Acurrucados a la sombra de la destrozada Puerta de la ciudad, sus escasas posesiones amontonadas a su alrededor en toscos fardos, los últimos habitantes de Merilon permanecían en fila, aguardando.
La gran mayoría esperaba en silencio. Despojados de su magia, obligados a caminar dentro de cuerpos que resultaban torpes, pesados y difíciles de controlar sin la gracia de la Vida, a los magos les quedaba poca energía para malgastarla en conversaciones. Además, todos los temas de las mismas eran deprimentes o desesperanzadores.
De cuando en cuando, algún bebé gimoteaba, y entonces se oía el dulce murmullo consolador de la voz de una madre. En una ocasión, tres hermanos de corta edad, demasiado jóvenes para comprender lo que estaba pasando, se pusieron a jugar a la guerra en la calle llena de escombros. Arrojándose piedras los unos a los otros y aullando regocijados, sus voces resonaron chillonas y turbadoras por la ciudad sin vida. Algunos, que permanecían en fila, de pie o sentados, les dirigieron miradas de irritación y el padre de los muchachos interrumpió su juego con una fuerte reprimenda, hiriendo su inocencia con su tono agrio, e infligiendo heridas que éstos jamás olvidaron.
Volvió a hacerse el silencio y la hilera de gente reanudó su paciente espera. La mayoría intentaba mantenerse dentro de las sombras que proyectaba la muralla. Pese a que el aire era helado —especialmente para aquellos de Merilon que jamás habían conocido el invierno—, el sol caía sobre ellos sin misericordia. Acostumbrados como estaban al dócil astro que había brillado con decoro sobre la ciudad durante siglos, aquella nueva estrella abrasadora los atemorizaba. Pero aunque la brillante luz resultaba insoportable, la gente levantaba veloz la mirada, llena de temor y aprensión, cada vez que una sombra oscurecía el cielo. Tormentas espantosas, como nunca se habían visto en el mundo hasta ahora, arrasaban periódicamente el país.
Extraños humanos de cuerpos plateados y cabezas de metal montaban guardia de trecho en trecho, a lo largo de la fila de gente, para vigilar a los magos de cerca. Los guardas llevaban en la mano unos aparatos de metal que, los habitantes de Merilon sabían muy bien, disparaban unos rayos de luz que tanto podían sumirle a uno en el sueño de la inconsciencia, como en el otro más profundo y sin imágenes de la muerte. Los habitantes de Merilon tenían buen cuidado de mantener la vista apartada de aquellos extraños humanos y, si los ojeaban, se trataba de rápidas y furtivas miradas de odio y temor.
Por su parte, los extraños humanos —aunque atentos a su deber— no parecían demasiado nerviosos o intranquilos. Estos magos a los que custodiaban constituían familias, en general trabajadoras de las clases media y baja, y no se los consideraba peligrosos. Todo lo contrario que la larga hilera de enlutados Señores de la Guerra a los que se hacía bajar en aquellos momentos por la calle. Con las capuchas echadas hacia atrás, y el rostro torvo e inexpresivo, caminaban con la cabeza inclinada sobre el pecho. Por debajo de las mangas de sus túnicas se descubría el brillo de las esposas de acero, y se movían con paso lento, los pies sujetos por grilletes a la altura de los tobillos. A los brujos y a las brujas se los vigilaba con gran atención; los extraños humanos los sobrepasaban en número, había casi dos por cada uno de ellos, y los acechaban con tan nerviosa concentración que cortaban de raíz cualquier intento del más mínimo movimiento.
A los Duuk–tsarith se los empujó a toda prisa fuera de la Puerta, sin que los habitantes de Merilon que aguardaban les dedicasen apenas una mirada a su paso. Absortos en su propia desgracia, los ciudadanos sentían poca simpatía por la desgracia de otros.
Esa misma falta de interés era aplicable a una persona a la que sacaban en camilla: un hombre pesado y corpulento al que transportaban seis robustos catalistas que sudaban y se tambaleaban bajo aquella carga. Aunque gravemente enfermo e incapaz de andar, el hombre iba ataviado con las regias vestiduras de vivo color rojo propias de su rango y la mitra colocada con cuidado sobre la cabeza. Consiguió incluso levantar débilmente la mano derecha y extender su bendición a la gente mientras pasaba. Unas pocas personas inclinaron la cabeza o se quitaron el sombrero, pero la gran mayoría contempló cómo su Patriarca abandonaba la ciudad con muda desesperación.
