Al mayor James Boris, comandante del quinto batallón aerotransportado de la Marina, sus hombres lo llamaban cariñosamente (aunque de forma extraoficial y nunca cuando podía oírlos) por el apodo de Tapón. Era de estatura pequeña, grueso y fuerte, cualidades físicas que sin duda le habían ayudado a ganarse el mote. Tenía treinta años y se ocupaba de mantener su cuerpo en perfectas condiciones físicas; de este modo, cada año, durante la inspección anual de la base que efectuaban los jefazos del gobierno, el mayor Boris invitaba a todos aquellos jóvenes reclutas que lo deseasen a que arriesgaran la integridad física de sus cráneos abalanzándose contra él en grupo e intentando derribarlo. (Según la leyenda, en una ocasión un recluta robó un tanque y lo condujo directamente contra el mayor Boris; cuando el tanque chocó contra él, James Boris permaneció en pie, clavado al suelo, y, de acuerdo con el relato, fue el tanque el que salió despedido hacia atrás dando vueltas sobre sí mismo.)
Aquellos que habían servido con James Boris desde el principio, cuando era un joven recluta, no obstante, sabían muy bien de dónde le venía el apodo: procedía de las aulas, no de los vestuarios de su época escolar. «¡James Boris, tienes tanta imaginación como un tapón de corcho!», comentó en una ocasión uno de los instructores en tono cáustico.
Y el nombre se le quedó para siempre.
La anécdota —y el mote— no preocupaban lo más mínimo a James Boris. De hecho, lo llevaba con orgullo, de la misma manera que lucía sus medallas, ya que consideraba que aquella falta de imaginación era precisamente el factor que le había permitido su rápida ascensión dentro del ejército. El mayor Boris era un comandante de los que seguían el reglamento al pie de la letra. Sus raíces estaban bien hundidas en el sólido terreno de las ordenanzas, lo cual resultaba muy reconfortante y tranquilizador para aquellos a quienes mandaba. Nunca era necesario especular sobre cuál sería la actitud del mayor Boris con respecto a cualquier cuestión. Si ésta estaba contemplada en el reglamento, entonces él se atendría exactamente a las reglas y nada —ni siquiera el legendario tanque— podría apartarlo de allí. Y si no estaba contemplada en el reglamento…
Bueno, eso era absurdo. James Boris jamás se había enfrentado a algo que no estuviera previsto en él.
Hasta ahora.
Este aspecto concreto de la personalidad del mayor —su falta de imaginación— había sido uno de los factores principales que habían decidido su elección para la fuerza expedicionaria enviada a Thimhallan. Descripciones de este extraordinario mundo facilitadas por dos personas obraban en poder de importantes funcionarios del gobierno: a uno de estos informadores, los habituales de los casinos lo conocían por el nombre de Hechicero, y al otro, bajo el nombre de Joram, aunque tan sólo en el ámbito de organizaciones secretas del gobierno. Estos importantes funcionarios, muchos de los cuales apenas si podían creer lo que oían, habían concluido que, para que pudiera sobrevivir en Thimhallan sin perder la cordura, se necesitaba un hombre de mucho valor y con un frío e inamovible sentido de la lógica.
No resultaba difícil comprender cómo habían llegado a esta decisión, y desde luego no estaba desprovista de cierto mérito. Desgraciadamente, la decisión resultó totalmente equivocada. Aunque cualquier persona enviada desde el seguro y sólido mundo de la tecnología a este extraño y aterrador mundo mágico hubiera recibido un impacto emocional terrible, un comandante con imaginación podría haber poseído la flexibilidad suficiente para enfrentarse con aquellas enloquecedoras situaciones. Por el contrario, el mayor Boris sentía como si, por primera vez en su vida, el macizo y resistente tapón de corcho hubiera salido despedido por los aires. Ahora yacía impotente, sin nada a lo que aferrarse, ofreciendo un patético espectáculo.
—¿Quieres saber cuál es mi consejo, mayor? —refunfuñó el capitán Collin—. ¡Que nos vayamos de aquí a toda velocidad!
