Aunque sólo mediaba la tarde, la nevada que caía sobre Merilon provocó que en la ciudad oscureciera prematuramente. La magia de los Magos–Servidores encendió suaves luces en la elegante mansión de lord Samuels, animando con el resplandor el triste saloncito en que se sentaba lady Rosamund con Marie y su hija. En las habitaciones de invitados que habían permanecido largo tiempo cerradas, ahora brillaban también esferas luminosas mientras los criados aireaban sábanas y calentaban camas, esparciendo pétalos de rosa para eliminar el olor mustio de lo inhabitado. Mientras trabajaba, la servidumbre se iba repitiendo en susurros historias de personas que habían regresado de entre los muertos.
La única cámara de la casa que permanecía a oscuras era el estudio del señor. Los caballeros allí reunidos preferían las sombras, ya que parecían más acordes con la naturaleza grave de su conversación.
—Y ésta es la situación a la que nos enfrentamos, lord Samuels —concluyó Joram, que contemplaba por la ventana cómo seguía cayendo la nieve—. El enemigo está decidido a conquistar nuestro mundo y a dejar la magia libre por todo el universo, pero de momento les hemos demostrado que tal objetivo les resultará difícil de alcanzar y deberán pagar un alto precio.
Había pasado la última hora describiendo lo mejor que podía la batalla del Campo de la Gloria. Lord Samuels escuchaba en silencio, aturdido. Vida del Más Allá. Criaturas de hierro que matan con una mirada. Humanos de piel metálica. Saryon desvió la mirada de Joram a lord Samuels y advirtió los denodados esfuerzos de éste por comprender la situación y, como era evidente por su perpleja expresión, su sensación de intentar atrapar un pedazo de niebla.
—¿Qué… qué haremos ahora? —preguntó dubitativo.
—Esperar —replicó Joram—. Hay un dicho en el Más Allá: «Debemos esperar lo mejor y prepararnos para lo peor».
—¿Qué es lo mejor?
—Según los Duuk–tsarith que los han estado vigilando, los invasores huyeron aterrorizados; fue toda una desbandada, más de lo que yo había esperado. Por sus informaciones, parece que están divididos y desorganizados. Conozco al oficial que escogieron para dirigir esta expedición, un tal mayor James Boris. En cualquier otra situación sería un buen oficial, en él manda la lógica y el sentido común, pero precisamente por eso constituye una mala elección enviarlo a este mundo; no entiende absolutamente nada, todo esto le sobrepasa. No podrá enfrentarse a una guerra que debe resultarle como una fantasía de una novela de terror. Apuesto a que se retirará, a que se llevará a sus hombres de aquí.
—¿Y entonces?
—Entonces deberemos encontrar la forma de sellar la Frontera para siempre. Eso no debiera representar una gran dificultad.
—Los Duuk–tsarith ya están trabajando en ello —intervino Garald—, pero se necesitará una extraordinaria cantidad de Vida, un poco de cada persona Viva de Thimhallan, al menos es lo que les parece.
—¿Y qué es lo peor? —preguntó lord Samuels tras una pausa.
Joram apretó los labios.
—Que Boris pida ayuda. No tenemos el tiempo ni la energía para detenerlos en la Frontera. Debemos fortificar Merilon. Debemos despertar a esta ciudad de su sueño encantado y preparar a sus habitantes para defenderla.
—Lo primero es que alguien le quite el mando a esa temblorosa masa de gelatina que se acurruca en la Catedral de Cristal y lloriquea a Almin para que lo proteja —indicó Garald—. Os suplico me perdonéis, Padre Saryon.
El catalista sonrió con tristeza y sacudió la cabeza.