Unos cuantos estudiantes universitarios, que permanecían cerca de la Puerta, se asomaron fuera, a la llanura, para intentar ver lo que sucedía, ya que habían corrido rumores de que se iba a exterminar a los Señores de la Guerra. Sin embargo, a los cautivos y enlutados Duuk–tsarith se los cargó en el cuerpo de una de las criaturas plateadas, junto con el patético séquito del Patriarca Vanya. Los estudiantes, al ver que a los prisioneros no se los alineaba ni se les prendía fuego, se sintieron desilusionados y se volvieron a recostar contra los desmoronados y carbonizados muros, mascullando imprecaciones dirigidas a los guardas y susurrando planes, que nunca se realizarían, para rebelarse.
El resto de los habitantes de Merilon evitaba la enorme llanura barrida por el viento. Se había convertido en una visión demasiado familiar durante la última semana: las gigantescas criaturas de cuerpo plateado que los extraños humanos llamaban aeronaves abrían sus fauces, se tragaban a miles de personas, se alzaban luego en el aire y desaparecían en el cielo. No tardaría mucho en tocarles a ellos el turno de entrar en uno de los estómagos de aquellos artefactos.
A la gente se le había asegurado, una y otra vez, que no se los conducía a la muerte. Se los cambiaba de lugar, se los alejaba de un mundo que ahora no era seguro. Incluso habían podido hablar, mediante alguna diabólica arte de las Artes Arcanas, con amigos y parientes que habían sido transportados ya a aquel otro mundo feliz. No obstante, permanecían acurrucados en el interior de su derruida ciudad hasta el final. Muy pocos soportaban la contemplación de las ruinas de Merilon sin que las lágrimas empañaran su vista, pero, sin embargo, buscaban desesperadamente aferrarse a su recuerdo durante tanto tiempo como les fuera posible.
La calle quedó vacía tras la partida del Patriarca, y la multitud empezó a agitarse pensando en que pronto les llegaría el turno de partir; la gente empezó a recoger sus fardos o a buscar a sus hijos. Se escucharon algunos comentarios, especialmente entre los estudiantes que vigilaban, cuando se vio emerger a una figura de una de las criaturas plateadas y atravesar la llanura en dirección a Merilon. La silueta se aproximó, y los estudiantes, al comprobar que sólo era un catalista, un hombre encorvado y de mediana edad cuya túnica marrón le quedaba corta, dejando al descubierto los huesudos tobillos, perdieron interés.
Un extraño humano de cuerpo plateado detuvo al catalista cuando éste llegó a la Puerta. El visitante indicó a un hombre fuertemente custodiado, un hombre al que se mantenía apartado del resto de la gente. Al igual que los Duuk–tsarith, las manos de éste se hallaban esposadas, aunque no iba vestido de negro, sino de terciopelo y seda. Pero las ropas que en una ocasión habían sido elegantes y lujosas estaban ahora rasgadas, sucias y manchadas de sangre.
El guarda asintió con la cabeza y el catalista atravesó la Puerta, dirigiéndose hacia el hombre, quien no se dio cuenta de su presencia. El prisionero tenía la cabeza hundida sobre el pecho, y miraba al suelo con tan sombría y amarga desesperación que la gente que hacía cola lo contemplaba con compasión y respeto, encontrando consuelo en su presencia, sabedores de que compartía su dolor.
—Alteza —dijo el catalista en voz baja, y se detuvo junto a él.
El príncipe Garald levantó la cabeza y miró al catalista, y una pálida sonrisa de reconocimiento iluminó su rostro.
—Padre Saryon, me preguntaba dónde habríais ido. —Echó una ojeada a la cabeza pulcramente vendada del catalista—. Temí que a lo mejor vuestra herida…
—No, estoy bien —repuso éste; levantó una mano para tocarse el vendaje y parpadeó ligeramente—. El dolor viene y va, pero es normal, según me han dicho, al sufrir lo que ellos llaman conmoción. He estado en las salas de curación de la nave, pero fue para visitar a nuestro joven paciente.
