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La Sala de Guerra era, en realidad, un gran salón de baile situado en una de las alas del palacio del rey en la ciudad–estado de Sharakan. A diferencia del flotante Palacio de Cristal de Merilon, el palacio de Sharakan se aposentaba firmemente sobre el suelo. Construido de granito, resultaba tan sencillo, sólido y práctico como sus súbditos y sus gobernantes.

El castillo se ubicaba antiguamente sobre una montaña —una pequeña colina, propiamente— que se vio mágicamente alterada por los moldeadores de piedra de la estirpe de los magos Pron–alban, convirtiéndola en una resistente y extremadamente lúgubre fortaleza. Los más recientes gobernantes de Sharakan habían reformado el palacio, según su idiosincrasia, suavizando las ásperas líneas de sus almenas, albergando un jardín en el patio central —que estaba considerado como uno de los más hermosos de todo Thimhallan— para, en general, transformarlo en un lugar más agradable en el que residir.

Pero el recinto seguía constituyendo una fortaleza, y se ufanaba con el honor de no haber caído jamás en manos del enemigo, ni siquiera durante las terribles y destructivas luchas de las Guerras de Hierro, que habían arrasado los palacios de Zith–el y de Merilon, entre otros. Por lo tanto, al príncipe Garald no le había planteado ninguna dificultad disponer del palacio de Sharakan como de un campamento armado, trayendo Señores de la Guerra y catalistas de la villa y sus alrededores para adiestrarlos en el arte de la guerra. A la ciudad de Sharakan trasladó a los Hechiceros, sacándolos de su exilio en el País del Destierro, y los animó a trabajar en la fabricación de armas, máquinas de asedio y otros siniestros instrumentos tecnológicos de destrucción.

Los habitantes de Sharakan se preparaban también para la guerra. Los Ilusionistas dejaron de malgastar energías creando cuadros vivientes o realzando los colores de las puestas de sol y volvieron su atención a la creación de ilusiones más aterradoras y horribles; alucinaciones que se introducían en la mente del enemigo y causaban más destrucción que la punta de una flecha al penetrar en el cuerpo.

Los Gremios de los Pron–alban, incluyendo los Moldeadores de Piedra, los Moldeadores de Madera, los Moldeadores de Telas y todos los demás, retiraron sus esfuerzos de las mundanas tareas domésticas y los dedicaron a la guerra. Los Moldeadores de Piedra reforzaron las murallas de la ciudad por si sucedía lo impensable: que Lauryen rompiera su juramento y se negara a aceptar la decisión a la que se llegara en el Campo de la Gloria, en cuyo caso atacaría sin duda la misma ciudad. Los Moldeadores de Madera se unieron a los Hechiceros de las Artes Arcanas para fabricar lanzas, flechas y máquinas de asedio.

Para algunos Moldeadores resultó difícil trabajar tan estrechamente con los Hechiceros. Aunque éstos eran más liberales en sus actitudes hacia la Tecnología —podían verse carros con ruedas funcionando con toda normalidad en la ciudad—, los magos de Sharakan habían sido educados en la creencia de que una utilización frecuente de esta disciplina suponía el primer paso para alcanzar el reino de la Muerte. Únicamente el amor y la lealtad que profesaban a su príncipe y a su rey, y su convencimiento de que esta guerra era necesaria para continuar su modo de vida, determinaban que los pobladores de Sharakan apretaran los dientes con resignación y ejecutaran aquello que estaba considerado como un pecado mortal: dar Vida a algo que estaba Muerto.

Los miembros de los Gremios trabajaban, por lo tanto, con los Hechiceros, y muchos de ellos descubrieron, con un cierto placer y sorpresa, que la Tecnología tenía considerables ventajas y que, si se la combinaba con magia, podía utilizarse para crear numerosos objetos útiles y funcionales: por ejemplo, las casas de ladrillo que tanto impresionaban al Cardinal Radisovik. Mientras los hombres de los Gremios y los Hechiceros aunaban sus esfuerzos, los Sif–Hanar se aseguraban de que el tiempo en la ciudad fuera en general agradable, al tiempo que seguían facilitando lluvia a los cultivos de los lejanos pueblos agrícolas para proveer una abundante cosecha. En el caso de que la ciudad sufriera un asedio, los Señores de la Guerra y los catalistas no tendrían energía sobrante para conjurar comida.

