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Las uñas de la bruja se hundieron en la carne de Mosiah, más afiladas que las espinas de las mortíferas enredaderas Kij. Lo empujó fuera del Corredor y salió inmediatamente detrás de él, sin soltarle el brazo ni una sola vez. Simkin parecía dispuesto a permanecer en el interior del Corredor, pero una penetrante mirada de la mujer —una mirada tan agudizada como sus uñas— hizo salir al joven a trompicones, mordisqueando todavía con nerviosismo el pedazo de seda naranja.

—¡Podrías utilizarlo para amordazarte, traidor! —le espetó Mosiah.

Simkin lo miró con expresión herida, intentó replicarle, se atragantó y se puso a toser como un loco. Tras escupir el pañuelo naranja, contempló con tristeza aquella masa empapada y la hizo desaparecer en el aire.

—¡Oye! Eso me ofende —comentó malhumorado—. Era un estado de emergencia nacional, y ese tipo de cosas. ¿Qué podía hacer yo? —inquirió con una mirada de impotencia en dirección a la bruja—. Apeló a lo mejor que hay en mí.

—¡Por aquí! —les indicó la bruja, empujando a Mosiah hacia adelante.

El Corredor los había conducido a una gran fortaleza. Era una fortaleza hecha de piedra, y resultaba evidente que había sido construida apresuradamente a partir de una formación natural de roca que había en el centro del Campo de la Gloria. Sus murallas, de tres metros de altura, se extendían sobre el irregular terreno en un tosco círculo. Estaba atestada de gente: Señores de la Guerra, brujas, hacedores de salud y catalistas. Unas «ventanas» moldeadas en la roca permitían que los Señores de la Guerra lanzaran sus hechizos al enemigo. Debido a la altura del techo también podían elevarse en el aire y volver a dejarse caer, utilizando las murallas como protección en lugar de malgastar su propia magia, a la vez que les servían de parapeto contra una invasión de los centauros. Durante la «batalla», esta fortaleza hubiera sido utilizada de la misma forma que se utiliza un castillo de arena para jugar en la playa. Aquel bando que consiguiera ocuparla con éxito conquistaba aquella zona específica del Tablero.

Al mirar los rostros pálidos y de labios apretados de los magos que se amontonaban en el interior, Mosiah comprendió que estaba en juego algo mucho más importante que la victoria: la vida misma.

Mosiah no necesitaba que le dijeran a qué enemigo esperaban enfrentarse. Podía ver perfectamente cómo se elevaban en el aire las columnas de humo; el suelo se estremecía bajo sus pies y, a lo lejos, podía oír aquel débil zumbido.

—Están llegando, ¿verdad? —preguntó, la imagen del castillo de arena presente todavía en su mente… desmoronándose bajo el incesante oleaje—. Me refiero a las criaturas. ¿Qué vais a hacer? —preguntó a la bruja—. ¿Quedaros aquí y morir?

Por primera vez desde que lo había llevado con ella al interior del Corredor, la maga lo miró directamente al rostro.

—Quedarnos aquí y morir o ir a cualquier otro sitio y morir. ¿Qué importa? —continuó en voz baja, dándole la espalda a Mosiah para dirigirse a un brujo vestido con ropas color carmesí que estaba de espaldas a ellos—. Alteza —dijo con voz resuelta—. He encontrado al muchacho, Mosiah.

El aludido estaba hablando con otros Supremos Señores de la Guerra, pero, de todas formas, al oír a la bruja giró sobre sí mismo al instante, y sus rojas vestiduras con sus dorados emblemas centellearon bajo la brillante luz del sol.

En el momento en que vio el rostro del hombre, Mosiah sintió una dolorosa sensación de reconocimiento. No se trataba de que aquel hombre le recordara a Joram, porque no se parecía. El rostro era más delgado, de más edad, más anguloso, pero tenía la misma reluciente cabellera negra, los mismos ojos castaños y transparentes, el mismo porte orgulloso y elegante e, incluso, la misma forma de inclinar la cabeza con arrogancia.

