____ 04 ____

—¡Joram, no hables tan alto! —ordenó Mosiah.

Era ya demasiado tarde. La puerta que separaba las dos habitaciones se abrió y apareció lady Rosamund, con el rostro lívido. Era evidente que tanto ella como Marie habían oído a Joram; tan sólo Gwendolyn permanecía indiferente, sentada en la salita y charlando tranquilamente con el difunto conde Devon.

—Estoy segura de que volverán a poner la vitrina de la porcelana en la pared norte, ahora que les he explicado el motivo —decía—. ¿Hay alguna otra cosa? Ratones, decís, ¿en el desván? ¿Se están comiendo vuestro retrato que está guardado allí arriba? Lo mencionaré, pero…

Aturdida, lady Rosamund pasó la mirada de su hija a su esposo.

—¡Ratones! ¡Vitrinas para la porcelana!… Y ahora… ¿qué es lo que escucho? ¿Van a matarnos? ¿Por qué? ¿Por qué sucede todo esto? —Hundió la cabeza entre las manos y empezó a sollozar.

—Querida mía, tranquilízate —intentó calmarla lord Samuels, corriendo a su lado. La tomó entre sus brazos y la obligó a apoyar la cabeza sobre su pecho, acariciando sus cabellos con una mano—. Piensa en los niños —murmuró—, y en los criados.

—¡Lo sé! —Lady Rosamund mordió su pañuelo en un intento de acallar su llanto—. ¡Seré fuerte! ¡Lo seré! —afirmó atragantándose—. ¡Sólo que son demasiadas cosas! ¡Mi pobre niña! ¡Mi pobre niña!

—Caballeros, Alteza —Lord Samuels se volvió hacia el interior del estudio—, os ruego me disculpéis. Ven, querida —dijo mientras ayudaba a su esposa a sostenerse en pie—. Te llevaré a tu habitación. Todo va a ir bien. Marie, quédate con mi hija.

—Gwendolyn estará bien, mi señor —intervino el Padre Saryon—. Yo me quedaré con ella. Marie debería permanecer con su señora.

Lord Samuels condujo a su esposa arriba, con Marie ayudándola también, y el Padre Saryon se sentó en una silla cerca de Gwendolyn, mirándola ansioso para ver si aquella noticia producía en ella alguna alteración. Al parecer no ocurrió así. La muchacha se sentía tan cómoda en el mundo de los muertos que no atendía en absoluto a lo que sucedía en el de los vivos.

—Padre —llamó Joram bruscamente al tiempo que se volvía desde el lugar que ocupaba junto a la chimenea del estudio—, por favor, colocaos más cerca de modo que nos podáis oír. Necesito vuestro consejo.

«¿Qué consejo puedo ofrecer?», se preguntó el catalista con amargura. Joram trajo la perdición a la mujer que amaba, a los padres de ésta, al mundo y a sí mismo.

¿Tuvo elección? ¿La tuvimos nosotros?

Saryon le dio unas palmaditas a Gwendolyn en la mano, y la dejó discutiendo con el conde sobre la necesidad de adquirir un gato. Acercó su silla a la puerta que separaba la sala del estudio y se sentó, sentía tal peso en el corazón que apenas si podía soportarlo. «¿Qué hará ahora?», se preguntó el catalista, los ojos fijos en Joram. «¿Qué?»

Joram levantó la cabeza y lo miró a los ojos, casi como si hubiera oído aquella pregunta no formulada, y Saryon sintió que el corazón le caía a los pies, arrastrado por el peso de sus temores. Las líneas de dolor y de angustia grabadas en aquel rostro cincelado se habían desintegrado y ahora aparecía liso, duro e inflexible. El sangrante espíritu se había arrastrado hasta su fortaleza de piedra y se ocultaba allí, lamiendo sus heridas.

—Genocidio. Eso lo explica todo —empezó Joram fríamente—. El asesinato de los civiles, la desaparición de los catalistas…

—¡Joram, escúchame! —interrumpió el príncipe Garald con severidad, haciendo un gesto en dirección a Simkin, que permanecía repantingado sobre el diván, con los ojos cerrados—. ¿Cómo entendió él lo que decían?

—¡Almin bendito! —juró Joram en voz baja—. ¡Es cierto! —Se apartó de la chimenea—. ¿Cómo comprendiste sus palabras, Simkin? Tú no conoces su idioma.

—¿No? —Los ojos de Simkin se abrieron de par en par. Pareció muy asombrado—. ¡Por Júpiter! ¡Ojalá alguien me lo hubiera dicho! Estuve perdiendo el tiempo miserablemente, allí sobre el escritorio del mayor, permitiendo que aquel grosero sargento saliera corriendo conmigo, escuchándolos hablar de pedir refuerzos, enterándome de que éstos no podrían llegar hasta al cabo de setenta y dos horas… ¿Y ahora insinuáis que no capté el significado de sus frases? ¡Me siento desconcertado! —Simkin les dedicó una furiosa mirada, indignado—. ¡Vuestra obligación consistía en avisarme antes!

