____ 06 ____

El príncipe Garald lanzó al Cardinal una mirada reprobadora.

—Tengo asuntos muy serios a los que atender —anunció con frialdad, girando sobre sus talones—. Puesto que Lauryen tiene la espada, nuestros planes para la guerra deben acelerarse antes de que aprenda…

—Alteza —interrumpió Radisovik—, sugiero que dediquéis un poco de vuestro tiempo a escuchar esto.

Aunque hablaba con voz calmada, el tono del Cardinal era firme y no admitía réplicas. Hombre de mediana edad, Radisovik había visto crecer a su príncipe, pasando de niño a hombre, le había enseñado sus lecciones, había supervisado sus años escolares y le había guiado por el sendero de la vida. Mosiah se percató, de repente y nítidamente, de que era aquel sacerdote, y no el amante padre, quien había actuado como factor principal en el modelado del carácter de Garald. Al igual que un druida alimenta con amor y cuidado a un árbol en crecimiento, Radisovik se había hecho cargo de un niño indudablemente malcriado y terco y, mediante el amor y el ejemplo, lo había convertido en un príncipe enérgico y disciplinado. Era la voz del profesor —del moldeador— la que se había escuchado ahora, y el alumno se volvía de mala gana, pero no obstante respetuoso y obediente, para atender.

—Muy bien, Simkin —concedió Garald con indiferencia—, cuenta tu historia. Es una pena que no haya niños presentes —añadió, pero lo hizo en voz muy baja, y si el Cardinal Radisovik lo oyó, fingió no haberlo hecho.

—Perdonadme, Alteza —intervino Radisovik, su voz de nuevo apacible—, pero me gustaría averiguar primero por qué Simkin o Mosiah nunca nos han alertado de esto antes. Tú debías de saber —siguió, volviéndose hacia Mosiah, que se ruborizó incómodo y bajó la mirada hasta sus botas—, que nos resultaba difícil aceptar la declaración oficial que llegó de Merilon.

—¿Qué declaración oficial fue ésa? —preguntó Simkin, lanzando el pañuelo de seda naranja hacia el cielo con un soplido.

Garald, con expresión torva, se inclinó hacia adelante, se apoderó del pedazo de seda y se lo metió dentro del fajín que llevaba alrededor de la cintura.

—Siéntate bien y compórtate —ordenó en un tono de voz tan áspero que incluso Simkin, aparentemente, percibió que había abusado un poco.

Cambiando el diván por una incómoda silla de respaldo recto, Simkin acabó arrojándola a un rincón de la habitación, y luego, vistiéndose con un infantil traje de marinero, apoyó enfurruñado la frente contra la pared y empezó a chuparse el dedo pulgar.

El príncipe Garald dio un paso hacia él, pero Radisovik se apresuró a intervenir.

—No hubiera habido ningún comunicado oficial —dijo el Cardinal— de no haber ocurrido aquellos insólitos acontecimientos, demasiado extraños para silenciarse. Vanya y Lauryen celebraron el juicio en secreto y establecieron que la Transformación tuviera lugar inmediatamente después de él. Es evidente que en su mente dominaba la idea de que el mundo no se enterase jamás de que había existido ese juicio. Sus planes hubieran salido bien, pero no podía negarse la muerte de la Emperatriz, como tampoco podía negarse el ataque de apoplejía casi fatal del Patriarca Vanya ni la desaparición del depuesto Emperador. Mucha gente había presenciado todos estos sucesos.

»El comunicado oficial salió, por lo tanto, del palacio de Merilon y declaraba que Joram había sido sentenciado a la Transformación porque estaba Muerto, que el catalista Saryon, a causa de un fanatismo equivocado, había decidido hacer un mártir de sí mismo y que Joram había aprovechado aquella oportunidad para intentar escapar. Al ver que estaba rodeado de Duuk–tsarith, Joram no pudo conseguir su propósito y se arrojó al Más Allá, para evitar enfrentarse a su justo castigo.

—Creo haber oído algo parecido —la voz de Simkin sonaba ahogada, debido a que tenía la cabeza en la esquina y seguía chupándose el dedo.

—¿No es así como sucedió?

Simkin negó con la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo estaba allí —replicó, retirando el pulgar de la boca con un ruido seco—. La tercera palmera a la izquierda.

El príncipe Garald dejó escapar un suspiro de impaciencia, pero la mano alzada de Radisovik lo contuvo.

—Sigue.

—No estoy muy seguro de querer hacerlo —dudó Simkin, haciendo un puchero—. Después de todo, Garald no me creerá… Bueno, si insistís —añadió apresuradamente, al oír un inquietante gruñido a su espalda. Tiró su silla por el suelo y giró el cuerpo para mirar de frente a su audiencia—. Veréis, nuestro Joram era un príncipe disfrazado de sapo —al ver aparecer una expresión de perplejidad en el rostro del Cardinal aclaró—: el hijo de la Emperatriz. Las noticias sobre la muerte del niño eran una exageración.

