En una ocasión, cuando Garald era un muchacho, se había tropezado en campo abierto con una batalla climática entre dos grupos rivales de Sif–Hanar. Un rayo había caído cerca de él, tan próximo que había podido oler el chisporroteo que causaba en el aire, y aún ahora podía recordar con bastante claridad la paralizadora sensación de asombro que le había recorrido el cuerpo, y la conmoción producida por el trueno que había resonado medio segundo después, dejándolo sin aliento.
—La Profecía no se ha cumplido. He venido a detenerla.
La voz que había pronunciado estas palabras tuvo el efecto de aquel rayo sobre él. Su sonoro timbre, familiar y sin embargo diferente, expandió tal escalofrío por todo su cuerpo que hizo bullir su sangre; todo su ser pareció relucir con una terrible y poderosa aureola.
—¡Joram! —exclamó, volviéndose.
De la misma forma que la voz le resultaba familiar, y sin embargo no lo era, reconoció Garald al hombre que tenía ante él, aunque, en realidad, no lo reconociera.
Una exuberante y espesa cabellera negra relucía bajo la luz del sol. Garald la recordaba cayendo en largos y enmarañados rizos alrededor del rostro de un joven de dieciocho años, pero ahora esos negros rizos habían sido cortados a la altura de los hombros y estaban bien peinados y lustrosos. Un mechón de pelo totalmente blanco brotaba de la frente, enmarcando la parte izquierda del semblante del hombre.
El mismo rostro resultaba familiar en su sombría y elegantemente esculpida belleza. No obstante, aquí y allí, la Mano Magistral que empuñaba el cincel había actuado, desfigurando el rostro con arrugas producidas por el dolor, los años y un extraño e indefinible pesar. Su faz era tan extraña que, en realidad, si no hubiera sido por los ojos, Garald hubiera dudado de su primera impresión. No obstante conocía aquellos ojos, los de Joram. Garald podía comprobar cómo el fuego de la forja ardía aún en ellos transformado en incandescentes tizones de orgullo, amargura e ira.
El príncipe Garald percibió también algo más: la funda de espada que el hombre llevaba sujeta al cuerpo, la que él mismo había regalado a Joram. Garald sabía que en su interior descansaba la Espada Arcana.
—¿Joram? —repitió el príncipe en voz baja, mirando fijamente a aquel hombre vestido con unas sencillas ropas blancas que estaba de pie en el centro del recinto.
El Cardinal Radisovik cayó de rodillas.
—Sí, Cardinal —se mofó Lauryen—. Implorad a Almin Su misericordia. La Profecía se ha cumplido. El fin del mundo ha llegado. —Con un movimiento de la mano, hizo que se desvaneciera el escudo de hielo que lo rodeaba; luego, se adelantó a grandes zancadas y apuntó al hombre con su dedo—. ¡Y es este demonio quien lo trae! ¡Matadle! ¡Matad…!
Se produjo un fogonazo de cegadora luz, y las palabras del Emperador se convirtieron en un horrible gorgoteo. A través de una especie de velo rojo que pasó como un relámpago ante sus ojos, Garald vio a El Dkarn–duuk caer hacia adelante, derribado igual que un árbol impactado por un rayo.
Estupefactos, conmocionados, ninguno de los presentes se atrevió a moverse o a hablar.
Una Duuk–tsarith, recobrando el control sobre sí misma, se arrodilló veloz junto a su Emperador, y empezó a llamar a los Theldara mientras daba la vuelta al cuerpo, pero las palabras murieron en sus labios.
Un agujero calcinado y ennegrecido —una horrenda parodia de lo que había sido la boca de aquel hombre— le atravesaba por completo el cráneo. La bruja cubrió a toda prisa la terrible herida, haciendo caer la roja capucha de la túnica de Lauryen sobre lo que quedaba del rostro.
