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Todo estaba muy tranquilo.

Garald, al salir con cuidado del Corredor, se preguntó por un instante si los Thon–li —que se encontraban en un lamentable estado de confusión— no habrían cometido un error y lo habrían enviado a algún distante y apacible lugar del mundo. Pero el príncipe tardó sólo un momento en comprender que había llegado a su destino, y que aquella calma no correspondía a la tranquilidad de la paz.

Era el antecedente de la muerte.

El Corredor se cerró apresuradamente a la espalda de Garald. De una forma vaga advirtió que el Cardinal Radisovik se cubría los ojos con la mano y murmuraba una oración con voz entrecortada. También percibió que su guardia personal, los Duuk–tsarith, educados desde la infancia en la disciplina del silencio, lanzaban ahogadas exclamaciones de consternación y cólera. Garald era consciente de todo esto y, sin embargo, nada de ello lo afectaba. Era como si estuviera solo en aquel mundo y, paseando la mirada por él, lo viera por primera vez.

El sol brillaba con fuerza, en sorprendente contraste con el tiempo tempestuoso que acababan de abandonar. Al fulgurar poderosamente en el cielo azul pizarra, el dorado astro resplandecía como si intentara cubrir toda evidencia de los horrores que había presenciado. Garald pudo ver, al sur, las nubes de tormenta que se aproximaban veloces en aquella dirección. Según todas las reglas de la guerra, aquel ataque climático por parte de los Sif–Hanar de Sharakan debiera haber impulsado a Lauryen a ordenar a sus Sif–Hanar que contraatacaran, lo que hubiera significado una descomunal batalla de rayos y truenos en el cielo. Pero esto no había sucedido. El sol brillaba y el día resultaba espléndido por un evidente motivo: los Sif–Hanar de Merilon yacían muertos bajo su Tablero de Juego, sus cuerpos mezclados con otros muchos caídos sobre la chamuscada y ennegrecida hierba.

El Tablero había sido destruido, partido en dos. Labrado en piedra maciza, copia exacta del utilizado por el príncipe Garald, una de sus mitades reposaba en un ángulo imposible, apuntalado por los cuerpos que tenía debajo; la otra mitad descansaba sobre el suelo. Garald se quedó mirándolo, sin poder imaginar qué terrible golpe había conseguido romper la mágica piedra.

Lentamente, Garald se acercó al Tablero, mientras observaba en derredor, cauteloso. Se arrodilló junto a él y pasó los dedos por su pulida superficie, fría al tacto. Al igual que la piedra, la magia del Tablero se había roto; ningún dragón en miniatura lanzaba al aire su llameante aliento desde su superficie, ningún pequeño gigante se movía pesadamente sobre ella, no había diminutos brujos ni brujas que lucharan contra sus enemigos en encantadas batallas. El Tablero de Juego de Merilon estaba tan vacío y muerto como los ojos de los cuerpos que se amontonaban bajo él.

Garald alzó los ojos y contempló el auténtico campo de batalla cubierto de cadáveres. Y se sintió incapaz de contar el número de muertos. El Cardinal Radisovik pasaba entre ellos, su roja túnica arremolinándose a su alrededor a causa del viento que anunciaba la inminente llegada de la tormenta, una brisa helada que barría el Campo de la Gloria, absorbiendo el calor del sol y devolviéndolo en forma de gélido aliento.

—Si estáis buscando a aquellos que aún podrían estar vivos, Radisovik, estáis perdiendo el tiempo —empezó a recomendar el príncipe Garald al catalista—. No hay nada vivo aquí… Nada.

No fue hasta después de haber estado contemplando a Radisovik durante algunos instantes —instantes que a Garald le parecieron que literalmente podía ver y tocar mientras pasaban junto a él— que el príncipe comprendió que el Cardinal no buscaba a los vivos, sino que otorgaba a los muertos los últimos ritos.

Los muertos. Garald dirigió la mirada al iluminado prado que se extendía frente a él. Antes llano y bien cuidado, su verde hierba había sido arrancada y destrozada por una fuerza poderosa, ennegrecida y quemada como si el mismo sol se hubiera posado sobre ella para rozarla con sus rayos. Los muertos yacían por todo el campo, sus cuerpos en diferentes poses y actitudes, según hubiera sido la forma en que habían caído. Sin embargo, en cada rostro había quedado grabada la misma expresión: miedo, horror, terror.

