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Vida significa Magia. La Magia es la Vida. La magia salía a borbotones del corazón de Thimhallan, fluía desde el Pozo de la Vida que había en el interior de la fortaleza montañosa conocida como El Manantial y llegaba hasta todo lo que había en el mundo. Cada guijarro, cada brizna de hierba, cada gota de agua estaban empapados de magia. Cada uno de los habitantes del mundo —incluso aquellos a los que se había declarado Muertos— poseía el don de la magia en mayor o menor grado. Sólo había habido una persona realmente Muerta en Thimhallan, y a ésta se la había arrojado fuera de sus límites.

Pero ahora, parecía que el pozo de la magia hubiera sido envenenado y la magia rociada con un temor que surgía de un punto tan oculto y profundo que, durante siglos, había permanecido olvidado. De la misma forma en que los Vigilantes habían lanzado, desde la Frontera, sus gritos de advertencia, que nadie había oído, también ahora gritaban aterrorizadas las piedras de Thimhallan, los árboles balanceaban sus ramas frenéticos y el mismo suelo temblaba.

Mosiah no podía moverse. Un conjuro de Magia Aniquiladora no le hubiera robado las energías tan completamente como se las sustraía aquel miedo que lo embargaba; los helados dedos del pánico le arrebataron la capacidad de razonar, el aliento y las fuerzas, y lo dejaron incapaz de pensar y de reaccionar cuando las nubes de niebla se esparcieron y pudo observar el horror que había llegado a Thimhallan.

Era una criatura de hierro. Mosiah, que había trabajado en la forja durante meses, reconoció las brillantes escamas de metal que sólo podrían fabricar algunos pocos magos de Thimhallan. El cuerpo rechoncho de la criatura, que recordaba al de un sapo, era tan grande como el de un grifo, pero no tenía alas y no podía volar. Tampoco tenía piernas, y se veía obligado a arrastrarse por el suelo, sobre su vientre. La cabeza giraba como la de un búho, y Mosiah pensó que debía de ser ciega, ya que parecía avanzar al azar. La criatura hacía caso omiso de cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino y se estrellaba contra los árboles, derribándolos y arrancando de la tierra sus raíces, hacía pedazos las piedras y removía la tierra. Allí por donde pasaba imprimía su huella sobre la hierba y el barro pisoteados.

Mosiah la contempló aterrorizado y sin saber qué hacer, preguntándose qué repugnante ser era aquél y a qué se debía su aparición sobre la tierra. Entonces descubrió con horror que la criatura no estaba ciega. Tenía ojos y, al igual que el basilisco, los utilizaba no sólo para ver… sino también para matar.

Mosiah, escondido entre un grupo de árboles a unos cinco metros de la criatura, advirtió de pronto la trayectoria de un brujo volando hacia él, huyendo del pesado monstruo. El Supremo Señor de la Guerra, que, presa del pánico, cruzaba el aire a toda velocidad, con sus rojas vestiduras a su espalda ondeando al viento, estaba dejando atrás con facilidad a la torpe y lenta criatura. Entonces, la cabeza de aquel ser giró; parecía que buscaba a su presa, husmeándola. Súbitamente, un único ojo —hundido, oscuro y vacío— se abrió en su cabeza y enfocó al mago que huía. El ojo parpadeó y lanzó un delgado relámpago de luz centelleante que desapareció de una forma tan rápida que Mosiah ni siquiera estuvo seguro de haberlo visto.

El rayo surgido de aquel ojo golpeó al Supremo Señor de la Guerra en la espalda y el hombre cayó en picado al suelo. El impulso de su frenético vuelo lo arrastró hacia delante y fue a rodar cerca de Mosiah, quien se quedó mirándolo esperanzado. ¡Por fin ya no estaba solo! Con toda seguridad aquel Supremo Señor de la Guerra sabría qué era lo que ocurría. Aguardó a que el brujo se pusiera en pie, ya que la caída no había resultado especialmente grave, pero el hombre no se movió.