Joram… ¿el hijo del Emperador?

Si Mosiah no había creído a Simkin antes, se rendía ahora ante la evidencia. El aire familiar era demasiado manifiesto para negarlo. Mosiah se encontraba frente al antiguo príncipe Lauryen, ahora Emperador de Merilon. El tío de Joram.

Lauryen sonrió, o mejor dicho, sus delgados labios se expandieron parodiando una sonrisa.

—Veo que me reconoces, muchacho —dijo—. Me reconoces porque me parezco a él, ¿no es así?

Mosiah fue incapaz de articular palabra.

—¡Ha regresado! ¡Lo sé! —Lauryen meneó la cabeza sabiamente, sondeando a Mosiah con sus fríos ojos—. ¡Ha regresado y ha traído con él el fin del mundo! ¿Dónde está? —exigió el Emperador de repente. Extendió la mano y sus dedos, parecidos a garras, se cerraron alrededor del cuello de Mosiah—. ¿Dónde está? ¡Contéstame o por los dioses que te arrancaré las palabras del corazón!

Atemorizado, Mosiah no podía moverse, y si Simkin no hubiera tropezado accidentalmente con el Emperador, a quien estuvo a punto de tirar al suelo, Lauryen hubiera podido muy bien haber llevado a cabo su amenaza.

—¡Cielos! ¿Sois vos, Alteza? Permitidme que os ayude… ¡Vaya! ¡Qué expresión más repugnante! Vuestro rostro se quedará paralizado con ese semblante algún día, ¿sabéis? ¡Suéltame, bruto! —Esto último dirigido a un Duuk–tsarith que había sujetado con fuerza al barbudo joven—. ¡No ha sido culpa mía! El tipo ese de allí —señaló vagamente con la mano— hizo un comentario de lo más sobrecogedor. Aseguró que todos íbamos a morir de una forma horrible. Se apoderó de mí un repentino deseo de huir y confundí a Su Alteza con un Corredor.

—¡Libraos de ese idiota! —Gotas de saliva salpicaron los labios de Lauryen.

—Ya me voy. ¡No necesitáis escupir! —replicó Simkin altanero, al tiempo que hacía aparecer en el aire el pañuelo naranja y se secaba el rostro con él—. Pero, ante todo, no perdáis el tiempo con ese campesino —dirigió una dura mirada a Mosiah—. ¿Por qué no me preguntáis a mí? Yo puedo deciros dónde está Joram. Lo he visto.

Lauryen observó fijamente a Simkin, y la salvaje luz de los ojos de El Dkarn–duuk llameaba con tal intensidad que parecía como si fuera a convertir al joven en cenizas. En aquel momento, una explosión sacudió el recinto, haciendo que casi todos los presentes dirigieran temerosas miradas hacia el norte, excepto el Emperador, que no se movió.

—¿Qué quieres decir con que lo has visto? —exigió Lauryen—. ¿Dónde está?

—Está aquí —respondió Simkin imperturbable.

—¡Estúpido! Ya he aguantado bastantes de… —El Dkarn–duuk hizo un gesto furioso, y Mosiah se quedó paralizado, esperando ver arder en llamas a Simkin.

Al parecer, Simkin esperaba también lo mismo.

—No aquí de aquí —rectificó apresuradamente—. Cerca de aquí. En algún lugar. Yo… uh… ¡Escoged una carta! —añadió de repente, sacando de la nada un juego de cartas del tarot—. Cualquier carta. —Se las tendió al Emperador, cuyos ojos se entrecerraron de forma alarmante—. Bueno, yo lo haré. No os molestéis. —Simkin eligió una—. La Muerte. —Extrajo otra—. La Muerte de nuevo. —Una tercera—. La Muerte por tercera vez. Ése es Joram, ¿lo veis? Un hombre Muerto. Su esposa habla con los muertos y él acompaña al sacerdote muerto.