El capitán, un hombre de cuarenta y cinco años y veterano de una de las más duras campañas con artillería pesada que se había librado jamás en la Periferia Exterior, tomó un cigarrillo con mano temblorosa, lo dejó caer, tomó otro, lo partió en dos por accidente y, finalmente, volvió a meterse la caja en el bolsillo.
El mayor Boris miró con pesimismo a sus otros capitanes y éstos le dirigieron unos significativos movimientos de cabeza, excepto uno de ellos, que no prestaba la menor atención, sino que permanecía acurrucado en una silla, temblando.
—Me estáis sugiriendo que retrocedamos… —gruñó James Boris.
—Estoy recomendando que salgamos de aquí antes de que estemos todos muertos o chiflados como… —El capitán Collin se interrumpió cerrando la boca con fuerza y dejó que una mirada dirigida al tembloroso capitán que se sentaba junto a él completara la frase.
El mayor Boris se sentaba ante un reglamentario escritorio de metal, de cara a los comandantes de su compañía, que se sentaban frente a él en apropiadas sillas plegables de metal, reunidos todos ellos en el cuartel general de campaña del mayor Boris, una cúpula de plástico en el más moderno diseño geodésico. Toda una serie de cúpulas —algunas de mayor tamaño (cúpulas almacén, cúpulas comedor) y muchas más pequeñas, que servían de alojamiento— salpicaban el paisaje en una extensión de kilómetros. Las cúpulas se podían desmantelar en cuestión de minutos; todo el batallón podría estar a bordo de una nave y fuera de esta pesadilla en unas horas.
El mayor apoyó las manos sobre la superficie metálica del escritorio y se sintió reconfortado por aquel contacto frío, por su impasible e inquebrantable… ¿qué? James Boris buscó a tientas una palabra. ¿Metalidez? ¿Impasible e inquebrantable metalidez? No estaba seguro de que existiera metalidez, pero resumía sus sensaciones. A las 03.00 horas podría estar ya fuera de allí, de regreso al mundo de metal…
Sus manos se agarraron con fuerza a la mesa. La examinó con cuidado abarcándolo todo, desde una tetera verde con una tapa de brillante color naranja que no recordaba haber pedido, pues era la última bebida que a James Boris le hubiera apetecido en aquel momento, hasta los papeles amontonados con pulcritud junto a su ordenador reglamentario de campaña. Nervioso, sin darse cuenta de lo que hacía, el mayor empezó a tamborilear suavemente con los nudillos sobre el metal, al tiempo que su mirada se desviaba hacia la pequeña ventana de plástico transparente colocada en uno de los lados de la cúpula.
Era una noche tan oscura como el hiperespacio, y no se vislumbraban ni la luna ni las estrellas. Boris se preguntó, mientras aumentaba su pesimismo, si aquello era una noche auténtica o una de aquellas aterradoras tinieblas mágicas que habían caído sobre él y sus hombres como un enorme y sofocante manto. No obstante, una rápida mirada a su reloj lo tranquilizó con respecto a la hora: eran las 24.00 horas. Llevaban allí sólo cuarenta y ocho horas.
Cuarenta y ocho horas. Ése era el espacio de tiempo que los gobernantes habían calculado para intimidar a la población de aquel mundo. Un populacho que, según los informes, vivía poco más o menos al sur de la Edad Media. Al cabo de cuarenta y ocho horas el mayor Boris hubiera debido de informar de que la situación estaba totalmente controlada, que sus fuerzas ocupaban ya las principales capitales y que podían iniciarse las negociaciones para una coexistencia pacífica…
Cuarenta y ocho horas. La mitad de sus hombres muertos, más de la mitad de sus tanques destruidos o inservibles, y de aquellos hombres que habían sobrevivido era muy probable que una tercera parte no se hallara en mejores condiciones que su tembloroso capitán. El mayor Boris, abatido, tomó nota mentalmente de enviar a aquel hombre a los médicos y declararlo no apto para el mando.
Cuarenta y ocho horas. Suponía que estaban seguros en aquel lugar, escondidos en las montañas, pero seguía sin abandonarle la sensación de que lo vigilaban ojos invisibles.