—Tenéis razón, desde luego, Alteza, pero ¿a quién seguirá la gente? —Lord Samuels se removió en su sillón, echándose hacia adelante. Esto entraba en el terreno de la política, una disciplina que comprendía—. Hay algunos, como d’Chambray, que son lo bastante inteligentes como para apartar a un lado las diferencias y unirse para luchar contra este enemigo común. Pero también existen los recalcitrantes, como sir Chesney, esa mula tozuda y terca. Dudo que dé crédito a vuestro relato sobre otros mundos ¡Almin misericordioso! —Se pasó la mano por la canosa cabellera—. Yo mismo no estoy muy seguro de creerlo y tengo la prueba delante de mis ojos…
Saryon desvió su mirada del estudio donde conversaban los hombres y se dirigió a la salita contigua. Surgiendo del interior de la fría y severa habitación de elegante mobiliario, que apenas podía verse a través de la puerta entreabierta, podía escuchar la voz de Gwendolyn. Le pareció que su triste y obsesiva cantinela era un acompañamiento muy apropiado a aquella conversación sobre guerra y muerte.
—Por favor, no me malinterpretéis —le estaba diciendo Gwendolyn a su confundida y turbada madre—, el conde Devon está muy satisfecho con la mayoría de los cambios que habéis efectuado en esta casa. Es tan sólo que lo encuentra todo desconcertante, quizá por el mobiliario nuevo. ¡Hay tantos muebles! Se pregunta si todos son necesarios. Especialmente estas mesitas. —Gwendolyn agitó una mano en el aire—. Por doquier se hallan mesitas, y no hace más que chocar contra ellas por la noche. Luego, justo cuando empezaba a acostumbrarse a las mesas, cambiasteis de lugar la vitrina de la porcelana. Había estado durante años en el mismo sitio, en la pared norte del comedor, ¿verdad?
—No… no… dejaba entrar la luz de la mañana… desde los ventanales situados en la pared este… —murmuró débilmente lady Rosamund.
—El pobre hombre se golpeó contra ella por la noche —siguió Gwen—. Rompió un salero, pero os asegura que fue un accidente. No obstante, el conde se preguntaba si sería mucho problema volverla a su emplazamiento originario.
—¡Mi pobre niña! —gimió lord Samuels. Hizo un brusco movimiento con la mano, y la puerta que comunicaba el estudio con la salita se cerró en silencio—. ¿De qué está hablando? —inquirió en voz baja y angustiada—. ¡No nos reconoce a nosotros y sin embargo sabe lo de… de la vitrina de la porcelana y el salero! ¡El salero! ¡Dios mío! ¡Dimos por sentado que uno de los criados lo había roto!
—¿Cómo se llamaba el anterior dueño de esta propiedad? —preguntó Joram. También él había estado escuchando a su esposa, la mirada ensombrecida por un dolor que resultaba patente en su voz.
Saryon intentó ofrecer unas palabras de consuelo, pero lord Samuels estaba contestando ya la pregunta de Joram y el catalista cerró los labios con fuerza. El sacerdote se agitó inquieto en su asiento y empezó a frotarse los deformados dedos, como si le dolieran. De todas formas, ¿qué alivio podría ofrecer él? Palabras vacías, sólo eso.
—¿El dueño anterior? Está muerto. Se llamaba… —Lord Samuels se interrumpió y miró a Joram comprendiendo horrorizado—. ¡Conde Devon!
—Intenté explicároslo —suspiró Joram—. Habla con los muertos. En este mundo se la llamaría Nigromante.
—¡Pero los Nigromantes desaparecieron! ¡Todos los de su especie fueron destruidos durante las Guerras de Hierro! —Lord Samuels trasladó su atormentada mirada de nuevo de Joram a la salita; la voz de su hija podía oírse aún muy débil a través de la puerta cerrada.
Joram se pasó los dedos, distraídamente, por entre los cabellos.
—En el Más Allá la consideraban loca. Ellos no creen en la Nigromancia. Los hacedores de salud tenían la teoría de que el terrible trauma sufrido por Gwendolyn la hizo buscar una escapatoria en un reino fantástico creado por su imaginación, un lugar donde se siente a salvo. Yo soy el único que cree que hay cierta cordura en su demencia, que puede comunicarse de verdad con los muertos.
—No eres el único… —corrigió Saryon admonitorio.
