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Se arrastraban por la superficie de la tierra, en apariencia ciegos como topos, dejando tras ellos muerte y desolación. Aniquilaban todo a su paso. Garald observaba, aturdido y horrorizado, mientras las cabezas de aquellas criaturas giraban a un lado y a otro, y allí donde la cabeza dirigía su vista aparecía la muerte con la velocidad del rayo.

Se movían de forma coordinada y decidida. Veinte o más de aquellos monstruos convergían en aquellos momentos desde diferentes posiciones situadas al norte, y, una vez reunidos, empezaron a moverse en línea recta, separados unos de otros por unos diez metros de distancia. Detrás de las horribles criaturas se movían cientos de seres humanos. Al menos a Garald le pareció así ya que tenían piernas, brazos y cabezas, y andaban erguidos, aunque su cuerpo era metálico. Podía verlo brillar bajo el sol y eso le trajo a la memoria el cadáver que yacía entre los árboles.

Por lo menos se los puede matar, fue su primer pensamiento. El segundo, y mucho más aterrador, se centró en el descubrimiento de que el enemigo —las criaturas y los extraños seres humanos— se movían en una sola dirección: hacia el sur. Apartó la mirada de ellos con supremo esfuerzo y miró más allá, en el sentido que seguían. Se veían las nubes de tormenta que señalaban sus líneas, y, mentalmente, vio a sus Supremos Señores de la Guerra, brujos y brujas, allí de pie, ignorantes, aguardando a que la muerte cayera sobre ellos. Recordó el carruaje que ahora yacía sobre el suelo hecho pedazos, y pensó en los numerosos espectadores, con sus cestos de mimbre llenos de fruta y bebida. Naturalmente la tormenta habría impulsado a más de uno a marcharse, pero lo más probable era que se hubieran trasladado a los límites del Campo de la Gloria, donde el tiempo era seco. Algunos, quizá, podrían estar viajando en aquella dirección en la que sin duda veían brillar el sol…

—¡Milord! —Uno de los Duuk–tsarith le tocó el brazo, algo que Garald no recordaba que hubiera ocurrido jamás, y una señal segura de que estos disciplinados Señores de la Guerra estaban totalmente trastornados. El príncipe descendió la mirada y la dirigió al lugar que indicaba el brujo, situado varios kilómetros más allá, frente a ellos.

A una formación natural de rocas se la había moldeado de manera precipitada para darle la forma de una tosca fortaleza de piedra. En su interior, el príncipe pudo ver figuras en movimiento, cuyas ropas de colores rojos y negros las señalaban como brujos y brujas. Los diferentes tonos de su vestimenta indicaban de qué lado habían luchado antes de que aquella nueva amenaza los uniera. Mientras Garald observaba, descubrió una figura de color carmesí que paseaba a grandes zancadas por el recinto, agitando el brazo, evidentemente dando órdenes, aunque desde aquella distancia no podía oírse lo que decía.

—Lauryen —murmuró Garald.

—¡Milord, están justo en la trayectoria de esos artilugios! —exclamó el Duuk–tsarith, y la tirantez de su voz manifestó lo difícil que le resultaba mantener el control.

¿Sabía eso Lauryen? ¿Sabía que las criaturas iban hacia allá y pensaba plantarles cara? ¿O simplemente se había refugiado en aquel lugar, ignorante de la poderosa fuerza que se agrupaba para atacarlo?

¿Y qué eran aquellos seres de hierro? Aquellos hombres de hierro, se preguntó Garald, volviendo la mirada hacia ellos, terriblemente fascinado, ¿de dónde venían? ¿Era posible que otra ciudad–estado de Thimhallan hubiera obtenido de alguna forma inexplicable conocimientos y poder suficientes para crear aquellas máquinas mortíferas? No. Garald rechazó esa idea; un acontecimiento así no hubiera podido mantenerse en secreto. Además, la invención de aquellos monstruos debía de haber sido la obra de Hechiceros cuya ciencia estaba más allá de cualquier idea que los antiguos hubieran podido imaginar.

Sin embargo, existía aún otro interrogante. ¿Por qué no habían aparecido en el Tablero de Juego? ¿Cómo no los había visto?

La respuesta estaba allí mismo, era tan evidente que se dio cuenta de que la había conocido siempre, lo había sabido desde el principio.

Estaban Muertos. Todos ellos, las criaturas de hierro, los extraños humanos de cuerpo metálico. Muertos.

