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Una semana después de ser lanzado el Desafío, en una fecha determinada mediante negociaciones entre los representantes de las naciones en guerra, se inició la batalla entre Merilon y Sharakan.

A primeras horas de la mañana, mucho antes de que el amanecer fuera nítido, el príncipe Garald y su séquito llegaron al Campo de la Gloria para colocar su Tablero de Juego. Su enemigo, el Emperador Lauryen y su séquito, aparecieron casi a la misma hora, procediendo de la misma forma a varios kilómetros de distancia.

El Campo de la Gloria estaba situado en el centro aproximado del mundo de Thimhallan. Era una gran extensión de terreno, relativamente llano, salpicado aquí y allí con grupos de árboles y cubierto en toda su extensión por espesa y mullida hierba de brillante color verde, que había sido delimitada en la antigüedad al efecto de servir como lugar donde se resolvieran las disputas entre naciones. Nadie lo visitaba por ningún otro motivo. El Campo había sido consagrado tanto por las oraciones como por la sangre, esta última inintencionado resultado de las Guerras de Hierro.

Antes y después de aquella contienda, las guerras en Thimhallan se habían realizado siempre de forma civilizada, como correspondía a esa categoría superior de seres humanos dotados de magia que luchaban en ellas, y al contrario de lo que ocurría con aquella otra clase inferior de humanos Muertos que habían quedado en el viejo mundo. La característica primordial del Campo de la Gloria eran los Tableros de Juego. Éstos, hechos de la piedra sagrada de la fortaleza montañosa del Manantial —granito sacado de alrededor del Pozo de la Vida, el origen de la magia del mundo— estaban colocados a ambos extremos del Campo. Cada uno de ellos poseía formas cuadradas de tres metros de lado. Cuando el Campo de la Gloria no se utilizaba, los lisos y amorfos Tableros descansaban sobre el suelo y los druidas se encargaban de preservarlos cuidadosamente; la hierba que crecía a su alrededor estaba siempre bien cortada y se los cubría con conjuros de protección que evitaban que los animales y los pájaros estropearan sus superficies.

El día de la batalla, como ahora era el caso, los jefes de los combatientes, los nobles que los acompañaban, los Supremos Señores de la Guerra y los catalistas de alto rango llegaban al lugar donde se situaban los Tableros y celebraban la Ceremonia de la Activación y bendición justo cuando los primeros rayos del sol empezaban a iluminar el Campo.

El príncipe Garald ocupó su lugar junto con el Cardinal Radisovik a la cabecera del Tablero, que miraba al norte. Sus acompañantes, los más prominentes de entre la nobleza de Sharakan, se colocaron alrededor del cuadrado, nueve a cada lado, con el catalista particular de cada uno de los nobles al lado de su respectivo señor. A una señal del príncipe Garald, el Cardinal inició la plegaria.

—Todopoderoso Almin —oró, sabiendo perfectamente que esas mismas palabras las estaría repitiendo el Patriarca Vanya a varios kilómetros de distancia—, posa Tus ojos sobre nuestra contienda de este día y dale tu bendición. Que nosotros, los que luchamos en esta batalla seamos considerados dignos de Ti y nos sea concedida la victoria, pues luchamos para encontrar favor a Tus ojos, castigando a un enemigo que ha roto Tus Mandamientos y ha traído la confusión y el desorden a nuestro pacífico mundo.

A esto siguió una enumeración de las quejas que Sharakan tenía contra Merilon (y viceversa en el extremo opuesto del Campo), por si acaso Almin había olvidado los actos de agresión, los intentos de esclavizarlos, y los otros nefandos delitos cometidos por el enemigo.

—Concédenos la victoria en este día, Almin —continuó Radisovik con gran seriedad—, y nosotros, habitantes de Sharakan, prometemos mejorar las condiciones de vida de los campesinos que viven bajo el férreo yugo de los codiciosos nobles de Merilon.

(—Nosotros, habitantes de Merilon, prometemos destruir a los diabólicos Hechiceros que han esclavizado al pueblo de Sharakan.)