—¿Cómo está Mosiah? —preguntó Garald en tono preocupado, y la sonrisa desapareció de sus labios.
—Mejorando… por fin —respondió Saryon con un suspiro—. He pasado con él casi toda la noche y estuvimos muy cerca de perderlo. Pero, finalmente, lo persuadimos de que aceptara el tratamiento ofrecido por los hacedores de salud de los de su especie —señaló en dirección a los extraños humanos—, puesto que los Theldara han perdido su poder. Mosiah me escuchó, aceptó su ayuda y vivirá. Lo dejé bajo los cuidados de lord y lady Samuels para venir a informaros.
El rostro del príncipe Garald se ensombreció.
—No culpo a Mosiah. Yo no hubiera aceptado su tratamiento —afirmó con un amargo juramento—. ¡Antes hubiera muerto!
Sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia. Sacudió las manos esposadas con los puños cerrados, las muñecas tirando de sus cadenas. Al ver esto, uno de los guardas alzó su arma y dijo algo en una voz aguda que sonaba inhumana y metálica a través del yelmo de metal.
—¡Antes hubiera muerto! —repitió Garald con voz ahogada, lanzando una furiosa mirada al guarda.
Saryon posó su mano sobre el brazo del príncipe, a punto de ofrecerle algunas palabras de consuelo, cuando una conmoción entre la multitud que aguardaba llamó la atención de ambos y la de su guardián.
Tres figuras avanzaban por la derruida calle de Merilon. Andando con cuidado por entre los escombros que cubrían las calles, pasaron junto a los árboles de la Arboleda ennegrecidos por el fuego y humeantes todavía, y se acercaron a la Puerta. Uno de los tres, un hombre fornido de corta estatura que llevaba un sencillo y pulcro uniforme, no prestaba demasiada atención a las ruinas, sino que las contemplaba con la expresión sombría de alguien que ha visto aquellas imágenes con demasiada frecuencia. Los dos que lo acompañaban, sin embargo, parecían genuinamente conmovidos y angustiados por lo que veían.
Uno de ellos en particular, una mujer de cabellos dorados y rostro dulce y amable, indicaba aquí y allá, mientras hablaba con su compañero en voz baja, meneando la cabeza como si recordara tiempos más felices. Su compañero, un hombre de cabellera negra vestido de blanco, con el brazo derecho en cabestrillo, se inclinaba muy cerca de ella para escucharla; su rostro, aunque severo y sombrío, estaba marcado por un dolor cuya intensidad muy pocos podían conocer o comprender.
Uno de los que observaba lo reconoció y lo comprendió. Saryon se frotó los ojos rápidamente con una mano.
Las tres personas iban acompañadas por una docena de humanos de piel plateada que llevaban armas y las mantenían fijas en la multitud.
El silencio de los habitantes de Merilon se rompió. La gente se puso en pie, y empezó a agitar los puños en dirección al hombre vestido de blanco, al tiempo que le gritaban maldiciones y amenazas y le arrojaban piedras. Algunos se salieron de la fila, intentando atacarlo. Los humanos de cuerpo plateado los rodearon, mientras otros guardas empujaban a los infractores más violentos contra la pared o volvían sus rayos de luz aturdidora contra ellos, haciéndolos caer al suelo. A los agitadores se los arrestó y empujó hasta la prisión provisional, situada en lo que quedaba del despacho del Kan–Hanar.
El hombre moreno de la túnica blanca no pareció enojado ni asustado. Incluso detuvo a un guarda que pretendía arrestar a una joven que había salido de entre la multitud para escupirle. Su única preocupación parecía ser la mujer de cabellos dorados, ya que la rodeó con su brazo y la apretó contra él con gesto protector. Ella estaba pálida pero serena, y miraba a la gente con triste comprensión, mientras parecía no dejar de ofrecer palabras de consuelo al hombre.