Los nobles de Sharakan —los Albanara— se preparaban también, a su manera, para la guerra. Aquellos que poseían y administraban las tierras de labrantío se aseguraban de que sus Magos Campesinos las laboraran intensivamente. Aquellos que tenían algún ligero conocimiento sobre cómo moldear se ofrecían para ayudar a los Gremios en su trabajo. Esta iniciativa se hizo rápidamente popular, y se convirtió casi en una moda; muy pronto no resultó insólito ver a un marqués gastando su energía mágica en la reparación de una grieta en la muralla de la ciudad, o a un barón accionando alegremente los fuelles de la forja. Los nobles se divertían enormemente mientras realizaban estas arduas tareas durante aproximadamente una hora cada semana, para volver luego a casa y desplomarse fatigados en un sillón, darse un buen baño caliente y felicitarse por contribuir a la guerra. Desgraciadamente, suponían más un estorbo que una ayuda para los hombres de los Gremios, quienes, sin embargo, se veían obligados a soportarlo y procuraban reparar las chapuzas lo mejor que podían cuando los nobles se cansaban de «ayudar».

Las damas de la aristocracia de Sharakan no eran menos entusiastas que sus esposos en su apoyo a la guerra; muchas de ellas contribuían con sus propios catalistas y Magos–Servidores a la causa. Esto significaba un considerable sacrificio. El «peinarse una misma» exaltaba fervorosamente, mientras que la baronesa que podía lanzar un suspiro y comentar sencillamente que «no tenía Vida suficiente para jugar al Destino del Cisne hoy porque su catalista había sido llamado a palacio para aprender a luchar» era contemplada con envidia por aquellas damas menos afortunadas cuyos catalistas habían sido declarados inútiles para el servicio y devueltos a sus hogares. El príncipe Garald estaba enterado de aquellos disparates y los pasaba por alto. El marqués que se había pasado tres horas para moldear una pequeña piedra había donado la mitad de su riqueza para la guerra. El barón que tiraba del fuelle de la forja había provisto la comida suficiente para mantener abastecida la ciudad durante un mes. Garald estaba satisfecho por la forma en que su pueblo se preparaba para el inminente conflicto. Él mismo trabajaba incansablemente y pasaba largas horas tanto entrenándose como estudiando.

Si Garald tenía un deseo secreto en su vida, éste era el de ser un Señor de la Guerra. Puesto que conseguirlo no quedaba a su alcance —por haber nacido Albanara—, llevó a la práctica la única sustitución posible: arrojarse en cuerpo y alma a aquella guerra. Como se había dedicado al arte de la guerra a fondo, sabía casi tanto sobre ella como los Supremos Señores de la Guerra, y, por tanto, Garald disfrutaba del respeto de aquellos hombres y mujeres —tarea harto dificultosa— y, al contrario que en algunos reinos donde los Supremos Señores de la Guerra se apresuraban a hacer a un lado al rey, los de Sharakan se sentían muy satisfechos de poder disfrutar del consejo y la ayuda de su príncipe. Éste colaboraba con ellos para enseñar a los Señores de la Guerra novatos, y a sus catalistas, cómo luchar. Desarrolló una estrategia para la batalla y anunció que asumiría el papel de Comandante de Campo en el Tablero de Juego cuando se iniciara el conflicto; una decisión que no fue discutida por los Supremos Señores de la Guerra, quienes reconocían, de inmediato, un talento natural.