Lauryen crispó los puños.

—Tenéis razón. Uuun ju… juego estúpido —tartamudeó Simkin, y arrojó todas las cartas al aire. La baraja cayó al suelo, revoloteando a su alrededor como chillonas hojas multicolores. Mosiah las contempló y se dio cuenta de que cada una de las cartas de la baraja representaba la Muerte.

Una neblina producida por el humo flotaba en el aire, el olor a quemado era cada vez más fuerte. El zumbido aumentó de volumen.

—¡Alteza! —llamaron varias voces, y los Supremos Señores de la Guerra empezaron a agruparse a su alrededor, abriéndose paso a codazos, compitiendo por la atención de El Dkarn–duuk.

—Yo me ocuparé de estos jóvenes, Alteza —se ofreció la bruja.

—¡Hazlo rápido! —exclamó Lauryen, con los puños apretados. Su siniestra mirada se posó una vez más sobre Mosiah, y éste continuó sintiendo su presión, incluso después de que el Emperador volviera su atención hacia sus ministros.

—¡Yo no sé nada sobre Joram! —gritó Mosiah desesperado—. Podéis hacerme lo que queráis —continuó, la penetrante mirada de la bruja traspasaba sus ojos y escudriñaba su cerebro—. No lo he visto.

—Pero sabes que ha regresado.

Una nueva explosión sacudió el suelo. Mosiah miró a su alrededor asustado.

—¡No… no lo sé!

—¡Claro que ha regresado! —afirmó Simkin, exasperado—. ¡Yo lo he visto, os lo estoy diciendo! Nadie me cree —continuó, sorbiendo por la nariz, herido en su amor propio—. Y si os pensáis que me voy a quedar aquí para morir en compañía de gente que me considera un embustero, estáis muy equivocados. No, no os disculpéis. Encuentro esto mortalmente aburrido. Aunque me temo que vosotros lo encontraréis únicamente mortal, y, por lo tanto, me voy.

Clavando la mirada en Mosiah, Simkin se echó a llorar de repente.

—¡Adiós, amigo de la infancia! —Le echó los brazos al cuello a su compañero, oprimiéndolo con tanta fuerza que estuvo a punto de asfixiarlo—. Los que vamos a huir a un lugar seguro te saludamos. ¡Ve a tu destino con valentía, hijo mío! ¡Regresa con tu escudo o sobre él! —Simkin levantó la mano, el pañuelo de seda naranja revoloteó con fuerza en el aire—. ¡Todos a nuestros puestos, queridos amigos! —gritó con coraje.

La seda naranja centelleó en el aire y Simkin desapareció.

—Así que dice la verdad. —No era una pregunta. La bruja, que contemplaba con aspecto pensativo y abstraído el lugar donde había estado el joven, evidentemente estaba reflexionando sobre las palabras de Simkin.

—¿La verdad? ¿Simkin? —Mosiah se echó a reír, pero la risa se le heló en la garganta.

Una explosión demoledora golpeó la muralla de la fortaleza y proyectó agudos fragmentos de roca por los aires. La gente se echó a gritar de miedo, de dolor o de las dos cosas.

—¡Ya vienen! ¡Estamos atrapados! —aulló alguien, y todos empezaron a correr de un lado a otro sin rumbo, como ratones dentro de una caja. Los que estaban situados cerca del lugar de la explosión huyeron a la parte trasera de la fortaleza; los que habían estado cerca de la muralla posterior se abalanzaban hacia adelante para ver qué era lo que estaba pasando; los pocos Theldara que había en el recinto se apresuraron a atender a los heridos; los Supremos Señores de la Guerra vociferaban todos al unísono, mientras el emperador Lauryen les gritaba a ellos a su vez.

—¡Eso no puede tratarse de las criaturas! ¡Se hallan aún demasiado lejos!

—¡Además están ciegas…!