Los gritos y el lanzamiento de piedras continuó mientras los tres recorrían la fila de gente que permanecía de pie cerca de la Puerta. Las maldiciones eran terribles, las amenazas obscenas y espantosas, y el príncipe Garald, con la frente fruncida, lanzó una rápida mirada al Padre Saryon. El catalista se mostraba pálido y trastornado.
—Lamento que hayáis tenido que presenciar esto, Padre —comentó Garald con brusquedad, su mirada huraña fija en el hombre vestido de blanco—. Pero no debiera haber aparecido. Lo provoca él mismo.
Saryon permaneció en silencio, sabedor de que nada de lo que pudiera decir mitigaría la amarga cólera del príncipe. Su corazón estaba lleno de pena: por la gente, por Garald y por Joram.
El mayor Boris impartió una orden y los guardas empezaron a conducir a la gente fuera de la Puerta, llevándolos hacia la aeronave que aguardaba. Esta distracción ayudó a restaurar el orden, pues la gente se vio obligada a recoger sus pertenencias. Despacio, salieron en fila de las ruinas de su ciudad. Todos dirigieron miradas de odio a Joram al alejarse, lanzando una última imprecación o agitando el puño cerrado.
Joram siguió andando. Acompañado de Gwendolyn y el mayor Boris, rodeados de guardas, parecía no percibir los gritos de odio de la gente; su rostro aparecía tan impasible que parecía esculpido en piedra. Pero Saryon, que conocía tan bien aquel semblante, vio el profundo dolor que ardía en aquellos ojos castaños, y cómo apretaba las mandíbulas para controlarse.
—¡Si él tiene que viajar con nosotros, me niego a ir! ¡Podéis hacerme lo que queráis! —le gritó Garald al mayor, cuando los tres llegaron cerca de él.
Erguido en toda su estatura, las manos esposadas ante él con aire noble y solemne, como si llevara brazaletes de joyas excepcionales en lugar de resistente acero, el príncipe lanzó a Joram una mirada amenazadora, que mostraba tanto desprecio y cólera por la traición, que resultaba peor que la más terrible de las maldiciones, y penetró en la carne de Joram más profundamente que la más afilada de las piedras.
Éste no titubeó. Sostuvo la mirada de Garald impávido, contemplándolo con orgullo, suavizado tan sólo por la tristeza.
Al observarlos, Saryon recordó con nitidez la primera vez que Garald y Joram se habían encontrado, cuando el príncipe había tomado al joven por un bandido y lo había hecho prisionero. Se perfilaba el mismo orgullo en la forma en que Joram mantenía erguidos los hombros, el mismo aire noble. Pero la arrogancia y el desafío que ardiera en los ojos del muchacho habían desaparecido, dejando tan sólo cenizas de dolor y pena.
Ese mismo recuerdo podía haberse despertado en Garald o quizá se debía a la firme y decidida mirada de Joram que se enfrentó a la suya sin el menor asomo de vergüenza o de disculpa, pero lo cierto es que el príncipe fue el primero en desviar los ojos. Con el rostro enrojecido, miró más allá de la destruida ciudad de Merilon a las tierras devastadas por las tormentas.
El mayor Boris habló durante un buen rato en su propia lengua. Joram lo escuchó, luego se volvió a Garald para traducirlo.
—Alteza —empezó.
El príncipe lanzó una risa sarcástica.
—¡No Alteza! —exclamó mordaz—. ¡Di más bien prisionero!
—Alteza… —repitió Joram, y ahora fue Garald quien parpadeó, al percibir en aquella palabra un profundo respeto y una aún más honda tristeza por una pérdida preciosa que jamás se recuperaría. Pero el príncipe continuó con los ojos fijos en la lejanía. Sus ojos se humedecieron, no obstante, y apretó los labios para tragarse las lágrimas que su orgullo no le permitía mostrar—, el mayor Boris os envía su deseo de que os consideréis su invitado a bordo del transporte —comunicó Joram—. Asegura que será para él un honor compartir sus aposentos con un soldado tan valiente y noble como vos, y espera que le haréis el favor de pasar las largas horas del viaje enseñándole más cosas sobre nuestra gente.
—¡Nuestra gente! —Garald hizo una mueca de desprecio.