El Cardinal Radisovik sabía perfectamente dónde encontrar al príncipe Garald. Su Alteza se había trasladado —para todo propósito práctico— al salón conocido ahora como la Sala de Guerra. Los tres hombres que lo buscaban, lo encontraron, pues, con facilidad. Mientras se acercaban al edificio que le servía de campamento, Mosiah, el Cardinal y Simkin (ahora con un pañuelo rosa al cuello) podían oír la voz de Garald resonando en los elevados techos cubiertos de recargadas pinturas.

—Todos los catalistas ocuparán ahora sus posiciones bien a la derecha o a la izquierda de su Señor o Señora de la Guerra. —Se produjo una pausa, durante la cual se alzó en el aire un murmullo de voces, mientras los brujos se distribuían en diestros o zurdos. Por fin, la voz de Garald se alzó por encima de la algarabía—. ¡Catalistas! Colocaos cinco pasos al lado y cinco detrás. —Se oyó el ruido confuso de pies que se arrastraban por el suelo. Llegando ante las enormes puertas de la sala de baile, los tres pudieron contemplar a los catalistas y a los magos moviéndose arriba y abajo, y ocupando sus posiciones como paso previo para el ensayo de su propia danza sobre el reluciente suelo de mármol que, con anterioridad, no demasiado tiempo atrás, había brillado bajo los pies de parejas menos destructivas.

Cuando todos se hallaban en sus puestos de batalla, el príncipe empezó a caminar arriba y abajo de las largas hileras de brujos vestidos de rojo y de catalistas vestidos de gris, inspeccionándolos con ojo crítico. Dos enlutados Duuk–tsarith —los guardias personales del príncipe— avanzaban solemnemente detrás de él, las manos cruzadas ante ellos.

—La colocación del catalista es crucial durante la lucha —el príncipe continuó su sermón mientras avanzaba entre las filas, variando la posición de un catalista un paso hacia allí, indicando a otro que se alejara un poco más—. Ya sabéis que es responsabilidad del catalista el otorgar Vida a su brujo durante la lucha. Para ello, ha de permanecer cerca de su Señor de la Guerra, abrir un conducto y dejar que la magia fluya de él a su compañero. Puesto que esto precisa la completa concentración del catalista y también su atención, éste no dispone de ningún medio para defenderse a sí mismo; por lo tanto, debe colocarse ligeramente detrás de su brujo, de modo que su pareja pueda utilizar un escudo mágico o la estratagema que prefiera para proteger a su catalista.

»Un oponente inteligente intentará, desde luego, dejar fuera de combate al catalista de su enemigo a la primera oportunidad, debilitando severamente, al hacerlo, al Señor de la Guerra. Todos vosotros, brujos, habéis aprendido sistemas convencionales de defensa contra este tipo de ataque, los cuales practicaremos más tarde.

»Hoy quiero concentrarme en una habilidad del catalista que a veces se pasa por alto. Vosotros, catalistas, no sólo tenéis la facultad de otorgar Vida a vuestro mago, sino que también poseéis la capacidad de absorber la Vida de vuestro oponente y de utilizar esta energía mágica adicional para alimentar a vuestro compañero. Esto supone contar con una definida habilidad para juzgar y una gran agudeza visual, puesto que debéis discernir cuándo vuestro Señor de la Guerra tiene suficiente Vida para poder seguir con la lucha sin precisar de vuestra ayuda y cuándo vuestro enemigo se halla tan ocupado en la batalla como para atacarlo sin que se dé cuenta. El peligro inherente, claro está, se cifra en que el adversario percibirá inmediatamente que se le está absorbiendo la Vida y actuará al instante para detener al catalista que lo ataca. Por consiguiente, debéis atacar con rapidez, concentrando todo vuestro esfuerzo en lo que estáis haciendo.

Habiendo terminado su inspección, Garald se elevó en el aire por encima de las cabezas de sus tropas de modo que pudiera dominarlas a todas a simple vista.