—¡No, no lo están! Si yo mismo vi a una…

Todo era ruido y confusión. La bruja había desaparecido, Mosiah no tenía ni idea de adónde, pero le pareció verla durante un instante, sobrevolando la muralla para investigar. De pie en el centro del recinto, asustado y solo, Mosiah maldijo a Simkin por haberlo llevado hasta allí, para luego abandonarlo. Pero lo maldijo con poco entusiasmo.

—Podría encontrarse allí fuera —murmuró, estremeciéndose.

Una nueva explosión sacudió la construcción de piedra. De nuevo, la gente gritó de miedo y de dolor; el caos se generalizó allí dentro.

—¡Atrapados! —exclamaban.

Mosiah sintió que le faltaba el aire. Súbitamente, deseó estar fuera del recinto, en cualquier lugar con tal de no estar aprisionado entre aquellas murallas a la espera de morir.

Mientras miraba frenético a su alrededor, en busca de un lugar por donde huir, los ojos de Mosiah se posaron por casualidad sobre Lauryen, que estaba cerca de él con sus Supremos Señores de la Guerra. Mosiah se detuvo, examinándolo fijamente. Se había producido un cambio en aquel hombre. Mientras exigía saber el paradero de Joram su comportamiento había sido casi el de un loco; sin embargo, ahora Lauryen aparecía tranquilo, su rostro se mostraba pálido pero calmado. Escuchaba a sus ministros, quienes, por lo que Mosiah podía adivinar a través de los retazos de acalorada discusión que le llegaban, discutían sobre cuál constituiría el medio más efectivo de destruir a aquellas criaturas.

—Matan con los ojos, como el basilisco, Alteza —arguyó uno—. Así que podemos utilizar el mismo ataque que usamos con este ser. Uno lo distrae desde el frente y el otro desde la retaguardia le lanza el conjuro de la Muerte Dormida…

—Disculpadme, Alteza, pero es el rayo de luz que sale de los ojos de la criatura lo que mata. Un simple hechizo de Oscuridad y…

—Es un reptil. Es evidente que la criatura es un reptil, Alteza. Tiene escamas como un dragón. Congelad su sangre con un hechizo de Hielo.

«No surtirán efecto —les dijo Mosiah en silencio—. Las he visto. He contemplado esa cabeza que puede volverse en todas direcciones. He visto las placas que las cubren y están hechas de hierro. He visto a los hombres Muertos de piel plateada que sirven a esos monstruos, hombres que pueden matar con la palma de la mano».

Mientras observaba al Emperador, Mosiah percibió de pronto que Lauryen pensaba lo mismo. El Dkarn–duuk escuchaba todos aquellos argumentos pero con un curioso aire de indiferencia, su boca torcida en una mueca irónica y amarga, como si los Señores de la Guerra le resultaran divertidos, sin prestarles atención. Sus ojos estaban apagados, vacíos, indolentes; no reaccionaba ante nada de lo que sucedía a su alrededor. Una explosión cercana que provocó que todos los que estaban cerca de él alzaran rápidamente los brazos para protegerse el rostro, no le produjo el menor efecto. Lauryen ni siquiera parpadeó.

Hubo una nueva explosión, luego otra. Rayos de luz que surgían de los ojos del monstruo penetraban en el recinto alcanzando a sus víctimas con infalible precisión. Parecía no existir ninguna escapatoria a la segura muerte, ningún modo de evitarla. Aquellos que se arrojaban al suelo morían; aquellos que se alzaban por los aires morían. Nadie podía adivinar cuál sería el siguiente blanco de aquella luz mortífera. Los relámpagos luminosos nunca erraban el blanco. Un druida situado cerca de la muralla se desplomó en el más completo silencio, con un agujero en la cabeza. Un Ariel que había estado observando desde el aire se estrelló contra el suelo casi a los pies del muchacho, con las plumas de sus alas en llamas.