Pero era demasiado tarde. Aquellos que habían visto aquella espantosa imagen empezaron a apiñarse alrededor del cadáver aterrorizados: algunos se dejaban caer al suelo, otros se elevaban por los aires, mientras que otros seguían gritando que se abriesen los Corredores. Las últimas palabras del Emperador: «el fin del mundo», se repetían una y otra vez como un himno de desesperación.
Los guardias de Lauryen se abalanzaron en dirección al hombre vestido de blanco. Éste se llevó la mano a la espalda, sacó la Espada Arcana y la mantuvo en alto frente a él. El arma empezó a despedir una luz azulada.
—¡Deteneos! —gritó Garald, y los Señores de la Guerra lo obedecieron de mala gana. El príncipe miró al cadáver, luego volvió la vista hacia el hombre que sostenía la refulgente espada.
—¡Escuchadme! —dijo el hombre, sus ojos fijos en los amenazadores Duuk–tsarith—. Todos vosotros moriréis igual que mi tío si no actuáis enseguida. —Colocó la espada entre él y los Duuk–tsarith, y dio un paso en dirección al príncipe.
—¡No te acerques más! —exclamó Garald mientras levantaba la mano como para rechazar a un espíritu salido de la tumba—. ¿Estaba Lauryen en lo cierto? ¿Eres un demonio? ¿Has traído tú toda esta destrucción?
—Vosotros mismos la habéis causado —contestó el hombre con voz lúgubre.
Extendió de repente la mano izquierda y agarró el brazo de Garald. El príncipe lanzó una exclamación ahogada, encogiéndose ante aquel contacto, y los Duuk–tsarith rodearon al instante al hombre. La espada resplandeció y se detuvieron de nuevo indecisos. Podían sentir perfectamente cómo la poderosa Espada Arcana absorbía su Vida, cómo se les escapaban sus poderes mágicos.
El hombre apretó con fuerza el brazo del príncipe, lastimándolo.
—¡Soy de carne y hueso! He estado en el Más Allá y he regresado. ¡Conozco a ese enemigo y sé cómo luchar contra él! ¡Tenéis que escucharme y seguir mis órdenes o esto será el fin, como dijo mi tío!
Garald miró fijamente la mano que se aferraba a su brazo, dudando de sus propios sentidos, pero sabedor, no obstante, de que aquel contacto era el de un ser vivo.
—¿De dónde vienes? —preguntó con voz hueca—. ¿Quién es ese enemigo? ¿Quién eres tú?
—¡No hay tiempo para hacer preguntas! —gritó el hombre impaciente—. El gigante ha detenido los tanques por el momento, pero esa desdichada criatura ha muerto ya y el enemigo se mueve veloz. ¡Dentro de unos minutos no va a quedar nadie vivo en esta fortaleza! —De repente, volvió a introducir la Espada Arcana en su funda—. Mirad —señaló mientras extendía los brazos—. Estoy desarmado, soy vuestro prisionero si así lo queréis.
Los Duuk–tsarith avanzaron hacia él, y en ese mismo instante una explosión sacudió el suelo.
—¡Se ha abierto una brecha en el muro de piedra! —gritó alguien—. ¡Se los puede ver! ¡Se están acercando!
—La muerte se arrastra… —murmuró Garald.
Lágrimas de frustración, cólera y temor empañaron la imagen del cadáver que tenía a los pies. Confundido, trastornado, horrorizado, atemorizado, se cubrió los ojos con la mano para esconderlas, maldiciéndose por su debilidad, consciente de que debía mantenerse firme. Una nueva explosión zarandeó la fortaleza. La gente empezó a gritar, pidiendo al príncipe que los salvara. Pero ¿cómo podía hacerlo él? Se sentía tan desorientado y desesperado como ellos…
Muy cerca de él, podía oír al Cardinal que oraba a Almin. ¿Era éste Joram? ¿Traía la salvación o la destrucción?
Importaba…
—¡Soltadle! —ordenó finalmente a los Señores de la Guerra. Suspiró profundamente y se volvió hacia el hombre vestido de blanco—. Muy bien, te escucharé, quienquiera que seas —afirmó con aspereza—. ¿Qué propones tú que debemos hacer?
