Mosiah lanzó una feroz mirada de disgustada sorpresa a la figura que se encontraba junto a él en el interior de la burbuja mágica.
—Simkin —refunfuñó, escupiendo arena—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Vamos, es el Día de Almin. Siempre vengo aquí el Día de Almin. ¿Qué has dicho? ¿Que es jueves? Bueno —se encogió de hombros—, ¿qué significa un día más o menos entre amigos? —Alzando los brazos, le mostró sus ropas—. ¿Qué te parece?
Mosiah miró al barbudo joven con repugnancia. Todo lo que Simkin llevaba —desde la chaqueta azul de brocado hasta el chaleco de seda violeta, pasando por sus relucientes pantalones verdes— estaba del revés, y no sólo esto era lo sorprendente, sino el que, además, llevaba su ropa interior encima del resto de su vestimenta. Sus cabellos estaban erizados y su normalmente lisa barba se hallaba toda revuelta.
—Creo que tienes aspecto de payaso, como siempre —masculló Mosiah—. ¡Y si hubiera sabido que eras tú te hubiera dejado que siguieras adelante hasta estrellarte de cabeza contra las montañas!
—He sido yo quien te ha salvado a ti, ¿recuerdas? —repuso Simkin con voz lánguida—. Qué humor más espantoso tienes hoy. Tu cara acabará paralizándose con esa expresión, ya te lo he dicho muchas veces. Hace que me venga a la memoria el cadáver del Duque de Tulkinghorn, que no se murió sino que sencillamente se convirtió en una forma cada vez más repugnante hasta que desapareció. No sé qué es lo que tienes contra mí, querido muchacho. —Simkin hizo aparecer un espejo y se contempló en él con placer, estirando aún más su barba para aumentar el efecto.
—¡Oh, no lo sabes! —le espetó Mosiah rabioso—. Había tan sólo unas pocas personas que sabían que nos encontraríamos en la Arboleda aquella noche: Joram, Saryon, tú y yo, y, por lo que parece, ¡los Duuk–tsarith! Supongo que se debió simplemente a la más pura de las coincidencias.
Bajando el espejo, Simkin se quedó mirando a Mosiah con incredulidad.
—¡No puedo creerlo! —exclamó en tono trágico—. ¡Todo este tiempo has imaginado que yo era un traidor! ¡Yo! —Arrojando el espejo contra la arena, Simkin se llevó las manos al pecho—. ¡Pártete! ¡Pártete, corazón! —gimió—. ¡Ojalá este demasiado mancillado pedazo de carne se marchitase!
—Deja eso, Simkin —atajó Mosiah con frialdad, apenas capaz de controlar un vivo deseo de agarrar al joven por el cuello y estrangularlo—. Tus juegos ya no resultan divertidos.
Mirando a Mosiah por debajo de sus agitados párpados, Simkin se irguió de repente, se alisó los cabellos y cambió sus ropas por un conjunto muy correcto y conservador de seda gris con encaje blanco, botones hechos con perlas y un pañuelo malva muy acorde con el conjunto. Mientras se ajustaba el encaje a la muñeca, comentó en tono aparentemente trivial:
—No tenía ni idea de que abrigases ese resentimiento. Debieras haberlo dicho antes. Saryon fue el traidor, como te he contado ya otras veces. No me negarás que el príncipe Garald no tiene sus canales para descubrir la verdad. Pregúntale a él, si no me crees a mí.
—No te creo y lo he hecho —repuso Mosiah, con cara de pocos amigos—. Y nadie sabe nada… si es que hay algo que saber…
—¡Oh! Por supuesto —interpuso Simkin.
Mosiah sacudió la cabeza exasperado.
—En cuanto a que el catalista nos traicionó, he oído esa loca historia que fraguaste sobre Saryon y Joram y no la creo. Él Padre Saryon nunca nos hubiera traicionado a nosotros y…
—¿… Yo sí? —terminó la frase Simkin, alisándose los cabellos. Con un movimiento de la mano hizo aparecer el pañuelo de seda naranja y se lo pasó por la nariz—. Tienes razón, desde luego —continuó imperturbable—. Podría haberos traicionado, pero sólo si las circunstancias empezaban a resultar aburridas. Tal y como se desarrollaron los acontecimientos, no tuve que recurrir a esa argucia. Tienes que admitir que nos lo pasamos muy bien allá en la vieja Merilon.
—¡Bah! —Apartando la mirada enojado del remilgado Simkin, Mosiah observó desde el refugio que le proporcionaba el escudo los remolinos que formaban la arena y el rugiente viento—. No sabía que se producían tormentas así en la Frontera. ¿Cuánto tiempo durará? —preguntó con frialdad, dejando bien claro que le hablaba a Simkin únicamente porque necesitaba información—. ¡Y haz que tu respuesta sea breve! —añadió despreciativo.
