____ 03 ____

—¿Cardinal Radisovik?

El Cardinal levantó la cabeza del libro que estaba leyendo y se volvió para averiguar quién lo llamaba. Parpadeando bajo la brillante luz de primeras horas de la mañana, que se filtraba a través del complejo diseño de la ventana de cristal, vio tan sólo una oscura figura destacándose en el umbral de su estudio.

—Soy Mosiah, Divinidad —repuso el joven, al darse cuenta de que el catalista no lo reconocía—. Espero no molestaros. Si es así, puedo volver en otro…

—No, en absoluto, hijo mío. —El Cardinal cerró su libro, haciéndole una seña con la mano para que se acercara—. Por favor, entra. No te he visto por el palacio últimamente.

—Gracias, Divinidad. Ahora vivo con los Hechiceros —replicó Mosiah, entrando en la habitación—. Lo más cómodo era que me instalara con ellos, ya que mi trabajo me mantiene en la forja la mayor parte del tiempo.

—Sí —asintió el Cardinal Radisovik, y si su rostro se ensombreció ligeramente ante la mención de la forja, el fugaz velo se disipó con rapidez—. Justo ayer estuve en la nueva parte de la ciudad que han construido los Hechiceros. Me siento impresionado por el trabajo que han llevado a cabo en tan corto espacio de tiempo. Sus casas resultan cálidas y confortables. Se las puede modelar con rapidez y con un reducido gasto de Energía Vital. ¿Cómo se llama la piedra con la que están fabricadas?

—Ladrillo, Divinidad —repuso Mosiah, sonriendo para sí—. Y no es piedra. Está hecho de barro y paja, se le da forma en un molde, y luego se lo deja secar al sol.

—Sí, lo sé —replicó el Cardinal—. Los vi moldeando estos… ladrillos… cuando estuve en su pueblo el año pasado con el príncipe Garald. Por alguna razón la palabra ladrillo se evade siempre de mi mente. —Su mirada abandonó a Mosiah para posarse sobre el jardín del palacio, que podía verse a través de la ventana—. Te interesará saber —continuó el Cardinal Radisovik— que he aconsejado a la nobleza que utilice ese método para construir los hogares de sus Magos Campesinos. Algunos de los Albanara estuvieron conmigo ayer, inspeccionando los alojamientos, y al menos dos de ellos han estado de acuerdo conmigo en que son muy superiores a las estructuras existentes.

—¿Qué hay de los otros, Divinidad? —interrogó Mosiah. Como antiguo Mago Campesino, que había habitado con su padre, su madre y numerosos hermanos y hermanas en el tronco de un árbol muerto agrandado por medios mágicos, adivinaba la bendición que significaría el tener alojamientos cálidos y secos para aquellos que se veían obligados a soportar los caprichos de un tiempo que seguía sus propias normas meteorológicas.

—Lo aceptarán, creo —repuso Radisovik lentamente. Frotándose los ojos irritados de tanto leer, sacudió la cabeza y sonrió irónico—. Te seré franco, Mosiah. Se sintieron… escandalizados… al enfrentarse a las llamadas Artes Arcanas de la Tecnología y encontraron difícil acostumbrarse a pensar en ellas de forma racional. Pero con los Hechiceros viviendo ahora en el interior de las murallas de la ciudad de Sharakan, con sus habilidades a la vista de todos, creo que con el tiempo la gente se familiarizará con la tecnología y la acogerá como parte de la naturaleza humana.

Mosiah se percató de que el Cardinal fruncía el ceño de nuevo al pronunciar estas palabras, a las que siguió un suspiro.

—Una parte de la naturaleza humana que los conduce a la guerra. ¿Es eso lo que estáis pensando, Divinidad? —apuntó Mosiah con suavidad. Distraídamente, su mano abrió las cubiertas de otro libro que tenía cerca de él, sobre una mesa modelada mágicamente y con cariño de un pedazo de madera de nogal.