—Reunir a los magos y a sus catalistas. No, Cardinal, no hay tiempo para eso —reconvino el hombre a Radisovik, quien levantó la cabeza desde donde se arrodillaba, junto al cuerpo del Emperador—. Los vivos os necesitan ahora, no los muertos. Se precisará de vos y de todos los demás catalistas para otorgar magia suficiente a los magos para que puedan realizar este hechizo. Tenemos que construir una pared de hielo alrededor de todo este complejo, y debemos hacerlo sin agotar toda nuestra energía mágica.
—¿Hielo? —Garald lo miró con incredulidad—. ¡He visto cómo esas criaturas pulverizan la roca con sus rayos de luz! Hielo…
—¡Haced lo que os digo! —ordenó el hombre, el puño crispado, la imperiosa y arrogante voz resonando como un martillazo por entre el caos que lo rodeaba. Luego, de repente, el rostro severo se relajó—. Ejecutad lo que os pido, Alteza —rectificó, mientras sus labios se torcían en una sombría media sonrisa.
Garald tuvo, entonces, una visión del pasado, de él y de un muchacho arrogante y de genio violento…
—¡Palabrería! —replicó Joram furioso—. ¡Porque a vos bien que os gusta que se os llame «Excelencia» y «Alteza»! No os veo vestido con las burdas ropas de un campesino; ¡ni os veo levantaros con el alba y pasar vuestra existencia cavando en los campos hasta que el mismo espíritu se os empiece a marchitar como las malas hierbas que tocáis! —Señaló al príncipe con un dedo—. ¡Sois un charlatán maravilloso! ¡Vos y vuestras elegantes ropas, con vuestras brillantes espadas, tiendas de seda y guardia de corps! ¡Esto es lo que opino yo de vuestras palabras! —Joram hizo un gesto obsceno, soltó una carcajada y empezó a alejarse.
Estirando un brazo, Garald lo agarró por un hombro y lo obligó a darse la vuelta. Joram se desasió con violencia; con el rostro deformado por la cólera, golpeó al príncipe, mientras agitaba los puños como enloquecido. Garald paró el golpe con facilidad, interponiendo el antebrazo; con gran destreza, sujetó a Joram por una muñeca, se la retorció y obligó al muchacho a arrodillarse. Jadeando a causa del dolor, Joram luchó por ponerse en pie.
—¡Detente! Luchar conmigo es inútil. ¡Con una palabra mágica podría sacarte el brazo de sitio! —exclamó Garald fríamente, sujetando con fuerza al muchacho.
—¡Maldito seáis…! —le gritó Joram, escupiéndole obscenidades—. ¡Vos y vuestra magia! Si tuviera mi espada, podría… —Miró a su alrededor buscándola, febril.
—Te daré tu maldita espada —dijo el príncipe, ceñudo—; entonces podrás hacer lo que quieras. Pero primero me escucharás. Para poder llevar a cabo mi trabajo en esta vida, debo vestirme y actuar de la manera que le es propia a mi situación social. Sí, llevo ropas elegantes y me baño y me peino el pelo, y me voy a ocupar de que tú hagas esas cosas, también, antes de que vayas a Merilon. ¿Por qué? Porque demuestra que te importa la opinión que la gente tenga de ti. En cuanto a mi título, la gente me llama «milord» y «Alteza» como señal de respeto a mi posición. ¿Por qué crees que no te obligo a hacerlo? Porque esas palabras no tienen ningún significado para ti; no respetas a nadie. ¡Y menos que nadie a ti mismo!
—¡Dios mío! —exclamó en voz baja Garald—. ¡No puede ser! No puede…
—Tú eres Joram. —Mosiah se abrió paso por entre la multitud, mirando a la figura vestida de blanco con los ojos muy abiertos—. ¡Por una vez, Simkin decía la verdad! Esto debe de ser el fin del mundo —murmuró.
