Ya no era primavera en Merilon.
El invierno había llegado a la ciudad de la cúpula mágica, igual que a las tierras que se extendían al exterior de su envoltura protectora. No es que se hubiera decretado que el invierno se iniciara ese día o que los Sif–Hanar hubieran descuidado sus deberes, sino que quedaban escasos Sif–Hanar para alterar la estación del año. Aquellos que habían sobrevivido a la batalla en el Campo de la Gloria se encontraban tan débiles que apenas si tenían aliento suficiente para empañar la helada atmósfera, mucho menos para intentar conjurar las rosadas y esponjosas nubes de la primavera.
Por primera vez en muchos años —ni siquiera sus habitantes más ancianos recordaban haberlo visto— nevaba en el interior de la ciudad. Había empezado en forma de lluvia; el calor de miles de cuerpos combinado con la humedad que desprendían los árboles y plantas de la Arboleda y de los jardines de Merilon había sido suficiente para sobrecargar la cerrada atmósfera de la ciudad. Sin los Sif–Hanar para gobernarlo, el nivel de humedad de la cúpula se elevó hasta que el mismo aire empezó a llorar, se dijo que derramando lágrimas por los muertos. Al llegar la noche, la lluvia se transformó en nieve y ahora la ciudad yacía enterrada bajo un manto blanco…
—… Como un cadáver —dijo lord Samuels fatigosamente, mirando por la ventana.
El jardín helado y cubierto de nieve que contemplaba apesadumbrado no era el mismo por el que le encantaba pasear a su Gwendolyn, donde su amor por Joram había crecido y florecido, en el que Saryon, ocultando su oscuro secreto, había intentado proteger a la flor arrancando la mata. No, este jardín era mayor y más exuberante que aquel que había alimentado tantos sueños en su oscura tierra.
El jardín era grandioso, y también la casa, construidos ambos a una magnífica escala. Lord Samuels y lady Rosamund habían conseguido al fin su sueño: formar parte de la nobleza. El precio se concretó en aquel que habían estado dispuestos a pagar: su hija. Era ya demasiado tarde cuando comprendieron que habían cambiado una perla de gran valor por una simple baratija.
Al poco de la desaparición de su hija, lord Samuels había tomado por costumbre recorrer las desiertas arenas de la Frontera, en un intento por encontrarla. Cada día, después de su trabajo en el Gremio, viajaba por el Corredor hasta aquel lugar desolado y yermo y se paseaba arriba y abajo por la playa gritando el nombre de su hija hasta que oscurecía y ya no podía ver nada. Entonces, exhausto y desesperado, regresaba a casa.
Su sueño era inquieto, a veces se despertaba e insistía en regresar a la Frontera en plena noche, asegurando que había oído cómo Gwen lo llamaba. Comía muy poco o nada y su salud empezó a resentirse. La Theldara —la misma mujer de carácter franco que había atendido al Padre Saryon— comunicó a lady Rosamund que su esposo sufría un peligroso estado de falta de armonía corporal que podría causarle la muerte.
Estando en esta coyuntura, lady Rosamund había recibido la visita del Emperador Lauryen. El Emperador fue todo amabilidad y comprensión. Se había enterado de que lord Samuels se comportaba de una forma muy peculiar; asumía una conducta que —el Emperador intentó expresarlo con delicadeza— reavivaba la atención de la gente sobre un incidente muy lamentable. Nadie sentía tanto el dolor de los desconsolados padres como Lauryen, pero había llegado el momento de que lord Samuels considerara ese trágico evento desde su correcta perspectiva. Había sucedido, nada podría cambiar los acontecimientos. Almin utiliza senderos misteriosos, lord Samuels debía tener fe.
Lauryen afirmó sus últimas palabras con voz solemne, mientras su mano daba palmaditas a la de lady Rosamund. El motivo de que aquel gesto la llenara de pavor no podía discernirlo; quizás había sido la expresión de aquellos fríos e inexpresivos ojos. Retiró la mano del inquietante contacto y se la llevó al palpitante corazón, para murmurar aturdida que la Theldara había recomendado un cambio de escenario.