—Nosotros, habitantes de Sharakan, destruiremos la cúpula mágica que rodea Merilon, para que la ciudad pueda disfrutar de la bendición de Tu luz y de Tu aire.

(—Nosotros, habitantes de Merilon, llevaremos la ilustración y la cultura al pueblo de Sharakan, cubriendo su ciudad con una cúpula mágica.)

—Nosotros, habitantes de Sharakan, destronaremos a ese ser malvado que gobierna en Merilon.

(—Nosotros, habitantes de Merilon, destronaremos a ese pérfido ser que gobierna en Sharakan.)

—… Expulsaremos a su Patriarca, declarado hereje por la Iglesia.

(—… Expulsaremos a su Cardinal, declarado hereje por la Iglesia.)

—… Y traeremos la paz al mundo de Thimhallan en Tu Nombre. Amén.

(—… Y traeremos la paz al mundo de Thimhallan en Tu Nombre. Amén.)

Llegados a este punto de la ceremonia, muchos de los espectadores empezaron a llegar, con sus fantásticas carrozas volantes reluciendo en el cielo por encima de las cabezas de los combatientes. El Cardinal Radisovik, que concluía su oración en aquel momento, tuvo por un breve instante la extrañísima sensación de que Almin había llegado también, y permanecía sentado en algún lugar por encima de ellos, tomando una buena copa de vino y mordisqueando un muslo de pollo. Constituía una visión poco ortodoxa y Radisovik la desterró a toda velocidad, suplicando en su interior a Almin que perdonase aquel sacrilegio.

El príncipe Garald dio un codazo a su catalista, que estaba aparentemente absorto en la contemplación de la llegada de los invitados y se olvidaba de que la Ceremonia no había finalizado. Sonrojándose, el Cardinal Radisovik otorgó Vida a su señor, y cada uno de los catalistas presentes hizo lo mismo con los suyos. La mayoría de los magos allí reunidos eran Albanara pero, no obstante, se hallaban también dos miembros de los Sif–Hanar, un miembro de los Kan–Hanar y un Hechicero, el herrero, que era ahora el jefe de su pueblo. Cada uno de éstos inclinó la cabeza respetuosamente y aceptó la Vida que le otorgaba su catalista y, a una nueva señal del príncipe Garald, los magos a su vez utilizaron su Vida para activar el Tablero de Juego.

La enorme losa de granito empezó a brillar con un resplandor azul. Los magos levantaron poco a poco las manos y el Tablero empezó a elevarse del suelo. Guiado por los magos, se alzó más y más hasta flotar a algo más de un metro del suelo. Garald hizo otro gesto y los magos interrumpieron sus conjuros, dejando el Tablero en flotación a una altura apropiada para el juego, su desnuda y lisa superficie reluciendo al sol.

Entonces el príncipe, quien hasta aquel momento no había participado en las actividades mágicas, colocó sus manos sobre el Tablero y empezó a entonar un ritual tan viejo como la misma piedra. Esta salmodia configuraba la Activación. A una orden suya, diminutas figuras mágicas —miniaturas a escala de las personas y animales reales que participaban en la batalla— ocuparon sus posiciones sobre el Tablero de Juego al mismo tiempo que sus dobles en la vida real ocupaban los suyos sobre el Campo de la Gloria.

En primer lugar aparecieron los Supremos Señores de la Guerra y sus catalistas ocupando posiciones sobre el Tablero que ahora empezaba a dividirse en cuadrículas para que los movimientos de las piezas resultaran más fáciles. El príncipe distribuía las diminutas piezas vivas sobre su Tablero, solicitando de cuando en cuando consejo de los que estaban junto a él, pero actuando por propia iniciativa la mayoría de las veces: daba instrucciones a un Supremo Señor de la Guerra para que se situara varios cuadros al norte, por ejemplo, o hacía retroceder a uno que por descuido se hallaba en territorio enemigo.

Una vez los Supremos Señores de la Guerra quedaron situados tal y como quería Garald, éste hizo aparecer a los Sif–Hanar —los magos que controlaban el clima— y los emplazó a diferentes intervalos (distancias determinadas por una antigua tradición) alrededor del Tablero. Por fin, cuando todo estuvo preparado, el príncipe empezó a introducir sus tropas; aquellas gentes y seres que estarían a las órdenes de los Supremos Señores de la Guerra.