Simkin aspiró con fuerza por la nariz, se secó luego ésta con el pañuelo de seda naranja y, tras dejarse caer de espaldas sobre los almohadones del diván, permaneció contemplando el techo con expresión lúgubre.

—Setenta y dos horas —murmuró Joram para sí—. Eso es lo que se tarda en llegar desde la base estelar más cercana…

—¿Le crees? —exigió Garald.

—¡Tengo que hacerlo! —replicó Joram—. Y vos también debéis intentarlo —añadió inexorable—. No sé cómo explicarlo, pero ha visto al Hechicero. ¡Los ha descrito, a él y al mayor Boris! Y lo que afirma que oyó tiene sentido. ¡Boris no vino aquí con órdenes de masacrarnos! No hay duda de que su misión era intimidarnos con una demostración de fuerza, imaginando que nos rendiríamos. Pero Menju no se conforma con eso. —Joram apartó su mirada de Garald para dirigirla de nuevo a los vacilantes rescoldos del fuego—. Él quiere la magia. Es de este mundo. Quiere regresar a él y obtener el poder que hay aquí. ¡Y quiere muertos a todos los habitantes que podemos significar una amenaza para él!

—Por eso toma prisioneros a los catalistas —completó Saryon, comprendiendo de repente—. Los está utilizando para que le den Vida…

—… Y utiliza esa Vida para intimidar al mayor Boris y sellar el Corredor.

—¡No lo creo! ¡Esto es ridículo! —De pie entre las sombras del estudio, prácticamente olvidado de todos, Mosiah había escuchado incrédulo la historia de Simkin. Ahora, se adelantó y paseó la mirada del príncipe a Joram y de éste a Saryon, suplicante—. ¡Simkin se lo ha inventado! ¡No podrían matarnos a todos, a cada uno de los habitantes de Thimhallan! ¡Somos miles, millones de personas!

—Pueden y lo harán —respondió Joram categórico—. Han cometido genocidios antiguamente en su propio mundo y cuando se lanzaron hacia las estrellas y encontraron vida allí, se condujeron de igual forma, exterminaron a gran número de seres cuyo único crimen era ser diferentes. Han desarrollado sistemas de una gran eficacia para matar, armas capaces de aniquilar poblaciones enteras en cuestión de minutos.

»Sin embargo, no las utilizarán en este mundo —añadió Joram, pensativo—. Menju necesita que la magia permanezca intacta, sin que nada la perturbe. No se arriesgaría a emplear un arma de alto poder que pudiera alterar la Vida.

Garald sacudió la cabeza con frustración, evidentemente no comprendía nada.

—Estoy de acuerdo con Mosiah. ¡Es imposible!

—¡No, no lo es! —exclamó Joram airado—. ¡Sacaos esa idea de la cabeza! ¡Admitid el peligro! ¡Aquí hay millones de seres, sí! ¡Pero hay cientos de miles de millones en el Más Allá! Sus ejércitos son colosales. ¡Si quieren pueden disponer de tres soldados por cada habitante de Thimhallan!

»Lucharemos. Defenderemos nuestras ciudades —Joram se encogió de hombros—, pero al final acabaremos perdiendo, nos aplastarán simplemente porque nos sobrepasan en número. Aquellos que sobrevivan a los asedios y a las batallas serán acorralados de manera sistemática y eliminados: hombres, mujeres y niños. El Hechicero salvará a unos cientos de catalistas, para asegurarse de que su estirpe no desaparezca y el resto se extinguirá. Obtendrá el control de este mundo, de su magia, y él, y aquellos que son como él en el mundo del Más Allá, se volverán invencibles.

—El fin del mundo. —Garald habló sin pensar. Saryon lo vio enrojecer y dirigió una rápida mirada a Joram—. ¡Maldita sea! —exclamó el príncipe, golpeando el escritorio con ambas manos—. ¡Tenemos que detenerlos! ¡Debe haber un medio!

Joram no contestó inmediatamente. El fuego lanzó una llamarada y, por un instante, Saryon percibió a la luz de las llamas cómo los labios de aquél se curvaban en una sombría mueca; de repente, el catalista ya no se encontraba en casa de lord Samuels, ni en una Merilon cubierta de nieve, sino en la herrería del poblado de los Hechiceros. Distinguió el brillo de los tizones en aquellos ojos oscuros, vio al muchacho golpeando con un martillo un metal que refulgía de una forma extraña y, una vez más, recordó al amargado y vengativo joven que forjaba la Espada Arcana…

Alguien más pensó en aquel joven; otro de los presentes al contemplarlo, lo rememoró. Mosiah observó al hombre que, un año antes, había sido su mejor amigo, aunque ahora ya no lo conocía.