El Duuk–tsarith volvía a tocarle el brazo.

—Alteza, Cardinal Radisovik, el gigante… ¿Cuáles son vuestras órdenes?

Garald apartó la mirada de los monstruos, luego dirigió una última ojeada a la fortaleza de piedra del Emperador Lauryen y se dio la vuelta. Al girarse observó cómo una de las criaturas se detenía ante una roca de enormes proporciones que le bloqueaba el paso. Un rayo de luz surgió de su ojo y la roca se hizo mil pedazos.

Así acabaría también la improvisada atalaya.

Garald empezó a moverse con rapidez. Su mente, a la que ya no atormentaban vagos temores, empezó a funcionar.

—Vamos a ir a avisar a Lauryen —anunció—, para que retroceda. No puede enfrentarse a esas máquinas con tan pocos hombres. Y necesitaré que se lleven mensajes a nuestras líneas.

Hablando consigo mismo, revoloteó rápidamente por el aire para regresar junto al gigante, de quien se había olvidado, igual que del Cardinal y de casi todo lo demás a causa de la sensación de parálisis que le había embargado ante aquella primera visión de las criaturas.

Radisovik lo esperaba de pie en el suelo, tras haber descendido con la ayuda del Duuk–tsarith. El brujo apenas si podía controlar ahora al enfurecido ser, y Garald sintió remordimientos al darse cuenta de que Radisovik había estado sin duda en peligro y de que él, su príncipe, había dejado que aquel débil catalista se las arreglara como pudiera. No obstante, aquel sentimiento se desvaneció con rapidez, aplastado por la urgente necesidad de ponerse en acción.

—¿Habéis visto? —preguntó Garald a su Cardinal con expresión ceñuda cuando llegó al pedazo de hierba calcinada sobre la que permanecían Radisovik y el gigante.

—Lo he visto —replicó el Cardinal, pálido y conmocionado—. ¡Que Almin se apiade de nosotros!

—¡Ojalá sea así! —murmuró Garald con un matiz sarcástico que arrancó una mirada de inquietud al sacerdote. Pero no había tiempo que perder preocupándose por la fe o por su ausencia.

Garald hizo una señal al Duuk–tsarith que lo había acompañado —el otro Señor de la Guerra intentaba entretanto mantener al gigante bajo control— y empezó a dar instrucciones.

—Tú y el Cardinal Radisovik entrad en los Corredores…

—¡Mi señor! Creo que debería permanecer… —interrumpió el Cardinal.

—… y regresad a mi cuartel general —continuó Garald imperturbable, sin tener en cuenta las objeciones del Cardinal—. Utilizad los medios que sean necesarios pero sacad de la zona a la población. Llevadlos todos a… —vaciló y continuó luego con una mueca— incluso a nuestra gente, a Merilon. Es la ciudad más cercana y su cúpula mágica le ofrece una gran protección. Me gustaría saber a quién ha dejado el mando Lauryen —murmuró—. Lo más probable es que haya enviado al Patriarca Vanya de regreso. Bueno, no se puede hacer nada. Cardinal Radisovik, debéis ir a ver al Patriarca. Explicadle lo que está sucediendo y…

—¡Garald! —exclamó el catalista con voz severa, frunciendo el ceño de una forma que el príncipe no le había visto hacer desde que era un muchacho y se le había atrapado cometiendo una fechoría—. ¡Insisto en que me escuchéis!

—¡Cardinal, no es por vuestra propia seguridad que os envío de regreso! Necesito que habléis con su Divinidad… —empezó a decir Garald impaciente.

—Mi señor —lo interrumpió Radisovik—, ¡no hay ningún cadáver de catalista!

Garald se quedó mirando al sacerdote sin comprender.

—¿Qué?

—¡Ni en el terreno que rodea el Tablero de Juego, ni en las zonas del Campo de la Gloria que hemos atravesado… —Radisovik agitó la mano— hay un solo cuerpo de catalista, milord! Vos sabéis tan bien como yo que éstos jamás abandonarían a sus señores a la muerte, ni dejarían sus cadáveres sin antes haber celebrado los Últimos Ritos. Sin embargo, ninguno de los muertos que hemos abandonado había recibido los ritos. ¿Dónde están sus cuerpos si es que los catalistas están muertos? ¿Qué les ha sucedido?