Las oscuras cejas de Joram se fruncieron.
—No, tenéis razón, Padre —afirmó en voz baja—. No soy el único. Menju el Hechicero, el hombre que mencioné en mi relato, también cree que es una Nigromante. Cuando comprendió lo valiosa que podría resultar para él esta habilidad, intentó secuestrarla. Fue entonces cuando me di cuenta de cómo era en realidad ese hombre.
—¿Valiosa? —Garald se movió en su sillón. Había estado estudiando mapas de Thimhallan, sentado ante el escritorio de lord Samuels, pero ahora había demasiada poca luz en la habitación para examinarlos, y se dedicaba a escuchar la conversación—. ¿Cómo? ¿Qué pueden ofrecer los muertos a los vivos?
—¿No habéis estudiado nunca el trabajo de los Nigromantes, Alteza? —preguntó Saryon.
—No muy a fondo —admitió Garald con indiferencia—. Aplacaban los espíritus de los difuntos reparando ofensas, terminando tareas que habían quedado por hacer y ese tipo de cosas. Según las crónicas, su desaparición después de las Guerras de Hierro no supuso una gran pérdida.
—Siento disentir, Alteza —repuso Saryon vehemente—. Cuando los Nigromantes desaparecieron, la Iglesia hizo creer que no era una gran pérdida. Pero yo estoy convencido de lo contrario. He pasado muchas horas con Gwendolyn, escuchándola hablar con aquellos a los que sólo ella puede ver y oír. Los muertos poseen algo de incomparable valor que permanecerá oculto para siempre a los vivos.
—Y eso es… —apremió Garald con un cierto tono de impaciencia, deseando evidentemente que la conversación regresara a cuestiones más importantes, aunque era demasiado considerado para ofender al catalista.
—¡La comprensión total, Alteza! Cuando muramos, nos fusionaremos con el Creador. Conoceremos Sus planes para el universo. ¡Veremos por fin el Esquema Cósmico!
Garald pareció interesado de repente.
—¿Creéis eso? —preguntó.
—No… no estoy muy seguro. —Saryon se sonrojó, volvió el rostro y se puso a mirar sus zapatos—. Es lo que se nos enseña —añadió sin convicción. En su alma se alzaban de nuevo las viejas y torturantes dudas sobre su fe, las cuales había creído desterradas con la muerte de Joram.
—Decid si es verdad —insistió Garald—. ¿Pueden los muertos transmitir ese conocimiento del futuro a los vivos?
—Aunque yo participara de esa idea, Alteza —Saryon sonrió con tristeza—, me parecería imposible vuestra conclusión. El mundo que ven los muertos está más allá de nuestra comprensión, tanto como nos está vedado a nosotros entender el mundo que Joram ha visto. Vemos el tiempo a través de una única ventana que mira en una sola dirección. Los muertos, sencillamente, observan el tiempo a través de cientos de ventanas que se abren en todas direcciones. —El catalista extendió sus manos llenas de cicatrices, en un esfuerzo por expresar la enormidad de esa aprehensión—. ¡Cómo pueden ellos, entonces, esperar poder describir lo que ven! Pero sin duda pueden ofrecer consejo a través de los Nigromantes. En la antigüedad, a los difuntos se les concedía la oportunidad de aconsejar a los vivos. La gente veneraba a sus difuntos, se mantenían en contacto con ellos, y se beneficiaban de los conocimientos de los muertos al formar éstos parte de la Mente Universal. Eso es lo que se ha perdido, Alteza.
—Comprendo. —Garald reflexionó sobre ello, mirando pensativo en dirección a la puerta cerrada.
Saryon sacudió la cabeza.
—No, Alteza —denegó con calma—. Ella no puede ayudarnos. Por todo lo que sabemos, este desdichado conde que nos habla de vitrinas para la porcelana y saleros, puede estar intentando atraer nuestra atención para explicarnos algo mucho más importante. Pero, si es así, Gwendolyn no podría transmitirnos esa información. Puede estar en contacto con los muertos, mas no con los vivos.