—Confiad en mí, Alteza. ¡Dad la orden! —exhortó el hombre.
Garald intentó estudiar su rostro, pero descubrió que contemplarlo durante mucho rato le resultaba penoso e inquietante. Apartó la mirada y la dirigió hacia el pálido y aturdido Mosiah, luego interrogó en silencio al Cardinal, quien se limitó a encogerse de hombros y levantar los ojos hacia el cielo.
¿Tener fe en Almin? Eso estaba muy bien, pero lo que él necesitaba era fe en sí mismo, en sus instintos.
—Muy bien —repuso súbitamente, con un suspiro—. Mosiah, transmite la orden. Vamos a rodear la fortaleza con un muro de hielo.
Mosiah vaciló un último instante y examinó al hombre —que lo observaba con una expresión de tristeza y pesar—; luego, como aturdido, se alejó algo tambaleante para llevar a cabo sus órdenes.
Pero quizá ya fuera demasiado tarde. Los magos —incluso los bien disciplinados miembros de los Duuk–tsarith y de los Dkarn–duuk— parecían demasiado desorganizados para trabajar unidos. Aquellos que no habían sucumbido al pánico estaban actuando por su propia cuenta, luchando de la manera que les habían enseñado. Se elevaban por encima de la muralla y arrojaban bolas de fuego a las criaturas, pero el fuego no hacía la menor mella en las escamas de hierro de los monstruos, tan sólo conseguían llamar la atención sobre los brujos. Los ojos ciegos se volvían en dirección a ellos, los rayos llameaban y los magos caían al suelo como hojas muertas.
Otros trabajaban frenéticamente en un intento de reparar la brecha abierta en la pared. Hacían salir la piedra de la tierra y la modelaban a toda velocidad para que encajara en el agujero. Pero las criaturas de hierro destruían nuevas partes de la muralla con mayor rapidez de la que precisaban los magos para reconstruirlas; pronto aquellos que estaban cerca de la muralla huyeron ante la proximidad de aquellos monstruos que dejaban escapar aquel extraño zumbido y aquel fétido aliento.
Una persona siguió las instrucciones de Garald, la persona que había capturado a Joram en la Arboleda de Merilon —la bruja, jefa de la Orden de los Duuk–tsarith—, que lo había reconocido inmediatamente y, cuando Joram guardó la Espada Arcana, pudo, mediante los poderes que poseían los de su especie para leer en las mentes, explorar el pensamiento del hombre. Aunque la bruja comprendió muy poca cosa de lo que encontró allí, aprendió lo suficiente sobre las criaturas durante el breve período de tiempo en que compartió las ideas de Joram como para averiguar en qué consistía su plan.
La bruja, pues, empezó a moverse por entre la multitud, hablando con calma y energía, hasta reunir a su alrededor a los miembros de los Duuk–tsarith y a todos aquellos que tenía cerca. Todos los magos la obedecieron sin hacer preguntas; algunos porque estaban acostumbrados a cumplir sus órdenes, la mayoría porque ella representaba la autoridad, una realidad palpable dentro de una aterradora pesadilla.
La maga organizó a los catalistas y, farfullando sus plegarias, los sacerdotes extrajeron la Vida de lo que los rodeaba, y la enviaron en forma de arco de luz a los cuerpos de los Señores de la Guerra, a los brujos, e, incluso, a los pocos Hechiceros que, al igual que Mosiah, se habían congregado allí cuando sus unidades habían sido dispersadas o destruidas. Los magos concentraron sus pensamientos en un único conjuro e hicieron que una pared de hielo se elevase, reluciente, hacia el cielo, rodeando por completo la fortaleza.
Casi al instante, los mortíferos rayos de luz cesaron. La matanza se detuvo.