Garald no tenía una respuesta. De todas las cosas extrañas que había visto, aquélla parecía la más singular. Era inexplicable, absurdo. Y sin embargo, ¿qué era lo que tenía sentido? Criaturas de hierro que destruían todo lo que se cruzaba en su camino, que mataban sin motivo. Que aniquilaban todo excepto a los catalistas.

—Por lo tanto, debo insistir, milord —continuó Radisovik con voz fría y solemne—, para que, como a miembro de la alta jerarquía de la Iglesia, se me permita quedarme y hacer lo que pueda para resolver este misterio y descubrir qué ha pasado con mis hermanos.

—Muy bien —repuso Garald confundido, mientras intentaba recuperar el hilo de sus pensamientos. Se volvió entonces hacia el Duuk–tsarith—. Tú… tú se lo explicarás a Vanya. Merilon necesita ser fortificada. Enviad mensajeros, los Ariels, a los poblados agrícolas y empezad a transportar a la gente a la seguridad de la cúpula de la ciudad. Ponte en contacto con miembros de tu Orden en otras ciudades y averigua si están siendo atacados.

El Duuk–tsarith asintió en silencio, las manos cruzadas frente a él como convenía, una vez más disciplinado y dueño de sí mismo. A lo mejor, al igual que Garald, el Señor de la Guerra se sentía mejor ahora que tenía una misión.

—Los Supremos Señores de la Guerra deberán permanecer en sus puestos hasta el último momento. Voy a intentar convencer a Lauryen de que se retire, de que retroceda hasta nuestras líneas. Debes enviar un mensaje a mi padre. Explícale lo sucedido y que Sharakan debe prepararse para resistir también ella un ataque, aunque ¿cómo podrán defenderse contra esas cosas…? —Su voz se quebró y Garald carraspeó, aclarándose la garganta, mientras sacudía la cabeza enojado—. ¿Has oído las órdenes? ¿Las has comprendido? —preguntó con voz ronca.

—Sí, milord.

—Entonces vete. Pero primero dile a tu compañero que deje suelto al gigante.

—Sí, milord.

Fueron imaginaciones de Garald, o realmente vio aparecer una fugaz sonrisa sobre aquel rostro pálido, apenas visible en las profundidades de la capucha.

—Eso debería facilitarme el margen de tiempo que necesito —murmuró el príncipe mientras observaba cómo el Señor de la Guerra se elevaba por los aires hasta su compañero, que mantenía al gigante bajo su poder. Al poco observó cómo la encapuchada cabeza del otro se movía en señal de asentimiento—. Será mejor que abráis un Corredor, Radisovik. Cuando el conjuro que retiene al gigante desaparezca, tendremos que salir de aquí a toda velocidad.

Un Corredor se abrió ante ellos al instante. El primer Duuk–tsarith había desaparecido ya, llevando las órdenes del príncipe; el segundo, con una palabra, hizo desaparecer su control sobre el gigante, el cual, con un ensordecedor grito de rabia, empezó a moverse de un lado a otro, presa de una furia incontrolada e indiscriminada, mientras sus pies derribaban árboles y hacían retumbar el suelo. El príncipe y el Cardinal se precipitaron al interior del Corredor, aguardando únicamente a que el Duuk–tsarith se uniera a ellos para cerrar aquella mágica puerta e iniciar el viaje.

—Puede que tarden un poco, pero las criaturas de hierro acabarán matando a ese infeliz gigante. Lo sabéis, ¿no es así, Garald? —inquirió Radisovik despacio.

—Sí —respondió Garald, pensando en la roca que había visto desintegrarse literalmente ante sus ojos. Aquella idea hacía que se sintiera mal y lo llenaba de ira, pese a que no conocía muy bien el motivo. Aunque jamás había cazado gigantes por diversión, como hacían muchos miembros de la nobleza, nunca le había preocupado, hasta ahora, si vivían o morían.

Ahora sí se preocupaba, se preocupaba muchísimo. Se preocupaba por el gigante, por aquella madre, por su bebé, por los Sif–Hanar que yacían bajo el Tablero de Juego, por los árboles arrancados, por los pastos quemados… Se preocupaba incluso por Lauryen, su enemigo, que estaba en el camino de aquellas creaciones mortíferas.

De forma espontánea, sin quererlo, le vinieron a la mente las palabras de la Profecía:

«Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo…»

El mundo del gigante, el mundo de aquel bebé.

Su mundo.