—Y también sobre nuestras maneras y costumbres de forma que pueda atenderos de la mejor manera posible cuando lleguéis a vuestro destino —siguió Joram, sin hacer caso de la interrupción.
—¡Cuando lleguemos a los campamentos de esclavos, quieres decir! —Garald le escupió las palabras—. ¡Algunos de nosotros, claro! —añadió con amargura, negándose a mirar a Joram—. Supongo, traidor, que tú regresarás con tus amigos.
Era evidente que el mayor Boris había comprendido las acerbas palabras de Garald. Sacudió la cabeza como si lamentara un aparente malentendido y le dijo algo a Joram; luego, con un gesto indicó al guarda que le quitara las esposas.
Garald echó las manos hacia atrás y lo rechazó.
—¡Permaneceré encadenado mientras mi gente esté encadenada! —gritó con furia.
—Alteza —intervino Saryon, en voz baja y firme—, os pido que recordéis que vos sois el jefe de vuestro pueblo ahora que vuestro padre ha muerto. La gente ha puesto su confianza en vos y, como su jefe en el exilio, debéis pensar siempre en sus intereses. No podéis dejaros llevar por el odio. Eso supondría alimentar más odio y traernos de vuelta a este momento. —El catalista señaló con su mano deforme a las ruinas que los rodeaban.
El príncipe Garald se debatió consigo mismo. De pie junto a él, Saryon percibió cómo aquel cuerpo fuerte se estremecía y vio temblar sus altivos labios mientras el príncipe luchaba para derrotar su orgullo, su rabia y su dolor.
—Reconozco que no sé casi nada de política, Alteza —añadió—, pero os hablo como un hombre que ha sufrido mucho y que ha visto el sufrimiento ajeno. Quiero que tanto dolor termine. Recordad, también, que yo actúo, a petición vuestra, como vuestro consejero. Soy, lo sé, un pobre sustituto de aquel hombre prudente que me encomendó a vos con su último aliento, pero estoy seguro de que el Cardinal Radisovik os hubiera ofrecido la misma recomendación.
Garald inclinó la cabeza, las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas sin control y sin que les prestara atención. Se mordió el labio no pudiendo o no queriendo contestar. El mayor Boris, que lo observaba con ansiedad, volvió a hablar a Joram y resultaba evidente, por el tono de voz del mayor, que había seriedad y sinceridad en sus palabras.
Joram, que escuchaba con atención, asintió y tradujo:
—El mayor os reitera su promesa solemne de que nuestras gentes no son esclavos. Se os lleva a campamentos donde podréis estableceros y adaptaros a los nuevos mundos donde viviréis. Finalmente, cuando se considere conveniente, se os dejará libres para que vayáis adonde queráis y viváis donde os plazca, de la manera que os parezca conveniente. Sólo existe una restricción, claro: que no regreséis a este mundo. Se os prohíbe únicamente por vuestro bien. La naturaleza violenta de las frecuentes tormentas que arrasan esta tierra hace virtualmente imposible que nadie pueda habitar este lugar.
Ante esta afirmación, Saryon creyó ver que Gwendolyn sonreía con tristeza y se apretaba contra su esposo. El brazo de Joram que la rodeaba la ciñó con más fuerza mientras continuaba hablando, su mirada firme y serena no abandonaba ni un instante el rostro de Garald.
—Aunque vuestros poderes mágicos parecen haber desaparecido ahora, debido a que ya no existe una concentración de magia en este mundo, los sabios gobernantes de los mundos del Más Allá saben que, con el tiempo, la Vida volverá a vosotros. Puesto que la magia ha quedado dispersa por el universo, se cree que vuestros poderes aumentarán casi con seguridad hasta ser tan poderosos como en tiempos remotos. Nuestra gente podría ser de gran ayuda a los mundos del Más Allá.
—También podríamos ser tremendamente peligrosos —murmuró Garald, sombrío.
El mayor Boris contestó, poniendo gran énfasis en sus palabras, con un exagerado movimiento de manos.
—El mayor reconoce que puede ser cierto —indicó Joram—. Sabe que forma parte de la naturaleza de algunos hombres abusar del poder e intentar utilizarlo para sus propios intereses egoístas. Un ejemplo lo constituía Menju el Hechicero. Pero también sabe que forma parte de la naturaleza de otros hombres el sacrificarse por el bien colectivo y esforzarse en convertir al mundo, a todos los mundos, en un lugar mejor.