—No está muerto —se dijo Mosiah, tragándose el miedo que invadía como una asfixiante bilis su garganta. Levantó la cabeza y vio que la criatura se había detenido por un momento, la cabeza vuelta hacia adelante—. ¿Cómo podría estar muerto? No hay ninguna herida, nada a excepción de un agujero en sus ropas… Debe de estar aturdido. Tengo que ayudarlo…

Pero le costó algunos segundos poderse deshacer de las garras del pánico, que lo dejaban sin fuerzas. Finalmente, con un ojo fijo en la criatura, que había empezado a girar la cabeza en redondo otra vez —probablemente en busca de la presa derribada—, Mosiah se arrastró fuera del refugio de los árboles y, sujetando al mago por el cuello de la túnica, lo condujo hasta las sombras protectoras del bosquecillo.

El muchacho hizo girar al hombre sobre su espalda, pero no necesitó contemplar sus ojos vidriados y su boca abierta para convencerse de que aquel hombre estaba muerto. Una diminuta espiral de humo se elevaba del pecho de la víctima. Mosiah contuvo la respiración y se apartó rápidamente del cuerpo.

Aquel rayo de luz que había brillado durante menos de medio segundo había atravesado el cuerpo del brujo de la misma forma que un hierro candente abre un agujero en la blanda madera.

La tierra empezó a temblar bajo los pies de Mosiah. La criatura se acercaba en busca del cadáver. Mosiah quiso correr, pero había perdido toda sensibilidad en las piernas y éstas no le respondían; la visión del Señor de la Guerra muerto y la forma tan rápida y repentina de su aniquilamiento lo habían acobardado. Levantó la vista del cuerpo yacente y se quedó mirando a la enorme bestia mientras ésta se aproximaba, sabiendo que lo descubriría cuando llegara en busca del mago que había derribado. Sin embargo, seguía sin poder moverse.

El monstruo continuó su lento avance. Mosiah podía percibir su hediondo olor; gases tóxicos emanaban de la parte inferior de su cuerpo dejándolo sin respiración. Mientras tosía y se asfixiaba, acurrucado entre los árboles, no pensó en escapar, no pensó en nada excepto en su miedo.

Con toda seguridad, fue precisamente esta actitud la que le salvó la vida.

La criatura se desvió y pasó con un gran estrépito junto a él, igual que un lobo no advierte la presencia de una liebre que permanece perfectamente inmóvil ante su enemigo, ya que sabe por instinto que el movimiento atrae la atención.

Mosiah se quedó mirando cómo aquel horrible ser se alejaba de él dando bandazos —de nuevo parecía estar ciego—, girando hacia un lado y otro en busca de nuevas presas, arrastrándose junto al cuerpo del brujo sin mirarlo, sin detenerse siquiera a olerlo.

Un centauro mata por odio y mutila el cuerpo. Los dragones matan para comer, al igual que los grifos y las quimeras. Un gigante mata por ignorancia, porque no se da cuenta de su propia fuerza. Pero aquella criatura había matado a propósito, fríamente, sin que hubiera un motivo aparente o sintiera el menor interés por su acto.

Aunque la niebla se había levantado y Mosiah podía reunirse ahora con el resto de su unidad, permaneció de todos modos acurrucado en la protectora arboleda, temeroso de moverse y espantado también ante la idea de seguir allí. Aún podía ver y oír a aquella criatura de hierro, sus fétidos vapores envenenaban el aire, su cabeza ciega seguía moviéndose a un lado y a otro mientras avanzaba torpemente a través de la vegetación.

¿Había más individuos de su especie por allí?, se preguntó Mosiah mientras se apoyaba sin fuerzas contra un árbol. Estaba empezando a temblar convulsivamente, una lógica reacción al terror que sentía. Muy a pesar suyo, su mirada se posó en el cuerpo del Supremo Señor de la Guerra, que yacía un poco más allá. ¿Qué ser monstruoso era aquel que Lauryen había creado? Mosiah apartó con rapidez la mirada del rostro pálido y sorprendido del cadáver, de las diminutas volutas de humo que se elevaban de sus ropas chamuscadas…

Las ropas… Mosiah volvió a examinar el cuerpo, con ojos desorbitados. ¡Aquel brujo llevaba las ropas de Merilon!

—¡Almin bendito! —susurró. Su mirada se dirigió hacia la criatura que se perdía ya, tras una pequeña colina—. ¿Es eso… nuestro? ¿Es ésa la razón de que no me atacara?