El príncipe pareció dispuesto a continuar con aquel tema, pero el catalista, con un gesto dirigido a lord Samuels y otro a Joram, meneó la cabeza ligeramente, para recordar al príncipe que, al menos para dos personas, aquél era un tema doloroso. El padre de la muchacha tenía los ojos clavados en la puerta con una expresión de perplejidad y de dolor. El esposo contemplaba el jardín marchito y cubierto de nieve con amarga resignación. Garald carraspeó y cambió de tema con brusquedad.
—Estábamos discutiendo la cuestión de que Merilon necesita un jefe, alguien que reorganice a la población —aseguró con energía—. Ya he declarado antes que sólo puedo pensar en una persona…
—¡No! —Joram se volvió desde la ventana con un gesto de impaciencia—. No, Alteza —añadió en tono más suave en un tardío intento de suavizar la aspereza de su respuesta.
—¡Joram, escúchame! —Garald se inclinó hacia adelante para razonar con él—. Eres con derecho el…
Un Corredor se abrió de repente en el centro del estudio, interrumpiendo al príncipe. Todos los ocupantes de la habitación se quedaron mirándolo expectantes, pero durante un momento nadie surgió de él. No obstante, Saryon pudo oír voces que provenían de su interior y lo que parecía un forcejeo.
—¡Sácame las manos de encima! ¡Palurdo! Me has aplastado el terciopelo. ¡Tendré marcas de dedos en la manga durante una semana! Te…
Simkin, vestido con unas calzas de brillante color verde, un gorro naranja y un jubón de terciopelo verde salió dando tumbos del Corredor, para aterrizar hecho un ovillo en el suelo. Tras él emergieron Mosiah, vestido todavía con el uniforme de arquero de Sharakan, y dos enlutados y encapuchados Duuk–tsarith.
Aparentemente en absoluto turbado por su poco elegante entrada, Simkin se puso en pie, hizo una reverencia ante los caballeros allí reunidos y pronunció grandilocuente, con un revoloteo de seda naranja y un gracioso gesto de la mano:
—Alteza, felicitadme. ¡Los he encontrado!
Sin hacer caso de Simkin, quien se pavoneaba de su último triunfo, Mosiah se volvió hacia el príncipe.
—Alteza, lo encontramos nosotros. Estaba en el campamento enemigo. Cumpliendo vuestras órdenes, los Thon–li, los Amos de los Corredores, lo atraparon y lo trajeron ante mí. Con su ayuda —indicó a los Señores de la Guerra— he conseguido arrastrarlo hasta aquí.
—¡Que era precisamente adonde yo iba! —exclamó Simkin con expresión afligida—. O adonde me hubiera dirigido de saber dónde hallaros. He estado buscando por todas partes, consumiéndome casi por poder contemplar vuestro hermoso rostro, ¡oh príncipe! ¿Sabéis?, poseo una información terriblemente importante…
—Según los Thon–li, se dirigía a la Catedral —lo interrumpió Mosiah irónico.
Simkin aspiró con fuerza.
—Imaginé que Su Alteza estaría allí, claro está. Toda la gente importante se reúne en la Catedral. Los campesinos han organizado un motín de lo más divertido…
—¿Motín? —El príncipe Garald miró a los Duuk–tsarith para confirmarlo.
—Sí, Alteza —contestó uno de los enlutados brujos, las manos cruzadas ante él—. Veníamos precisamente a informaros cuando Mosiah requirió nuestra ayuda. Los Magos Campesinos se han escapado de la Arboleda y están asaltando la Catedral; exigen ver al Patriarca. —La negra capucha se inclinó un poco, una de sus manos hizo un gesto de desaprobación—. No pudimos detenerlos, Alteza. Aunque tienen pocos catalistas, todavía guardan gran cantidad de magia acumulada, y nuestros efectivos están muy debilitados.