Pareció como si Saryon fuera a hablar entonces, pero Joram, con una rápida mirada, sacudió la cabeza y continuó:
—El mayor ha sido informado de que los otros magos que conspiraban junto con Menju no se han desanimado ante la muerte de su cabecilla ni ante el hecho de que pensaba, desde el principio, traicionarlos también a ellos. Han huido a lugares secretos y planean continuar su lucha, utilizando la nueva fuerza que adquirirán ahora que la magia ha regresado al universo.
»No son palabras de James Boris, pero yo añadiré —observó Joram con voz tranquila—, que estos magos son responsabilidad nuestra en cierta forma, ya que fuimos nosotros los que los arrojamos fuera de nuestra sociedad. Los magos que hay allí fuera os considerarán a vosotros y a todos vuestros semejantes una amenaza y procurarán destruiros. Los gobernantes de los pueblos del Más Allá esperan que nuestro pueblo les ayudará a encontrarlos y derrotarlos.
—Y, desde luego, Alteza —dijo Saryon con una fina ironía—, hay algunos entre nosotros como el Patriarca Vanya que, sin duda, intentarán establecer su propio dominio sobre esos mundos. Necesitamos gente fuerte y noble como vos y como el mayor Boris. Trabajando juntos podéis conseguir muchas cosas buenas.
Gwendolyn se adelantó y posó su suave mano sobre el brazo de Garald.
—El odio es una tierra envenenada en la que nada puede crecer —repuso—. Un árbol, no importa lo resistente que sea, plantado en un terreno así sólo logrará marchitarse y morir.
Garald continuó mirando al frente con el ceño fruncido, el rostro sombrío e implacable. El mayor volvió a indicar que se le quitasen las esposas y, una vez más, el guarda avanzó un paso. El príncipe mantuvo las manos pegadas al cuerpo, ocultas bajo sus ensangrentadas y raídas ropas. Luego, despacio, de mala gana, extendió los brazos, el guarda retiró las esposas y la orgullosa mirada de Garald se volvió a disgusto hacia el mayor Boris.
Aunque el bajo y robusto mayor no alcanzaba siquiera la altura del pecho de Garald, sus hombros tenían la misma anchura que los del fornido príncipe. Los dos hombres tenían casi la misma edad, unos treinta años y, aunque uno se vestía con terciopelo rojo, jubón de seda y calzas, y el otro de austero color caqui, había una similitud entre los dos que se demostraba en la postura erguida de ambos y en su porte honesto y franco.
—Aceptaré vuestra oferta, mayor Boris —afirmó Garald con voz estirada—. Intentaré ayudaros a comprender a mi gente y, por mi parte, aprenderé… —tragó saliva y luego continuó con cierta brusquedad— a hablar vuestra lengua. Sin embargo, he de poner las siguientes condiciones.
El mayor Boris lo escuchó con atención, su rostro ligeramente preocupado.
—Primero, que a mi consejero, el Padre Saryon, se le permita permanecer a mi lado. —Garald miró a Saryon muy serio—. Si vos queréis, Padre.
—Gracias, Alteza —respondió Saryon sencillamente.
Nada más fácil de arreglar, el mismo mayor había estado a punto de sugerirlo.
—Segundo, que se les quiten las cadenas y las esposas a los ciudadanos de Merilon —dijo Garald con firmeza—. Hablaré con ellos —añadió al ver que el mayor arrugaba el ceño—, y me comprometeré a que, si se nos trata bien, como prometéis, no ofreceremos ni a vos ni a vuestros gobernantes la menor causa de alarma. También pido que se nos permita, por el momento, gobernarnos a nosotros mismos.
Tras un momento de vacilación, el mayor Boris asintió y conversó con Joram.
—Él está de acuerdo por su parte —interpretó Joram—, pero no puede responder por sus superiores. No obstante, cree que ambos, actuando juntos, podéis ayudar a persuadir a los gobernantes de los mundos del Más Allá de que redundaría en beneficio de todos los interesados.