—Sí, eso es —respondió Radisovik, lanzando una penetrante mirada a Mosiah—. Eres un joven muy perspicaz.

Mosiah se ruborizó, satisfecho pero embarazado. Cerró el libro, acariciando la encuadernación de piel con la mano.

—Gracias, Divinidad, aunque no merezco el cumplido. He tenido ese pensamiento yo mismo… —titubeó, poco acostumbrado a expresar sus sentimientos—. Especialmente cuando estoy trabajando, cuando forjo la punta de una lanza, pienso, mientras la fabrico, que ésta… que ésta matará a alguien.

»¡Oh!, ya sé que el príncipe Garald dice que no —añadió apresuradamente, temiendo que sus frases fueran interpretadas como una crítica a su gobernante—. Las lanzas son para intimidar o, como mucho, para ser utilizadas contra los centauros. Sin embargo, no puedo evitar hacerme preguntas.

—Tú no eres el único que se las hace, Mosiah —dijo el Cardinal, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la ventana para mirar, sin ver, a través de ella—. El príncipe Garald es un excelente joven. El mejor de los que he tratado, y hablo con conocimiento de causa ya que lo he visto pasar de la infancia a la edad adulta. En él hay todo lo mejor y más noble de los Albanara. Demuestra una gran sensatez a pesar de su corta edad. Algunas veces olvido que sólo tiene veintinueve años. A menudo pienso… —el Cardinal bajó la voz— en la luz que brindó a la sombría alma de aquel amigo tuyo. ¿Cómo se llamaba?

—Joram —respondió Mosiah.

Percibiendo el dolor que inundaba la voz del joven, Radisovik se apartó de la ventana.

—Lo siento —se disculpó—. No tenía intención de abrir viejas heridas.

—No, no es nada, Divinidad —repuso Mosiah—. Sé lo que queréis decir. Joram nunca hubiera hecho… lo que hizo si no hubiera sido porque aprendió de Garald el auténtico significado del honor y la nobleza.

—Garald se lo enseñó, sí. Pero fue el catalista quien abrió su corazón al amor y al sacrificio. Un hombre extraño, el Padre Saryon —señaló el Cardinal, hablando más para sí que para Mosiah—. Y también fue extraño y trágico el giro que tomaron los acontecimientos. Aún no estoy convencido de conocer toda la verdad acerca de Joram. ¿Lo estás tú, Mosiah?

La pregunta fue pronunciada en voz baja; era totalmente inesperada y cogió al joven desprevenido. Contestó que sí, que desde luego que estaba convencido, pero su tono era apenas audible y mantuvo los ojos apartados de la penetrante mirada del Cardinal. Sacudiendo la cabeza, Radisovik volvió la vista hacia el hermoso jardín.

—Pero nos hemos desviado del sendero original —siguió, retomando la conversación y sonriendo para sí al oír cómo el otro se agitaba nervioso e inquieto a su espalda—. Estábamos hablando de Garald y de esta guerra. Si mi príncipe tiene un defecto, éste es que se enorgullece de esta próxima batalla, hasta el punto de olvidarse incluso de los objetivos por los que luchamos. Formar a sus tropas, colocar a sus Señores de la Guerra en las posiciones correctas, adiestrarlos a ellos y a sus catalistas, estudiar atentamente el Tablero de Competición: eso es todo lo que ocupa su mente estos días.

»Sin embargo las guerras, cuando se terminan, o bien se ganan o se pierden, y deben hacerse planes para la eventualidad tanto de una victoria como de una derrota. No obstante, se niega a discutir este tema con Su Majestad. —Radisovik frunció el entrecejo, y Mosiah comprendió sobresaltado que estaba escuchando cosas que no estaban destinadas a los oídos de un humilde súbdito de Sharakan—. El rey está ciego en lo referente a Garald. Está orgulloso de él, muy merecidamente, pero la radiante aureola del joven no le deja ver al hombre auténtico. Garald juega alegremente con sus brillantes soldaditos de juguete, negándose a detenerse el tiempo suficiente para considerar cuestiones tan mundanas como ¿qué haremos con Merilon si conseguimos conquistarla? ¿Quién gobernará la ciudad? ¿Será el ahora depuesto Emperador, aunque he oído rumores de que está loco? ¿Quién va a ocupar el sitio del Patriarca Vanya como cabeza de la Iglesia? ¿Qué haremos con aquellos nobles que se nieguen a extender su lealtad hacia nosotros? Las demás ciudades–estado se han mantenido escrupulosamente aparte, pero ¿qué sucedería si éstas, observando que acrecentamos nuestro poderío, deciden atacarnos?