—Que las dos primeras filas se coloquen frente a frente. El resto ocupad vuestros lugares junto a la pared. ¡Eh, tú! ¡Presta atención! Muy pronto te tocará el turno. Espero que los que ahora observan lo realicen a la perfección al primer intento, ya que habrán tenido la ventaja de contemplar cómo otros lo hacían primero. Brujos, pasad a la tercera y cuarta series de conjuros de combate. Adelantaos y ensayad vuestros cánticos; la habitación está protegida por un hechizo de dispersión. Vosotros, catalistas, comprobad si podéis absorber con éxito la Vida del «enemigo» que tenéis enfrente.

El sonido de numerosas voces se alzó en el aire, arrojando fuego, levantando huracanes, haciendo caer rayos mientras los Señores de la Guerra se ponían en acción. Los catalistas, colocados en sus puestos, cerca de ellos, iniciaron la difícil tarea de intentar absorberles la Vida en lugar de transmitírsela. La mayoría de ellos no lograron el menor éxito, ya que, aunque a todos se les había enseñado esta técnica en El Manantial, pocos la habían presenciado y ninguno de los que se hallaban en la sala la habían ensayado jamás, debido a la ausencia de guerras en Thimhallan desde hacía innumerables años. Algunos, por error, absorbían la Vida de sus propios Señores de la Guerra. Gran parte de ellos no podían recordar las palabras correctas de la oración que les otorgaba aquel poder, y un pobre catalista joven se puso tan nervioso que accidentalmente se dejó a sí mismo sin Vida, cayendo al suelo como si estuviera muerto.

Mosiah lo observaba todo boquiabierto, tan fascinado que casi se olvidó de la razón por la que había venido. Nunca había asistido a una sesión de adiestramiento y, hasta aquel mismo instante, las conversaciones sobre la guerra sólo habían constituido un cúmulo de palabras. Ahora se corporeizaban, y un emocionado escalofrío le recorrió las venas. Al igual que Garald, también Mosiah deseaba ser un Supremo Señor de la Guerra, pero —como su príncipe— a pesar de ser un mago experto, no había nacido dentro del Misterio del Fuego, el necesario don de Almin para sobresalir en ese arte. No obstante, Garald le había prometido que estaría entre los arqueros, puesto que ya conocía el uso del arco y de la flecha. Las sesiones de entrenamiento de este grupo empezarían muy pronto, y, de repente, Mosiah se sintió incapaz de esperar hasta entonces.

Pero, si el muchacho había olvidado el motivo de su visita, no así el Cardinal Radisovik. Había interrogado a Mosiah y a Simkin durante el camino. Los dos le describieron lo que habían visto en las Tierras de la Frontera, mientras el Cardinal escuchaba con aparente calma exterior su relato de los extraños y anormales acontecimientos que habían presenciado. En realidad, se mostraba tan tranquilo que Mosiah se sintió avergonzado y turbado, convencido de que se asustaba —como Simkin había señalado— de una tormenta en un vaso de agua. Pero Radisovik estaba mucho más trastornado y preocupado de lo que permitía entrever a los dos jóvenes, y, cuando se ordenó un descanso en la sesión de entrenamiento para retirar al catalista que se había desvanecido, aprovechó la pausa para acercarse al príncipe, indicando a Mosiah y a Simkin que lo siguieran.

Al ver al Cardinal, Garald descendió inmediata y respetuosamente hasta el suelo sobre el que lo aguardaba el catalista. El príncipe iba vestido con los estrechos pantalones y la blanca camisa de amplias mangas que llevaba normalmente cuando practicaba esgrima, especialidad en la que se le sabía un gran experto. Aunque se aproximó a ellos con una atractiva sonrisa y la gracia y el porte que le eran naturales, resultaba evidente por la oscura línea que surgía de entre sus suaves cejas que estaba irritado. Lo difícil de determinar era si esta irritación venía provocada porque el Cardinal lo había interrumpido en su trabajo o si se debía a sus alumnos.

Sus primeras palabras pronto aclararon el dilema.