¡Excelente idea!, había asegurado el Emperador. Precisamente lo que él pensaba. Tenía poderes para otorgar una pequeña propiedad a algún ciudadano afortunado, y lord Samuels le haría un enorme favor si aceptaba aquel insignificante regalo. La propiedad consistía en un pequeño pueblo de Magos Campesinos, un castillo en una zona remota y una mansión en la ciudad. Todo ello se estaba viniendo abajo desde la muerte de su administrador —un tal conde Devon—, que no había dejado herederos. A lord Samuels, como súbdito leal, le correspondía hacerse cargo de la finca y convertirla de nuevo en una propiedad próspera. Existía una pequeña cuestión de impuestos atrasados, pero un hombre de la posición de lord Samuels…
Lady Rosamund había conseguido tartamudear que estaba segura de que aquello era exactamente lo que necesitaba su esposo para dejar de pensar en su dolor, y le dio las gracias profusamente al Emperador. Lauryen había aceptado sus expresiones de agradecimiento con una graciosa inclinación de cabeza y había concluido, mientras se levantaba para marchar, que se atrevía a aventurar que su esposo estaría demasiado ocupado a partir de aquel momento para realizar aquellas visitas nocturnas a las Tierras de la Frontera. Había añadido, además, que confiaba en que las nuevas obligaciones de lord Samuels le facilitarían temas de discusión más alegres que la narración reiterativa de lo que hubiera visto u oído en relación a aquel muchacho llamado Joram.
El Emperador se despidió de lady Rosamund con un pequeño rapapolvo: el hombre que camina mirando al pasado es fácil que dé un traspié y se haga daño.
Aquella misma noche, las visitas de lord Samuels a la Frontera cesaron. A la semana siguiente, él y su familia viajaron hasta Devon Castle, regresando a la residencia de los Devon en la ciudad únicamente para las vacaciones y durante el invierno, como era costumbre entre la clase pudiente. Tenían todo lo que habían deseado siempre: fortuna, posición, y eran aceptados por la clase alta.
No volvió a mencionarse a Gwendolyn. Se entregaron todas sus pertenencias a sus primas, pero aquellas sencillas jovencitas no podían evitar echarse a llorar cada vez que contemplaban los hermosos vestidos y las joyas, y no tardaron en guardar todo aquello. A los dos pequeños —el niño y la niña— se les enseñó a no preguntar jamás por su hermana Gwen.
Lord Samuels y lady Rosamund empezaron a asistir a todas las recepciones y fiestas de la corte. Y si la alegría parecía haber desaparecido de sus vidas —y a menudo daba la impresión de que realmente no les importaba dónde estaban o lo que sucedía a su alrededor— en realidad no hacían más que mostrar lo que se consideraba como una adecuada actitud de noble indiferencia.
Lord Samuels y su familia habían llegado la noche anterior a su casa de Merilon, tras haberse visto obligados a abandonar Devon Castle cuando los Ariels les trajeron la noticia de que estaban en guerra. Honraba a lord Samuels el que éste no hubiera huido de sus tierras hasta haberse asegurado de que los campesinos que trabajaban para él estarían protegidos. Recordando lo que en una ocasión le había contado Joram sobre la vida de los Magos Campesinos, y tras contemplar con sus propios ojos las pésimas condiciones de vida de aquel pueblo cuando se hizo cargo de la propiedad, lord Samuels había hecho todo lo posible para mejorar la existencia de su gente, utilizando su propio dinero y energía mágica. El ver transformadas en miradas de gratitud y respeto las que antiguamente fueran apagadas y tristes constituía ahora uno de los pocos placeres que le quedaban a su vida estéril y vacía.
—¿Crees que lo que hemos oído puede ser cierto? —preguntó lady Rosamund suavemente, vigilando a su alrededor para asegurarse de que los Magos–Servidores no podían escucharlos.
—¿El qué, querida? —inquirió él, volviéndose para mirarla.