¡Los Hechiceros!, pensó. Se llevó una mano temblorosa a los labios, secándose el frío sudor, y miró apresuradamente a su alrededor, con la esperanza de encontrar a otros miembros de su unidad. Muchos de ellos eran auténticos Hechiceros, gentes que habían nacido y se habían criado en la oculta Cofradía de aquellos que practicaban las Artes Arcanas de la Tecnología. Ellos lo sabrían. Quizás habían estado construyendo aquel invento en secreto, con la firme intención de apoderarse del mundo. Demasiadas veces los había oído hablar sobre ello.

Mosiah cerró los ojos y reconstruyó en su mente a la criatura: sus escamas metálicas, su aliento que recordaba a los vapores que se elevaban de la forja.

Sí, decidió, invadido de repente por la cólera y el odio. ¡Sí! Ellos debían de haberla creado. «Nunca confié en ellos, nunca…»

Pero en el mismo momento en que llegaba a esta conclusión, una parte de él, más objetiva y racional, que no se dejaba arrastrar por el pánico, rebatió su idea, y Mosiah bajó los ojos hasta la ballesta que seguía sujetando en la mano. Había olvidado por completo en su aterrorizado estado de ánimo que llevaba un arma. Comprobó entonces lo tosca que era, sus formas contrahechas; recordó el tiempo que se había tardado en fabricar aquella herramienta, los hombres que habían trabajado y sudado en la forja durante horas. Se imaginó entonces a la criatura de hierro, las brillantes escamas de metal, la forma en que se arrastraba suavemente sobre el suelo irregular. Incluso en sus días de gloria y poder, los Hechiceros no habrían podido construir nada parecido. ¿Cómo podrían efectuar un proyecto semejante ahora? A duras penas podían crear una ballesta que funcionara debidamente…

Unas gotas de lluvia azotaron el rostro de Mosiah, un viento helado se estrelló contra su ya tembloroso cuerpo. Se estaba preparando una tormenta mágica, el cielo empezaba a oscurecerse con nubes tempestuosas, zigzagueantes relámpagos atravesaban el aire, los truenos retumbaban a su alrededor, sobrecogiéndole el corazón al traerle de nuevo a la memoria a la criatura. Miró de nuevo el cuerpo del mago… y súbitamente, Mosiah echó a correr.

El terror le hizo abandonar su escondite. Lo reconoció abiertamente mientras corría dando traspiés por el abrupto terreno, arrastrando la pesada ballesta con él, y sin dejar de mirar atemorizado en derredor. Un miedo atroz y la desesperada necesidad de encontrar a otras personas, a alguien, a cualquiera que pudiera explicarle lo que sucedía, lo abocaron a su huida. Precisaba conseguir información; su necesidad de saber era mucho mayor que su temor a la criatura. ¡Aquella horrible sensación de pánico desaparecería tan pronto supiera con toda seguridad lo que estaba ocurriendo!

La tormenta lo embestía con fuerza, empujándolo hacia adelante mediante el viento, la lluvia y el granizo que se clavaba en su carne. El agua le entraba a raudales en los ojos; no podía ver absolutamente nada, sin embargo siguió corriendo, al tiempo que esquivaba árboles como un animal enloquecido, resbalaba en la húmeda hierba y se enredaba entre la maleza.

Finalmente, magullado y maltrecho, se detuvo, acurrucándose en un bosquecillo. Se dejó caer de espaldas contra el tronco de un árbol, respirando con dificultad, y entonces recordó de repente:

—¡Simkin!

En su terror, se había olvidado por completo de su antiguo compañero.

—Simkin sabrá lo que está sucediendo. Simkin siempre lo sabe todo —murmuró Mosiah con amargura—. Pero ¿dónde demonios se ha metido? —Se quitó el carcaj de flechas y lo arrojó al suelo, para luego golpearlo con el pie—. ¡Simkin! —aulló por encima de la tormenta, sintiéndose como un terrible estúpido, y sin embargo esperando contra toda esperanza oír aquel insulso «¡Qué tal, viejo amigo!» como respuesta.

No obstante no había ninguna flecha verde de plumas naranjas entre las de metal, y Mosiah, enojado, le dio una nueva patada al carcaj. No obtuvo más que silencio.

