Mosiah estaba sentado en un pequeño montículo cubierto de hierba, la cabeza totalmente hundida entre los hombros, rodeado por la espesa y opresiva niebla que se enroscaba a su alrededor como una garra fría y pegajosa. No tenía la menor idea de la hora que era, ni de cuánto tiempo hacía que permanecía allí sentado; tanto podía haber pasado medio día desde que a su unidad se le había ordenado ocupar aquella posición, como medio mes. Había perdido por completo el sentido del tiempo en medio de aquel mundo envuelto en nubes y parecía estar a punto de perder también sus otros sentidos.
No podía ver nada a través de aquella niebla impenetrable, ni siquiera las formas de los otros miembros de su unidad. El hecho de que quedara fuera de la observación del enemigo tampoco suponía una especie de consuelo, pero no compensaba la creciente inquietud que experimentaba; algo en su interior le susurraba que el resto de la humanidad había marchado hacía ya tiempo, dejándolo a él allí como el único ser que quedara en el mundo.
Sabía que esta impresión era falsa. Para empezar, oía sonidos que, aunque distorsionados por la niebla, adquirían un tono fantasmagórico y aterrador que resultaba casi más paralizador que el propio silencio. ¿Correspondían aquellas voces frías y huecas a las de seres humanos o a las de fantasmas? ¿Eran aquello pisadas? ¿Era el enemigo que se acercaba a él con sigilo por la espalda?
—¿Quién está ahí? —interrogó Mosiah a las brumas con voz temblorosa.
No recibió respuesta. La neblina arrolló las palabras del muchacho en su telaraña y las arrastró lejos.
¿Era una mano aquello que le tocaba el hombro…?
Mosiah se puso en pie de un salto, sacó su daga, se volvió en redondo y con gran habilidad apuñaló a un árbol.
—¡Soy un majadero! —masculló.
Volvió a guardar la daga en su funda y apartó a un lado la dentada rama que le había rozado el cuello, luego miró a su alrededor precipitadamente, esperando que nadie lo hubiera visto, tras de lo cual dejó escapar un suspiro de alivio y se sentó de nuevo en el montículo, acariciándose un corte que había señalado su mano; la rama había conseguido, no obstante, vengarse de su asaltante clavándole varios esquejes.
¿Habría empezado la batalla? Mosiah pensó que era muy probable, ya que estaba convencido de llevar allí sentado, como mínimo, varias horas. ¿Habría finalizado quizás? A lo mejor se había llamado a su unidad y él no se había enterado. Aquel pensamiento se alzó tan alarmante que levantó del suelo la pesada ballesta de metal y dio unos cuantos pasos, mirando con atención al interior de la niebla con la esperanza de encontrar a alguien que supiera lo que estaba pasando.
Luego se detuvo, sin saber qué hacer.
Sus órdenes habían sido muy concretas: permanecer en silencio e inmóvil hasta que se levantase la niebla. El príncipe Garald había recalcado la importancia de obedecer este mandato al pie de la letra.
—Sois vosotros, Hechiceros, los que tenéis la clave de nuestra victoria —les había dicho en las oscuras horas anteriores al amanecer, cuando se habían reunido cerca del Corredor antes de ser transportados al Campo de la Gloria—. ¿Por qué? ¡Porque vosotros no dependéis de la magia! Cuando nuestros Señores de la Guerra hayan dejado sin Vida a los Señores de la Guerra de Lauryen, cuando los catalistas del enemigo estén tan exhaustos que ya no puedan seguir extrayendo la magia del mundo, entonces apareceréis vosotros y el enemigo se hallará a vuestra merced. Lauryen estará en jaque mate y se verá obligado a entregarnos el Campo.
Mosiah lanzó un suspiro, diciéndose que no llevaba allí cinco semanas pero que probablemente cinco horas sí, y se dio la vuelta para volver a sentarse en su herboso promontorio, pero descubrió que su mullido lecho había desaparecido. Se quedó absolutamente inmóvil, e intentó volver sobre sus pasos mentalmente. Se había levantado del montículo y había girado a la izquierda, estaba seguro, y no había dado más de tres o cuatro pasos. Por lo tanto, si giraba hacia la derecha, encontraría su puesto con facilidad.
Veinte pasos más tarde, aún no lo había encontrado. Peor aún, estaba hecho un lío, después de haberse dirigido hacia la derecha, hacia la izquierda y en todas las direcciones imaginables en medio de la niebla.