De repente, Garald empezó a gritar encolerizado. Avanzó dando traspiés por la hierba, resbaló y cayó en un charco de sangre; los Duuk–tsarith aparecieron junto a él al momento, lo ayudaron a incorporarse y le recomendaron que tuviera cuidado, ya que el peligro podía seguir allí. Garald se soltó de ellos y, haciendo caso omiso de sus palabras, corrió hacia donde estaba Radisovik, que murmuraba una plegaria sobre el cadáver de una joven vestida con negros ropajes. Agarró al Cardinal por el brazo y lo obligó a ponerse en pie.

—¡Mirad! —exclamó el príncipe con voz quebrada, señalando con la mano—. ¡Mirad!

—Lo sé, mi señor —respondió Radisovik con suavidad, su rostro estaba tan alterado y envejecido por la angustia y el dolor que Garald casi no lo reconoció—. Lo sé —repitió.

Uno de los caprichosos carruajes que pertenecían a las clases acomodadas de Merilon se había estrellado contra el suelo, sus carbonizados y humeantes restos se esparcían por una extensa zona. El tiro de golondrinas mágicas que lo habían arrastrado aparecía muerto cerca de allí; las aves estaban aún unidas entre ellas por hilos de oro, el olor a plumas quemadas flotaba todavía en el aire.

Un fugaz revoloteo de seda azul llamó la atención de Garald. Éste ignoró las protestas de Radisovik, y se acercó rápidamente al carruaje. Tomó con fuerza un pedazo de madera humeante que debía de haber sido la portezuela y la arrojó a un lado; enterrada bajo ella había una joven mujer, que rodeaba a un niño entre sus brazos quemados y rotos como si hubiera intentado, en sus últimos instantes de vida, proteger al bebé de la muerte con su propio cuerpo. Su desesperado intento no había tenido éxito: la criatura reposaba fláccida y sin vida entre los brazos de su madre.

Cerca de la mujer descubrió el cuerpo de un hombre, caído boca abajo entre los escombros. Por el estilo de su vestido y la elegancia de sus ropas, Garald juzgó que debía de tratarse del propietario de la carroza, un noble de Merilon. Con la vana esperanza de encontrar alguna chispa de vida, Garald le dio la vuelta.

—¡Dios mío! —El príncipe retrocedió horrorizado.

La boca torcida y las cuencas vacías de un esqueleto carbonizado lo contemplaban. Las ropas, la piel, la carne, los músculos —toda la parte frontal del cuerpo de aquel hombre—, todo había quedado consumido.

El mundo giró sobre sí mismo, el sol cayó del cielo y la tierra se escapó de debajo de los pies de Garald. Unas fuertes manos lo agarraron, sujetándolo con fuerza. Notó cómo lo depositaban sobre el suelo y oyó la voz de Radisovik como si surgiera desde la misma lejanía de los vientos, desde algún sitio muy distante…

—Un Theldara…, traed a uno rápido.

—No —consiguió gruñir Garald. Percibía su garganta hinchada, hablar le resultaba doloroso—. No. Estoy bien. ¡Ha sido… ese pobre hombre! Qué diantre puede haber sido capaz de…

Criaturas de hierro.

—¡Estoy… bien! —Garald rechazó las manos de su ministro y se sentó en el suelo con un visible esfuerzo. Luego hundió la cabeza entre las rodillas y aspiró profundamente el frío aire que empezaba a envolverlos. Se regañó a sí mismo con dureza, utilizando el dolor que le producían sus acerbas críticas para borrar de su mente los horrores que había visto. ¿Qué clase de gobernante era él? Cuando más desesperadamente lo necesitaba su gente, se había dejado dominar por la debilidad. Este hombre de mediana edad que estaba a su lado (un catalista) tenía más fortaleza que él, un príncipe del reino.