»¿Comprendes estos problemas? —inquirió el Cardinal Radisovik, volviéndose para mirar al desconcertado Mosiah—. Sin embargo, cada vez que intento hablar con Garald de ellos, él sacude la mano y dice: “No tengo tiempo para discutirlo. Sopesadlo con mi padre”. Y el rey me dice con brusquedad: “Ya tengo bastantes preocupaciones con este reino. ¡Todo lo que tenga relación con la guerra tratadlo con mi hijo!”.

Mosiah pasó el peso de su cuerpo de un pie al otro, preguntándose si tendría suficiente Vida para hacer que el suelo se lo tragara discretamente. Dándose cuenta del malestar del joven y advirtiendo la importancia de sus divagaciones, Radisovik se refrenó.

—No es mi intención agobiarte con mis problemas, muchacho —aseguró.

Abandonando la ventana, cruzó la habitación para colocarse cerca de Mosiah, quien lo contempló con una especie de temor. Todo en el ministro hablaba de intriga cortesana, incluso los faldones de su túnica ribeteada de hilo de oro parecían susurrar secretos mientras andaba.

—Con la ayuda de Almin, estas cuestiones se solucionarán por sí solas. Bien, tú has venido aquí por un motivo y yo te he entretenido refiriendo asuntos intrascendentes. Te pido disculpas. ¿Qué puedo hacer por ti?

Mosiah tardó un momento en poner en orden sus ideas, mientras se daba cuenta y apreciaba en todo su valor la forma tan hábil en que Radisovik había manejado lo que podría haber sido una situación muy incómoda. Con gran elegancia, el Cardinal había reducido las críticas a su príncipe a la categoría de «asunto intrascendente» y las había arrojado al regazo de Almin, indicando a Mosiah con gran sutileza que se olvidara de lo que había oído y confiara en el dios.

A lo cual el joven se mostraba totalmente predispuesto. Sharakan no era una corte tan peligrosa como se rumoreaba con respecto a Merilon por aquellos días, pero, no obstante, ninguna corte real era realmente segura y Mosiah había aprendido muy pronto que no resultaba aconsejable saber ni en exceso ni demasiado poco.

—Me disculpo por adelantado por molestaros con algo tan trivial como lo que estoy a punto de pediros, Cardinal Radisovik —empezó el joven—. Pero… es importante para mí… y ningún catalista lo efectuará sin obtener vuestro permiso, ya que estamos en estado de guerra.

—¿Qué es lo que quieres, hijo mío? —preguntó Radisovik con una voz suave que, no obstante, se había vuelto de repente fría y cautelosa.

—He… he venido a pediros si podríais abrir un Corredor para mí, Divinidad.

—Quieres abandonar Sharakan —aclaró Radisovik lentamente.

—Sí, Divinidad.

—¿Te das cuenta de que salir fuera de los límites mágicos de esta ciudad está prohibido por el bien de nuestros ciudadanos? Todo viaje resulta peligroso estos días, especialmente para los súbditos de nuestra ciudad. Nuestros propios Thon–li controlan actualmente nuestros Corredores, con la ayuda de los Duuk–tsarith, desde luego. Pero es posible que los Señores de la Guerra de Merilon intentasen acceder a ellos.