—¡Ahora sí que la has hecho buena! —exclamó una voz irritada en su oído—. Has conseguido que nos perdamos del todo.
Mosiah dio un salto en el aire, tan aterrorizado que le pareció como si el corazón fuera a saltarle del pecho. Empuñando la daga con mano temblorosa, se dio la vuelta a toda velocidad para encontrarse con que no había nada detrás de él.
—No irás a atacar a un árbol de nuevo, ¿verdad? —preguntó la voz con severidad—. Nunca me había sentido tan humillado…
—¡Simkin! —siseó Mosiah furioso, buscando en una y otra dirección, intentando tranquilizar su corazón, para obligarlo a regresar al ritmo de sus latidos normales—. ¿Dónde estás?
—Aquí —repuso la voz en tono dolido. Ésta provenía de algún lugar cercano al oído de Mosiah—. Y jamás había pasado unas horas más aburridas en toda mi vida, ni siquiera en aquella oportunidad en que el anterior Emperador me contó la historia de su vida, desde el vientre de su madre hasta… o más bien hacia afuera, según el caso.
Mosiah se quitó el carcaj de flechas que llevaba a la espalda y lo arrojó al suelo.
—¡Ay! —gritó la voz—. ¡Esto era totalmente innecesario! ¡Me has arrugado las plumas!
—¿Y qué hay de darme un susto de muerte? —replicó Mosiah con un colérico susurro.
—Bien, lo haré, si insistes —comentó una flecha con voz perpleja—, aunque por qué quieres que vuelva a asustarte es algo…
—¡No lo hagas, estúpido! —exclamó Mosiah, pateando el carcaj en un arranque de furia—. Quería decir que ya me habías dado un susto de muerte —se llevó las manos al pecho, sintiendo cómo el corazón le latía con fuerza—. Creo que no me encuentro bien —murmuró, dejándose caer, sin fuerzas, sobre el tocón de un árbol cercano.
—Lo siento muchísimo —se disculpó la flecha, saliendo con dificultad del interior del carcaj. Mosiah, que la observaba con expresión lúgubre, comprobó que era de un verde brillante con plumas de color naranja, totalmente diferente de las sencillas flechas de metal que él llevaba—. Podrías ayudarme, ¿sabes? —comentó, retorciéndose y revolviéndose en sus esfuerzos por arrastrarse hasta la hierba.
Mosiah, no obstante, no sólo no hizo el menor intento por socorrerla, sino que le aconsejó con toda claridad lo que podía hacer consigo misma.
—Advierte que un sencillo atavío no hubiera sido suficiente —observó la flecha quejumbrosa. Con un último contoneo, consiguió deslizarse fuera del carcaj, y en un remolino de tonos verdes y naranja, Simkin, recuperado su tamaño normal, apareció muy erguido y tieso ante Mosiah, con los brazos pegados a los costados y los pies muy juntos—. Estoy tan tieso como la difunta Emperatriz y se me han dormido los dedos de los pies —se dolió, deprimido—. Bueno, ¿te gusta mi modelito? Lo llamo Verde Lincoln. En honor de aquel alegre grupo de bandidos cuyo cabecilla se aficionó a retozar por los bosques vestido con calzas de seda y sombrerito puntiagudo con plumas. Lo pescaron haciéndole cosas raras a los ciervos. Se presentaron denuncias ante el sheriff local y como resultado…
—¿Qué estás haciendo aquí? —refunfuñó Mosiah, paseando la mirada por la niebla mientras intentaba oír o ver algo. Le pareció detectar unos sonidos confusos a su izquierda, pero no estaba seguro—. Sabes que Garald dijo que no quería ver ni el dobladillo de ese pañuelo naranja de seda tuyo en el campo de batalla.
—Garald es un encanto y lo quiero con locura —replicó Simkin, desperezándose con voluptuosidad—, pero debes admitir que hay ocasiones en las que se comporta como un asno presumido…
—¡Chisst! —susurró Mosiah, escandalizado—. ¡No hables tan alto!
