____ 05 ____

El murmullo de la muchedumbre que aguardaba en el exterior podía oírse perfectamente del otro lado de los muros de la Catedral de Cristal, como un océano ensordecedor que se elevara de la calle y fuera a estrellarse en encrespadas olas contra su transparente superficie.

De pie junto a su sillón, contemplando a los cientos de personas que permanecían suspendidos en el aire en medio del lluvioso crepúsculo exterior, el Patriarca Vanya cerró con fuerza la mano derecha lleno de impotente furia. La mano izquierda se hubiera crispado también, si no fuera porque yacía fláccida a su costado. Malhumorado, el Patriarca empezó a darse un masaje en aquel miembro que se negaba a obedecer sus órdenes, mientras examinaba a la muchedumbre que había abajo con creciente frustración.

—¿Qué es lo que quieren de mí? —exigió, volviendo su furiosa mirada sobre el Cardinal, que se echó hacia atrás ante aquel siniestro semblante—. ¿Qué es lo que esperan que haga?

—Quizá que les habléis, que pronunciéis unas pocas palabras… Informadles de que Almin está con ellos —sugirió el Cardinal en tono apaciguador.

El Patriarca lanzó un bufido, fue una explosión tan fuerte que sobresaltó al Cardinal, que ya temblaba con preocupada aprensión. Vanya estaba a punto de comunicar a su ministro lo que pensaba sobre esa idea cuando se produjo un silencio entre la multitud que aguardaba; la atención de ambos hombres se volvió hacia ella.

—Ahora ¿qué? —masculló Vanya, volviéndose para observar de nuevo por la pared de cristal. El Cardinal se precipitó junto a él—. ¿Veis? —El Patriarca bufó de nuevo—. ¿Qué os había dicho?

El príncipe Garald había aparecido por encima de la muchedumbre, montado en un cisne negro. Lo acompañaba Joram. Tan pronto vieron al hombre de la túnica blanca, una oleada de excitación se extendió entre los presentes. El Patriarca, su cuerpo apretado contra la pared de cristal, pudo oír perfectamente sus gritos.

—¡Ángel de la Muerte! —repitió con resentimiento. De nuevo miró a su tembloroso ministro—. ¿Vos queréis decirles que Almin está con ellos, Cardinal? ¡Ja! ¡Los capitanea el Príncipe de los Hechiceros, el demonio encarnado, aliado con un hombre Muerto! ¡Los conduce directamente a su perdición! ¡Y ellos, no contentos con seguirlo como si se tratase de ovejas, se precipitan hacia adelante, arrojándose por el precipicio!

Apretó los labios enojado y se volvió para contemplar la escena que se desarrollaba al otro lado de los muros.

El príncipe Garald, tras descender del lomo del cisne, subió a una plataforma de mármol que flotaba en el aire por encima de las cabezas. Echó hacia atrás la capucha de su capa y se quedó allí de pie con la cabeza desnuda bajo la lluvia, mientras alzaba las manos para pedir silencio. Joram lo siguió más despacio. Parecía incómodo, erguido sobre la resbaladiza superficie de la plataforma de mármol elevada.

—¡Ciudadanos de Thimhallan, escuchadme! —pidió el príncipe Garald.

Los gritos cesaron, pero el silencio que los reemplazó se percibía airado, casi más sonoro que el ruido que lo había precedido.

—Lo sé. —Garald se dirigió a aquel enconado mutismo—. Soy vuestro enemigo. Digamos más exactamente que era vuestro enemigo, puesto que ya no lo soy.

Vanya murmuró algo entre dientes al escucharlo.

—Divinidad —llamó el Cardinal, que no había captado bien el significado de las voces.

El Patriarca, que escuchaba con atención las palabras del príncipe, aunque apenas podían percibirse a través de las paredes de cristal, le hizo un gesto irritado para que permaneciera callado.

—Todos vosotros habéis oído los rumores sobre la batalla —continuó el príncipe—. Os han alertado sobre las criaturas de hierro que pueden matar con una mirada de sus refulgentes ojos y sobre los extraños humanos que llevan la muerte en sus manos.