—Sobre… sobre la batalla de ayer, la muerte del Emperador. Has estado encerrado en tu estudio toda la mañana. Te oí hablar con alguien y luego llegaron los Ariels. ¿Qué noticias traían?
Lord Samuels suspiró. Tomó la mano de su esposa y la atrajo hacia él.
—No son buenas, aunque los informes son correctos. Iba a decírtelo, pero quería esperar a que Marie, los niños y la servidumbre hubieran vuelto a sus ocupaciones.
—¿Qué sucede? —El rostro de lady Rosamund estaba pálido, pero mantenía la compostura.
—La persona con la que hablé esta mañana era Rob.
—¿Rob? —Lo miró asombrada—. ¿Nuestro capataz? ¿Regresaste al castillo? Después de que nos avisaron de que…
—No, querida. Rob está aquí, en Merilon. Todos nuestros campesinos están aquí. Los Duuk–tsarith los trajeron a la ciudad esta mañana. Y no únicamente a los nuestros, han trasladado también a los Magos Campesinos de los pueblos de los alrededores.
—¡Almin bendito! —Lady Rosamund se apretó contra su esposo, quien la rodeó con el brazo para consolarla—. ¡Una cosa así no había sucedido desde las Guerras de Hierro! ¿Qué está ocurriendo? Sharakan estuvo de acuerdo en ir al Campo de la Gloria. ¿Por qué han violado su solemne juramento…?
—No es Sharakan, querida —repuso lord Samuels.
—Pero…
—Lo sé. Eso es lo que el Patriarca Vanya quisiera que creyéramos. Sin embargo, hay muchos que conocen la verdad y que han regresado para darla a conocer. Se rumorea que el enemigo procede del Más Allá. Se dice que el príncipe Garald de Sharakan, quien, como tú ya sabes, querida, tiene reputación de ser un hombre valeroso y honorable, luchó al lado del Emperador Lauryen contra esta nueva amenaza.
—Entonces ¿por qué nos miente el Patriarca Vanya?
—Eso, mi amor, es lo que muchos de nosotros quisiéramos averiguar —respondió lord Samuels con gravedad mientras fruncía el entrecejo—. Ni siquiera admite públicamente que Lauryen ha muerto, aunque se han presentado testigos de lo ocurrido que lo han explicado. El Patriarca, que Almin me perdone mi pensamiento, es muy anciano y está achacoso. Me temo que ésta es una responsabilidad demasiado grande para él. Mi opinión es compartida por otros, a juzgar por los mensajes que me han enviado. Se celebrará una reunión en Palacio esta noche para tomar una decisión, y yo voy a asistir.
Lord Samuels hablaba mirando fijamente a su esposa. Ésta le oprimió el brazo con más fuerza.
—¿Quién la ha convocado? —preguntó, al ver una expresión preocupada en los ojos de su esposo.
—El príncipe Garald, querida —respondió lord Samuels con calma.
Lady Rosamund se quedó sin aliento, sus labios se abrieron para protestar, pero su esposo se lo impidió.
—Sí, ya sé que Vanya lo considerará como traición. Pero hay que hacer algo. Existe un creciente malestar en la ciudad, especialmente en la Ciudad Inferior. Se han habilitado alojamientos temporales para los Magos Campesinos en la Arboleda, pero esa pobre gente está amontonada allí dentro como conejos en una madriguera. Siempre ha habido descontento y rebeldía entre ellos, y ahora los han sacado de sus casas y los han traído aquí como si fueran prisioneros. Entre ellos corre el rumor de que los van a mutar y enviar a luchar, como sucedió con los centauros en la antigüedad. Planean rebelarse…
—¡Almin misericordioso! —murmuró lady Rosamund.