Bandas de centauros salvajes, capturados en el País del Destierro y esclavizados por los Duuk–tsarith, se precipitaron sobre el Campo de la Gloria. Cada columna de centauros, sobre las que gobernaban los Señores de la Guerra, era controlada por uno de ellos, quien las soltaría en el momento que lo considerara conveniente o a una orden directa del príncipe. Los alados Ariels se colocaron junto a Garald, listos para transmitir sus órdenes a cualquiera de los que se encontraban en el Campo.

Junto con los centauros aparecieron también los gigantes, humanos víctimas de mutaciones que, al igual que los centauros, vivían en el País del Destierro. No obstante, en oposición a éstos, que vivían para matar, los gigantes eran en realidad criaturas amables, con la inteligencia de un niño pequeño. Seres pacíficos de ordinario, a los gigantes se los obligaba a luchar mediante estratagemas tales como el lanzamiento de rayos contra sus cuerpos u otras medidas que provocasen dolor, ya que sólo este factor podía enfurecerlos.

Acto seguido aparecieron los dragones, los grifos y una hueste de mágicas fieras, incluyendo algunas creadas mediante la magia específicamente para la batalla a punto de empezar: enormes ratas que alcanzaban el metro ochenta de altura cuando se erguían sobre sus patas traseras, colosales gatos para luchar contra las ratas… y así sucesivamente, según la capacidad creativa del mago en cuestión y sus aptitudes. Particularmente peligrosos eran los seres–bestia, hombres y mujeres transformados por los Supremos Señores de la Guerra en animales salvajes, pero conservando al mismo tiempo la inteligencia y la destreza propia de los seres superiores.

Por último, surgieron los Theldara, los druidas hacedores de salud, que ocuparon sus puestos en los bordes del Tablero, y que acudirían inmediatamente en ayuda de cualquier humano de ambos bandos que resultara herido durante la lucha.

Mientras trabajaba, el príncipe podía ver cómo los ejércitos del Emperador Lauryen se materializaban en el lado opuesto del Tablero de Juego. Garald estudiaba la disposición de las fuerzas de su enemigo con profundo interés, sabiendo que su oponente estaba examinando las suyas, y, de vez en cuando, efectuaba algún cambio, moviendo una pieza aquí o allí según la forma en que Lauryen iba determinando la posición de sus hombres. Sin embargo, Garald no permitió que lo que veía le influyera en exceso. Tenía su estrategia establecida con anterioridad y confiaba en ella, en sus Supremos Señores de la Guerra y en sus tropas.

Por fin todo quedó dispuesto. Bajando la mirada hacia el Tablero de Juego —poblado ahora de magos, brujos, catalistas, aullantes centauros, sonrientes gigantes, dragones que surcaban los aires, rugientes hombres–lobo y una multitud de otros combatientes— el príncipe Garald sonrió con orgullo y satisfacción. Alzó una mano, en la que apareció de pronto una copa de vino, y pidió un brindis.

Sus invitados lo imitaron al momento, alzando sus propias copas en el aire. A esta iniciativa se unieron también los espectadores, la mayor parte de los cuales se agolpaban en el aire por encima del Tablero, esperando ansiosos el inicio de la batalla.

—¡Por la victoria! —gritó Garald—. ¡Hoy será nuestra!

Las copas se vaciaron con presteza, mientras los nobles se miraban unos a otros, y en particular a su príncipe, con orgullo. Garald no había mostrado nunca un aspecto tan regio ni apuesto como el que lucía en aquel momento, ataviado con sus níveas ropas bordadas de rojo y oro, el atuendo de un comandante. Su rostro se sonrojaba por la excitación, sus claros ojos resplandecían con la sincera convicción de que la suya era una causa justa y se agitaban por la impaciencia de entrar en combate con el enemigo. Una vez más, alzó su copa, llenándola de vino mediante la magia. A Radisovik, que lo observaba, le recordó vivamente la imagen de la sangre fluyendo de una herida y, con un estremecimiento, efectuó una rápida señal con la mano para alejar todo infeliz augurio, preguntándose mientras lo hacía por qué se veía atormentado por aquellos molestos y desagradables pensamientos.