En medio de la excitación y el peligro que habían cundido el día y la noche anteriores, el joven había conseguido evitar mirar a Joram, el hombre que había envejecido nueve años más que él, que había vivido en otro mundo, que había visto maravillas para él inimaginables e incomprensibles. Ahora, en aquel forzado silencio, cargado de temor, Mosiah ya no pudo retrasar por más tiempo el examen de aquel rostro que conocía tan bien y que, sin embargo, le era completamente ajeno. Las lágrimas empañaron sus ojos y se reprendió a sí mismo, consciente de que debería sentirse preocupado por aquella otra tragedia de mayor importancia: la inminente destrucción de su gente, de su mundo; pero aquello era algo demasiado vasto, demasiado horrible para llegar a asimilarlo. Se concentró en su reducido drama personal, sintiéndose egoísta, mas incapaz de actuar de otra forma. Escuchar la voz de Joram era como oír a alguien que estaba muerto, como si se tratara del fantasma de su amigo que hablase a través de aquel extraño.

¿Le había sucedido lo mismo a Saryon? Mosiah miró al sacerdote, cuyos ojos también se clavaban en Joram. El dolor y la pena se mezclaban con el orgullo y el amor en el rostro del catalista, y esto produjo soledad en el espíritu de Mosiah, puesto que el afecto del catalista por el hombre resultaba tan fuerte y duradero como lo había sido por el joven. ¿Y por qué no tendría que ser así? Después de todo, Saryon había sacrificado su vida en aras de aquel amor.

¿Y Garald? La atención de Mosiah se volvió hacia el príncipe. Su relación era diferente; al príncipe no le había supuesto ninguna dificultad encontrar en aquel hombre al admirado camarada que había vislumbrado en el joven Joram. La diferencia en edad y madurez habían entorpecido la amistad entonces; ahora, por fin, podían equipararse. Garald había ocupado el lugar de Mosiah.

En cuanto a Simkin, Mosiah le lanzó una penetrante mirada. Joram hubiera podido volver convertido en una salamandra y eso no hubiera afectado los sentimientos de aquel payaso de ninguna manera. No había nadie que le importase. Lord Samuels y lady Rosamund seguían aún bajo los efectos de la sorpresa, incapaces de experimentar otro sentimiento que los de confusión, dolor y temor.

Así era como Mosiah se había sentido al principio, pero el miedo inicial se había diluido entre terrores más palpables; la conmoción había desaparecido poco a poco. Ahora se notaba tan sólo vacío y triste, unas sensaciones que empeoraban cada vez que Joram lo contemplaba. El muchacho veía reflejado en los ojos del hombre su propia emoción de amarga pérdida; ninguno de los dos podría recuperar jamás las antiguas experiencias. Para él, Joram había muerto cuando había cruzado la Frontera; en aquel momento había perdido a su amigo para no volver a encontrarlo jamás.

Pasaron los minutos lentamente. El único sonido que interrumpía el silencio del estudio de lord Samuels era la voz de Gwendolyn, que se elevaba y descendía, paseándose como un niño juguetón. Su letanía no resultaba nada molesta; de una forma curiosa, a Mosiah le parecía que formaba parte del silencio, que si éste pudiera hablar lo haría en ese tono, y, entonces, ya no se oiría a Gwen.

Sin que Saryon lo percibiera, absorto como estaba en un terrible ensueño del pasado, la muchacha abandonó silenciosamente la sala.

Ahora sólo se oía una clepsidra que marcaba los segundos; el gotear del tiempo transcurrido provocaba pequeñas ondulaciones que alteraban la lisa superficie del silencio. En el exterior, la nieve se había convertido en lluvia. Tamborileaba tristemente sobre el tejado, y se hundía en la espesa capa que yacía sobre el suelo con un ruido sordo. Un alud de nieve en miniatura, provocado por la lluvia, resbaló desde la altura con un sonido opaco y chirriante para ir a estrellarse sobre el jardín, frente a la ventana. Tan silenciosa estaba la habitación y tan tensos sus ocupantes que este leve chasquido los sobresaltó a todos, incluidos los disciplinados e impasibles Duuk–tsarith; las negras capuchas se estremecieron y los dedos se crisparon.

Por fin, Joram habló:

—Tenemos setenta y dos horas —confirmó, volviéndose para mirarlos, su voz firme y resuelta—. Setenta y dos horas para hacer con ellos lo que se proponen hacer con nosotros.

—¡No, Joram! —Saryon se alzó de su silla—. ¡No puedes decirlo en serio!