Los que vigilaban desde las murallas empezaron a gritar que ya podía verse a las criaturas, mientras que otros anunciaban que se veía a un gigante andando entre ellas. Unos cuantos brujos, a juzgar por los esporádicos relámpagos y llamaradas que se advertían, habían unido al parecer sus fuerzas, en un intento desesperado de detener el avance de los monstruos.

«Debería hacer algo», se dijo Mosiah, pero no tenía ni idea de qué. No tenía ninguna arma, había perdido la ballesta, aunque de todas formas no hubiera servido de mucho. Mosiah sintió que la desesperación se apoderaba de él con su envolvente manto, cubriéndolo por completo y arrebatándole incluso la voluntad de vivir.

—¡Id! —exclamó de repente Lauryen, y Mosiah oyó cómo su desasosiego encontraba eco en la voz del Emperador.

—¡Id! —ordenó Lauryen a sus Supremos Señores de la Guerra, acompañando su mandato con un negligente gesto de la mano—. Lanzad vuestros inútiles hechizos. Morid de la manera que más os divierta.

Estupefactos —a la mayoría los había interrumpido en plena discusión—, los Supremos Señores de la Guerra se tragaron sus palabras y se quedaron mirando a su Emperador con incredulidad. Lauryen les dirigió un nuevo ademán, mientras arrugaba la frente irritado.

Los brujos se volvieron para mirarse entre ellos confundidos y cada vez más asustados, cuando una clara voz de barítono se dejó oír por encima de los gemidos de los moribundos, el ruido de las piedras al partirse y el profundo zumbido de los monstruos que se acercaban.

—¡Emperador Lauryen!

El Emperador se giró, al igual que Mosiah y todos los presentes. El príncipe Garald, el Cardinal Radisovik y un enlutado Señor de la Guerra aparecieron, surgiendo de un Corredor. La presencia del príncipe —su enemigo— provocó un murmullo de desconcierto e interés en los reunidos, calmando, de momento, el pánico. Un pequeño destello de luz brilló tenuemente en la negra desesperación que envolvía a Mosiah y se adelantó a toda prisa junto con los demás, ansioso por escuchar. Los Duuk–tsarith se pusieron en acción al instante para mantener despejada una zona alrededor del Emperador, mientras Lauryen y Garald se enfrentaban calibrándose, rodeados por un círculo cada vez mayor de tensos y cansados rostros.

—¡Así que por fin has venido arrastrándote hasta mí, Príncipe de los Hechiceros! —exclamó Lauryen—. ¿Significa esto que te rindes?

La inesperada pregunta cogió a Garald totalmente desprevenido. Miró perplejo al Emperador.

—¿Tienes alguna idea de lo que viene hacia ti, Lauryen? —preguntó el príncipe en voz baja. Echó una rápida mirada a los que los rodeaban y se acercó aún más al Emperador—. Tenemos que hablar en privado.

Lauryen dio un paso atrás, apartando con gesto arrogante sus ropas para que Garald no las tocara.

—Di lo que tengas que decir, Príncipe de los Demonios, y luego vete.

Mosiah, que se apiñaba con el resto de la gente, vio cómo el rostro de Garald enrojecía de cólera mientras el Cardinal intentaba contenerlo, sujetándolo por el brazo.

—Muy bien —contestó Garald, apretó los labios con resignación, y el silencio se abatió sobre los presentes, roto tan sólo por el estallido de las rocas al hacerse pedazos y los gritos de los heridos—. He pedido hablar contigo a solas, Lauryen, porque no quería provocar una estampida.

Tras mirar en derredor, Garald continuó en tono preocupado:

—Tu gente está perfectamente bien entrenada. ¡Tienes que evacuar esta posición, Emperador, y debes hacerlo ahora!

Lauryen sacudió la cabeza.

—Esto es culpa tuya, ¿sabes? —dijo dulcemente. Cruzó los brazos sobre el pecho y miró al príncipe con ojos apagados y fríos—. Le temías, y lo dejaste marchar.