—No se producen, y mucho, mucho tiempo —replicó Simkin.
—¿Qué? —inquirió Mosiah irritado—. Aclara tus palabras.
—No es necesario —replicó Simkin, ofendido—. Me has dicho que fuera breve.
—Bien, pues no precisas serlo tanto —se corrigió Mosiah, sintiéndose más y más incómodo cuanto más tiempo permanecía a su lado.
A pesar de que era casi mediodía, estaba tan oscuro como si fuera de noche y la penumbra crecía cada vez más. Aunque estaba protegido por el escudo, Mosiah se daba cuenta de que la fuerza del viento iba en aumento, en lugar de amainar, y tenía que utilizar cada vez más Energía Vital para mantener aquella burbuja mágica alrededor de ellos. Percibía claramente cómo sus fuerzas empezaban a agotarse y sabía que no podría mantener el parapeto en su lugar durante mucho más tiempo.
—¿Vas a seguir insultándome? —interrogó Simkin altanero—. Porque si es así, no voy a decir ni una palabra.
—No —refunfuñó Mosiah.
—¿Y sientes haberme acusado de traición?
Mosiah no contestó.
Simkin, con las manos cruzadas a la espalda, contempló cómo soplaba furioso el viento en el exterior.
—Me gustaría saber hasta dónde podría llegar uno antes de verse arrojado contra algo grande y sólido como un roble…
—¡De acuerdo, lo siento! —exclamó Mosiah malhumorado—. ¡Ahora dime qué está ocurriendo!
—Muy bien. —Simkin alzó la barbilla con desdén—. Nunca hay tormentas en las Tierras de la Frontera. Esta circunstancia está relacionada con las fronteras mágicas o algo parecido, y, por lo tanto, en lo referente a la duración de este torbellino en particular, tengo el presentimiento de que se prolongará por mucho tiempo. Más tiempo, imagino, del que ninguno de nosotros pudiera sospechar.
Esto último fue dicho en voz baja, mientras el rostro de Simkin se volvía cada vez más solemne al observar el exterior de la burbuja mágica y contemplar la arena que el viento transportaba.
—¿Podemos andar dentro de este artefacto? —preguntó Simkin de repente—. ¿Puedes moverlo y a nosotros con él?
—Su… supongo que sí —rezongó Mosiah de mala gana—. Aunque necesitaré gran cantidad de energía y empiezo a sentirme bastante débil…
—No te preocupes. No permaneceremos mucho más aquí —interrumpió Simkin—. Dirige en aquella dirección. —Se la indicó con la mano.
—¡Podrías ayudarme a mantener el escudo en su lugar!, ¿sabes? —le recriminó Mosiah mientras avanzaban pesadamente sobre la arena.
No tenía la menor idea de adónde se dirigían, ya que le resultaba completamente imposible divisar nada.
—La verdad es que no podría —afirmó Simkin—. Estoy demasiado fatigado. Hacer que las ropas de uno salgan volando y luego regresen quedando las interiores en el exterior y del revés desgasta en exceso. No está lejos.
—¿El qué no está lejos?
—La estatua del catalista, claro. Pensaba que habías venido para verla.
—¿Cómo lo sabías…? Oh, déjalo —repuso Mosiah con voz cansina, perdiendo el equilibrio cada vez que la arena se movía debajo de sus pies—. Has dicho que merodeabas a menudo por este lugar. ¿Por qué? ¿Qué es lo que haces?
—Le hago compañía al catalista, claro está —contestó Simkin, contemplando a Mosiah con aspecto santurrón—. Ocupación para la que tú no dispones de tiempo. El que al pobre hombre lo hayan convertido en piedra no significa que haya perdido sus sentimientos. Debe aburrirse terriblemente, allí quieto todo el día, mirando a la nada, con palomas posándose sobre su cabeza, y ese tipo de incidencias. Sería diferente si las palomas resultaran interesantes, pero son tan malas conversadoras… y, además, imagino que sus patas deben de hacer cosquillas, ¿no te parece?
Mosiah dio un resbalón y cayó. Simkin se inclinó y tiró de él poniéndolo en pie.
—No está lejos —dijo el joven en tono alentador—. Casi hemos llegado.
—Y ¿de qué le… hum… le hablas? —preguntó Mosiah, sintiéndose inexplicablemente culpable. Sabía que aquellos sentenciados a la Transformación seguían viviendo, en realidad, pero jamás había pensado que pudiera ser posible comunicarse con ellos o hacerles partícipes, en cierta forma, del mundo de los vivos.