Mientras miraba por la ventana, el mayor oía hablar a sus capitanes. Repasaban los incidentes de las últimas horas, describiéndolos por centésima vez con voz tirante y nerviosa, como si retaran a cualquiera a que les discutiese sus aseveraciones. James Boris flotaba sobre aquel mar de palabras, y con la mente veía de cuando en cuando cómo pasaba, flotando a la deriva, algún fragmento de regla o de ordenanza. Intentaba, como fuera, sujetar aquel fragmento, agarrarse a él, pero éste se hundía siempre y lo dejaba allí impotente, ahogándose…
Tan absorto estaba en el oscuro mar de sus pensamientos que no se dio cuenta de la silenciosa entrada de otro hombre.
Tampoco lo percibieron los demás. Es posible que esto se debiera a que el hombre no entró utilizando la puerta del cuartel general, sino que sencillamente se materializó en el interior de la cúpula. Un hombre apuesto, alto y de espaldas anchas, ataviado con un costoso traje de cachemira, y una corbata de seda al cuello. Era un extraño atavío para un campo de batalla y, si el traje resultaba curioso, su manera de comportarse aún lo era más. Parecía como si estuviera matando el tiempo en la barra de un elegante restaurante mientras esperaba mesa. Con aire pausado, se arregló los puños de la blanca camisa; unos gemelos adornados con joyas brillaban en sus muñecas. Miró al mayor James Boris con calma. Llevaba una tarjeta de identificación adornada con su fotografía bien sujeta al bolsillo del traje. Sobre ella, escrito en rojo, su nombre, Menju, y una única palabra: Asesor.
Aunque no hizo el menor sonido para atraer la atención sobre sí, tampoco procuró ocultar su presencia. Los capitanes estaban sentados de espaldas a él, y el mayor Boris, absorto en sus propios problemas, tenía la vista clavada en el escritorio. El recién llegado se dedicó a escuchar con interés los informes de los oficiales, acariciando de vez en cuando la tarjeta de identificación que llevaba con las puntas de unos dedos de notable longitud y delicadeza. Cada vez que jugueteaba con la placa sonreía, como si encontrara todo aquello sumamente divertido.
—Fue cuando atacábamos la fortaleza de piedra donde teníamos atrapados, al menos eso nos dijeron —la voz del capitán Collin estaba cargada de amargura e ironía—, a esos bichos. La dotación de uno de mis tanques tenía a uno de ellos, a una mujer, una mujer, fijaos bien —su entonación se ensombreció— en la mira, cuando de repente esa cosa verde empieza a filtrarse por la trampilla, y antes de que puedan darse cuenta de qué es lo que está pasando, esa ¡esa sustancia viscosa les empieza a corroer la carne! Empezaron a desprender una especie de resplandor y en cuestión de segundos se habían convertido en una temblorosa masa de gelatina verde…
—¡Un muchacho se convirtió en un lobo delante de mis propios ojos! Saltó sobre Rankin, lo derribó, y le destrozó la garganta antes de que yo pudiera reaccionar. ¡Dios mío! Nunca olvidaré el alarido de Rankin… ¿Qué podía hacer? ¿Correr? ¡Demonios, desde luego que corrí! Y mientras huía sentía el aliento de esa cosa en mi cuello, jadeando detrás de mí. Aún sigo oyéndola.
—Le disparamos a aquella criatura, pero debía de tener al menos nueve metros de altura. Era como si le tirásemos cerillas en lugar de dispararle rayos láser, no parecía afectarle en absoluto. Levantó un pie, lo bajó de golpe y ése fue el fin de Mardec y Hayes. Ni siquiera pudimos rescatar los cuerpos de entre la chatarra…
—Un hombre vestido de blanco, como en uno de esos malditos dibujos de los libros de la escuela dominical, dio un salto y atacó a mis muchachos con una espada. Sí, con una espada. Ellos se prepararon para partirlo en dos con sus revólveres sincrónicos y… ¡Zas! Le disparan y la espada…
—… ¿Desvía el haz de luz?
—¡Desviarlo, qué diablos! Absorbió la maldita luz. Examiné esos revólveres y todos estaban completamente descargados, aunque los habían recargado justo antes de la batalla. Debieran de haber funcionado durante todo un mes sin necesidad de ser realimentados. Lo más sorprendente es que el tipo de la túnica actuó de la misma forma con un tanque.
—¡No!