Garald sacudió la cabeza, en un intento de reordenar sus caóticos pensamientos. Debía decidir qué hacer. ¡Dios! ¿Es que existía algo que pudiera hacer? Muy a su pesar, su mirada volvió a posarse con horrorizada fascinación en el cuerpo del noble. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo y giró el rostro con rapidez, pero entonces se detuvo y, con los dientes bien apretados, se obligó a contemplar durante un buen rato aquel espantoso espectáculo. Tal como esperaba, esto despertó la ira en su interior y utilizó aquella cólera para calentar la sangre que el miedo había helado en sus venas.

—Garald —dijo Radisovik, arrodillándose a su lado—. El Emperador Lauryen no está entre los muertos, ni tampoco sus Supremos Señores de la Guerra. Me parece que vuestra idea original era llegar hasta él. ¿Aún queréis hacerlo?

—Sí —contestó Garald, agradecido al catalista por la discreta forma en que lo ayudaba a superar aquel fugaz desmoronamiento interior. Al oír cómo su voz se quebraba, tragó saliva en un intento de humedecer la dolorida garganta—. Sí —repitió con voz más firme. Se llevó la mano a la frente y volvió a ver una imagen de su propio Tablero de Juego. De nuevo tenía ante sus ojos aquel pequeño foco de resistencia que habían tomado por el cuartel general de Lauryen—. Están… más al este.

—Sí, Alteza —afirmó Radisovik—. Al este.

El tono forzado y tenso con que había hablado el Cardinal hizo que el príncipe Garald levantara bruscamente la cabeza. Los ojos del Cardinal se volvían en aquella dirección, donde una columna de humo empezaba a elevarse por entre los árboles.

—¿Será necesario utilizar un Corredor, milord? —preguntó el Cardinal, ofreciendo una vez más consejo sin que pareciera que lo hacía—. Podría resultar peligroso…

—Sin duda —respondió Garald. Ahora pensaba con rapidez, la cólera y la necesidad de actuar le conferían fuerzas. Se puso en pie sin permitir que le ayudaran a hacerlo y empezó a caminar con paso firme y seguro de regreso al destrozado Tablero de Juego—. Fuimos muy imprudentes al utilizar el Corredor la primera vez. Podríamos haber emergido justo en medio de… de esto —la voz se le quebró y apretó los dientes— desprevenidos, indefensos. Sin embargo no tenemos otro medio…

Se detuvo, haciendo un intento por examinar la situación fría y lógicamente.

—Creo que deberíamos… —empezó a decir Garald, pero uno de los Duuk–tsarith lo interrumpió, haciéndolo callar con un veloz gesto. Su compañero pronunció una palabra y al instante un escudo mágico rodeó al príncipe y al Cardinal; los enlutados Señores de la Guerra se elevaron inmediatamente en el aire, uno guardando el frente y el otro la retaguardia.

Envuelto por aquella fuerza mágica, Garald se esforzó por atender a lo que habían captado los finos oídos de sus Señores de la Guerra. Por fin lo sintió, más que lo oyó; un estremecimiento del suelo, como si un enorme y pesado objeto se moviera cerca de allí.

Criaturas de hierro.

Como la mayoría de los mortales, Garald había pensado en la muerte. Había tratado de ella como un concepto filosófico, especulando sobre la otra vida con sus tutores y con el Cardinal. Cuando se enteró de la muerte de Joram, Garald se preguntó muy seriamente si él poseía el valor necesario para adentrarse entre aquellas cambiantes brumas. Pero, nunca hasta aquel momento, había sentido a la muerte cerca de él. Nunca la había visto bajo aquella apariencia tan espantosa y repugnante.

Vio el terror que reflejaban los rostros de los cadáveres, vio la expresión de dolor que ni siquiera la paz que ella otorgaba podía borrar de sus rasgos, y el miedo se apoderó de él, agarrotándole el estómago, haciendo que las piernas se le doblaran.

Oyó cómo el Cardinal musitaba una oración y envidió su fe. El príncipe se había considerado siempre un hombre sincero en sus creencias, pero ahora comprobó que sólo habían sido palabras. ¿Dónde estaba Almin? Garald no lo sabía, pero la verdad era que dudaba de que estuviera allí.