—Las clases bajas de Merilon están en una situación parecida. Se difunden habladurías absurdas entre ellos. He oído que se están reuniendo frente a la Catedral, gritando para que el Patriarca Vanya salga y les dé una explicación. Incluso entre la nobleza, aquellas familias que han perdido a seres queridos están furiosas y exigen respuestas. Pero el Patriarca se ha encerrado en sus habitaciones de la Catedral y se niega a ver a nadie, ni al duque d’Chambray ni a los demás nobles de importancia. El príncipe Garald y su séquito se alojan en casa del duque…
—¿En casa del duque? —farfulló lady Rosamund—. ¿Aquí en Merilon? ¿Como invitado?
—Querida —recordó lord Samuels—, la situación es grave, diría incluso que desesperada. No quiero alarmarte pero debes estar preparada para enfrentarte a la verdad. Según el mensaje que he recibido del duque, Merilon misma está en peligro.
—Eso es ridículo —replicó lady Rosamund vehementemente—. La ciudad no ha caído nunca en poder del enemigo, ni siquiera durante las Guerras de Hierro. El Palacio quedó destruido, pero no la ciudad. Nada puede atravesar por completo la barrera mágica…
Lord Samuels iba a amonestar a su esposa cuando los interrumpió el sonido de una campana que sonaba en un lejano lugar de la enorme casa.
—Es en la puerta principal —anunció lady Rosamund, inclinando la cabeza para escuchar—. ¡Qué extraño! ¡Salir con esta tormenta! ¿Esperas a alguien?
—No —replicó lord Samuels, perplejo—. Ni los Ariels pudieron volar con este tiempo, tuvieron que utilizar los Corredores… Me pregunto…
Ambos se quedaron en silencio y esperaron nerviosos e impacientes a que apareciera el Mago–Servidor.
—Mi señor —dijo un sirviente muy agitado y con los ojos muy abiertos, abriendo la puerta de la sala de estar precipitadamente—. El p… príncipe Garald de Sharakan y un catalista llamado Saryon quieren veros para un asunto de extrema urgencia.
—Hazlos pasar —respondió lady Rosamund con voz débil. ¡El príncipe Garald! ¡Allí en su casa! Sólo le dio tiempo para intercambiar una rápida e interrogadora mirada con su esposo, quien, con un gesto, le indicó que no sabía más que ella, antes de que entraran sus visitantes. El príncipe iba acompañado por las siempre presentes negras figuras de los Duuk–tsarith.
—Alteza. —Lady Rosamund se inclinó en una reverencia que no fue tan profunda como hubiera sido de tratarse del difunto Lauryen; después de todo, el príncipe Garald era el enemigo. Al menos había sido el enemigo hasta hacía cuarenta y ocho horas. Todo aquello era tan confuso, tan sobrecogedor…
—Excelencia. —Lord Samuels inclinó la cabeza—. Nos sentimos muy honrados…
—Gracias —replicó el príncipe, interrumpiendo el discurso del amo de la casa. No lo hizo con descortesía ni de forma intencionada, sino simplemente a causa del cansancio—. ¿Puedo presentaros al Padre Saryon?
—Padre —murmuraron los dueños de la casa.
Pero cuando el catalista echó hacia atrás la capucha que le cubría la cabeza, lord Samuels retrocedió espantado y horrorizado.
—¡Vos! —exclamó con voz hueca.
—¡Mi señor, realmente lo siento! —El rostro de Saryon estaba ojeroso y angustiado—. Olvidé que me conocisteis cuando la Transformación. No hubiera aparecido de esta forma ante vos si hubiera sabido…
Lady Rosamund estaba mortalmente pálida.
—Mi señor, ¿quién es este hombre? —sollozó, abrazándose a su esposo.
—Lord Samuels, lady Rosamund —apremió el príncipe Garald con voz grave—, sugiero que toméis asiento. Las noticias que traigo os resultarán difíciles de asimilar y debéis ser fuertes. Me duele que tengamos que dároslas de una forma tan brusca, pero no tenemos mucho tiempo.
—¡No comprendo! —repuso lord Samuels, paseando la mirada de uno a otro hombre, repentinamente muy pálido—. ¿Qué noticias?