—Comprendo —aseguró el príncipe Garald con voz grave mientras intercambiaba una mirada de alarma con lord Samuels. Saryon vio cómo los dos observaban a Joram, quien se negó a corresponderles, y permaneció vuelto de espaldas, contemplando el jardín que ahora apenas podía vislumbrarse en la oscuridad—. ¿Qué hace el Patriarca?
—Se niega a recibirlos, Alteza. Ha ordenado que se cierren las puertas de la Catedral con un sello mágico. Los miembros de nuestra Orden que aún tienen fuerzas suficientes para lanzar conjuros la custodian.
—¿De modo que la Catedral está a salvo de momento?
—Sí…
—¡No la atacarán, Alteza! —exclamó Mosiah—. ¡No quieren hacer daño a nadie! Sólo están asustados y quieren respuestas.
—¿Se halla tu padre entre ellos, Mosiah? —preguntó el príncipe Garald con suavidad.
—Sí, mi señor —contestó él muchacho y su rostro enrojeció—. Mi padre los encabeza. Él sabe lo que ocurrió realmente en la batalla de ayer. Yo se lo conté. Quizá fue un error —añadió con un tono de desafío entre avergonzado y orgulloso—, ¡pero tienen derecho a conocer la verdad!
—Desde luego —repuso el príncipe Garald— y confío en que se la podamos revelar. —Miró a Joram, quien continuaba contemplando la noche con rostro severo e impasible. El príncipe empujó a un lado los mapas, se puso de pie, y empezó a pasear por la habitación con las manos a la espalda—. De modo, Simkin —dijo súbitamente, volviéndose hacia el joven vestido de verde—, que has ido a visitar al enemigo.
—¡Cielos! ¡Desde luego! —respondió éste. Movió la mano e hizo aparecer un diván en la habitación—. Me disculparéis, ¿verdad? —preguntó con languidez, y se tumbó cuan largo era en el diván, colocado justo en el centro de la habitación, de modo que al príncipe le resultaba imposible seguir paseando por la sala sin chocar contra él—. Y ¿os importa si me cambio de ropa? He llevado este color verde durante horas y me temo que no favorece en nada a mi tono de piel. Me da un aspecto cetrino.
Mientras hablaba, las medias y el jubón verde se transformaron en una bata de brocado rojo, adornada con unos puños de piel negra y un grueso cuello de piel. Unas zapatillas rojas de puntas arrolladas adornaron sus pies. Simkin pareció sentirse encantado con éstas y, levantando un pie, las contempló con deleite.
—¿El enemigo? —le recordó Garald.
—¡Oh, sí! Bueno, ¿qué otra cosa podía hacer, Alteza? Corrí por el campo de batalla un poco pero, aunque resultaba indudablemente entretenido, advertí de repente que existía la posibilidad de que viera la luz, por decirlo así, de una forma dolorosa. El que me perforen un agujero en la cabeza no es mi idea de una experiencia luminosa. No obstante —continuó Simkin, haciendo surgir del aire el pañuelo de seda naranja y pasándoselo con delicadeza por la nariz—, decidí hacer algo por mi país, así que, con gran riesgo para mí, determiné —perfiló un dramático gesto con el pañuelo naranja— ¡convertirme en un espía!
—Sigue.
—Desde luego. A propósito, Joram, querido compañero —siguió Simkin, recostado entre abundantes almohadones de seda—, ¿te he dicho que estoy encantado de verte? —Agitó el pañuelo naranja en el aire—. Tienes un aspecto espléndido, aunque debo decir que los años no te favorecen nada.
—¡Si estuviste en el campamento enemigo, explícanos lo que viste! —lo instó Joram.
—¡Claro que estuve allí! —repuso Simkin, alisándose el bigote con un delgado dedo—. ¿Tengo que demostrártelo, Rey mío? Después de todo, soy tu bufón. ¿Lo recuerdas? ¿Dos cartas de la Muerte? ¿Morir tú dos veces? Se rieron de mí entonces —miró a Mosiah y a Saryon con malicia—, pero ahora su actitud ha cambiado. Me costó muchísimo introducirme en el campamento. El Corredor está lleno de cosas negras y espeluznantes —en este punto, dedicó una mirada cáustica a los Duuk–tsarith— que acechan al enemigo.