El silencio continuó intacto, pero la multitud empezó a moverse y agitarse mientras cada hombre miraba a su vecino, meneando la cabeza en señal de asentimiento.

—Todo es cierto —prosiguió Garald en voz baja pero inexorable. A pesar de su quedo tono, el expectante gentío lo escuchó con toda claridad, al igual que el Patriarca y su Cardinal, que permanecían de pie en las habitaciones de aquél, situadas por encima de los espectadores.

—¡Es verdad! —Garald alzó la voz—. ¡Y también que el Emperador Lauryen está muerto!

Ahora el silencio se rompió. La muchedumbre gritó colérica, los ceños fruncidos y sacudiendo la cabeza; algunos, incluso, esgrimían amenazadores los puños.

—¡Si no me creéis —replicó el príncipe Garald—, levantad los ojos allá arriba y lo comprobaréis! —Señaló con el dedo, no hacia el cielo como algunos pensaron al principio, sino hacia el Patriarca Vanya.

De pie junto a la pared transparente, iluminado por las luces de su despacho, el Patriarca resultaba claramente visible para la multitud. Demasiado tarde, intentó apartarse, pero no pudo. Aunque su pierna izquierda no estaba paralizada como su brazo, había quedado muy débil y no podía mover el corpulento cuerpo con la misma facilidad que antes. Por lo tanto permaneció allí en sus aposentos, contemplando a la gente, con el rostro contraído por el esfuerzo que hacía para parecer calmado exteriormente y por la lucha que libraba en su interior para controlarse. La verdad quedaba bien patente, no obstante, en la palidez de sus mejillas, en su rostro hundido, en la retorcida mueca de la boca. Su figura parecía derretirse bajo la cortina de agua que resbalaba por la pared. Los reunidos le dieron la espalda entre miradas y cuchicheos para escuchar al príncipe.

—Hay un enemigo allí fuera —continuó implacable Garald, elevando la voz por encima de las voces de la muchedumbre, cada vez más agitadas—, más espantoso de lo que vosotros podáis imaginar. ¡Ese adversario ha atravesado la Frontera! ¡Ha venido del Más Allá, del reino de la Muerte, y quiere traer la muerte a nuestro mundo!

La muchedumbre lanzó un clamoroso grito que ahogó las palabras del príncipe.

El Patriarca Vanya sacudió la cabeza, una sonrisa burlona apareció en sus labios.

Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y, cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo… —recitó Vanya en voz baja—. Seguidle, estúpidos. Seguidle.

—¡Debemos unirnos contra este enemigo! —vociferó Garald, y el gentío lo aclamó—. Me he reunido con los nobles de vuestra ciudad–estado. Ellos están de acuerdo conmigo. ¿Lucharéis?

—¡Sí! ¿Quién nos capitaneará?

La voz había surgido de las filas delanteras, provenía de un hombre vestido con las sencillas y gastadas ropas propias de un Mago Campesino. Voló hacia adelante indeciso, como si lo hubieran empujado. Se había quitado el mojado sombrero y lo sujetaba torpemente en la mano, como si se sintiera avergonzado de presentarse frente al príncipe. Pero una vez allí, flotando en el aire frente a la plataforma, irguió los hombros y se quedó mirándolos a ambos con serena dignidad.

En este punto, un muchacho que había permanecido sentado, quieto e inadvertido, sobre el lomo del cisne negro se alzó en el aire y fue a colocarse junto al Mago Campesino.

—Príncipe Garald —dijo el muchacho—, permitidme que os presente a mi padre.

—Me siento honrado, señor —repuso el príncipe, haciendo una cortés reverencia—. Vuestro hijo es un valiente guerrero que luchó a mi lado ayer.

El Mago Campesino se sonrojó de placer al oír que se dedicaba aquella alabanza a su hijo, pero eso no lo desvió de su determinación. Paseó la mirada por entre sus seguidores, carraspeó turbado, y luego prosiguió.