El movimiento del suelo era cada vez más pronunciado, y Garald oía ya un golpeteo sordo. El estómago se le revolvió, y pensó que el pánico lo haría vomitar. Lo vio con toda claridad: el príncipe de Sharakan vomitando en el Campo de la Gloria.

Podía oírlo incluso pasando de generación en generación en forma de leyenda o en canciones populares y se echó a reír bruscamente, con una risa aguda que provocó una mirada de preocupación en los ojos del Cardinal.

«Cree que estoy histérico», pensó Garald, al tiempo que lanzaba un suspiro estremecido. Al instante la sensación de náusea disminuyó, el miedo empezó a desvanecerse, dejando de amenazar con apoderarse de su voluntad. «Así que esto es lo que llamamos valor», se dijo con siniestro regocijo. «Pendientes hasta el último momento de cómo nos juzgarán los demás».

El ruido sordo se percibía cada vez más fuerte y claro. Un movimiento delante de ellos llamó la atención de Garald y éste apretó con fuerza el brazo de Radisovik, mientras señalaba con la otra mano y dejaba escapar un sincero suspiro de alivio.

Por encima del borde de una colina apareció la parte superior de una cabeza enorme. Unos hombros corpulentos se dibujaron debajo de la cabeza; un cuerpo enorme envuelto en pieles de animales surgió ante ellos, impulsado hacia adelante por dos gruesas piernas.

—¡Un gigante! —murmuró Radisovik, dando gracias a Almin.

Pero este agradecimiento podría haber sido prematuro. Aunque no se trataba del monstruo que habían temido, los Duuk–tsarith mantuvieron el escudo mágico alrededor del príncipe, ya que los gigantes, pese a comportarse normalmente como seres pacíficos, eran de conducta imprevisible. Este gigante en particular parecía lastimado y aturdido y, cuando se aproximó más, Garald observó que había sido herido, pues se sujetaba el brazo izquierdo y había huellas de lágrimas en su mugriento rostro.

Un gigante herido resultaba aún más peligroso, y uno de los Duuk–tsarith se adelantó para colocarse justo entre el gigante y el príncipe. El otro guardia se volvió hacia Garald, tras intercambiar unas palabras con su compañero.

—Mi señor —dijo el Duuk–tsarith—, esto podría constituir un medio de transporte ideal para llegar hasta donde se halla el emperador Lauryen.

Sorprendido por la sugerencia y empezando a recuperarse de su miedo, Garald se quedó mirando en un principio al enlutado Señor de la Guerra sin comprender, incapaz de pensar con la coherencia suficiente para tomar una decisión. Sin embargo, el hombre seguía mirándolo expectante y Garald empezó a hurgar en su paralizada mente para obligarla a funcionar de nuevo.

Tenía que admitirlo, parecía una buena idea. El gigante, con su enorme fuerza y sus grandes zancadas, podía conducirlos al lugar donde Lauryen luchaba contra aquel enemigo desconocido. No sólo podía transportarlos allí con más rapidez que si iban volando, sino que también podrían Ver, desde la elevada posición que les brindaban sus fornidos hombros, todo lo que estaba sucediendo mucho antes de que llegaran al lugar, y, por si esto fuera poco, resultaría un valioso aliado en caso de ataque, una vez estuviera bajo el control de los Duuk–tsarith.

—Una idea excelente —dijo Garald por fin—. Proceded como debáis.

Pero el Duuk–tsarith ya se había puesto en acción. Dejó a su compañero encargado de la protección del príncipe y del Cardinal y, a pesar de que no tenía más que una décima parte del tamaño del gigante, se elevó por el aire y se acercó a aquel ser mutado. El gigante lo observó con desconfianza, pero no pareció abiertamente hostil.

—Así que no fue un Señor de la Guerra el que lo atacó y lo hirió —reflexionó Garald en voz alta—. Si hubiera sido así, el gigante hubiera empezado a repartir golpes o hubiera huido aterrorizado.

—Creo que estáis en lo cierto, milord —corroboró Radisovik—. Probablemente a este gigante lo adiestraron para la batalla los Señores de la Guerra y todavía sigue confiando en ellos. Alguna otra persona, o alguna otra cosa, debe de haberlo lastimado.