—Bueno, Cardinal Radisovik —dijo el príncipe Garald, mirando a la cabeza de la Iglesia en Sharakan con el ceño fruncido—. No estoy nada satisfecho de sus hermanos.

Radisovik, preocupado por asuntos más importantes, se limitó a sonreír.

—Sed paciente, Alteza —indicó consolador—. Son principiantes en estas artes. Aprenderán. Me parece recordar una época en que también vos erais un neófito en el arte de la esgrima.

El príncipe contempló a Radisovik de reojo, con aire algo mortificado.

—Vamos, Radisovik, no era tan malo.

—Creo recordar a Vuestra Alteza entrando en el aula, dando un tropezón con vuestra espada, y cayendo de espaldas sobre vuestro…

—¡No hice tal cosa! —negó Garald, sonrojándose. Al observar que el Cardinal lo miraba con severidad, se encogió de hombros—. Muy bien, que tropecé con la espada, pero no caí… ¡Oh, sea como queráis! —Con una mustia sonrisa, se relajó, desfrunciendo el entrecejo—. Y tenéis razón, Cardinal, como siempre. Soy demasiado impaciente. Mosiah, me alegro de verte de nuevo. —Dio la bienvenida al muchacho con una cálida sonrisa, extendiendo la mano no para ser besada sino en señal de amistad—. Estás bien, supongo. ¿Cómo van las cosas de la forja?

Como hacía varios meses que trataba al príncipe, Mosiah se había recuperado ya del profundo temor que le había inspirado en un principio y ahora podía estrechar su mano y contestar a sus preguntas sin que se le trabara la lengua. Aunque la sensación inicial de temor había desaparecido, había sido reemplazada por el respeto, la admiración y el afecto. A Mosiah le resultaba fácil comprender por qué todo Sharakan seguía a su apuesto dirigente a la guerra; habrían actuado de la misma manera si Garald hubiera anunciado su intención de arrojarse al mar.

—Simkin —saludó Garald, volviéndose hacia el barbudo joven—. Encuentro tu atavío extrañamente deprimente. ¿Te encuentras bien?

—Es un asunto grave, Alteza —repuso el aludido en el tomo lastimero que hubiera utilizado el jefe de porteadores del féretro en un cortejo fúnebre.

Garald enarcó las cejas al oír sus palabras mientras asomaba una carcajada a sus labios y se preparaba para escuchar el resto del chiste, pero una mirada al rostro solemne de Radisovik lo convenció al instante de que se trataba de un tema serio e importante.

—Envía a la gente a almorzar —ordenó Garald a uno de los Señores de la Guerra que pasaba flotando por los aires cerca de ellos en aquel momento—. Cítalos para dentro de media hora y, si yo no he regresado, haz que repitan este ejercicio.

—Sí, Alteza —respondió el brujo, inclinando la cabeza, sus manos ocultas en las mangas de sus amplios ropajes rojos.

El príncipe Garald condujo a sus visitantes fuera de la Sala de la Guerra, en la que resonaban ahora suspiros de alivio y voces de alegría. El castillo de Sharakan era un laberinto de habitaciones, mas no le resultó difícil al príncipe encontrar una desocupada, apropiada para una conversación privada.

La cámara, que hacía mucho tiempo que no se utilizaba, estaba vacía y no tenía ventanas. Con un movimiento de la mano, Garald hizo danzar esferas luminosas entre las sombras del alto techo. La luz era brillante como el sol, resplandecía desde las paredes y centelleaba sobre las decorativas baldosas, de complicados dibujos de flores y aves, llenas de incrustaciones y mágicamente modeladas, que adornaban el suelo. No había ningún mueble, y, por tanto, era evidente que Garald no pensaba permanecer allí por mucho tiempo. Aguardó a que el Cardinal hablase, permaneciendo de pie ante él con aire expectante e impaciente.

—Creo que deberíais sellar la habitación, Alteza —empezó Radisovik.