—Si me permitís, Alteza. Aseguráis que ya no sois nuestro enemigo y que allí fuera existe un adversario más poderoso de lo que podemos imaginar. Supongo que todos damos crédito a vuestras palabras. Todos hemos oído los relatos de mi hijo y de otros que estuvieron allí con vos. Estamos dispuestos a luchar contra él, quienquiera que sea y venga de donde viniera.

Los murmullos aumentaron de volumen y de la muchedumbre surgieron gritos de apoyo.

—Pero —continuó el Mago Campesino, alisando nerviosamente el sombrero con sus manos encallecidas y estropeadas por el trabajo—, a pesar de vuestra nobleza, príncipe Garald, pues he oído alabanzas de vos, debo admitir que sois un extraño para nosotros. Creo que no hablo sólo por los que trabajamos los campos, sino también por la gente que ocupa esta ciudad —de la multitud surgieron gritos de asentimiento—, cuando propongo ir a la batalla capitaneados por uno de nosotros, puesto que nos confortaría más; alguien que supiéramos que nos considera su gente, no ganado al que se lleva al matadero.

Joram dio un paso hacia adelante, vigilando con sumo cuidado dónde pisaba sobre la resbaladiza superficie.

—Te conozco, Jacobías. Y tú me conoces a mí, aunque pueda parecerte difícil de creer. Te juro —extendió las manos, mirando a la multitud—, os juro a todos vosotros —gritó—, ¡que le podéis confiar a este hombre, al príncipe Garald, vuestras vidas! ¡Venimos de una reunión con los Albanara! Ellos han escogido al príncipe Garald como su jefe. Yo le ofrezco todo mi apoyo y os pido…

—¡No, no! ¡No seguiremos a Sharakan!

—¡Queremos a uno de los nuestros!

Mosiah, rojo de vergüenza, se puso a discutir con su padre. Garald le dirigió una mirada a Joram cuyo significado podía cifrarse en: «Te lo avisé». Joram, por su parte, intentaba hacerse oír, al tiempo que procuraba no encararse con el príncipe, cuando una única voz, emergida del centro del gentío, se elevó por encima del clamor.

—¡Condúcelos , hijo mío!

Se extendió de nuevo el silencio. La voz resultaba familiar. Las palabras, aunque pronunciadas con voz pausada, revelaban orgullo, mezclado con un profundo pesar, y resonaron en el corazón con más fuerza que un grito.

—¿Quién ha propuesto eso? —La gente que flotaba en el aire miró hacia abajo, a sus pies, ya que la voz parecía proceder de debajo de ellos.

—¡Él fue! ¡El viejo! ¡Apartaos a un lado y dejadlo hablar!

Varias personas que flotaban por encima de un anciano lo señalaron. Retrocedieron los que lo rodeaban y lo dejaron solo en el centro de un círculo que cada vez se ampliaba más. El anciano permaneció sobre el suelo, no se elevó por los aires para reunirse con los demás. No había ningún catalista junto a él, ni amigos, ni familiares. Sus ropas se mostraban raídas y hechas jirones; su cuerpo poseía una figura tan encorvada que le resultaba difícil levantar la cabeza para mirar hacia arriba, en dirección a la plataforma, y parpadeaba constantemente a causa de las gotas de lluvia que se le metían en los ojos.

Unos pocos de aquellos que habían descendido para poder ver mejor volvieron a elevarse de repente para reunirse con sus compañeros. Un atemorizado susurro empezó a circular.

—¡El Emperador! ¡El anciano Emperador!

El círculo que rodeaba al viejo se hizo mayor, la gente estiraba el cuello para poder divisar mejor la escena. El Patriarca Vanya, al reconocerlo, enrojeció y luego se quedó lívido de rabia. El Cardinal dejó escapar una exclamación ahogada.

El príncipe Garald miró rápidamente a Joram para comprobar su reacción. No hubo ninguna. Joram contemplaba al anciano en silencio, inexpresivo. El príncipe hizo un gesto a los Duuk–tsarith, y la plataforma en la que estaban descendió poco a poco hasta el suelo, mientras la gente se agrupaba a su alrededor, imitando al remolino que atrapa unas cuantas hojas en su centro.