—Lo sé, Divinidad —repuso Mosiah respetuosamente pero con firmeza—. De cualquier modo, este viaje es importante para mí, y estoy dispuesto a correr el riesgo. He informado al príncipe Garald —continuó, viendo que Radisovik vacilaba—. Él me ha dado su permiso para partir. Tengo un mensaje suyo. —Mosiah hurgó en su túnica y sacó una pequeña esfera de cristal que, cuando se la activase mediante una palabra mágica, ofrecería una imagen del joven y apuesto príncipe de Sharakan.

—Eso no será necesario —dijo Radisovik con una sonrisa—. Si lo has tratado con el príncipe Garald y él se ha mostrado conforme, entonces, desde luego, abriré un Corredor y te desearé buena suerte. Mas ¿adónde quieres ir?

—A las Tierras de la Frontera —respondió Mosiah.

Radisovik se sobresaltó, y miró al muchacho con expresión de desconcierto.

—¿Por qué deseas…? —Entonces su frente se despejó—. ¡Ah! —exclamó en voz baja—. Hoy es el aniversario.

—Sí, Divinidad —replicó Mosiah, también quedamente—. Nunca he estado allí. Cuando los Hechiceros me encontraron en el País del Destierro, yo estaba más muerto que vivo. No me enteré de lo que había sucedido hasta… mucho después. Quería ir, pero no pude obligarme a hacerlo —bajó la mirada al suelo, avergonzado—. Sé que debiera haber partido, pero no podía soportar ver a Saryon… transformado… —Tosió, aclarándose la garganta.

—Lo comprendo, hijo mío. Lo comprendo. —Radisovik colocó su mano sobre el hombro del muchacho—. Me enteré de tu experiencia y debe de haber sido terrible. Nadie puede culparte por no querer viajar a ese horrible lugar hasta que te sintieras más fuerte.

—Debo ir. Necesito ir —afirmó Mosiah, tozudo, como si estuviera discutiendo consigo mismo—. Tengo que forzarme a mí mismo a aceptar que fue real. Que realmente sucedió. Quizás entonces podré acatarlo o comprenderlo.

—Dudo que logremos comprenderlo alguna vez —señaló Radisovik, observando al joven con fijeza, sus ojos examinando cada uno de los matices de la expresión de aquel rostro abierto y franco—, pero la verdad es que debemos aceptar lo que ha sucedido, no sea que la cólera y la amargura nos corroan y nos impidan vivir nuestras propias vidas.

Se interrumpió, esperando para ver si Mosiah añadía algo más. Sin embargo, el joven, luchando con sus emociones, pareció incapaz de agregar nada. El Cardinal se encogió de hombros imperceptiblemente y, murmurando una oración, hizo que un Corredor se abriera en la habitación, creado en el aire un agujero oval que parecía hundirse en la nada.

—Que la bendición de Almin te acompañe, Mosiah —deseó Radisovik mientras el muchacho, con el rostro ruborizado, murmuraba entre toses su agradecimiento—. Ojalá encuentres la paz que buscas.

El Corredor se alargó. El joven penetró en su interior y el sendero a través del espacio y el tiempo creado en otra época por los antiguos se cerró a su alrededor. Mosiah desapareció de la habitación.

Con la mirada fija en el lugar por donde se había ido y la frente arrugada, el Cardinal meneó la cabeza.

—¿Qué secreto roe tu corazón, muchacho? —murmuró—. Quisiera saber…

El Corredor se cerró alrededor de Mosiah con aquella familiar sensación aprisionadora, como si lo estuvieran arrastrando por un pequeño y oscuro túnel. El muchacho experimentó un aterrador momento de pánico, recordando con horrible claridad la última vez que había utilizado aquella ruta…

Con el rostro inexpresivo, la bruja pronunció una palabra. Mosiah contuvo el aliento, asustado, cuando las espinas volvieron a aparecer en las enredaderas, esta vez pinchando simplemente su carne en lugar de hundirse en ella.