—De todas formas, ¿para qué querría yo a ese payaso por aquí? —refunfuñó, secándose la lluvia del rostro, que se mezclaba con las lágrimas provocadas por el miedo y la frustración de comprobar que ahora sí que se había perdido completamente—. No trae más que problemas. Yo…

Mosiah se calló y aguzó el oído.

Los truenos retumbaban a su alrededor, los relámpagos iluminaban aquella penumbra gris hasta que ésta brillaba como si estuvieran a pleno sol; pero, por entre el ruido y la confusión de la tormenta, le pareció escuchar… sí, ahí estaba otra vez.

¡Eran voces!

Con una tremenda sensación de alivio, Mosiah estuvo a punto de dejar caer la ballesta al suelo. Tembloroso, la depositó con cuidado sobre la hierba y atisbó por entre el empapado follaje que le servía de refugio. Las voces estaban próximas y parecían proceder de otro bosquecillo que había a pocos metros de distancia. No comprendía lo que decían, resultaba difícil descifrarlas entre el ruido del viento, la lluvia y los truenos. A lo mejor eran centauros. Mosiah vaciló y prestó más atención; no, ¡sin lugar a dudas era un lenguaje humano! Señores de la Guerra, indudablemente.

Mosiah se adelantó cautelosamente. Su intención era llamarlos cuando se encontrara lo bastante cerca, ya que lo último que deseaba era asustar a algún mago nervioso y verse convertido en un sapo. Ahora podía distinguir las voces con claridad; sonaban como si hubiera varios hombres en el bosquecillo, gritando órdenes de algún tipo. A sus labios brotaron palabras de alivio, palabras de agradecimiento por haber hallado amigos, pero Mosiah jamás las llegó a pronunciar.

Al llegar junto a los árboles exteriores de la pequeña arboleda, el joven redujo el paso. ¿Por qué? Mosiah no lo sabía, su cerebro lo impulsaba a saltar hacia adelante, pero un instinto soterrado mantenía muda su garganta y silenciosos sus pasos. Quizá porque, aunque le era imposible discernir nítidamente por encima de la tormenta, no comprendía el lenguaje de aquellos hombres, o quizá debido a la amarga experiencia sufrida con los Duuk–tsarith en la Arboleda de Merilon hacía ya tiempo, que le había enseñado a desconfiar; tal vez se trataba del mismo instinto animal que le había salvado de la criatura de hierro.

Rodeando un árbol con pasos silenciosos, consciente de que no podrían advertir su presencia a causa de la tormenta, como también de que le resultaría difícil observar con aquella lluvia torrencial, Mosiah se deslizó con sigilo hasta el lugar de donde provenían las voces. Apartó las hojas húmedas con cuidado y los vio.

Se quedó totalmente inmóvil y no precisamente por miedo o por precaución. No sentía la más mínima emoción, era como si su cerebro lo hubiese abandonado, como si le hubiera dicho: «Ya me he sobresaltado bastante, que otro se ocupe de esto durante un rato. Adiós».

Aquellos que hablaban eran humanos, pero no se parecían a ninguno de los que había visto o imaginado jamás.

Eran seis figuras, aparentemente hombres por el sonido de sus voces y el aspecto fornido de sus cuerpos. En un principio, Mosiah pensó que sus cabezas eran de hierro, ya que podía ver cómo los relámpagos se reflejaban en sus brillantes superficies. Pero en aquel momento, uno de ellos se la sacó para secarse el sudor de la frente, y Mosiah se dio cuenta de que aquellos extraños humanos llevaban yelmos, parecidos al artilugio en forma de cubo que Simkin se ponía en algunas raras ocasiones.

Además de los yelmos, aquellos singulares individuos iban vestidos todos iguales con trajes de brillante metal que se ajustaban a sus cuerpos como una segunda piel. De hecho, podría haberse tratado de su propia piel, por la impresión que le produjo a Mosiah, mas advirtió que uno se desprendía de un guante de un tirón, dejando al descubierto la piel, exactamente igual a la del muchacho. El hombre se había sacado el guante para juguetear con un objeto que sostenía en la mano, cuyo contorno oval le cabía perfectamente en la palma de la mano.