—¡Son sobre Gwendolyn! —exclamó lady Rosamund de pronto, con el instinto de una madre. Se tambaleó y el príncipe Garald se adelantó para ayudarla a sentarse en un diván; su esposo, que seguía con la vista clavada en Saryon, como aturdido, fue incapaz de reaccionar para acudir en auxilio de su mujer.
—¡Haced venir al Catalista Doméstico! —ordenó Garald en un aparte a uno de los Duuk–tsarith, quien obedeció al momento. A los pocos instantes, Marie estaba ya junto a su señora con un cuenco de hierbas aromáticas y reconstituyentes. Tras hacer que varias sillas se adelantaran para colocarse alrededor de la chimenea, el príncipe Garald persuadió a lord Samuels para que tomara asiento a su vez.
Unos sorbos de coñac devolvieron la serenidad a su anfitrión —aunque continuaba con los ojos fijos en Saryon— y su esposa se recuperó lo suficiente como para ruborizarse al ver que el príncipe los atendía solícito. Rogó entonces a Su Alteza que se sentara junto al fuego y se secara sus mojadas ropas.
—Gracias, lady Rosamund. Tomamos un carruaje para venir aquí —indicó el príncipe, observando cómo el color regresaba al rostro del dueño de la casa, pero prefirió de momento mantener la conversación sobre temas generales—. A pesar de ello, estoy totalmente empapado. Los vehículos del duque no están equipados para enfrentarse a este tipo de tormentas, y no había nadie en la mansión esta mañana con la energía mágica suficiente para alterarlos. Cuando llegamos aquí, había ya treinta centímetros de nieve en el suelo del carruaje. —Miró pesaroso sus elegantes ropajes de terciopelo color vino—. Me temo que estoy dejando caer agua sobre vuestra alfombra.
La dama le rogó que no se preocupara en absoluto por ello. La tempestad era realmente terrible. Su jardín había quedado destrozado… Su voz se apagó. Le era imposible continuar. Se recostó en el diván y se quedó mirando al príncipe mientras sujetaba con fuerza la mano de Marie.
Garald intercambió una mirada con Saryon, quien asintió ligeramente. Poniéndose en pie, el catalista se dirigió hasta donde estaba lord Samuels. Llevaba el estuche de un pergamino en la mano.
—Mi señor —empezó a decir Saryon, pero al oír su voz, lady Rosamund dejó escapar un sonido ahogado.
—Sé quién sois —sollozó y, medio incorporándose, apartó a un lado la suave mano de Marie—. ¡Sois el Padre Dunstable! Pero vuestro rostro es diferente.
—Sí, soy el hombre que conocisteis como el Padre Dunstable. Estuve en vuestra casa bajo un disfraz. —Saryon inclinó la cabeza y se sonrojó avergonzado—. Solicito vuestro perdón. Tomé el rostro y el cuerpo de otro catalista cuando vine a Merilon porque, si hubiera aparecido con mi propio aspecto, se me hubiera reconocido y hubiera sido capturado por la Iglesia. ¿Qué… qué sabéis exactamente sobre mi historia y la de… la de Joram, mi señor? —preguntó vacilante a lord Samuels.
—Mucho —replicó éste. Su voz sonaba firme ahora. Sus ojos seguían fijos en el catalista, pero el horror había desaparecido de ellos, reemplazado por la esperanza mezclada con el temor—. De hecho, sé demasiado, o eso pensaba Lauryen. Conozco su auténtico linaje e, incluso, la Profecía.
Al oír esto, el rostro de Garald se tornó grave.
—¿Hay muchos que la conozcan? —preguntó con brusquedad.
—¿La Profecía? —Lord Samuels transfirió su mirada al príncipe—. Sí, Alteza. Eso creo. Aunque nunca se comenta abiertamente, he oído, de cuando en cuando, alusiones indirectas de varios nobles importantes. Había, si lo recordáis, muchos catalistas presentes ese día…
—El Manantial tiene oídos y ojos y una boca —murmuró Saryon—. El Diácono Dulchase la conocía. Estuvo presente en aquella parodia de juicio que Vanya celebró para Joram. —El catalista sonrió débilmente, mientras hacía girar el estuche entre sus manos—. Dulchase nunca se ha destacado por su habilidad para mantener la boca cerrada.
