de Joram echara raíces y germinase. Al menos parecía haber caído en suelo fértil.
Joram lanzó un profundo suspiro e intentaba alejarse cuando una voz, ahogada pero aterciopelada, surgió de las profundidades del sofá.
—Confía en tu bufón…