Los magos se quedaron mirándola fijamente, con asombro. El helado aliento que despedía el hielo resultaba claramente visible en la cálida atmósfera. Enredándose alrededor de los pies de los magos, enfrió su enfebrecida sangre, y trajo la calma y el orden donde momentos antes reinaba el terror y el caos. El silencio cayó sobre los que se refugiaban en la fortaleza, mientras parpadeaban, medio cegados, al mirar la barrera de hielo que relucía bajo la luz del sol.
Un rayo de luz atravesó el hielo, pero sin rumbo, sin una dirección concreta. A lo que parecía, las criaturas no sabían adónde apuntar ahora, y aunque siguieron lanzando sus rayos de luz contra el hielo, la mayoría de éstos se perdían inofensivos en el aire.
—Funcionó —afirmó Garald, desconcertado—. Pero… ¿cómo? ¿Por qué?
—Los tanques, las «criaturas» como las llamáis vosotros, matan al enfocar sus armas láser, su «ojo», sobre cualquier cosa que se mueva o desprenda calor —replicó el hombre del traje blanco—; con este método, localizan sus blancos. Ahora ya no pueden detectar el calor que desprenden los cuerpos de los que están en el interior de la fortaleza.
Protegiéndose los ojos del reflejo deslumbrante del sol, el príncipe observó a las criaturas a través del hielo.
—Así que estamos a salvo —añadió, dejando escapar un profundo suspiro.
—Sólo de momento —respondió el hombre, ceñudo—. Esto no los detendrá, Alteza; sencillamente enlentecerá su avance.
—Nos dará tiempo suficiente para ponernos en contacto con los Thon–li y obligarlos a abrir los Corredores de nuevo —declaró Garald con energía—. ¡Nos has salvado! Empezaremos la retirada…
—No, Alteza. —El hombre se apoderó de la camisa rota y manchada de sangre de Garald cuando el príncipe hizo intención de alejarse—. No podéis retroceder, aún no. Debéis luchar. Mi tío tenía razón en una cosa: no hay escapatoria, no hay un lugar al que huir. Si no los detenéis aquí, se apoderarán del mundo.
—¿Luchar contra ellas? ¿Cómo? ¡Es imposible!
La mirada de Garald regresó a las criaturas. Evidentemente incapaces de hacer frente a aquella nueva e inesperada situación, varios de los monstruos de hierro se habían reunido y dirigían sus rayos de luz contra el hielo, decididos a derretirlo. No obstante, su esfuerzo resultaba muy poco efectivo; los magos sencillamente utilizaban su magia para reemplazarlo. Otras criaturas seguían disparando al azar, causando una baja de cuando en cuando, pero provocando muy pocas víctimas en general. Ahora podían verse los brillantes cuerpos de los extraños humanos que se movían por entre las criaturas, manteniéndose cerca de ellas como en busca de protección.
Pero Garald sabía que su gente no podría mantener aquella barrera defensiva durante mucho tiempo. Los magos empezaban ya a debilitarse, la Vida necesaria para mantener aquella enorme pared de hielo empezaba a agotarse lentamente. Cuando sus fuerzas se extinguieran, quedarían a merced de las criaturas de hierro y de aquellos humanos de cuerpo metálico.
—¡Nuestra magia resulta impotente contra ellos! —insistió Garald—. Ya has visto que…
—¡Sólo porque no los conocéis, Alteza! —lo interrumpió el hombre con impaciencia—. ¡No sabéis cómo luchar contra ellos!
—¡Entonces debes decirme qué es lo que está pasando! Tengo que saberlo antes de tomar una decisión.
El hombre cerró los puños contrariado, y aquel gesto recordó poderosamente a Garald a aquel impaciente y arrogante joven. Sin embargo, el hombre se contuvo, tragándose las airadas palabras que había estado a punto de pronunciar. Mientras luchaba interiormente por controlarse, se frotó los dedos sobre el cuero que le cruzaba el pecho, sintiendo, quizá, un consuelo tranquilizador en aquel contacto. Cuando por fin habló, su voz era tranquila.
—Mirad mi rostro.