—¡Lo vi, te lo juro! La tripulación informó de que todos sus instrumentos habían enloquecido y luego todo quedó muerto. La espada y el tipo aquel de la túnica estaban frente a ellos, reluciendo con aquella luz sobrenatural de color azul y la última comunicación de la tripulación consistió en la visión de un brillante fogonazo… Después se escuchó una explosión… y no percibimos más que aquel agujero en el suelo; el tanque se había ido al infierno…
El capitán, que temblaba en un rincón, habló de repente:
—Todo hecho a medias. Medio–hombre, medio–caballo. La cabellera les cubre el rostro, pero veo sus ojos horribles y sus cascos afilados… —Se puso en pie de un salto—. ¡Están pisoteando a Jameson! ¡Paradlos! ¡Oh, Dios mío! Lo han cogido… le están arrancando los brazos. ¡Aún… aún vive! ¡Dios mío! ¡Sus gritos! ¡Disparadle! ¡Que calle! ¡Silenciadle! —El capitán se cubrió los oídos con las manos, sollozante.
—Sacadle de aquí —ordenó el mayor Boris, levantando la cabeza y saliendo de su abstracción.
El resto de los comandantes dejaron de discutir y permanecieron silenciosos, poniendo buen cuidado en no mirar a su destrozado camarada. El mayor abrió la boca para llamar al sargento, cuyo despacho se encontraba en otra cúpula geodésica más pequeña adosada a la principal, pero fue entonces cuando James Boris se dio cuenta de la presencia en la habitación del hombre que llevaba la palabra Asesor adherida a su costoso traje.
El mayor sintió un escalofrío por todo el cuerpo y empezó a temblar casi con la misma violencia que el pobre capitán. Al observar la rigidez de su jefe y la fijeza de su mirada, y comprobar que las manos que se aferraban a la mesa perdían toda su fuerza, los capitanes miraron a su espalda con rapidez. Cuando vieron al hombre que los contemplaba, se giraron de nuevo —algunos más despacio que otros, especialmente el capitán Collin—, dirigiendo inquietas miradas a su mayor.
«Están perdiendo su confianza en mí», comprendió James Boris con tristeza. «¿Cómo puedo culparlos por ello? ¡Yo mismo ya no me siento seguro ni de mí, ni de nada de lo que me rodea!» Su atención se fijó de mala gana, pero inexorablemente, en el lloroso capitán. «Si no tengo cuidado no tardaré en enloquecer como Walters… Tengo que serenarme».
Se sentó bien erguido con un supremo esfuerzo, apretó los dientes, echó hacia atrás la cabeza y llamó al sargento con un rugido.
La puerta se abrió y el sargento penetró en la habitación.
—¿Señor?
—Di órdenes de que no se permitiera la entrada a nadie. ¿Qué hace este hombre aquí? ¿Es que ha abandonado su puesto?
El sargento contempló al visitante y sus ojos se abrieron de par en par, su rostro adquirió un tinte cetrino.
—¡No, señor! ¡Yo no lo dejé entrar, mayor, lo juro! No he abandonado mi mesa en toda la noche, señor.
El inesperado visitante sonrió.
James Boris se puso en tensión, su mayor deseo hubiera sido hundir de un puñetazo los blancos y perfectos dientes de aquella sonrisa en la garganta rodeada de seda. Su mano se crispó expectante y tuvo que controlarla. Sabía muy bien cómo había conseguido entrar Menju; lo había visto hacer aquel truco con anterioridad, sólo unas pocas horas antes. Pero no era un truco, se recordó James Boris; no era una ilusión para dejar boquiabiertos a los niños y a los adultos meneando la cabeza maravillados. Esto no se hacía con espejos. Era real, al menos con la misma entidad que cualquier otra cosa de este mundo irreal.
—No importa, sargento —murmuró el mayor al darse cuenta de que sus capitanes se ponían cada vez más nerviosos—. Haga venir a los médicos —indicó al histérico Walters—. Que lo declaren incapacitado para el mando. Ascenderé al teniente… —James Boris enrojeció. Siempre se había enorgullecido de recordar los nombres de los oficiales bajo su mando, así como los de la mayoría de los hombres alistados. Sin embargo, ahora había olvidado a un teniente, a un hombre que había servido con él durante algo más de un año—. ¡Maldita sea!, a quienquiera que le siga en el escalafón, haga que se presente ante mí dentro de —lanzó una mirada a su visitante— media hora —concluyó con frialdad.