El Señor de la Guerra dirigió unas tranquilizadoras palabras al gigante, de la misma forma que un padre consuela al niño que se ha hecho daño, ofreciendo curarle el brazo lastimado. El colosal ser se acercó de buena gana al brujo, llorando a raudales al sentirse objeto de atención, y le mostró el brazo, farfullando palabras incoherentes. Al ver la ardiente quemadura que cubría aquella enorme extremidad, Garald intentó de nuevo imaginar qué fuerza existía en aquel mundo que pudiera haber ocasionado tal lesión.

El mismo poder que podía romper una gruesa piedra en dos mitades, que podía hacer caer un carruaje del cielo y calcinar la carne del cuerpo de un hombre…

Criaturas de hierro.

El Duuk–tsarith movió una mano e hizo aparecer un ungüento sobre el brazo del gigante, que se extendió sobre éste con un efecto calmante a juzgar por la sonrisa que apareció en aquel rostro lloroso. Tras conjurar una pieza de ropa, el Señor de la Guerra envolvió luego deprisa la quemadura con un vendaje, acción destinada más bien a colmar la afición que aquellas infantiles criaturas sentían por aquel tipo de adornos que porque fuera a resultar particularmente útil para curar la herida. Una vez terminada su tarea, el Señor de la Guerra hizo un gesto en el aire, por encima de la frente del gigante, y luego regresó hacia ellos volando para informar.

—He colocado un hechizo hipnótico sobre el gigante —comunicó el Duuk–tsarith mientras su compañero retiraba el escudo mágico que rodeaba al príncipe y al Cardinal—. He convencido a ese ser que tiene que dar caza a lo que lo ha herido. Puesto que el conjuro está de acuerdo con las inclinaciones naturales del gigante, no creo que tengamos ningún problema.

—Excelente —replicó Garald. Su mirada se dirigió hacia el este, donde las columnas de humo eran cada vez más grandes, espesas y numerosas—. Debemos apresurarnos.

—Desde luego, milord. —El Señor de la Guerra pronunció una serie de palabras y utilizó su magia para hacer que Garald y el Cardinal se elevaran en el aire y colocarlos luego con cuidado sobre las anchas espaldas del gigante.

Garald se acomodó lo mejor que pudo, mientras arrugaba la nariz ante el olor que despedía el cuerpo sin lavar y cubierto de pieles del gigante. Éste demostró una intensa curiosidad por sus jinetes, y hubo un pequeño retraso mientras giraba la cabeza a uno y otro lado en un esfuerzo por verlos más de cerca. Su aliento resultaba aún más nauseabundo que el olor que despedía su cuerpo. Garald dio unas boqueadas mientras que el Cardinal se cubría la nariz con la manga de la túnica, cuando la boca desdentada y torcida en una sonrisa de la criatura se volvió hacia ellos.

Por fin, el Duuk–tsarith consiguió, mediante una orden impartida con voz severa, que el gigante se pusiera en marcha pesadamente. Señalando con la mano en dirección al humo para indicar hacia dónde deseaban viajar, los Señores de la Guerra empezaron a volar por delante del gigante, guiando sus torpes pasos.

Garald había temido que, a pesar del hechizo, la criatura se negara a acercarse al humo, a causa de la dolorosa quemadura que había sufrido. Pero a lo mejor el gigante no relacionaba el humo con el fuego, ya que avanzaba con pasos decididos, farfullando en un ininteligible idioma, que recordaba en gran manera al parloteo de un bebé presa de terrible excitación.

El príncipe, que apenas si le prestaba atención, se percató de repente de que el gigante intentaba contarles lo que había sucedido. Señalaba, una y otra vez, a su brazo herido, y en una ocasión con tanta fuerza que estuvo a punto de arrojar su carga al suelo. Agarrado precariamente a su asiento, ambas manos enredadas en el pelo sucio y enmarañado, Garald lamentó con amargura que nadie hubiera intentado comunicarse con aquellos seres humanos de descomunal tamaño. Mutados en su actual apariencia para luchar en la guerra, sus amos los habían abandonado, dejando que vagaran por las regiones salvajes del país hasta que se los necesitaba de nuevo. Las respuestas a las preguntas de Garald estaban guardadas en aquella enorme cabeza; el príncipe no guardaba la menor duda de que al gigante lo había atacado aquello que había masacrado a la población de Merilon.