Éste se lo mostraba a un compañero, diciendo algo en aquel idioma ininteligible, aparentemente con respecto al objeto, ya que su voz parecía disgustada y lo sacudía con fuerza. Su compañero se encogió de hombros, sin apenas mirar al otro. Vigilaba, mirando fuera del bosquecillo, y resultaba evidente que estaba nervioso y tenso.

El hombre que poseía aquella pieza siguió sacudiéndola hasta que otro de los reunidos dejó escapar un siseo. El primero reaccionó prestamente, se puso otra vez el guante y se volvió para mirar en la misma dirección que sus otros cinco compañeros. Todos se agazaparon entre los empapados matorrales, y entonces Mosiah pudo ver, a través de la espesa cortina de agua, que cada uno de ellos llevaba en la mano uno de aquellos objetos de forma oval y que apuntaban con ellos al frente.

Mosiah aguardó con ellos, preguntándose qué era lo que había atraído su atención. Seguía sin sentir miedo, ni siquiera curiosidad. Estaba petrificado, conmocionado. Si esos hombres se hubieran dado vuelta encarándolo, no hubiera alterado su actitud inmóvil, mirando fijamente. En una ocasión uno de ellos sí que echó una ojeada a su espalda, aunque lo hizo de forma rápida y nerviosa, evidentemente más preocupado por lo que tenían delante, y Mosiah, bien oculto por la maleza y la torrencial lluvia, continuó agazapado, sin que nadie advirtiese su presencia.

Un Señor de la Guerra, una bruja y sus catalistas emergieron de otro bosquecillo a cierta distancia de aquel en el que Mosiah y aquellos extraños humanos se ocultaban. Los magos se movían con cautela y, a juzgar por la expresión aterrorizada de sus pálidos rostros, expresiones que Mosiah adivinaba reflejo de la suya propia, resultaba patente que habían sufrido espantosas experiencias similares. Sus negras ropas los señalaban como Duuk–tsarith, y, a la vista de los magos, los humanos de piel metálica se agazaparon aún más entre los matorrales.

Un niño perdido que acabara de ver a sus padres no hubiera podido experimentar mayor alegría ni agradecimiento que los que Mosiah sintió ante la llegada de los Duuk–tsarith. El muchacho se aplastó contra el tronco del árbol, deseando fervientemente quedar fuera del campo de acción del hechizo que sabía que el Señor de la Guerra lanzaría sobre los extraños seres y esperó lo inevitable. Los humanos de piel metálica se movieron en silencio, desapareciendo entre los matorrales con una habilidad que demostraba un perfecto adiestramiento en el arte de ocultarse y de tender emboscadas. Sin embargo, no fueron suficientemente silenciosos. Se dice que los Duuk–tsarith pueden detectar la presencia de un conejo por el sonido de la propia respiración del animal.

El brujo reaccionó al instante. Con sus negras ropas arremolinándose a su alrededor, se volvió hacia el bosquecillo, y, extendiendo la mano hacia él, el Señor de la Guerra lanzó un conjuro de Magia Aniquiladora, que es la primera forma de ataque de los Duuk–tsarith. Aquel brujo era excepcionalmente poderoso; además, su catalista debía de haberle transferido gran cantidad de magia, ya que Mosiah sintió una ligera pérdida de su propia magia, pese a hallarse a cierta distancia del enemigo.

Esperando ver caer a aquellos humanos al suelo presas de terribles convulsiones, totalmente impotentes al arrebatarles el hechizo toda su Vida, Mosiah hizo intención de abandonar su escondite, con la esperanza de poder interrogar a los Duuk–tsarith y averiguar lo que sucedía. Mas se detuvo asombrado. A los extraños humanos no les afectaba el hechizo; al contrario, al comprobar que su presencia había sido descubierta y que ya no era necesario esconderse, se pusieron en pie. Mosiah, que los espiaba, recordó a otra persona a quien no le afectaba tampoco aquel conjuro: Joram.

¡Aquellos extraños humanos estaban Muertos!

Uno de los Muertos alzó su brazo derecho y apuntó al Señor de la Guerra. Un rayo de una intensa y cegadora luz surgió de la palma de su mano. Se oyó un zumbido en el aire, acompañado de un chisporroteo, y el brujo se desplomó, muerto al instante, mientras su catalista lo contemplaba estupefacto. Una delgada columna de humo se elevó de las negras ropas del cadáver y Mosiah recordó con horrible claridad la muerte que había presenciado anteriormente, y el orificio que atravesaba el cuerpo del hombre.