Cuando la plataforma se posó sobre el pavimento, el príncipe le indicó al anciano que se acercara, cosa que éste efectuó con pasos tambaleantes.

Garald lo miró fijamente y luego inclinó la cabeza.

—Majestad —dijo en voz baja.

El Emperador asintió distraído, sin siquiera mirar al que lo había saludado; se detuvo frente a Joram y estiró una mano para tocarlo, pero éste, con rostro impasible y los ojos observando por encima de la cabeza de su padre, dio un paso atrás. El Emperador meneó la cabeza, con una triste sonrisa, y retiró la mano despacio.

—No te culpo —aseguró con suavidad—. En una ocasión, hace muchos años, te di la espalda y te llevaron a la muerte. —Alzó en lo posible la cabeza para examinar a Joram. Aunque estaba a su misma altura, su cuerpo encorvado lo obligaba a retorcerse para poder contemplar el rostro del hombre alto que permanecía sobre la plataforma—. Ésta es la quinta vez que te veo, hijo mío. Mi hijo… —El Emperador pronunció aquellas palabras muy despacio—. Gamaliel. Ése iba a ser tu nombre. Pertenece al idioma antiguo. Significa: «Recompensa de Dios». Tú debieras haber sido nuestra recompensa, la de tu madre y la mía. —El Emperador suspiró pesadamente—. En lugar de ello, aquella pobre loca te llamó Joram, «un recipiente». Era un nombre apropiado. A causa de nuestro orgullo y temor, te apartamos de nosotros, y aquella pobre mujer demente te recogió, y vertió en ti todas las penas de este mundo.

El Emperador miró con atención el rostro de su hijo, quien continuaba ajeno.

—Recuerdo el día que te apartaron de mí. Recuerdo las lágrimas que derramó tu madre, las lágrimas de cristal que se hicieron añicos sobre tu cuerpo. Sobre tu piel corrían hilillos de sangre. Yo te di la espalda, y ellos te llevaron a la muerte. ¿Culpa mía, dices tú? ¿Culpa de la Iglesia?

Irguiéndose súbitamente, alzándose casi en toda su estatura, el Emperador paseó una severa mirada por la multitud. Por un instante, su rostro macilento volvió a adquirir todo su porte real y el encorvado anciano volvió a ser un gobernante orgulloso y noble.

—¿Culpa mía? —interrogó el Emperador en voz alta—. ¿Cómo hubieseis actuado vosotros, pueblo de Merilon, de saber que un niño Muerto estaba destinado a gobernaros?

La gente se apartó de él, observándose entre sí de reojo. Se oyó susurrar la palabra loco y muchos asintieron con la cabeza; pero, sin embargo, no hubo ninguno entre ellos que se atreviera a enfrentarse con el porte acusador del anciano.

De modo inconsciente, la mano de Joram se posó sobre su pecho como si sintiera un gran dolor en él.

—Sí, hijo mío —el Emperador se percató de aquel gesto—, me han dicho que llevas las marcas producidas por las lágrimas de tu madre. Me han contado también que esas cicatrices ayudaron a demostrar tu identidad. ¡Yo te reconocí mucho antes! Yo no necesité ver las marcas de tu pecho, me bastaba con las señales de tu alma. ¿Lo recuerdas? Fue aquel día en casa de lord Samuels, cuando acudí a rescatar a Simkin el Bufón de su último disparate. Contemplé tu rostro y tu pelo bajo la luz del sol. —Los ojos del Emperador se posaron en la negra cabellera de Joram, reluciente bajo la lluvia—. ¡Supe entonces que el hijo que había engendrado dieciocho años atrás vivía! Sin embargo, no intenté rescatarte. ¡Tenía miedo! ¡Miedo por mi seguridad, pero mucho más por la tuya! ¿Puedes creerlo?

Joram apretó los labios, la mano que tenía sobre el pecho se crispó involuntariamente; fue el único signo externo de que había oído las palabras de su padre.

—La vez siguiente, fue en el Palacio de Cristal, la noche del aniversario de tu muerte, Gamaliel. ¡Mi recompensa! Tu nombre abrasaba mi corazón. Vi cómo te encontrabas con tu madre. Tu madre, un cadáver cuya Vida fluía por sus venas como una simulación. Y tú, vivo pero Muerto, eras mi recompensa.