Con expresión algo sorprendida y también molesta por la pérdida de tiempo, Garald ordenó a los dos Duuk–tsarith que le acompañaban a todas partes que siguieran el consejo. Cuando la cámara quedó protegida —tanto contra intrusos como contra ojos y oídos curiosos— se volvió hacia el Cardinal.

—Muy bien, Radisovik. ¿Qué os lleváis entre manos?

El Cardinal le hizo un gesto a Mosiah para que hablara. Éste, poco acostumbrado a disfrutar de la completa atención tanto del príncipe como del Cardinal, y desoyendo al mismo tiempo los intermitentes e irrelevantes comentarios que iba insertando Simkin: «¡La ropa interior arrollada al cuello!… ¡Te aseguro que esos cuadros son arte de calidad!», contó vacilante lo que había visto y experimentado en las Tierras de la Frontera.

El rostro del príncipe Garald se volvía cada vez más solemne a medida que la narración avanzaba, y cuando Mosiah le relató cómo había encontrado la estatua de Saryon hecha pedazos y profanada, el príncipe enrojeció de cólera.

—Imagino que sabéis lo que esto significa —inquirió Garald dirigiéndose a Radisovik e interrumpiendo la descripción de Mosiah sobre la tormenta que bramaba en la playa.

—No estoy muy seguro, Alteza —repuso el Cardinal con suavidad, pero con un cierto matiz de reproche—. Creo que deberíais oír toda la narración del muchacho.

—Mosiah ha advertido que no intento ser maleducado —respondió el príncipe con impaciencia—. Se da cuenta de la gravedad de la situación…

—Pero la tormenta…

—¡Tormentas! ¡Siempre hay tormentas! —Paseando por la habitación, el príncipe zanjó la cuestión con un gesto de la mano.

—No en las Tierras de la Frontera —replicó Radisovik con calma.

—¡Eso no es importante! —exclamó Garald, apretando el puño. Su voz se había elevado hasta configurar casi un grito y el Cardinal lo miraba preocupado. Aspirando con fuerza, el príncipe consiguió controlarse—. ¡No lo comprendéis, Radisovik! ¡Esto significa que él la tiene!

—¿Quién tiene qué? —preguntó Simkin con un bostezo—. Sabed que todos vosotros podéis seguir paseándoos arriba y abajo si queréis, pero yo he tenido un día agotador, estoy terriblemente agotado. ¿Os importa si me siento?

Haciendo revolotear el pañuelo de seda naranja en el aire, el barbudo joven hizo aparecer un diván en la habitación y se tendió sobre él, con languidez, cuan largo era, haciendo caso omiso de la severa mirada de desaprobación del Cardinal, ya que nadie se sentaba en presencia del príncipe a menos que se le diera permiso para hacerlo.

Mirando a Mosiah, Garald dijo en voz más baja:

—Gracias, amigo mío. Te estoy profundamente agradecido por esta información. Ahora, si nos disculpas, me gustaría discutir este asunto en privado con el Cardinal.

—No, que se queden aquí, Alteza —pidió Radisovik inesperadamente, acercándose al príncipe—. Conocen esta historia como nosotros, Garald. O más —añadió en un murmullo.

El príncipe contempló a Radisovik, por un momento dubitativo, luego miró a Mosiah, quien, consciente del escrutinio y quizá de la murmuración final del Cardinal, se removió incómodo bajo aquel penetrante examen. Los ojos de Garald se dirigieron después al lánguido Simkin y frunció el ceño.

—Muy bien, Radisovik —repuso en voz baja—. ¡Lo que voy a decir no debe salir de esta habitación, caballeros!

Mosiah farfulló algo ininteligible, percibiendo ahora los invisibles ojos de los enlutados Duuk–tsarith clavados en él.

—Puedes confiar en mí por completo, Alteza —aseguró Simkin, agitando en el aire la seda naranja—. Que me muera si no es así, aunque no tan de repente como la duquesa de Malborough, que cayó desplomada allí mismo. Siempre se tomaba las cosas de una forma tan literal…

Garald lanzó una irritada ojeada a Simkin, quien inmediatamente cerró la boca.