—¿De qué hablamos? —coreó Simkin, deteniéndose un momento como para orientarse, aunque era extremadamente difícil conocer su posición en medio de aquella cegadora tormenta; Mosiah no podía imaginar cómo podía conseguirlo—. ¡Ah, sí! Vamos en la dirección correcta. Sólo unos pasos más. Ahora… ¿por dónde iba? ¡Oh, sí! Bien, pues regalo a nuestro escultural amigo con los últimos comadreos de la corte. Le muestro mis últimas creaciones, aunque la verdad es que encuentro deprimente que sus reacciones ante ellas se muestren claramente lo que uno podría llamar pétreas. Y también le leo.
—¿Qué? —Ante aquella sorprendente declaración, Mosiah dejó de andar a trompicones por la arena, en parte para recuperar el aliento y las energías y en parte para mirar a Simkin sorprendido—. ¿Le lees? ¿El qué? ¿Libros religiosos? ¿Las Escrituras? No puedo imaginarte…
—… ¿Leyendo algo tan aburrido? —Simkin enarcó una ceja—. ¡Tienes toda la razón! ¡Cielos! ¡Las Escrituras! —Palideciendo ante la idea, se abanicó con el pañuelo naranja—. No, no. Le leo cosas divertidas, para animarlo. Encontré un enorme libro de obras de teatro escrito por ese tipo tan terriblemente prolífico de la antigüedad. Resulta bastante entretenido. Represento a todos los personajes. Escucha, he memorizado algunas partes. —Simkin asumió una pose trágica—. Pero, silencio, ¿qué luz es la que brilla en aquella ventana? Es el este, y Julieta se ha caído al otro lado del cristal. ¡Oh!, perdonadme, vos, sangrante pedazo de suelo… —Arrugó la frente—. ¿Es así cómo sigue? No acaba de rimar… —Encogiéndose de hombros, continuó—: O, si no estamos de humor para erudiciones, le leo esto.
Con un movimiento de la mano, hizo aparecer un libro encuadernado en piel y se lo entregó a Mosiah.
—Ábrelo, por cualquier página.
Mosiah así lo hizo, y sus ojos se abrieron desmesuradamente.
—¡Esto es repugnante! —exclamó, cerrando el libro bruscamente. Lanzó a Simkin una mirada furiosa—. ¿No querrás decir que le lees esa… esa porquería a… a…?
—¡Porquería! ¡Palurdo! ¡Esto es arte! —gritó Simkin, arrancando el libro de las manos de Mosiah y haciéndolo desaparecer en el aire—. Tal como he dicho, lo ayudaba a animarse…
—¿Ayudaba? ¿Qué quiere decir ayudaba? —lo interrumpió Mosiah—. ¿Por qué hablas en pasado?
—Porque me temo que nuestro catalista se halla ahora en el pretérito —respondió Simkin—. Mueve el escudo menos de medio centímetro. Ahí, a tus pies.
—¡Dios mío! —murmuró Mosiah horrorizado. Volvió la cabeza hacia su acompañante—. ¡No, no puede ser!
—Me temo que sí, querido muchacho —respondió Simkin, sacudiendo la cabeza tristemente—. No tengo la menor duda de que estos bloques, estas piedras, estos pedazos que ya no son nada, constituyen los restos de nuestro calvo y desgraciado amigo.
Mosiah se arrodilló. Protegido por el escudo mágico, apartó la arena de lo que parecía ser la cabeza de la estatua. Se tragó las lágrimas apresuradamente. Había deseado, rezado para que Simkin se hubiera equivocado, para que aquél fuera quizás otro de los Vigilantes; pero no había duda de que se trataba de Saryon, de su rostro bondadoso y sabio, de la tierna y dulce faz que tan bien conocía. Incluso podía ver, tal y como había dicho Garald, aquella expresión de paz infinita esculpida para siempre en la piedra.
—¿Cómo ha podido suceder? —exigió Mosiah colérico—. ¿Quién podría haber hecho algo así? No sabía que se podía romper el hechizo…
—No es posible —respondió Simkin con una extraña sonrisa.
Mosiah se incorporó.
—¿No es posible? —repitió, mirando a su interlocutor con suspicacia— ¿Cómo lo sabes? ¿Qué es lo que desconozco?
Simkin se encogió de hombros.