—¡Claro! —masculló Garald, sobresaltado—. Sabía que Joram me recordaba a alguien. Aquel pelo, los ojos… ¡eran los de su madre!

Simkin empezaba a animarse.

—Robado de su cuna real por trabajadores emigrantes, el renacuajo desapareció en una pequeña comunidad agrícola del medio oeste, y se lo educó para ser un saludable sapo joven, aunque amistades poco recomendables lo apartaron del camino recto —Simkin lanzó una mirada de reproche en dirección a Mosiah—, y recorrió el oscuro sendero que conduce a la muerte y a la metalurgia.

»Espada en mano, sin saber que llevaba sangre real, nuestro sapo viajó hasta Merilon, donde lo salvó el amor de una joven mujer, lo traicionó el afecto de un desgraciado catalista y acabó entre las regordetas manos del Patriarca Vanya. Cuando su Rechoncha Señoría le plantó un sonoro beso en la cabeza, nuestro verrugoso joven se transformó en un peligroso príncipe y fue, por lo tanto, sentenciado a vivir como una escultura…

Esa parte no tiene sentido —lo interrumpió Garald volviéndose hacia Radisovik.

«¿Y lo tiene el resto?», se preguntó en silencio Mosiah, su mirada fija en Simkin.

—¡No he terminado! —exclamó Simkin en voz alta, pero Garald no lo escuchaba.

—Si Joram era el auténtico príncipe de Merilon, hubiera resultado más seguro para Lauryen haberlo hecho matar. ¿Por qué la Transformación?

—Ah, ¿lo ves? —replicó Simkin, exasperado—, si hubieras tenido paciencia te lo habría aclarado. Todo está relacionado con la Profecía…

Al oír esta palabra, las encapuchadas cabezas de los dos Duuk–tsarith se volvieron silenciosamente la una hacia la otra, sus invisibles ojos se encontraron, y tuvo lugar entre ellos una conversación en la que no hacía falta que mediaran las palabras.

—Si sólo pudiera recordar… —Simkin frunció el ceño. Aparentemente ensimismado, intentaba encontrar una solución golpeando su cabeza contra la pared—. Esto es un lío completo. ¡Ah, ya lo tengo! Ésta es la Profecía: «Un niño de la realeza nacerá y luego morirá, y vivirá y morirá, y luego vivirá y morirá, y luego vivirá y morirá, y seguirá haciéndolo interminablemente hasta que todo el mundo esté harto de esta sucesión, momento en el que lo estrangularán y lo arrojarán a un pozo».

Girándose sobre sus talones, el príncipe se dirigió a la puerta.

—Quitad el sello —exigió.

—Si me disculpáis, Alteza —uno de los Duuk–tsarith se adelantó—, creo que podría ayudar en esta cuestión.

El príncipe se volvió a mirar al Señor de la Guerra con asombro. Los silenciosos y vigilantes guardianes de la ley en Thimhallan apenas si hablaban para nada y cuando lo hacían, en general, era únicamente como respuesta a alguna pregunta. Garald no había conocido jamás a ninguno que ofreciera información.

—¿Sabéis algo de esto vosotros, brujos? —inquirió el príncipe—. ¡Os interrogué en una ocasión después del incidente y afirmasteis no conocer nada respecto a él!

—En aquel tiempo, todo lo que sabíamos sobre Joram no añadía nada a la información que ya poseíais, la que apareció en el comunicado oficial —replicó el Duuk–tsarith sin inmutarse ni mostrarse afectado por la cólera de Garald—. Estáis al tanto, Alteza, de que nuestra Orden nos exige estrictos juramentos de lealtad y fidelidad para con aquellos a los que servimos. Los miembros de nuestra Orden que asistieron a la ejecución sirven al Patriarca Vanya y al Emperador Lauryen. De la misma forma que nosotros no podíamos revelar los secretos de Su Majestad y de vos, ellos no podían traicionar la confianza de sus señores.

—Desde luego —se disculpó Garald, ruborizándose y sabiendo que se merecía la reprimenda—. Perdonadme.

—Pero sí que conocemos algunos aspectos de esta Profecía de la que ha hablado el muchacho.

—¿Ese cuento infantil? Vivir y morir, vivir y morir…

—No, Alteza. La Profecía no se trata, me temo, de ningún cuento infantil. Fue hecha en los oscuros días que siguieron a las Guerras de Hierro por el Patriarca de Thimhallan y su verdadero contenido es: «Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo…»

—Me acerqué bastante —repuso Simkin, sorbiendo por la nariz.

—¡Que Almin nos proteja! —suplicó Radisovik, elevando los brazos en el aire.

—¡Ojalá sea así! —observó Garald con fervor—. ¿Cómo es que tú lo sabías? —Se volvió hacia Simkin.

—¡Cielos, yo estaba allí! —respondió indolente.

—¿Dónde?

—Allí, con los catalistas. Fue hace varios cientos de años. Estábamos reunidos alrededor del Pozo de la Vida, esperando a Almin, quien —ahora que lo mencionáis— viste de una forma lamentable. Se considera por encima de su atuendo, sin duda, pero eso no excusa…

—¡Bah! —lo interrumpió enojado Garald, dirigiéndose de nuevo hacia el Señor de la Guerra—. ¿Quién más lo sabe? Nunca lo oí mencionar.