—Sí, señor —acató el sargento y se dio la vuelta para salir.
—¡Sargento! —gritó el mayor Boris.
—¿Señor? —El sargento se giró de nuevo.
—¡Quite de ahí ese maldito té! Jamás bebo esa porquería. Lo sabe perfectamente. ¿Por qué lo ha traído?
El sargento contempló la tetera con sorpresa, y las palabras: «yo no la he traído, señor» afloraron a sus labios; no obstante, una mirada al rostro malhumorado de su superior le hizo cambiar de idea, y sencillamente se dispuso a llevarse la tetera murmurando un «lo siento, señor», mientras la tomaba por el asa y la trasladaba a su despacho.
—Caballeros, gracias por haber venido —siguió James Boris con voz cansada. Era el Reglamento el que hablaba, no él. Si hubiera tenido que pensar por sí mismo qué decir, no hubiera podido decir una palabra—. Tendré en cuenta sus recomendaciones. Pueden retirarse.
Se oyó el ruido del metal al arrastrarse sobre el suelo de plástico a medida que los capitanes se levantaban y abandonaban la sala en silencio, lo cual era un mal presagio, James Boris lo sabía.
Puso en marcha el ordenador y fingió estar muy interesado en la lectura de algo que había aparecido en la pantalla, aunque en realidad no advertía en absoluto lo que estaba observando. No quería hablarles más; no quería verlos ni tener que enfrentarse a sus rostros. Sintió, más que vio, las miradas de reojo que le dirigían y las que se intercambiaban entre ellos, interrogantes, perplejos.
¿Qué hará? ¿Hará venir las naves? ¿Retrocederá? ¿Y cuáles eran sus órdenes después de todo? Desde luego ya empezaban a circular rumores; el mayor ya no estaba al mando del batallón… Los mandaba Menju el Hechicero, quien se había apoderado del control cuando la batalla empezó a tomar mal cariz.
El mayor Boris podía oír la voz del sargento chillando por el teléfono de campaña mientras intentaba levantar de sus camas al personal sanitario. Las líneas no funcionaban bien, los técnicos le habían comunicado que tenía que ver con aquella extraña atmósfera tan cargada de energía. Uno de los capitanes, probablemente Collin, había agarrado al pobre Walters y lo acompañaba al exterior. Cuando todos hubieron salido, el sargento —todavía al teléfono— cerró la puerta de una patada.
—Bien, ¿qué es lo que quieres? —gruñó el mayor con los ojos fijos en la pantalla, negándose a mirar a su visitante.
Menju atravesó la habitación para colocarse frente al escritorio. Los ojos del mago eran grandes e irradiaban encanto. Tenía la piel bronceada y el rostro bien afeitado. La cabellera era espesa y abundante, peinada hacia atrás con elegancia, y su color gris plata armonizaba perfectamente con el oscuro bronceado de la piel, que el sistema de iluminación de la tienda hacía resaltar aún más. Apoyó las puntas de los dedos sobre la superficie de metal y se quedó mirando al macizo y achaparrado mayor con aire de superioridad.
—Corren rumores de que piensas retirarte —empezó el hombre. Su voz, acorde con su aspecto, era una voz de barítono cultivada durante años de actuaciones en vivo ante el público.
—¿Y qué si lo hago? ¡Aún estoy al mando aquí!
El mayor Boris apagó el ordenador con gesto irritado, y entonces se dio cuenta de que había estado mirando una nota escrita por él hacía varios meses referente a una infracción del código del uniforme militar por parte de oficiales femeninos y lanzó un juramento en voz muy baja. Al volverse para mirar a Menju, su mano se quemó con algo caliente, y las maldiciones brotaron con más fuerza.
—¡Qué diantre…! ¡Sargento! —aulló furioso.
No hubo respuesta. James Boris se levantó pesadamente de su silla, atravesó la habitación, enojado, en cuatro zancadas y abrió la puerta de golpe.
—¡Sargento! —vociferó—. ¡Esa maldita tetera…!