—Simplemente que este hechizo no es reversible. Párate a pensar. Los Vigilantes han estado aquí cientos de años; durante ese tiempo, nada ni nadie ha podido alterarlos o devolverlos a la vida. —Hizo un gesto en dirección a los fragmentos desperdigados sobre la arena—. Me encontraba aquí mientras Lauryen y su alegre pandilla golpeaban con cuchillos y martillos las pétreas manos de nuestro amigo, intentando sacar la Espada Arcana. Lo único que consiguieron después de tanto esfuerzo fue grava. Vi cómo el Señor de la Guerra lanzaba un hechizo tras otro contra Saryon y, aparte de abrasar a unas cuantas palomas, obtuvo el mismo resultado. Sin embargo, ahora nos encontramos con la estatua hecha pedazos cuando ni siquiera los conjuros más potentes del más poderoso de los Señores de la Guerra de este mundo habían podido siquiera rozarla.
Mosiah se estremeció. A pesar del escudo mágico, podía sentir cómo la temperatura empezaba a descender. Tenía la boca reseca y cuanto más tiempo permanecía allí más se acrecentaba su sensación de inquietud.
—¿Qué otras cosas…?
—Ven por aquí. Te lo mostraré —se ofreció Simkin, gesticulando con insistencia.
—¿Está muy lejos? —preguntó Mosiah, indeciso—. No estoy seguro de cuánto tiempo podré continuar…
—Lo estás haciendo muy bien. El escudo aguanta. Sólo un poco más. Sigue andando, todo recto.
Mosiah caminó hacia adelante, intentando en lo posible evitar los montículos de arena que suponía eran partes de la estatua rota. De que Saryon estaba muerto, no le cabía la menor duda. Imaginaba que debiera sentir pena o alivio, pero en aquellos precisos instantes toda su atención se centraba en el entumecimiento que agarrotaba todo su cuerpo y en la creciente y premonitoria sensación de temor agorero.
—Ahí —señaló Simkin, deteniéndose, con los brazos en jarras.
Mosiah siguió su indicación, contemplando más allá de donde estaba el joven, y la sangre se le heló en las venas, haciéndolo tiritar de la cabeza a los pies.
Garald había descrito la Frontera como un conjunto de brumas que se arremolinaban y movían pausadamente, pero lo que Mosiah observó fue una masa revuelta de verdosas y horribles nubes negras. Se percibía el parpadeo de los relámpagos en sus bordes, y el viento absorbía la arena hacia arriba en retorcidas chimeneas para, luego, vomitarla fuera de sus hirvientes fauces, alternando la aspiración y la espiración como si fuera un ser vivo. Mosiah sintió cómo su escudo mágico empezaba a desmoronarse.
—¡Me he quedado sin Vida! —jadeó—. ¡No puedo mantener el escudo mucho más tiempo!
—¡El Corredor! —repuso Simkin con tranquilidad—. ¡Corre!
Dándose la vuelta, regresaron dando traspiés por la arena; Simkin indicaba el camino pues, de lo contrario, Mosiah se hubiera perdido rápidamente en medio de la tormenta.
—¡Casi hemos llegado! —gritó Simkin, sujetando a Mosiah cuando éste se derrumbó sobre la arena. Ayudado por su acompañante, Mosiah se puso en pie tambaleante, pero el escudo se había desvanecido. La arena los azotó con fuerza. El viento rugía y aullaba alrededor de sus oídos, golpeándolos con enormes puños, arrastrándolos hacia sus fauces, para luego arrojarlos con fuerza hacia adelante y provocando su caída.
Mosiah no podía divisar nada, tampoco podía oír. Todo era ruido y tumulto, oscuridad y punzante arena.
Y, de repente, todo quedó en absoluta calma.
Mosiah abrió los ojos y miró a su alrededor con asombro. No había experimentado la sensación de acceder al interior del Corredor, pero aquí se encontraba ya, de vuelta en el estudio de Radisovik junto con Simkin, que tenía un aspecto particularmente grotesco con el pañuelo de seda naranja atado alrededor de su nariz y de su boca.
Alzándose de su silla, el Cardinal Radisovik se quedó mirándolos sorprendido.
—¿Qué sucede? —preguntó, acudiendo inmediatamente a ayudar a Mosiah, que se mostraba pálido y tembloroso, a sentarse en un sillón—. ¡Cálmate! ¿Dónde has estado? Haré que traigan algo de vino…
—¡La Frontera…, las Tierras de la Frontera! —tartamudeó Mosiah, intentando sin éxito dejar sus estremecimientos. Se puso en pie de un salto, rechazando las súplicas para tranquilizarlo del Cardinal—. ¡Debo ver al príncipe Garald! ¿Dónde está?
—En la Sala de Guerra, creo —contestó Radisovik—. Pero ¿por qué? ¿Qué ocurre?
—Este pañuelo… —divagó Simkin, contemplándose en el espejo de la pared del Cardinal con aire crítico—. El malva… resulta absolutamente horrible combinado con el gris…