—Odio tener que decirte esto, viejo —afirmó Simkin alegremente—, pero no hay duda de que estamos a kilómetros de distancia del Campo de la Gloria en estos momentos. No adoptes esa expresión tan abatida. De todas formas, todo ese montaje no es más que un completo aburrimiento. Un puñado de Señores de la Guerra bastante decrépitos que se dedican a lanzarse hechizos los unos a los otros, cuando consiguen acordarse de las palabras, claro está; catalistas dormitando al sol… ¡Oh! Por supuesto que algunas veces aparece algún joven impulsivo que anima la cosa un poco lanzando uno o dos centauros en medio de la refriega. Resulta bastante divertido ver cómo los pobres brujos se levantan las faldas y se baten en veloz retirada para buscar refugio entre los arbustos. Pero te aseguro que, en general, es terriblemente tedioso. No se mata a nadie ni ocurre nada parecido.
—¡Claro, se supone que nadie debe morir! —murmuró Mosiah, mientras se preguntaba con inquietud si Simkin tendría razón y se había alejado del Campo de la Gloria.
—Lo sé, pero pensaba que a lo mejor algún centauro se escaparía o que algún gigante se volvería loco, mas no ha habido suerte. Empecé a aburrirme considerablemente y, para empeorar las cosas, compartía el carruaje con el Barón Von Kicktenstein, quien por lo general ofrece los más maravillosos almuerzos fríos del país. Llevaba con él una enorme cesta de comida de la que emanaban los olores más deliciosos, pero aún faltaba una hora o así para el mediodía y el barón resultó un pelmazo increíble, que se empeñaba en describirme todas las jugadas. Le dije que empezaba a sentirme desfallecido a causa del hambre, pero no captó mis delicadas insinuaciones de que un tentempié me ayudaría a reanimar mi decaído espíritu. Así que al final decidí venir a buscarte, querido muchacho, puesto que había algo importante que quería decirte, de todas formas.
—No era aún mediodía… ¿Qué hora es ahora? —preguntó Mosiah, deseando que Simkin no hubiera mencionado la palabra comida.
—Alrededor de la una o las dos, diría yo. A propósito, ha sido sumamente ingenioso eso de introducirme furtivamente entre tus flechas, ¿no te parece?
Mosiah volvió a interrumpirlo.
—¿Qué quieres insinuar con que tienes algo importante que decirme?
Simkin enarcó una ceja.
—Precisamente lo que has entendido —aseguró con aquella extraña, medio burlona y a la vez seria sonrisa que nunca dejaba de provocar escalofríos en Mosiah—. Me encontré con una vieja conocida tuya en Merilon.
—¿Mía? —Mosiah miró fijamente a Simkin con suspicacia—. ¿Quién?
—Tu amiga, la bruja. La jefa de los Duuk–tsarith.
—¡Dios mío! —Mosiah palideció, estremeciéndose.
—¡Por las barbas de Almin, querido muchacho! —exclamó Simkin, contemplándolo divertido—. No te pongas así. Tienes un aspecto de lo más culpable y no has hecho nada, que yo sepa al menos.
—¡No tienes idea de lo que fue aquello! —repuso Mosiah, tragando saliva—. Algunas veces sueño que sigo viendo su rostro, mirándome con malicia… —Mosiah clavó la mirada en Simkin al tomar conciencia de repente de lo que éste había dicho—. ¿Qué estabas haciendo en Merilon ayer por la noche?
—He estado allí toda la pasada semana —bostezó Simkin. Miró con repugnancia al tocón de madera sobre el que se sentaba Mosiah e hizo aparecer un diván con un gesto de la mano, sobre el que se tumbó con las manos detrás de la cabeza—. Las fiestas que se han dado allí han sido fantásticas.
—¡Pero Merilon es el enemigo!
—Mi querido muchacho, yo no tengo enemigos —observó Simkin—. De todas formas me has hecho perder el hilo de mis pensamientos. Además, era importante. —Arrugó la frente, acariciándose la barba. La espesa niebla lo cubría por todas partes, ocultándolo en parte, hasta que todo lo que Mosiah pudo percibir de él fue el sombrero de brillante color naranja que combinaba con el traje verde y las puntas de sus zapatos naranja—. ¡Ah, sí! La bruja me preguntó, de paso, si había visto a Joram últimamente.
—¡Joram! —repitió Mosiah, espantado. Se puso en pie nervioso, se acercó a Simkin y apoyó la mano sobre el diván que éste había hecho aparecer en medio del bosque, aliviado de poder tocar algo sólido y real—. Pero… ¡eso no tiene sentido! A lo mejor lo oíste mal, o ella quería decir…
—Exactamente lo que he dicho. Me quedé pasmado, así como suena, y caí redondo al suelo, plaf, incapaz de seguir flotando en el aire.