Allí no había nadie. Levantó el auricular del teléfono de campaña y se lo acercó al oído. La estática y otros ruidos extraños que surgían de él casi lo dejaron sordo. Al parecer las comunicaciones también estaban interrumpidas ahora; el sargento debía de haber salido en busca de los sanitarios. El mayor iba a maldecir de nuevo, pero se contuvo; tragose sus airadas palabras y tuvo la sensación de que éstas ardían en su interior. Con una mano sobre el dolorido estómago, volvió a entrar en su despacho iracundo, y, tras dejarse caer en su silla —sin dedicar una sola mirada a su visitante— dirigió una mirada asesina a aquella tetera verde de brillante tapa naranja.
—¡Maldita sea, es para volverse loco! ¡Pensaba que le había dicho que se llevara esta cosa de aquí!
—Y eso hiciste —aseguró Menju, que aparecía en todas las marquesinas de los teatros de los sistemas planetarios más importantes como el Hechicero. Sentado tranquilamente sobre el escritorio, observaba la tetera con sumo interés—. Y eso hiciste —murmuró—. No, no la toques. —Extendió una mano ágil de dedos finos y detuvo a James Boris cuando éste estaba a punto de agarrar la tetera y hacer algo con ella, aunque no estaba seguro de exactamente qué, pero por su mente había pasado la ventana…
La fuerte mano de Menju se cerró alrededor de la muñeca de Boris.
—Discutamos esta precipitada retirada que estás planeando —continuó el Hechicero en tono afable.
—¿Precipitada?
—Sí, y no sólo por lo que se refiere a tu futura carrera militar, no carezco de influencias como muy bien sabes, sino también por lo que se refiere a tu vida y a la vida de tus hombres. No, no lo intentes, mayor.
James Boris, el rostro rojo de ira, hizo un rápido movimiento para liberarse de la mano del Hechicero. La sonrisa no abandonó ni por un instante el rostro del mago, pero el sonido de un hueso que crujía hizo brotar un grito de dolor del oficial.
—Eres fuerte, pero ahora yo lo soy más. —La mano de Menju siguió cerrándose con fuerza alrededor de la muñeca de James Boris. Furioso, el mayor agarró el brazo del mago e intentó con todo su legendario vigor conseguir que la mano del otro se soltase. El resultado fue el mismo que si hubiera intentado doblar el cañón láser de acero de uno de sus tanques.
—¡Hace cuarenta y ocho horas hubiera podido partirte en dos esas patitas de gallina! —gruñó James Boris apretando los dientes y mirando al Hechicero con una furia que disimulaba, eso esperaba, su temor—. ¿Es esto también parte de tu… de tu magia? —Escupió la palabra.
—Sí, mayor James Boris. Como otros poderes es también parte de… ¡mi magia!
Menju pronunció una palabra en un lenguaje extraño y levantó la mano del mayor; éste chilló e intentó desasirse de la garra del Hechicero. El mago lo dejó ir con una carcajada, y James Boris cayó hacia atrás en su sillón, con la mirada desorbitada. Su mano había desaparecido. En su lugar se extendía la pata de una gallina.
Un borboteo, que provenía al parecer de la tetera, provocó que Menju le dirigiera una rápida mirada, pero el recipiente se silenció al instante, aunque una delgada columna de humo se elevó de su pitorro.
—¡Haz que vuelva a ser como era! —James Boris sujetó con fuerza su muñeca, la pata de gallina que era su mano se retorcía espasmódicamente—. ¡Quítame esto! —Su voz se convirtió en un alarido estrangulado.
—No se hablará más de retirada —anunció el Hechicero con frialdad.
—¡Demonios! —El sudor perlaba la frente de Boris—. ¡Nos han vencido! No podemos luchar contra este… este… —Intentó buscar las palabras sin éxito—. ¡Ya has oído a mis hombres! ¡Hombres–lobo, gigantes! Un tipo que tiene una espada que puede absorber energía…
—Los he escuchado —contestó Menju ceñudo. Hizo un gesto con la mano para indicar a una silla plegable que se acercara a toda velocidad y se colocara detrás de él. Se acomodó en ella, se alisó una arruga de sus pantalones de cachemir y siguió observando al mayor, quien no había apartado los ojos de su mutada extremidad—. He oído también lo del hombre de la espada. Con franqueza, eso fue lo único que encontré un poco interesante, aunque no tiene nada de aterrador.