—¿Dejé marchar a quién? ¿De qué estás hablando? —preguntó Garald, aparentemente confuso, aunque resultaba evidente para Mosiah que el príncipe sabía exactamente a quién se refería Lauryen.

—Joram, desde luego. Ahora pagamos tu error.

—¡Joram! ¿Te has vuelto loco? ¡Joram está muerto!

Mosiah percibió el ligero temblor en la voz de Garald al pronunciar aquellas últimas palabras, y sin duda también lo hizo El Dkarn–duuk, ya que sonrió con amargura y se dio la vuelta tras encogerse de hombros.

Exasperado por la indiferencia de aquel hombre, Garald lanzó una furiosa mirada a la espalda del brujo llena de frustración. El suelo se estremecía. Cada pocos minutos moría alguien más en el recinto, a medida que los mortíferos ojos de los monstruos atravesaban a una nueva víctima. El príncipe indicó en dirección norte.

—¡Lauryen, escucha! ¡Hay veinte o treinta de estos monstruos que se dirigen hacia aquí! ¡No tienes la menor posibilidad! ¡Tienes que sacar a tu gente de aquí!

Los magos se miraron los unos a los otros. Mosiah aspiró con fuerza mientras intentaba visualizar a treinta de aquellas criaturas de hierro.

—¡No puedes luchar contra ellas! —gritó Garald, y la muchedumbre repitió sus palabras.

—¡No podemos luchar contra ellas! ¡Tenemos que huir!

—¡Abrid los Corredores!

El pánico que Garald había temido empezó a cundir, alimentado por las centelleantes llamas de luz asesina. Mosiah, al igual que todos los demás, tenía una sola idea coherente: ¡Huir! Cuando un Corredor se abrió a su lado se abalanzó hacia él, apartando con furia a cualquiera que le impidiese el paso. Los magos luchaban entre ellos, locos de miedo, mientras intentaban como fuese alcanzar la seguridad de los Corredores, en los que sólo unos pocos podían entrar cada vez.

Un grito furioso se elevó por encima del clamor.

—¡Deteneos! —aulló Lauryen colérico—. ¡Sellad los Corredores, Thon–li! ¿Me oís? ¡Os ordeno que selléis los Corredores! ¡Nadie debe irse!

Mosiah tuvo una fugaz visión de varios catalistas de rostro pálido que sacaban la cabeza desde el interior de los Corredores mágicos. Con los ojos muy abiertos y asustados, los Thon–li obedecieron inmediatamente al Emperador, y los Corredores se cerraron de golpe, abandonando a la gente en medio del recinto, gimiendo frenética; algunos, incluso, escarbaban en el aire con los dedos, en un intento de obligar a los Corredores a abrirse de nuevo; otros se quedaron paralizados, espantados.

—¡Estás loco, Lauryen! —exclamó Garald. Se soltó de las manos del Cardinal que lo contenían y se abalanzó hacia el Emperador, aunque nadie supo, quizá ni siquiera el mismo príncipe, si lo hacía con la intención de hacerlo entrar en razón por la fuerza o de quitarle la vida.

Lauryen, que lo observaba con una mueca burlona, levantó una mano, y Garald fue a estrellarse contra una pared de hielo. Aturdido, el príncipe retrocedió tambaleante, mientras el Cardinal se apresuraba a acudir en su ayuda.

—¿Por qué corréis, idiotas? —gritó Lauryen, y su voz, amplificada mediante la magia, se elevó por encima del caos—. ¿Por qué posponerlo? Muramos rápidamente, aquí y ahora. ¡Esto es el fin del mundo! —Extendió los brazos cubiertos por las rojas vestiduras y giró lentamente sobre sí mismo en el interior de la fría y reluciente barrera que lo circundaba. Sus ojos se alzaron hacia el cielo—. ¡La Profecía se ha cumplido!

—No, tío —respondió una voz—. La Profecía no se ha cumplido. He venido a detenerla.