El muchacho desvió su mirada del mago al otro Duuk–tsarith que lo acompañaba, pero la bruja había desaparecido. Este suceso pareció alterar a aquellos seres Muertos, que permanecieron agazapados tras los árboles, girando sus metálicas cabezas a un lado y a otro, tal y como lo había hecho la cabeza metálica de la criatura que Mosiah había visto. Al cabo de un buen rato, el hombre Muerto que ocupaba el centro del grupo se encogió de hombros. Señaló al catalista del brujo, que permanecía arrodillado junto al cuerpo de su señor, realizando los Últimos Ritos y empezó a caminar hacia él.

Mosiah se acurrucó aún más contra el árbol, encogido de miedo, esperando ver cómo acababan con el indefenso catalista. Los demás hombres se acercaron también al sacerdote, pero éste, aunque los oyó, no levantó la mirada. Con el valor que le daba su fe, siguió ungiendo la cabeza del difunto Señor de la Guerra con un óleo y pronunció las palabras del ritual con voz firme: «Per istam sanctam unctionem indulgeat…»

El hombre Muerto mantuvo la mano alzada, apuntando al catalista con el objeto que despedía rayos luminosos; no obstante, para sorpresa de Mosiah, aquellos extraños seres no asesinaron al sacerdote. Uno de ellos se inclinó (cautelosamente, fue la impresión que recibió el vigilante Mosiah) y tomó al catalista por el brazo.

Enojado, ya que aún no había finalizado la ceremonia, el catalista se liberó de la sujeción con un movimiento brusco. El hombre Muerto miró a un compañero como en busca de instrucciones, y éste, que Mosiah empezaba a tomar por el jefe del grupo, habló en una lengua indescifrable e hizo un gesto con la mano; el primer hombre se apartó un poco y permitió que el catalista completase en paz la ceremonia.

Un error, les advirtió Mosiah en silencio desde su escondite. Claro que, al estar Muertos, no podían percibir el aumento de la tensión en el aire, ni la magia que empezaba a condensarse y a hervir a su alrededor. No podían percibir que la bruja aún estaba por allí.

… quidquid deliqusti. Amén.

El catalista había terminado el ritual. Tendió una mano y cerró los ojos del brujo, tras lo cual empezó a ponerse en pie con lentitud.

Mosiah oyó cómo uno de los hombres Muertos lanzaba un alarido, un grito de miedo y de terror que resonó de una forma extraña al surgir de la cabeza de metal. El humano señaló hacia el cuerpo del Señor de la Guerra y empezó a gritar horrorizado. El cadáver se estaba transformando en una serpiente gigantesca. Los ojos del brujo, que la muerte acababa de cerrar, se abrieron ahora de par en par, brillando con una anormal luz rojiza, mientras su cuerpo se estiraba y crecía para adquirir el aspecto de un reptil cuyo diámetro era más grueso que el tronco de un roble. El difunto Señor de la Guerra —convertido ahora en una enorme cobra— se alzó sobre la húmeda hierba, haciendo que su oscilante y plana cabeza se balanceara ligeramente, y se proyectó por encima de los hombres de cuerpo metálico, al tiempo que su lengua bífida aparecía y desaparecía en sus venenosas fauces.

El jefe de los hombres dio un paso atrás atemorizado. Apuntó el rayo mortífero en dirección a la serpiente, pero su brazo temblaba convulsivamente y el disparo erró el blanco, estrellándose contra la rama de un árbol a la que prendió fuego. La enorme serpiente se abalanzó veloz hacia adelante y hundió los colmillos en el hombro del hombre, atravesando con facilidad el metal que lo cubría. El hombre lanzó un grito de dolor y miedo que retumbó por todo el bosque, y Mosiah apretó los dientes con fuerza hasta que se extinguió con un agudo gemido de muerte.

La serpiente desprendió los colmillos de su víctima y volvió a alzarse para caer sobre sus otros enemigos. Sin embargo, éstos ya no estaban allí, huían presas del pánico, corriendo atropelladamente por el bosque. De pie, cerca de la serpiente, el catalista observó cómo se alejaban. Cuando se hubieron perdido de vista y ya no pudieron oírse sus gritos, la serpiente empezó a despedir una luz difusa y cayó al suelo. Perdida su Vida mágica, la cobra volvía a ser el cadáver del Señor de la Guerra.