Con un movimiento de sus delicados dedos, el Hechicero pronunció otra extraña palabra y el mayor volvió a recuperar su mano. Con un estremecimiento de alivio, James Boris la examinó febril, frotando su piel con fuerza como para asegurarse de que era real. Luego, tras secarse el sudor del labio superior, contempló al Hechicero con ojos entrecerrados y temerosos.
—Tranquilízate, mayor —indicó con brusquedad el mago—. Sabes muy bien cuál es la identidad del hombre de la espada.
Con los codos apoyados sobre la mesa, Boris dejó que su cabeza, con el corte de pelo que recomendaba el reglamento militar, se hundiera lentamente entre sus manos.
—No —murmuró con voz hueca—. No sé…
—Joram.
—¿Joram? —El mayor levantó la cabeza—. Pero me dijeron que permanecería neutral… —Se interrumpió, su boca se torció en una amarga mueca—. ¡Oh! Ya lo entiendo. ¡Hubiera permanecido neutral si no hubiéramos empezado a exterminar a su gente!
—Supongo. —Menju se encogió de hombros—. La verdad es que siempre tuve mis dudas sobre si nos dejaría conquistar este mundo sin intentar detenernos de alguna forma. No obstante, ha jugado su papel y ahora ya no lo necesitamos. ¡De hecho han aumentado nuestras posibilidades inmensamente!
El Hechicero deslizó el labio inferior por debajo de sus dos blancos dientes superiores; una costumbre suya que daba un aspecto siniestro a su atractivo rostro, pensó James Boris, que se quedó mirando al mago con mórbida fascinación.
—Joram ha conseguido recuperar la Espada Arcana —siguió el Hechicero, tras una pausa, durante la cual juntó las puntas de los dedos índice de las dos manos y golpeó con ellos ligeramente el hoyuelo de su barbilla—. ¡Maldita sea! —Aunque lo dijo con emoción, su voz seguía siendo suave y pausada—. ¡Tenemos que conseguir un poco de ese mineral para analizarlo! ¡Piedra–oscura! Según Joram, absorbe la energía mágica de este mundo. Ahora parece que también tiene la capacidad de absorber la energía física que utilizamos en el nuestro.
»¡Piénsalo, mayor! —Menju bajó las manos, se enderezó la corbata y se ajustó los puños de la camisa con un gesto abstraído, evidentemente habitual en él—. ¡Un mineral que puede tomar la energía de una fuente y transformarla para sus propios usos! Apodérate de esa arma y habremos ganado la batalla, no sólo en este mundo, sino en cualquier otro que decidamos invadir. Ahora, mayor, ¿cuánto tardarán en llegar los refuerzos?
—¿Refuerzos? —Los ojos vidriosos del oficial parpadearon—. ¡No hay refuerzos! Somos una fuerza expedicionaria, nuestra misión es…, o era —la voz se le quebró—, pacífica.
—Sí, intentamos negociar, pero se nos atacó con saña, a nuestros hombres se los mató despiadadamente —repuso el Hechicero con tranquilidad.
—De modo que ése es tu juego, ¿no? —repuso el militar con voz exánime.
—Ése es el juego. —Menju separó las manos—. Acaudillados por ese Joram, quien nos engañó en primer lugar para que viniéramos aquí, los habitantes de este mundo se hallaban al acecho y nos atacaron de improviso. Nos defendimos, desde luego, pero ahora estamos atrapados aquí. Necesitamos ayuda para salvarnos.
—Y cuando lleguen esos refuerzos, caerán bajo tu control, igual que ha sucedido con mis hombres y conmigo —continuó James Boris en el mismo tono de voz apagado e indiferente.
—Y siguiendo mis órdenes matarán a todos los hombres, mujeres y niños de este mundo, con la excepción de los catalistas, claro, quienes, como tú mismo puedes comprobar, me están ayudando a aumentar mis poderes mágicos.