—Eso complica las cosas, lord Samuels —observó el príncipe Garald—, al menos en lo que respecta a vos. Lo que pueda significar para nosotros más adelante es difícil de sopesar con tanta gente enterada de la Profecía.
Miró al fuego pensativo. Las vacilantes llamas no animaron el rostro del príncipe, sino que lo hicieron parecer más sombrío, lleno de profundas sombras de preocupación y ansiedad. Hizo un gesto en dirección al catalista.
—Lamento la interrupción, Padre. Continuad.
—Lord Samuels —empezó Saryon con suavidad, mientras sacaba un fajo de pergaminos del estuche y se lo tendía a éste, quien, aunque lo miró, no lo tomó—. Os espera una gran conmoción. ¡Sed fuerte, señor! —El catalista colocó su mano sobre la mano temblorosa del noble—. Hemos estado pensando en la mejor forma de prepararos para ella y, tras larga discusión, el príncipe y yo hemos decidido que deberíais leer el documento que sostengo en mi mano. Quien lo escribió está de acuerdo con nosotros. ¿Lo leeréis, lord Samuels?
El interpelado extendió la mano, pero le temblaba tanto que la volvió a dejar caer sobre el regazo.
—¡No puedo! Leedlo por mí, Padre —pidió en voz baja.
Saryon dirigió una interrogadora mirada al príncipe, quien asintió. El sacerdote desenrolló y alisó con cuidado el pergamino, y empezó a leer en voz alta:
Dejo este relato con el Padre Saryon para ser leído en el caso de que no sobreviva a mi primer encuentro con el enemigo…
Mientras leía la descripción de Joram de su entrada en el Más Allá, Saryon levantaba la mirada de cuando en cuando para observar la reacción de lord Samuels y la de su esposa. En sus rostros vio primero perplejidad, luego una creciente aprehensión, y, por fin, una crédula y temerosa comprensión.
Poco puedo yo contaros de mis pensamientos y sentimientos cuando me encaminé hacia la muerte, hacia el Más Allá.
Un gemido brotó de lady Rosamund al oír estas palabras y Marie le susurró unas palabras de consuelo. Lord Samuels no dijo nada, pero su expresión de dolor, pena y confusión afectó a Saryon profundamente.
Dirigió la mirada hacia Garald. El príncipe tenía los ojos fijos en el fuego. Había leído el documento; Joram había hecho que Saryon se lo entregara al regresar del campo de batalla aquella noche. Garald lo había releído varias veces y Saryon se preguntó si lo habría asimilado por completo, si lo habría comprendido cabalmente. El sacerdote no lo creía. Era demasiado complejo. Sabía que era cierto todo lo que decía. Después de todo, había visto la prueba con sus propios ojos. Sin embargo era demasiado irreal.
Entonces no sabía —tan absorto estaba en mi propia desesperación— que Gwendolyn me había seguido. Recuerdo haber oído su voz cuando me introduje entre las brumas, pidiéndome que esperara…
Lord Samuels dejó escapar un lamento, un profundo y desgarrador sollozo. Hundió la cabeza en una mano y Saryon dejó de leer. El príncipe se alzó con rapidez y fue a arrodillarse junto al hombre; colocó su mano sobre el brazo de éste y le repitió con suavidad:
—¡Sed fuerte, señor!
A lord Samuels le fue imposible articular nada, pero colocó su mano, agradecida, sobre la del príncipe y pareció indicar con un débil movimiento de cabeza que Saryon podía continuar. El catalista prosiguió y su propia voz se quebró en una ocasión, obligándolo a detenerse y aclararse la garganta.
Cuando me desperté, descubrí que a Gwen y a mí nos habían transportado a un nuevo mundo —o quizá se pueda considerar uno muy antiguo— para iniciar una nueva vida. Me casé con mi pobre Gwen para mantenerla segura y a salvo, y parte del día lo pasaba con ella en el tranquilo y encantador lugar donde permaneció mientras los hacedores de salud del Más Allá intentaban encontrar alguna forma de ayudarla.