Mosiah lanzó un tembloroso suspiro, dándose cuenta entonces de que había estado conteniendo la respiración durante toda aquella escena. Su frente estaba perlada de sudor y tiritaba violenta e incontroladamente. El corazón le dio un vuelco cuando, de repente, la enlutada figura de la bruja apareció flotando a su lado. Estuvo a punto de echar a correr también él, pero la fuerte mano de la mujer lo sujetó.

—¡Os dije que lo encontraría! —aseguró una voz quejosa que surgía de un pedazo de seda naranja que la bruja llevaba atada a la muñeca—. ¡Os he conducido directamente hasta él!

—¿Eres Mosiah? —preguntó la bruja, sus ojos resplandecían en las profundidades de su negra capucha mientras lo miraba con gran atención—. Sí —se contestó ella misma—. Te reconozco.

Mosiah también la recordó y aquella memoria lo dejó sin habla, ya que aquélla era la Señora de la Guerra que lo había capturado y casi lo había enviado a la muerte.

El pedazo de seda naranja desapareció de la muñeca de la mujer, fundiéndose en el aire para dar paso a la alta y delgada figura de Simkin. Pero se trataba de un Simkin muy cambiado, pálido e inquieto, cuyo atuendo, de normal elegante y cuidado, parecía haber sido colocado sobre su cuerpo imperfectamente y sin pensar. Llevaba pantalones de un algodón basto, igual que los que hubiera podido llevar el más humilde de los Magos Campesinos, y una sucia túnica de cuero cubría una camisa de seda de color indefinido con una manga arrancada. El pañuelo de seda naranja aún revoloteaba valerosamente en su mano, pero al cabo de un momento se metió una de sus puntas en la boca y empezó a mordisquearlo inconscientemente.

—¿Qué está sucediendo? —consiguió decir Mosiah con voz débil, apartando la mirada de Simkin para posarla en la bruja.

—¡Precisamente la pregunta que queríamos hacerte! —siseó la mujer, recordándole poderosamente a la serpiente. Dirigió una mirada inquieta al cuerpo del brujo y vio que el catalista corría hacia ellos.

—¡No podemos quedarnos! —exclamó el catalista en voz baja—. ¡Una de las criaturas de hierro viene hacia aquí!

—¡El Corredor! —apremió la bruja, y el catalista hizo que se abriera uno al instante. Simkin saltó a su interior, casi antes de que el Corredor se hubiera abierto, y el sacerdote lo siguió.

Mosiah vaciló. Podía oír el suave zumbido de la criatura de hierro, podía sentir cómo el suelo temblaba bajo sus pies, y, sin embargo, casi hubiera preferido enfrentarse a aquel monstruo ciego que a la bruja, cuya presencia y contacto le devolvían el recuerdo del dolor de las enredaderas y de las punzantes espinas que le habían atravesado la carne.

—¡Estúpido! —La mano de la mujer se cerró sobre su brazo—. No sobrevivirías ni un instante si te cruzas en su camino. No tiene ojos, pero no está ciega. Mata con infalible precisión. Voy a llevarte conmigo, te guste o no, pero preferiría que vinieses por tu propia voluntad. Necesitamos tu ayuda.

El zumbido aumentó de volumen. Mosiah recordó al mago, huyendo… El agujero que le había atravesado el cuerpo… No obstante, aún dudó, como el hombre inmovilizado en la pared vertical de un acantilado con una enorme roca que se le viene encima desde la altura, y cuya única esperanza está en saltar al negro abismo que se abre a sus pies.

—¿Adónde? —preguntó con unos labios tan rígidos que apenas si pudieron articular la palabra. El Corredor empezaba a cerrarse.

—Adonde se halla el Emperador Lauryen —respondió la bruja, mientras las manos que sujetaban a Mosiah se cerraban sobre su brazo de forma inquietante.

—No lo hagas —dijo él con voz suave, tragando saliva—. Voy.

El Corredor se abrió, lo absorbió, y se cerró con fuerza alrededor de él.