—Vuestra mano, señor —pidió el mayor Boris torpemente en el idioma de Garald. Le tendió la suya.
Muy despacio, Garald le correspondió. Al hacerlo, las marcas de las esposas quedaron claramente visibles en sus muñecas y, al recordar la angustia vivida, el príncipe vaciló y su mano tembló. Parecía a punto de rechazar la cortesía del mayor, y Saryon contuvo la respiración con una plegaria en el corazón.
Apretando los labios hasta formar una fina línea, Garald cubrió las señales con la raída manga de su camisa y aceptó la mano que le tendía el otro. James Boris estrechó por su parte la del príncipe con fuerza, mientras sus labios se ensanchaban en una sonrisa.
Gwendolyn inclinó la cabeza para escuchar alguna voz que sólo ella podía oír, luego miró a ambos con una sonrisa.
—Los muertos me dicen que la amistad que habéis forjado hoy se convertirá en leyenda en la historia de los mundos del Más Allá. Muchas serán las veces en que cada uno de vosotros estará dispuesto a arriesgar su vida por el otro en vuestra lucha para traer el orden a vuestro universo. Al igual que el potencial para el bien crece ahora en los mundos con el retorno de la magia, también lo hace el potencial para el mal, más allá incluso de lo que podéis imaginar. Pero con vuestra mutua fe y confianza en vuestro Dios —dirigió una rápida mirada al Padre Saryon—, triunfaréis.
El mayor Boris, turbado y, al parecer, algo anonadado al recibir un sermón por parte de los muertos, se aclaró la garganta precipitadamente y graznó unas órdenes a los guardas. Tras saludar al príncipe, al Padre Saryon, y, por último y con mayor respeto, a Joram, se giró alejándose con paso marcial a atender otros deberes.
Garald sonrió ligeramente para sí, mientras le veía marchar, al parecer favorablemente impresionado por la firmeza de su apretón de manos y su porte erguido y militar. La sonrisa se desvaneció, no obstante, y sorprendió a Joram observándolo.
Con un gesto enojado y brusco de su mano, el príncipe refrenó a Joram cuando éste hizo intención de hablar.
—Es mejor que no hablemos. —Los fríos ojos del príncipe estaban fijos en algún lugar por encima del hombro de Joram—. Admitiste delante de mí que tenías el poder de salvar mi mundo y no lo hiciste. En su lugar, escogiste deliberadamente destruirlo. ¡Oh, ya lo sé! —añadió con aspereza, anticipándose a Saryon, que intentaba intervenir—. ¡He escuchado tus razones! El Padre Saryon me ha explicado tu decisión de liberar la magia por todo el universo. A lo mejor, con el tiempo, llegaré a comprenderlo. Pero nunca te perdonaré, Joram. Nunca.
Garald se inclinó fríamente ante Gwendolyn y se dio la vuelta sobre sus talones. Se hubiera alejado de allí si Joram no le hubiera sujetado por el brazo.
—Alteza, escuchadme. No os pido vuestro perdón —indicó Joram al ver que el rostro del príncipe se volvía frío y severo—. Yo mismo encuentro difícil perdonarme. Parece que la Profecía se ha cumplido. ¿Estaba yo destinado a hacerlo? ¿Existía otra alternativa? Creo que tenía elección, como los demás. Esto ha sucedido a causa de lo que escogimos todos nosotros. He descubierto, ¿sabéis?, que no era tanto una Profecía como una Advertencia. Y la ignoramos. ¿Qué me hubiera sucedido a mí, a este mundo, si el miedo no hubiera derribado al amor y a la compasión? ¿Qué hubiera ocurrido si mi padre y mi madre me hubieran conservado junto a ellos en lugar de arrojarme de su lado? ¿Y si hubiera escuchado a Saryon y destruido la Espada Arcana en lugar de utilizarla para buscar poder? Quizás hubiéramos podido descubrir al mundo del Más Allá por medios pacíficos, quizás hubiéramos abierto las Fronteras, soltado la magia de buen grado…
La expresión de Garald no se alteró; continuó allí de pie, rígido y tenso, con la mirada clavada en el infinito.