—Os aseguro que sí, Padre. Es nuestra única esperanza —repuso fríamente. Sus ropas blancas, al reflejar la luz del fuego moribundo, brillaron pálidas en la penumbra gris que invadía la habitación a medida que anochecía—. Debemos destruir al enemigo por completo, hasta el último hombre. No debe quedar nadie vivo para regresar al Más Allá. Una vez que los hayamos aniquilado podremos reparar la Frontera y aislarnos por completo del resto del universo para siempre.

—¡Sí! —exclamó Garald concluyente—. ¡Los atacaremos enseguida, los sorprenderemos!

Joram se acercó al escritorio y se inclinó sobre un mapa.

—Aquí es donde se halla el enemigo —indicó, recorriendo la zona aludida con un dedo—. Colocaremos a los Supremos Señores de la Guerra de Zith–el aquí. Utilizaremos centauros y gigantes del País del Destierro. Podemos luchar desde estas posiciones. —Observó a su alrededor con gesto impaciente—. No puedo ver. Necesitamos luz…

Hicieron su aparición en el aire esferas luminosas, conjuradas por los Duuk–tsarith para disipar las sombras.

—¡Los Magos Campesinos lucharán! —se apresuró a afirmar Mosiah, corriendo hacia la mesa para unirse a Joram y al príncipe.

—Expondremos este plan a los nobles en la reunión de esta noche. —El príncipe empezó a arrollar el mapa con precipitación—. Por cierto, es hora de que nos dirijamos allí.

—¿Cuándo podemos estar preparados?

—Mañana por la noche. Para entonces, nuestra gente ya habrá descansado. Podemos atacar mañana por la noche.

—¡Y los mataremos a todos, a cada uno de ellos! ¡No habrá sobrevivientes!

—¡Esto es divertidísimo! —Simkin se despabiló—. Tengo la vestimenta adecuada. ¡La llamo Carnicería!

—¡Que Almin se apiade de sus almas! —exclamó con indiferencia el príncipe Garald, e hizo un gesto a los Duuk–tsarith para que le trajeran su capa y su espada.

—¡Que Almin se apiade de nosotros! —El ronco grito de Saryon sobresaltó a todos. Joram y Mosiah se volvieron, y el príncipe Garald paseó la mirada a su alrededor.

—Disculpadme, Padre —se excusó el príncipe—. No era mi intención pronunciar un sacrilegio.

—¿Sacrilegio? ¿No os dais cuenta, estúpidos? ¿Cómo podéis estar tan ciegos? ¡No hay ningún Almin! ¡No habrá misericordia! Yo mismo no podía aceptarlo hasta ahora. —Saryon hablaba febril, su mirada no se dirigía a ellos, estaba abstraída, fija en la distancia—. Pero hace mucho tiempo que lo sabía.

»Lo sabía mientras veía cómo Vanya se llevaba a aquel bebé a la muerte; mientras observaba a Joram adentrándose en el Más Allá; mientras contemplaba, día tras día, aquellas brumas sin fin; en tanto que ellos destrozaban mi carne con sus herramientas y me rompían los dedos, intentando tomar aquella espada creada de la oscuridad y al divisar a las criaturas de hierro rodando con gran estrépito por nuestro mundo.

Saryon juntó sus manos deformadas como si fuera a orar, pero sus dedos retorcidos convirtieron aquel gesto en una parodia lastimosa.

—Y ahora os oigo a vosotros hablar de más muerte, de nuevas matanzas. ¡Almin no existe! ¡No le importa! ¡Nos ha dejado solos para participar en este juego insensato!

—¡Padre! —Mosiah, horrorizado, se precipitó hacia él para colocar su mano sobre el brazo de Saryon, reprobatorio—. ¡No digáis esas cosas!

El catalista se soltó con gesto enojado.

—¡No hay Almin! ¡No hay misericordia! —exclamó con amargura.

Un fuerte estrépito, proveniente de otra habitación, interrumpió su diatriba. Los gritos de la servidumbre hicieron que todo el mundo —incluidos los Duuk–tsarith— se precipitaran rápidamente del estudio al comedor. Todos, excepto Simkin claro está, quien aprovechó la confusión para desaparecer tranquila y silenciosamente.

—¡Gwendolyn! —Joram abrazó a su esposa—. ¿Estás bien? ¡Padre, venid deprisa! ¡Se ha hecho daño!

La vitrina de la porcelana estaba hecha pedazos, la madera rota; su frágil contenido de porcelana y cristal se desparramaba en pequeños fragmentos por el suelo. La joven estaba de rodillas en medio de todos aquellos restos, con un cristal roto en una mano y sus dedos sangraban.

—Está muy apenado, de verdad —comentó Gwen, mirando a su alrededor con sus brillantes ojos azules—, pero lo habéis cambiado todo tanto, que ya no reconoce su propio hogar.