—Por nuestra arma secreta —dijo Garald, volviéndose hacia el Hechicero y ofreciéndole el brindis.

—Por nuestra arma secreta —replicaron los demás, todos los ojos fijos en el herrero, quien se puso tan nervioso que se bebió el vino de golpe, se atragantó y el barón que estaba a su lado tuvo que darle unas fuertes palmadas en la espalda para ayudarle a recuperarse.

Todos los ojos se dirigieron entonces a una sección del Tablero envuelta en una nube mágica. El príncipe Lauryen tenía también una facción parecida, oculta por la bruma en su lado del Tablero. Aunque las reglas de la guerra exigían que la mayoría de las fuerzas combatientes debían quedar perfectamente a la vista, a los jugadores se les permitía mantener veladas, en reserva, a algunas de sus fuerzas.

Eran estas reservas las que podían inclinar la balanza de la batalla hacia un lado u otro, y los ojos de los dos comandantes, Garald y Lauryen, se encontraban clavados en aquellos cuadros cubiertos de nubes, intentando deducir, por su tamaño en el Tablero, los informes de los espías y un centenar de otros factores, qué amenaza podía esconderse entre la niebla.

Lauryen sabía que allí debía de encontrarse el ejército de los Hechiceros, pero ¿qué armas portaban? ¿Cuál era su plan de ataque? Y la pregunta más apremiante de todas, ¿llevaban la Espada Arcana?

En cuanto al príncipe Garald, pocas dudas tenía sobre lo que se ocultaba entre la neblina de Lauryen. Un Señor de la Guerra empuñando la Espada Arcana. El príncipe le había entregado a su más poderoso Supremo Señor de la Guerra un regimiento de hombres armados con armas especiales y unas únicas instrucciones: capturar, a cualquier coste, la Espada Arcana.

Garald se hubiera quedado muy asombrado si hubiera sabido que el Emperador Lauryen había facilitado a su más poderoso Supremo Señor de la Guerra un regimiento y las mismas órdenes: apoderarse de la Espada Arcana.

Otra Orden la buscaba también, la Orden de los Duuk–tsarith, que impulsada por el temor a la Profecía, se había reunido en extraño y secreto cónclave la noche anterior a la batalla, encontrándose en unas cavernas situadas en las entrañas del mundo, cavernas cuyo paradero no conocían ni reyes ni emperadores.

Las enlutadas figuras, anónimas en la eterna noche de las cuevas, se habían congregado en un silencio más profundo aún que la oscuridad que las envolvía alrededor de una estrella de nueve puntas incrustada en el suelo de piedra. Uno de los miembros se elevó en el aire por encima de ellos, invisible a sus ojos pero nítido en sus mentes. La mujer hizo una pregunta.

—¿Lucha la Espada Arcana con los ejércitos de Sharakan?

—No. —La respuesta procedió de un gran número de voces que provenían de un extremo de la cámara de la caverna.

—¿Lucha la Espada Arcana con los ejércitos de Merilon?

—No. —De nuevo contestó un gran número de voces, procediendo esta vez del otro extremo de la estancia.

—¿Ha sido visto en este mundo el hombre Muerto, Joram, o el catalista, Saryon?

—Sí. —Esta vez tan sólo una voz respondió, surgiendo del fondo del círculo.

Al instante, la bruja disolvió el Cónclave. Las negras sombras se perdieron en la noche, regresando a sus deberes. Todas excepto una. La bruja le indicó que se acercara.

—¿Dónde está Joram?

—No lo sé. La Espada Arcana lo oculta muy bien.

—Pero ha sido visto. ¿Por quién? ¿Cuál es tu fuente de información?

En la mente del hombre se formó un nombre, pero no lo pronunció con palabras, temeroso, quizá, de permitir incluso a la noche que compartiera su secreto.

La bruja, al percibir aquel pensamiento, asintió satisfecha.

El hombre pareció inseguro.

—¿Es de confianza esa fuente?

—Absolutamente —contestó la bruja.