—Aún no —dijo la mujer, adivinando los pensamientos de Mosiah por la expresión de su pálido rostro y por sus ojos desorbitados—. Pero crecerán y seguirán creciendo hasta que te atraviesen la piel y los músculos y todos tus órganos, arrancándote la vida a su paso. Te lo pregunto de nuevo. ¿Cómo te llamas?

—¿Por qué? ¿Qué puede importar mi nombre? —gimió Mosiah—. ¡Vos ya lo sabéis!

—Compláceme —repuso la bruja, y pronunció otra palabra.

Las espinas crecieron otro medio centímetro.

—¡Mosiah! —Sacudió la cabeza presa de un atroz dolor—. ¡Mosiah! ¡Maldita sea! ¡Mosiah, Mosiah, Mosiah…!

Entonces recobró por un instante la lucidez, dándose cuenta del plan de la bruja. Mosiah se calló e intentó retractarse, mientras contemplaba horrorizado cómo la bruja se convertía en Mosiah. Su rostro, el de él; sus ropas, las de él; su voz, la de él.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó su acompañante en voz baja, arrepentido y doliéndole aún el error cometido.

—Arrójalo al Corredor y envíalo al País del Destierro.

Después de dar esta orden, la bruja —ahora Mosiah— se puso en pie.

—¡No!

Mosiah intentó desasirse de las fuertes manos del Señor de la Guerra que tiraban de él para ponerlo en pie, pero con el más mínimo movimiento las espinas se clavaban en su cuerpo. Se desplomó, lanzando un grito de angustia.

—¡Joram! —aulló desesperado al ver abrirse entre el follaje el oscuro agujero del Corredor—. ¡Joram! —gritó, esperando que su amigo lo oyese, sabiendo no obstante en el fondo de su corazón que era inútil—. ¡Huye! ¡Es una trampa! ¡Huye!

El brujo lo arrojó al interior del Corredor. Éste empezó a cerrarse lentamente sobre él. Las espinas le atravesaron la carne; la sangre empezó a manar tibia por su cuerpo. Mirando al exterior, consiguió ver todavía a la bruja —ahora él mismo— que lo observaba con atención y mostraba un rostro —que ahora era el suyo— totalmente inexpresivo.

Entonces, la mujer extendió las manos.

—Es lo que está de moda —se dijo a sí mismo.

Mosiah no estaba seguro de lo que sucedió después de aquello. Misericordiosamente, perdió el conocimiento en el Corredor. Cuando volvió en sí, dos días más tarde, se hallaba en el tosco poblado de los Hechiceros en el País del Destierro. Andon, su anciano y bondadoso jefe, estaba junto a él, como también estaba un Theldara —un hacedor de salud— y un catalista que el príncipe Garald había enviado al poblado de los Hechiceros. Mosiah suplicó que le explicaran qué había sucedido con sus amigos, pero nadie de aquel aislado pueblo pudo —o quiso— complacerlo.

Las semanas siguientes lo colmaron de un horrible dolor mientras estaba despierto y de terribles pesadillas que lo asediaban durante el sueño, que le procuraban mediante artes mágicas. Luego oyó —en una conversación, mantenida en susurros, que se suponía que no debía oír— del destino que habían seguido Joram y Saryon. Se enteró del trágico sacrificio del catalista, y de cómo Joram se había adentrado voluntariamente en el Más Allá.

El mismo Mosiah estuvo a las puertas de la muerte. El Theldara intentó cuanto estaba a su alcance, pero tuvo que confesar a Andon que la Vida mágica del muchacho no procuraba salvarle la vida. A Mosiah no le importaba. Morir resultaba más fácil que vivir con aquel dolor.

Un día, Andon le comunicó que tenía visita: dos personas que habían sido traídas al pueblo por orden del príncipe Garald. Mosiah no podía imaginar quiénes podrían ser y tampoco le importaba demasiado… Y de repente se encontró rodeado por los brazos de su madre, que bañaba con sus lágrimas las heridas del muchacho. La voz de su padre sonó en sus oídos. Suavemente, con ternura, las manos de sus progenitores, ásperas y ajadas por el trabajo, condujeron a su hijo de vuelta a la vida.