Hace diez años… diez años en nuestro nuevo mundo…
—¡Mi niña! —exclamó lady Rosamund con palabras entrecortadas—. ¡Mi pobre niña!
Marie abrazó a la mujer, sus lágrimas mezclándose con las de su señora. Lord Samuels continuó sentado, muy quieto, y no levantó la cabeza ni se movió. Saryon, tras mirarlo un momento preocupado, continuó leyendo sin detenerse hasta el final.
El juego no es nada, el jugar lo es todo.
Saryon se quedó en silencio. Con un suspiro, empezó a enrollar la confesión que tenía en la mano.
Al otro lado de la ventana, la nieve que caía amortiguaba todo sonido; parecía estar cubriendo a Merilon bajo un pesado y blanco silencio. El crujido de los pergaminos en las manos de Saryon resultaba ruidoso y discordante, y éste, acobardado, se detuvo.
Entonces el príncipe Garald dijo, en voz muy baja:
—Señor, están aquí, en vuestra casa.
Lord Samuels levantó la cabeza.
—¿Aquí? Mi Gwen…
Lady Rosamund juntó las manos y lanzó una vehemente exclamación.
—Esperan en el vestíbulo. Quiero asegurarme de que podréis soportarlo, señor —continuó Garald con la mayor seriedad, al tiempo que sujetaba el brazo de lord Samuels para refrenarlo, ya que éste parecía a punto de saltar de su sillón—. ¡Recordad! ¡Han pasado diez años por ellos! ¡No es la muchacha que conocíais! Ha cambiado…
—Es mi hija, Alteza —replicó el noble con voz ronca, apartando al príncipe—. ¡Ha regresado a casa!
—Sí, mi señor —afirmó el príncipe con mansedumbre—. Ha regresado a casa. Padre Saryon…
El catalista salió sin decir una palabra. Lady Rosamund, con Marie a su lado, se colocó junto a su esposo. Éste la rodeó con el brazo; ella se aferró a él mientras borraba todo rastro de lágrimas de su rostro y se arreglaba los cabellos. Luego se cogió a Marie, sujetando el brazo de la catalista con una mano y el de su esposo con la otra.
Saryon regresó, acompañado por Joram y Gwen, quienes se quedaron en el umbral, indecisos. Ambos estaban envueltos en pesadas capas de piel y cubiertos con capuchas, que no se habían quitado para no revelar su identidad a los criados. Al entrar, Joram se echó la capucha hacia atrás, revelando un rostro que, a primera vista, era frío e impasible como la piedra. Sin embargo, al encontrarse con lord Samuels y lady Rosamund la seria fachada del hombre se desmoronó, y las lágrimas brillaron en sus ojos castaños. Parecía intentar decirles algo, pero no pudo pronunciar nada. Se volvió hacia su esposa, y, con dulzura, ayudó a Gwen a quitarse la capucha.
La dorada cabellera de la joven centelleó a la luz del fuego. Su rostro pálido y dulce, con aquellos brillantes ojos azules, miró a su alrededor con curiosidad.
—¡Hija mía! —Lady Rosamund intentó flotar por los aires hasta su hija, pero no encontró suficiente energía mágica para hacerlo; privada de Vida se vio obligada a cruzar la habitación tambaleante—. ¡Hija mía! ¡Mi Gwendolyn! —Extendió los brazos y rodeó a su hija con ellos, abrazándola con fuerza mientras reía y lloraba a la vez.
Gwen apartó a su madre con suavidad y se quedó mirando a la mujer con asombro. Entonces, una expresión de reconocimiento brilló de forma extraña en sus ojos azules. Pero no era el reconocimiento que anhelaban sus padres.
—¡Ah! Conde Devon —exclamó Gwendolyn, apartándose de lady Rosamund para hablar, aparentemente, con una silla vacía—. ¡Éstas deben de ser las personas de las que me hablabais!