—No, Alteza. Es, o era —la cabeza encapuchada se movió ligeramente en dirección a Simkin—, el secreto más celosamente guardado de todo Thimhallan. Por una razón muy evidente, como Vuestra Alteza comprenderá.

—Sí. —Garald se estremeció, para palidecer luego al pensar en las implicaciones de todo aquello—. ¡Ningún niño de la realeza estaría seguro!

—Precisamente, Alteza. Por lo tanto la Profecía quedó bajo la custodia de los Duuk–tsarith, quienes se la revelan únicamente a una persona de fuera de su Orden, el Patriarca de Thimhallan que haya sido elegido. Si este Joram fuera realmente el hijo de la Emperatriz y si estuviera Muerto…

El brujo se detuvo. Tras un instante de profunda consideración, el príncipe Garald asintió a ambas conjeturas con un movimiento de cabeza, para indicar su total entendimiento.

—… Entonces comprenderéis por qué sería imposible matarlo. La Transformación resultaría ideal como solución, ya que lo mantendría vivo pero inofensivo. Aparentemente, eso no resultó. Sabiendo que estaba a punto de ser capturado, escogió morir arrojándose al Más Allá y cumpliendo así el principio de la Profecía.

—¿Capturado? ¡Pero no lo fue! ¡Si me quisierais escuchar! —intervino Simkin—. No hago más que deciros que aún no he terminado…

—Pero, sin lugar a dudas está muerto, ahora, ¿verdad? —interrumpió Garald en voz baja y temblorosa—. ¡Nadie ha regresado jamás del Más Allá!

El Duuk–tsarith no contestó. Su deber era facilitar información, no especular sobre su veracidad.

—Alteza —intentó captar la atención de nuevo Simkin.

—¿Creéis eso, Radisovik? —preguntó de repente Garald, ignorando al muchacho, quien, con un suspiro, se cruzó de brazos y se sentó de nuevo con languidez en su silla.

—No estoy seguro, Alteza —repuso el Cardinal, evidentemente trastornado—. El asunto precisa ser estudiado con atención.

—Sí —asintió Garald. Se quedó en silencio, paseando arriba y abajo de la habitación. Por fin sacudió la cabeza concluyente—. Bien, pues yo no lo creo. ¿Un hombre… con el poder de destruir un mundo? ¡Bah!

—Alteza…

—E incluso si le diera crédito a ese cuento de hadas —continuó el príncipe sin prestar atención a la llamada de Simkin—, no puedo dejar que interfiera en nuestros planes para la guerra. ¡El hecho de que algo parecido pudiera ocurrir es simplemente una prueba más de que Vanya y Lauryen deben ser derrocados! Y yo debo actuar bajo la suposición de que Lauryen tiene la Espada Arcana, no un fantasma salido del Más Allá. Regreso a la Sala de Guerra.

El príncipe había hablado y, era evidente, era imposible contradecirlo esta vez. Radisovik inclinó la cabeza en silencio y Garald hizo una señal a los Duuk–tsarith, quienes retiraron el sello que cerraba la habitación y flotaron en silencio detrás de su príncipe mientras éste abandonaba a grandes zancadas el aposento. El Cardinal permaneció allí de pie, observando cómo se alejaba, al tiempo que sacudía la cabeza. Luego, con un suspiro y una triste sonrisa dirigida a Mosiah, abandonó a su vez la cámara.

—Como de costumbre, has hecho una buena chapuza —acusó Mosiah a Simkin—. Tuviste suerte de que el Señor de la Guerra interviniese. Creo que Garald estaba dispuesto a arrojarte a ti a un pozo…

Simkin no replicó. Permanecía sentado, con el brazo echado descuidadamente sobre el respaldo. El ridículo traje de marinerito se había desvanecido, siendo reemplazado por el conservador traje de seda gris.

—¿Sabes, mi querido Mosiah? —apuntó, contemplando la nada con desenfadada intensidad—, hay una cosa que para mí es de la mayor importancia y nadie quiere escucharme.

—¿Qué es? —preguntó Mosiah malhumorado, pensando en la tormenta de las Tierras de la Frontera.

—No hago más que intentar decírselo a Garald, pero está tan hambriento de guerra que se niega a atender a cualquier otra cosa que se le presente. Lauryen lo sabe, y tiene miedo. Por eso no cejaba en su empeño de apoderarse de la espada. Vanya también lo sabe, por eso le dio el ataque. Igual que el anterior y nada llorado Emperador, el auténtico padre de Joram, y por eso desapareció. Joram no huyó al Más Allá porque intentara escapar de los Duuk–tsarith. No necesitaba hacerlo.

—¿Por qué? ¿Qué quieres decir? —Mosiah levantó los ojos con aprensión, el temor apoderándose de él otra vez.

—Joram tenía la Espada Arcana… Joram estaba ganando…