Joram apartó el rostro, un profundo y ahogado sollozo brotó de su garganta:

—¡Lleváoslo!

Los Duuk–tsarith miraron al príncipe Garald, quien negó con la cabeza. Garald puso una mano sobre el hombro de su amigo, pero éste se desasió con un movimiento brusco. Hizo un ademán furioso e intentó decir algo, pero las palabras se ahogaron. El Emperador levantó los ojos hacia él, suplicante.

—La última ocasión en que te vi fue en la Transformación —señaló con una voz tan suave como la uniforme caída de las gotas de lluvia—. Distinguí la esperanza en tus ojos al observarme, comprendí lo que pensabas…

—¡Podrías haberme reconocido! —Joram miró a su padre directamente al rostro por primera vez, sus ojos ardían con el fuego de la forja—. ¡Vanya no me hubiera enviado a la muerte en vida si me hubieras reconocido como hijo tuyo! ¡Hubieras podido salvarme!

—No, hijo mío —respondió el Emperador con ternura—. ¿Cómo podría yo salvarte si ni siquiera podía salvarme a mí mismo? —Inclinó dolorosamente la cabeza y su cuerpo se dobló de nuevo, volviendo a convertirse en el viejo abatido y vestido con andrajos.

—¡No puedo continuar aquí! ¡No puedo… respirar! —Apretándose el pecho con una mano y dando boqueadas, Joram se dio la vuelta para abandonar la plataforma.

—¡Hijo mío! —El anciano tendió hacia adelante una mano temblorosa—. ¡Hijo mío! ¡Gamaliel! —gritó—. No puedo pedirte que me perdones a mí. —Sus pupilas se clavaron en la espalda de Joram—. Pero quizá puedas perdonarlos a ellos. Te necesitan ahora… Tú serás su recompensa…

—¡No digas eso! —Una vez más Joram intentó marchar pero era demasiado tarde. La gente se amontonaba a su alrededor, haciendo preguntas, exigiendo respuestas, apartando a codazos al anciano. Las últimas palabras del Emperador se perdieron, ya inaudibles, ahogadas en el creciente clamor de la muchedumbre.

—Ese viejo chocho e idiota —gruñó el Patriarca Vanya desde las alturas—. Lauryen tenía razón. Debiéramos haber precipitado su muerte…

El Cardinal lanzó una escandalizada exclamación de reproche.

El Patriarca balanceó la cabeza sobre sus diferentes capas de grasa y dedicó a su ministro una mirada de desdén.

—No me vengáis con esas tonterías mojigatas. Conocéis todas las determinaciones adoptadas en el bendito nombre de Almin. Habéis sido perfectamente capaz de cerrar vuestros ojos mientras murmurabais vuestras plegarias, pero ¡bien rápido los abriréis para apoderaros de las recompensas cuando yo haya desaparecido!

Al volverse de nuevo para observar a la muchedumbre, el Patriarca Vanya no pudo captar la mirada de enemistad y aversión que le dedicó su fiel ministro.

Empezaba a oscurecer. La noche, que la tormenta había precipitado, empezaba a cerrar sus dedos sobre Merilon. Aquí y allí, por entre la multitud, los magos empezaron a dispersar luces mágicas. El padre de Mosiah, al resplandor de sus llamas multicolores, convertido ahora en portavoz oficioso, dio un paso adelante.

—¿Es verdad lo que dice, milord? —preguntó al príncipe el Mago Campesino.

—Sí —replicó éste. Alzó la voz para que todos lo pudieran oír y repitió—: Sí, lo que habéis oído es verdad, para vergüenza de cada uno de nosotros, habitantes de Thimhallan, no solamente los de Merilon. Fue nuestro miedo el que provocó que este hombre —posó su mano sobre la espalda de Joram— fuera sentenciado a muerte, cuando era un niño y, de nuevo, ya adulto. Joram es el hijo de los anteriores Emperadores de Merilon. Lauryen, su tío, conocía su existencia e intentó eliminarlo. Para este propósito, contó con la cooperación del Patriarca Vanya.