Recorrieron con rapidez los kilómetros de terreno que había entre el Tablero roto y las columnas de humo, ya que el gigante avanzaba tan deprisa y con tanto entusiasmo y nerviosismo que los Duuk–tsarith se vieron obligados a ordenarle con severidad que fuera más despacio o de lo contrario perdería a sus pasajeros.

Desde su punto de observación, Garald, que inspeccionaba el Campo de la Gloria, divisó más cadáveres, y sus labios volvieron a cerrarse con fuerza a medida que aumentaba su ira. Percibió también otras señales de la presencia del enemigo: largas huellas serpenteantes de tierra revuelta que corrían tierra adentro, en dirección este. Al parecer este adversario no se detenía ante nada. Había arrancado grandes árboles de raíz y los había apartado a un lado; a otros más pequeños los había partido en dos y la vegetación aparecía pisoteada o incendiada. Era principalmente a ambos lados del rastro alargado donde se podían observar los cuerpos sin vida…

En un momento del viaje, cerca de los restos de un humeante bosquecillo, Garald descubrió un brillante centelleo, como un metal que reluciera bajo el sol. Se volvió para examinarlo, arriesgándose a caer de su precaria atalaya en el hombro del gigante. Parecía el cuerpo de un ser humano y, si no hubiera sido porque resultaba demasiado fantástico, el príncipe podría haber jurado que el cuerpo tenía la piel metálica.

Lo primero que pensó Garald fue detenerse e investigar, pero se vio obligado a abandonar la idea, puesto que el gigante —bajo la influencia del hechizo y de su propia excitación, que iba en aumento— sería difícil de detener y seguramente saldría corriendo si se lo dejaba solo. De todos modos cuando Garald llegó a esta decisión, el gigante ya los había alejado considerablemente de aquel ser, y aunque Garald miró hacia atrás ya no pudo ver ni rastro del bosquecillo y mucho menos del cuerpo que yacía bajo él.

«Lo más probable es que no tarde en averiguar qué es lo que está pasando», se animó torvamente, al observar que cada vez estaban más cerca de la más espesa de las columnas de humo.

De repente, a los oídos de Garald llegó, por encima de los balbuceos del gigante, un débil ruido sordo combinado con explosiones como las que creaban los Ilusionistas para asombrar a los niños durante las vacaciones. Una vez más, sintió cómo el estómago se le agarrotaba, la garganta le quedaba seca y las rodillas le temblaban, aunque esta vez el miedo se mezclaba con una extraña agitación, una curiosidad, un fuerte deseo de conocer lo que les esperaba más allá.

En ese momento, los Duuk–tsarith, que volaban frente al gigante, coronaron una escarpada colina y, súbitamente, aminoraron la marcha. Garald, que los observaba con atención, advirtió cómo las encapuchadas cabezas se miraban mutuamente. Le era imposible distinguir el rostro de los dos Señores de la Guerra pero, sin embargo, pudo percibir una sensación de incredulidad y de temor compartidos, emociones extrañas a aquella bien disciplinada secta.

Desesperado por contemplar lo que ellos veían, Garald se incorporó a medias, poniéndose en cuclillas sobre el hombro del gigante mientras éste alcanzaba la cima de la colina con gran estruendo. Mirando hacia adelante, Garald y el gigante descubrieron al mismo tiempo al enemigo. El gigante se detuvo bruscamente dejando escapar rugidos de furia, y Garald perdió el equilibrio, resbaló y cayó de espaldas en dirección al suelo. Por fortuna, su magia fue suficiente para sostenerlo y utilizó su Fuerza Vital para mantenerse en el aire, flotando justo por encima de las copas de los árboles que cubrían la cima de la colina.

Al mirar hacia abajo, vio al enemigo.

Criaturas de hierro.