»—Tengo un poco de pelusa en los oídos —le dije a la Duuk–tsarith—. No he oído bien. Me ha parecido, ¿o me equivoco?, que preguntabais si había visto a Joram.
»—Así es —contestó ella.
»—¿Joram? —repetí yo, pensando que los Duuk–tsarith iban siempre directos al grano—. ¿Aquel muchacho que tenía aquella singular espada que… ejem… pasó a mejor vida hará un año?
»—El mismo —afirmó la bruja.
»—¿Estamos hablando de manifestaciones espectrales? —seguí preguntando con lo que me temo era una voz temblorosa—. ¿Huesos que castañetean, cadenas que arrastran, objetos que caen en plena noche, la figura de Joram caminando majestuosa por los salones en camisa de dormir?
»Ella no me contestó, sino que se quedó mirándome con una penetrante y acerada mirada.
Mosiah volvió a estremecerse ante la expresión de Simkin y asintió rápidamente.
—Comprendo —murmuró—. Sigue.
—Entonces ella dijo: «Estaré en contacto», lo que, entre ellos, significa exactamente eso. Te juro —continuó Simkin muy serio y con un temblor que no era del todo fingido— que he sentido unos dedos helados cerca de mi oído…
—¡No digas esas cosas! —El labio de Mosiah se perló de sudor—. Sobre todo no en este momento. —Miró a su alrededor—. ¡Odio esta maldita niebla! ¿No has oído nada? —Se interrumpió para aguzar el oído. Un extraño sonido, como un zumbido amortiguado, surgía de la neblina—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué no nos ponemos en movimiento?
—Bueno, espero que sepas el significado de todo esto.
—No —le espetó Mosiah, ladeando la cabeza en un intento de descubrir la dirección de la que provenía aquel peculiar sonido—. Pero imagino que me lo vas a decir…
—Representa, amigo mío —respondió Simkin con arrogancia—, que Lauryen no posee la Espada Arcana y, además, que o bien él o bien la Duuk–tsarith o quizás ambos creen que Joram ha regresado. Y, con Joram, la Profecía.
Mosiah no dijo nada. Ya no oía nada y dio por sentado que había sido su imaginación. Meneó la cabeza mientras clavaba la mirada en la niebla.
—Lauryen tiene razón, ¿sabes? —exclamó por fin, de mala gana y en voz baja—. Joram ha vuelto. Me lo dijo el corazón en el mismo momento en que puse los pies en aquella playa y vi a Saryon caído allí. Joram es el único que podría haber roto ese hechizo… —Calló un instante, luego prosiguió con un gran esfuerzo—. Hemos de convencer a Garald de…
—¡Silencio! ¡La niebla se está levantando! —exclamó Simkin, levantando la cabeza y poniéndose en pie.
Se oyó un toque de trompeta, y un vientecillo fresco y cortante empezó a soplar, transformando la niebla en finos jirones que se enroscaban sobre el suelo para luego desaparecer por completo. El sol del mediodía cayó con fuerza sobre ellos.
Mosiah agarró apresuradamente su ballesta y se colgó el carcaj de flechas a la espalda, mientras parpadeaba bajo la brillante luz y notaba cómo el sol empezaba a acariciar su cuerpo.
—¡Ahí está mi unidad! —Señaló con la mano a un grupo de hombres que se alineaban bajo las órdenes de uno de los hijos del herrero—. ¡No estábamos ni a seis metros de ellos! ¡No los había perdido! ¡Estoy aquí! —Mosiah empezó a gritar, agitando el brazo.
Entonces oyó de nuevo aquel misterioso sonido, mucho más cerca y mucho más poderoso. Se volvió y oteó a su alrededor. Mosiah se quedó horrorizado. Sintió cómo el miedo lo atravesaba, arrebatándole las fuerzas; no podía moverse, no podía pensar; no podía hacer otra cosa que permanecer allí con los ojos abiertos de par en par.
—¡Simkin! —gritó Mosiah angustiado, deseando sentir el contacto de otro ser vivo, algo que le era imprescindible para convencerse de su propia realidad en medio de aquel terror que se abatía sobre él, más espeso y helado que la misma niebla—. ¡Simkin! —gimió, paralizado por el pánico—. ¡No me dejes! ¿Dónde estás?
No recibió respuesta.