Los ojos de todos los presentes se alzaron hacia el despacho de la Catedral. Vanya, que los contemplaba furioso, extendió su mano útil y, con un veloz tirón del cordón, hizo descender el tapiz que cubría la pared de cristal.

Podía ocultar las miradas, pero no los sonidos.

—¡Almin nos ha enviado a Joram en nuestra hora de necesidad! —Era la voz del príncipe Garald—. ¡Eso demuestra que Él está con nosotros! ¿Seguiréis a Joram, el hijo de vuestro Emperador y gobernante legítimo de Merilon, a la batalla?

La muchedumbre lo aclamó con un poderoso grito.

El Patriarca Vanya, que atisbaba a través de un resquicio de la cortina, observó que Joram no atendía al gentío, sino que continuaba dándoles la espalda, con la cabeza gacha y el rostro vuelto. El príncipe Garald se inclinó hacia él, hablándole con seriedad, y, por fin, Joram levantó la cabeza y se giró lentamente enfrentándose a la multitud, sus blancos ropajes relucían bajo la luz de las antorchas.

Los presentes rugieron su aprobación, se precipitaron hacia adelante y rodearon a su nuevo Emperador, intentando tocarlo, pidiéndole su bendición. Al instante, los Duuk–tsarith cerraron filas alrededor de Joram, y el príncipe Garald elevó la plataforma por los aires. La muchedumbre se elevó con ella trazando una espiral, al tiempo que vitoreaban y aplaudían.

El anciano no tenía suficiente energía mágica para unirse a ellos, y se quedó allí solo, de pie sobre el suelo bajo la llovizna, olvidado.

—¡La Profecía! —masculló Vanya con voz hueca—. ¡Ha caído sobre nosotros! ¡No hay escapatoria! —El temor se corporeizó en las gotas de sudor que perlaban su frente y se deslizaban por el cuello de sus elegantes ropajes. Se tambaleó hasta su sillón con pasos vacilantes y se desplomó sobre él, ayudado por el Cardinal.

—¡Cielos! ¿No hay escapatoria? ¡Qué actitud más derrotista! Una reunión bastante enternecedora, ¿no lo creéis así, Eminencia? ¡Entre mis lágrimas y la lluvia, estoy medio ahogado!

La voz sonaba detrás de Su Divinidad. El Patriarca dio un salto en su sillón, asustado, y se retorció en él para ver quién había penetrado en sus aposentos privados sin ser anunciado ni invitado.

—¿Qué significa este atropello? —farfulló el Cardinal.

Un hombre joven, cuya barbilla y labio superior se adornaban con una suave y bien cuidada barba, salió tranquilamente del Corredor. Llevaba una bata de brocado de brillante color rojo, decorada con piel negra; los largos y puntiagudos extremos de sus zapatos rojos se enroscaban hacia arriba y sobre sí mismos y un pedazo de seda de color naranja se agitaba en una de sus manos como una llama.

—¡Vaya, Rechoncha Señoría! —saludó el muchacho, atravesando la alfombra en dirección al Patriarca y dando un traspié a causa de sus extraños zapatos—, ¡tenéis un aspecto horrible! ¡Eh, vos! —se dirigió al asombrado Cardinal—, ¡traed una copa de coñac! Rápido. Gracias. —Mientras alzaba la copa, el joven brindó—: ¡A vuestra salud, Divinidad! —y la vació de un trago—. Gracias —repitió, y se la entregó al Cardinal—. Tomaré otra.

»¡Ah! Patriarca —continuó alegremente—, tenéis mucho mejor aspecto ya. Una copa más y pareceréis casi humano. ¿Que quién soy yo? Vos me conocéis, mi querido Vanya. El nombre es Simkin. ¿Que por qué estoy aquí? Porque, Oronda y Fofa Eminencia, tengo dos nuevos amigos que se mueren de ganas por conoceros. Creo que los encontraréis interesantes. Pertenecen, literalmente, a otro mundo.