Muy a pesar suyo, el príncipe hizo lo que le pedía. Mientras contemplaba aquel rostro que conocía y sin embargo le resultaba extraño, advirtió que había estado evitando mirar a aquel hombre, eludiendo enfrentarse con aquel inexplicable y espantoso cambio.
—¿Quién soy? Decid mi nombre.
Garald intentó apartar la mirada, pero aquellos ojos castaños lo sujetaban con firmeza.
—Joram —reconoció al fin a regañadientes—. Eres Joram —repitió de nuevo.
—¿Cuánto hace que abandoné este mundo? —preguntó Joram con suavidad.
—Un año —balbuceó Garald.
La realidad lo golpeó de forma contundente. De repente se vio obligado a enfrentarse con el hecho de que tan sólo unos cientos de días antes había paseado por los bosques con un muchacho. Ahora se encontraba ante un hombre de su misma edad o quizá mayor.
—¡No lo comprendo! —gritó, asustado.
—Por mí han pasado diez años —respondió Joram—. No hay suficiente tiempo para que lo explique todo. Si no sobrevivo a esta batalla, buscad al Padre Saryon, que se halla en Merilon. He dejado bajo su custodia un relato de mi vida. Debéis creer lo que voy a deciros ahora. Si es que ya no tenéis fe en el desagradecido muchacho que conocisteis y ayudasteis —Joram se detuvo con un suspiro—, confiad entonces en lo que yo pensé sería mi último acto: la renuncia a esta espada que yo creé, mi voluntaria decisión de encaminarme hacia la muerte.
El rostro de Joram aparecía angustiado mientras hablaba; su mano se cerró sobre las correas de cuero, apretándolas contra su corazón.
Garald recordó todo lo que había oído sobre aquel último y terrible día de la vida de Joram en aquel mundo, y sus últimos recelos se desvanecieron. Intentó decir algo a propósito de ello, pero no le acudían las palabras. Joram se dio cuenta, lo comprendió y eliminó la necesidad de palabras extendiendo la mano y estrechando la del príncipe.
—Me dirigí a lo que yo pensé era la muerte, pero no está la muerte en el Más Allá, Alteza —continuó Joram con voz tranquila—. ¡Hay vida! En nuestra vanidad, nos imaginamos que estábamos seguros, protegidos del resto del universo por nuestra Frontera mágica. Cuando abandonamos nuestro antiguo mundo para venir a éste, imaginamos —esperamos— que el Viejo Mundo nos olvidaría de la misma forma que nosotros lo olvidábamos a él.
Joram apartó la mirada, y la dirigió más allá de la pared de hielo a reinos que sólo habían sido revelados a sus ojos.
—Ellos no olvidaron —aseguró en voz baja—. Añoraban la magia y la buscaron, porque sabían que aún vivía en algún sitio. —Joram sonrió, pero era una sonrisa siniestra, e hizo que Garald se estremeciera—. Antes he dicho que no había muerte en el Más Allá. Me equivoqué. En realidad, no hay nada allí fuera excepto Muerte. Los mundos que hay en el Más Allá están poblados por los Muertos. Existe algo de Vida, de magia, pero está desperdigada por todo el universo como átomos por el espacio exterior.
«Átomos… espacio exterior». Aquellas palabras eran extrañas, sin sentido. La mirada de Garald se volvió, como la de Joram, en dirección al cielo. Su confusión no se había disipado, sino que más bien aumentaba, al igual que sus temores. ¿El mundo antiguo, el mundo del que habían huido aterrorizados, los estaba buscando? Casi esperó ver rostros mirándolo maliciosamente desde el cielo sin nubes.
—Lo siento. Sé que no comprendéis. —La mirada de Joram regresó a Garald y era suplicante en su intensidad—. ¿Qué puedo decir? —Apretó aún más la mano del príncipe, como si pudiera comunicar a través del tacto lo que le era imposible mediante palabras—. Ellos, los Muertos, si queréis llamarlos así —en la voz de Joram había una amarga ironía que hizo que Garald se estremeciera—, llaman a esto un cuerpo «expedicionario». Ha sido enviado a investigar este mundo, a conquistarlo y someterlo, y preparar el camino para la ocupación.