—Mosiah, ¿viste la espada, la espada de Joram, en algún lugar sobre la arena, cerca de Saryon?

El interrogado meneó la cabeza.

—No.

—¿Lo veis? —interrumpió Garald, dirigiéndose a Radisovik.

—… Pero había tanta arena volando por todas partes, que podría haber quedado fácilmente enterrada, Alteza —continuó Mosiah.

—Sí —interpuso Simkin alegremente—. La pobre cabeza calva del catalista estaba sepultada hasta las cejas. Tuvimos que cavar. Fue una tarea inmunda. Me sentía como un ladrón de tumbas.

Mosiah dejó escapar un estrangulado sonido ahogado, cubriéndose el rostro con una mano.

—Lo siento de veras, Mosiah —dijo Garald con severidad—. Comparto tu dolor. Pero es el momento de pasar a la acción y de vengarse, no de llorar.

—¿Vengarse? —el joven levantó la cabeza, sobresaltado.

—Sí, muchacho —contestó Garald sombrío—. Tu amigo Saryon fue asesinado.

—Pero… ¿por qué? —jadeó Mosiah.

—¿No es evidente? —repuso Garald—. La Espada Arcana. Creo que podemos suponer, sin temor a equivocarnos, que ésta se encuentra ahora en poder de nuestro enemigo. Lauryen por fin ha conseguido obtenerla. —El príncipe reanudó su paseo—. ¡Qué estúpido he sido! —murmuró para sí—. ¡Debería haber puesto vigilancia! Pero no pensé que hubiera ninguna posibilidad de que él…

Mosiah abrió la boca, luego la volvió a cerrar, recordando que estaba en presencia de su soberano. Con gran sorpresa por su parte, el Cardinal Radisovik llamó su atención y, con gesto imperioso, indicó al muchacho que no debía callarse.

—Pero ¿qué hay de la tormenta, Alteza? —preguntó Mosiah finalmente, tras un segundo gesto apremiante por parte de Radisovik—. ¡Es… es terrible! —exclamó con desesperación, incapaz de encontrar una palabra lo bastante apropiada para describir el terrible espectáculo que había presenciado—. ¡Estaba aterrorizado, Alteza! ¡Más aterrorizado de lo que he estado nunca, más incluso que cuando los Duuk–tsarith me capturaron en la Arboleda! Era un pánico que fluía de muy hondo —apretó una mano contra su corazón—, y me atravesó como si fuera hielo.

—Uno de los hechizos de Lauryen, sin duda.

—¡No, Alteza! —exclamó Mosiah e, inmediatamente, se ruborizó al advertir, por la mirada de reproche de Garald, que había contradicho a su soberano—. Lo siento, Alteza. Sé que la posibilidad de que el Emperador Lauryen haya obtenido la Espada Arcana es algo muy serio, pero no es nada comparado con lo que puede estar sucediendo realmente. Al principio no hice caso de Simkin, pero ahora… —se detuvo.

Simkin, tumbado sobre el diván, se entretenía en soplar el pañuelo naranja elevándolo en el aire y dejándolo caer luego sobre su rostro. Al ver la sonrisa de triunfo que había aparecido en los labios del joven barbudo, Mosiah palideció de vergüenza y enojo. Al bajar los ojos al suelo, se perdió el rápido intercambio de miradas que se cruzó entre Garald y Radisovik.

—¿Qué sabes tú de esto, Simkin? —preguntó Garald despacio.

—¡Oh! Bastantes cosas, en realidad —respondió el joven despreocupadamente, haciendo volar el pañuelo de seda por encima de su cabeza, y observándolo mientras descendía flotando, dando vueltas y vueltas en espiral, como una hoja seca—. Entre ellas, el interesante y poco conocido hecho de que nuestro querido y tristemente añorado Joram está destinado de volver de entre los muertos y a destruir el mundo.