—¡Eso es genocidio! —jadeó el mayor, su rostro enrojecido por la rabia—. ¡Dios mío, estás hablando de aniquilar a toda la población! ¿Por qué?
—¿Por qué? —El Hechicero le dedicó aquella sonrisa encantadora que provocaba que el público de mundos enteros creyera las ilusiones que fabricaba ante sus extasiados ojos—. ¿No está claro? Yo seré el único que poseerá la magia, y mis hijos e hijas, lo cual me recuerda que necesitaré a varias muchachas para la cuestión reproductora. Ya me encargaré yo de eso personalmente. ¡Con la magia, mi familia y yo gobernaremos el universo! ¡Y no quedará vivo ningún mago con el poder necesario para detenerme!
—¡No te obedeceré! ¡Te denunciaré! ¡Te haré pedazos…! —le espetó James Boris con ira, pero las palabras se le helaron en los labios cuando el Hechicero se puso en pie lentamente y apuntó con un dedo, en apariencia inofensivamente, a la mano derecha del mayor.
Pálido como un muerto, el mayor la retiró y la escondió debajo del escritorio.
—Si hablamos de hacer pedazos a la gente, mayor, te sugiero que recuerdes que con sólo decir unas pocas palabras arcanas puedo desgajarte, literalmente, hueso a hueso. ¿Hay unos doscientos huesos en el cuerpo humano? No lo recuerdo, la biología nunca me interesó demasiado. No obstante, imagino que resultaría una muerte sumamente dolorosa.
—Mis hombres no asesinarán a inocentes…
—¡Oh! Pero si ya lo has hecho, mayor Boris —lo interrumpió el Hechicero encogiéndose de hombros—. Tus hombres tienen auténtico terror a los habitantes de este mundo. ¿Cuál era aquel curioso dicho de Joram…? «Temen aquello que no comprenden y destruyen todo aquello que temen». Unas cuantas batallas más como la de hoy y estarán más que dispuestos a exterminar a estos magos. Ahora, te hice una pregunta sobre los refuerzos. ¿Cuánto tiempo?
El mayor Boris se pasó la lengua por los labios. Se vio obligado a tragar saliva varias veces antes de poder hablar.
—Setenta y dos horas como mínimo.
El Hechicero sacudió la cabeza pensativo.
—¡Setenta y dos horas! Lo siento, pero no puede ser. Es demasiado tiempo. Los magos nos atacarán antes; Joram los empujará a hacerlo.
—¡Ni siquiera tu magia puede hacer que sea más rápido, Menju! —repuso James Boris con una sonrisa de amargura—. Hemos de enviar el mensaje y tenemos problemas para conectar nuestro sistema de comunicaciones. La base estelar está en alerta, pero los hombres tendrán que conseguir suministros y cargar las naves. Además, también está el salto. Conviértenos a mí y a todos mis hombres en gallinas, si quieres —añadió al ver que el bronceado y apuesto rostro del mago enrojecía de cólera—. No hará que los preparativos se apresuren.
El Hechicero clavó los ojos en James Boris pero éste le sostuvo la mirada con la misma intensidad. A un hombre se lo puede presionar sólo hasta cierto punto, incluso cuando sus nervios están destrozados. Al parecer, el mago había alcanzado aquel límite.
—Entonces necesitamos ganar tiempo —replicó Menju con suavidad, dándole la espalda al sudoroso y resuelto mayor—. ¡Y, por encima de todo, precisamos la espada!
James Boris apoyó los codos sobre la mesa con un suspiro y hundió la dolorida cabeza entre las manos.
Frunciendo el ceño, ensimismado, el Hechicero clavó la mirada, sin verla, en la tetera que, bajo el escrutinio de aquel hombre, de repente parecía muy tranquila y sumisa. Ya no salía humo de su pitorro y los borboteos de su interior habían cesado.
El mago empezó a sonreír.
—Tengo un plan —murmuró—. La paz… vinimos aquí pacíficamente… tal como has dicho, mayor —se inclinó y levantó con ambas manos la tetera verde con la tapadera de brillante color naranja—. Ahora, todo lo que hemos de conseguir es a alguien que lleve nuestro mensaje a un piadoso hombre santo, quien, sin duda, si jugamos bien nuestras cartas, se sentirá deseoso de colaborar.