—¿Qué? —preguntó el príncipe, estupefacto. Conquistar, someter, ocupar: eran palabras que conocía, que comprendía. Se obligó a sí mismo a prestar atención, instando a su cerebro para que se desentendiera de aquello que esa misma mañana había considerado como la realidad—. ¿Dices que ellos, los Muertos —balbuceó aquella palabra, su mente se empeñaba todavía en no creer, aunque sólo precisaba mirar más allá de la pared de hielo para tener la evidencia que le procuraban sus sentidos—, quieren conquistarnos? ¿Por qué?
Joram retiró la mano de la de su amigo y la introdujo entre las mangas de sus ropas. La temperatura en el interior de la fortaleza rodeada de hielo descendía gradualmente y cada vez hacía más frío.
—Su plan es destruir las barreras y dejar la magia libre de nuevo por todo el universo —replicó—. Os harán prisioneros y os llevarán a todos de regreso a sus mundos.
—Pero si éste es su objetivo —arguyó Garald, con la extraña sensación de que estaba debatiendo una cuestión en un sueño incoherente—, ¿por qué matan a todos los que encuentran, incluidos los civiles? —Hizo un gesto—. ¡No hacen prisioneros! O, si los hacen —añadió al recordar el comentario de Radisovik—, ¡solamente cogen catalistas!
—¿Es verdad? —Joram pareció sorprenderse, su mirada se posó con rapidez en Garald.
—¡Sí! Vi a los nobles, sus esposas, sus hijos, montados en sus relucientes carruajes, que venían con sus almuerzos y su vino a contemplar un juego. ¡Estas criaturas los asesinaron! —Garald se veía de nuevo dándole la vuelta a aquel cadáver, para encontrarse con la horrible mueca de la calavera—. ¿Es así como luchan en el Más Allá? —exigió furioso—. ¿Se dedican a asesinar a la gente indefensa?
—No —repuso Joram, con aspecto grave y preocupado—. No son salvajes como los centauros. No les gusta matar. Son soldados. Tienen normas para la guerra que se han transmitido durante siglos. No lo comprendo. Querían prisioneros. A menos que… —No continuó.
Garald meneó la cabeza.
—Ayúdame a entenderlo, Joram.
—¡Ojalá pudiera! —Fue un murmullo, pronunciado casi para sí—. Pensé que los conocía. Sin embargo ahora tengo una prueba de que me han engañado. ¿Serán capaces de más…?
Garald lo miró con atención, al oír de nuevo aquella antigua y familiar amargura en la voz de Joram y algo más también: un eco de dolor y pérdida.
—Razón suficiente para que luchemos contra ellos —prosiguió Joram de repente, su voz era fría, como el gélido aliento que despedía la pared de hielo—. Debemos demostrarles que no se apoderarán de este mundo con tanta facilidad como habían imaginado. Debemos provocar su temor de modo que cuando se vayan no quieran regresar jamás.
—Pero ¿qué armas utilizaremos? —preguntó Garald desanimado—. ¿Hielo?
—Hielo, fuego, aire. La magia, amigo mío —respondió Joram—. La Vida, la Vida será nuestra arma… y la Muerte.
Se llevó una mano a la espalda y sacó la Espada Arcana de su funda.
—Han pasado largos años desde que la fabriqué. Sin embargo, a menudo he soñado con aquella noche en la herrería, cuando forjé el metal y Saryon le dio Vida. —Joram hizo girar la espada, estudiándola. Su mano de adulto la sujetaba mejor que la del muchacho, pero seguía siendo pesada y sin gracia, descompensada y difícil de sostener—. ¿Recordáis —preguntó a Garald, esbozando una media sonrisa— el día en que nos conocimos? ¿Cuando os ataqué en el claro? Dijisteis que esta espada era la más fea que habíais visto jamás.