El recuerdo de aquel dolor y su desesperación abrumó a Mosiah de tal forma que le pareció como si el Corredor lo estuviera sofocando. Afortunadamente el viaje fue corto, y la sensación de pánico se aplacó cuando el Corredor volvió a abrirse. No obstante, el terror fue reemplazado por sentimientos más profundos, aunque no menos afligidos, sentimientos de dolor y de pena. Mosiah salió del Corredor apretando los dientes con fuerza, intentando infundirse ánimos. Aunque jamás había visitado las Tierras de la Frontera, se había familiarizado con ellas y sabía lo que podía esperar.

Una playa de fina arena blanca, salpicada aquí y allá por pequeñas extensiones de matorral que finalmente, cerca de las cambiantes brumas grises que conducían al Más Allá, desaparecían por completo dejando las márgenes tan desnudas y desabridas como un hueso roído. Sobre esta playa desierta estarían los Vigilantes y, con ellos, Saryon, su cuerpo convertido en piedra.

«La visión no resulta tan aterradora como uno podría imaginar», Mosiah había oído contar al príncipe Garald a un grupo que se había reunido a su alrededor durante una fiesta celebrada no hacía mucho tiempo. «Una expresión de paz baña el rostro de piedra del hombre, y produce casi la envidia ajena, porque es una paz que ningún ser vivo puede experimentar».

Mosiah se sintió escéptico con respecto a esta afirmación. Esperaba que así fuese, que Saryon hubiera encontrado la fe que como sacerdote había perdido, pero no lo creía. Radisovik había dicho que Garald poseía un defecto: la guerra lo llenaba de alegría. Eso era cierto y, si tenía otro defecto, éste era que tendía a ver en las personas y los acontecimientos lo que él quería ver y no necesariamente la esencia de su realidad.

La figura de piedra de Saryon contemplaría eternamente el Más Allá, las movedizas y cambiantes brumas de la Frontera mágica, que se retorcían sobre ellas mismas en interminables remolinos y espirales.

—Las Tierras de la Frontera son un lugar tranquilo y calmado —dijo Garald con voz seria al grupo que le escuchaba—. Contemplándolas, nadie sospecharía las tragedias que tienen lugar en esa Playa de la Muerte.

Tranquilo…

Calmado…

Poniendo los pies sobre la arena, saliendo del Corredor, Mosiah fue derribado por una tremenda ráfaga de aire.

No podía ver. La arena le golpeaba el rostro y le resultaba casi imposible abrir los ojos. El viento era increíblemente fuerte, no se parecía a nada que hubiera experimentado jamás, aunque en una ocasión sufrió una pavorosa tormenta conjurada por dos grupos enfrentados de Sif–Hanar. Luchó por ponerse en pie, pero el intento constituía una batalla perdida de antemano y se hubiera visto arrastrado por la playa como las plantas arrancadas que pasaban volando junto a él, enredándose entre sus piernas, si una fuerte mano no hubiera aparecido para sujetar la suya.

Sabiendo que no podría soportar mucho más, Mosiah activó rápidamente una burbuja mágica que los rodeó a él y a la persona que lo había salvado. La estructura los envolvió a ambos al instante, rodeándolos de calma y tranquilidad y dejando fuera el viento.

Mosiah parpadeó, frotándose los ojos para eliminar la arena, intentando observar a quien lo había ayudado, mientras se preguntaba qué podría conducir a nadie hasta la Frontera. Sus ojos vieron el revoloteo de un pedazo de seda naranja y se le cayó el alma a los pies.

—Vaya, viejo amigo —le llegó una voz demasiado conocida—, te lo agradezco enormemente. No sé por qué no pensé en ese escudo. Me lo estaba pasando estupendamente siendo arrastrado de un lado para otro como esas divertidas plantitas que nunca echan raíces sino que van dando tumbos por la arena. He creado un nuevo estilo de vestir. Lo llamo Ciclón. ¿Te gusta?