»Por cierto, eso se va a acabar —añadió con indiferencia—. Un viejo amigo tuyo que se llama a sí mismo “Dun Duu el Hechicero”, o algo parecido, ha sellado el Corredor.
Los labios de Joram se quedaron lívidos, palideció de tal forma que Saryon se colocó junto a él, y apoyó la mano sobre su brazo para darle aliento. «Ya está», pensó Saryon, «ha sucedido lo que ha estado temiendo desde el principio».
—Menju —rectificó Joram con un hilillo de voz.
—¿Qué has dicho? ¿Menju? ¡Eso es! ¡Un nombre horroroso! Sin embargo, se trata de un individuo encantador. Viaja con un tipo ordinario: un militar bajo y rechoncho que no bebe té. Sin embargo, allí estaba yo, una perfecta tetera colocada sobre su escritorio. Ese individuo vulgar me hizo sacar por un tosco sargento, bastante tonto, afortunadamente. Me resultó la cosa más sencilla del mundo regresar a la mesa cuando se distrajo. Oye, querido muchacho, ¿me estás escuchando?
Joram no le contestó. Apartó a Saryon con suavidad, y se dirigió a ciegas hasta la chimenea, barriendo el suelo con su túnica blanca. Se agarró con fuerza al borde de la repisa y clavó la vista en los rescoldos del fuego moribundo, su rostro aparecía cansado y preocupado.
—¡Está aquí! —dijo al fin—. La verdad es que lo esperaba. Pero ¿cómo lo ha conseguido? ¿Se escapó o lo liberaron? —Se volvió para mirar a Simkin con ojos que ardían con más fuerza que las llameantes brasas—. Describe a ese hombre. ¿Qué aspecto tiene?
—Un demonio muy apuesto. Sesenta años, aunque pretende pasar tan sólo por treinta y nueve. Alto, ancho de espaldas, pelo canoso, una dentadura perfecta. No creo que sean suyos esos dientes, por cierto. Y vestido con unas ropas terriblemente sosas…
—¡Es él! —masculló Joram, golpeando con el puño en la repisa con repentina furia.
—Y está al mando, querido amigo. Al parecer ese mayor Boris estaba decidido a largarse y… ¡Ja, ja! Sucedió algo muy divertido, tengo que mencionarlo aunque sea someramente. El Hechicero, ¡ja, ja!, mutó la mano del mayor. ¡La transformó en una pata de gallina! La expresión que apareció en el rostro de ese pobre desgraciado… ¡os aseguro que no tenía precio el contemplarlo! ¡Ah, bueno! —se recompuso Simkin mientras secaba sus ojos—. Supongo que tendríais que haber estado para poder juzgarla. ¿Por dónde iba? ¡Oh!, sí. El mayor estaba dispuesto a cesar el ataque y pactar, pero ese… ¿cómo dijiste que se llamaba? ¿Menju? Sí. Ese Menju cambió la mano del pobre Boris por un muslito, lo cual hizo que el mayor se comportara como un «gallina» y se rajara, si me perdonáis la expresión.
Simkin pareció estar muy satisfecho de su ocurrencia.
—¿Y? —siguió preguntando Joram.
—¿Y qué? ¡Oh!, pues que el mayor no se va.
—Joram… —empezó Garald con severidad.
—¿Qué planean hacer? —preguntó Joram, silenciando al príncipe.
—Utilizaron una palabra —respondió Simkin al tiempo que se acariciaba el bigote, pensativo— que lo describía con mucha exactitud. Déjame pensar… ¡Ah! ¡Ya lo tengo! ¡Genocidio!
—¿Genocidio? —repitió Garald perplejo—. ¿Qué significa?
—El exterminio de toda una raza —contestó Joram con voz lúgubre—. Tiene sentido, desde luego. Menju necesita matarnos a todos.