La mirada de Joram se posó sobre el arma que el príncipe llevaba al costado. El sol centelleaba en la empuñadura de reluciente plata labrada bellamente. Pero ni siquiera destellaba, en comparación con el metal batido de la Espada Arcana. Lanzó un suspiro.
—Aunque no conocía la existencia de la Profecía, sabía que con esta espada estaba trayendo al mundo algo diabólico. Saryon también lo intuía, me avisó de que la destruyera antes de que ella me destruyera a mí. Desde entonces he estado pensando sobre ello, y he llegado a la conclusión de que no fui yo quien trajo el mal a este mundo al fabricar esta arma. —Bajó los ojos hacia ella, recorriendo con sus dedos la tosca y deforme empuñadura—. La espada es el mal que hay en el mundo.
—Entonces ¿por qué la conservas? —Garald la miró, estremeciéndose.
—Porque, como cualquier espada, tiene un doble filo —repuso Joram—. Ahora, si Almin quiere, puedo utilizarla para salvarnos. ¿Lucharéis, Alteza?
Con todo, el príncipe vaciló.
—¿Por qué haces esto por nosotros, Joram? Si, como dices, somos nosotros los culpables de lo que está pasando, ¿por qué te preocupas? Después de lo que te hicimos…
—¡Vosotros aseguráis que estoy muerto! —murmuró Joram, repitiendo las últimas palabras que había pronunciado antes de encaminarse hacia el Más Allá—. Pero sois vosotros los que habéis muerto. Es este mundo el que está muerto.
Se quedó mirando la espada que sostenía, oscura y sin atractivo.
—Estuve fuera diez años. Regresé con la esperanza de encontrar este mundo cambiado, con la intención de… —Se detuvo abruptamente, frunciendo el ceño—. Pero eso no importa. No es importante ahora. Basta con decir que regresé para encontrarme con que vosotros —este mundo— no habíais variado lo más mínimo. En un esfuerzo por obtener poder, habíais torturado y atormentado a un ser indefenso. Abandoné mi proyecto, mis esperanzas, y recorrí el país lleno de amargura, viendo por todas partes señales de tiranía, de injusticia.
»Lleno de cólera, decidí regresar al Más Allá, cuando descubrí que, también éste, me había traicionado. —Sus labios se torcieron en un siniestro esbozo de sonrisa—. Al parecer, no tenía ningún mundo al que ir. Estaba dispuesto a abandonaros, a todos vosotros —su triste mirada incluía también a las criaturas de hierro que atacaban la pared de hielo— a vuestro destino, sin que me preocupara en absoluto quién ganara o perdiera.
»Entonces, un hombre muy sensato me recordó algo que había olvidado: “Es más fácil odiar que amar”. —Joram se quedó en silencio, su mirada se dirigió a la reluciente y gélida pared, a los árboles, a las colinas que los rodeaban, al cielo azul, al llameante sol—. Comprendí que este mundo es mi hogar, estas gentes son mi gente y, por lo tanto, no puedo hablar de ellas en segunda persona. Yo digo que vosotros atormentasteis a Saryon, pero debería decir que yo torturé a ese bondadoso hombre. Si no hubiera sido por mi causa, no hubiera sufrido.
Distraídamente, Joram se pasó los dedos por el oscuro y enmarañado pelo.
—Y hay otra razón —añadió, oscurecido su rostro por una indescriptible tristeza—. No pasó ni un solo día durante estos diez años vividos en otro mundo en el que no soñara con la belleza de Merilon.
Dirigió una mirada burlona a Garald.
—Es más fácil odiar que amar. Nunca he hecho nada que fuera fácil. ¿Luchamos por este mundo, Alteza?
—Luchemos —respondió el príncipe—. Y llámame Garald —añadió con una sonrisa forzada—. Aún sigo percibiendo cómo se te atraganta la palabra «Alteza».