Con un suspiro, Joram apretó con más fuerza el brazo del príncipe.
—Pero no lo hicimos —continuó con suavidad—. Este mundo empezaba a parecerse a mi madre, un cadáver, podrido y descompuesto, que mantenía una apariencia de vida únicamente gracias a la magia. Nuestro mundo está muerto, excepto en los corazones de su gente. Llevaréis Vida con vos, amigo mío, adonde quiera que os dirijáis. Que vuestro viaje sea feliz, Alteza.
Garald inclinó la cabeza, sus ojos se cerraron apenados. Su mano, con la muñeca llena de señales y sangrando, descansó por un breve instante en la de Joram. Nubes de tormenta se agolparon en el horizonte, con relámpagos centelleando en sus extremos. Pequeños remolinos empezaron a correr por entre las ruinas de Merilon, absorbiendo pedazos de roca y polvo para lanzarlos luego al aire. El príncipe se liberó de la sujeción de Joram y se alejó.
La andrajosa capa ondeaba a su alrededor, y sus botas dispersaban los cascotes a su paso. Sin una mirada atrás el príncipe Garald salió por la derruida Puerta e inició el largo camino a través de la desolada llanura hasta donde esperaba la aeronave.
Con un suspiro, Saryon se ajustó la capucha alrededor de la cabeza para protegerse de la punzante arena.
—Nosotros también deberíamos empezar a movernos, Joram —dijo—. No tardará en estallar una nueva tormenta. Debemos dirigirnos hacia la nave.
Ante el asombro del catalista, Joram negó con la cabeza.
—Nosotros no vamos con vos, Padre.
—Sólo venimos a deciros adiós —añadió Gwendolyn.
—¿Qué decís? —Saryon los contempló perplejo—. ¡Ésta es la última nave! Debéis tomarla. —De repente, comprendió lo que intentaban decirle—. ¡Pero no podéis! —exclamó, paseando la mirada por las ruinas de Merilon; por las amenazadoras y veloces nubes de tormenta—. ¡No podéis quedaros aquí!
—Amigo mío. —Joram extendió las manos y apretó la deformada mano de Saryon entre las suyas—. ¿A qué otro sitio podría ir? Los habéis visto, los habéis oído —indicó con un gesto a los refugiados que aún seguían subiendo a la nave—. Nunca me perdonarán. No importa adónde vayan o lo que les suceda, mi nombre siempre, siempre será pronunciado con una maldición. Les hablarán a sus hijos sobre mí. Por siempre seré un proscrito, se me conocerá como aquel que cumplió la Profecía, aquel que destruyó el mundo. Mi vida y la vida de aquellos a quienes amo estarían en constante peligro. Es mucho mejor para mi esposa y para mí y para nuestros hijos que permanezcamos aquí, en paz.
—¡Pero solos! —Saryon miró a Joram con desesperación—. ¡En un mundo muerto! ¡Barrido por tormentas! La tierra misma no cesa de temblar. ¿Dónde viviréis? Las ciudades se hallan completamente derruidas.
—La fortaleza montañosa de El Manantial permanece incólume —repuso Joram—. Haremos de ella nuestro hogar.
—¡Entonces me quedaré con vosotros!
—No, Padre. —Joram miró de nuevo a la erguida y alta figura de Garald, que avanzaba solitaria por la llanura—. Otros os necesitan ahora.
—No estaremos solos, Padre —añadió Gwendolyn, colocando su dulce mano sobre las de su esposo—. Los muertos heredarán esta tierra. Nosotros les haremos compañía a ellos y ellos nos la proporcionarán a nosotros.
Saryon vio, de pie detrás de Gwen, formas indefinidas y figuras fantasmales, que lo observaban atentamente, con complicidad. Incluso le pareció distinguir, aunque se desvaneció cuando miró directamente hacia él, un revoloteo de seda color naranja.
—Adiós, Padre —se despidió Gwen, besándolo en la arrugada mejilla—. Cuando nuestro hijo tenga edad suficiente, os lo enviaremos para que lo eduquéis de la misma forma que educasteis a Joram.
Sonrió con tal dulzura y alegría, mientras contemplaba a su esposo con tanto amor en el rostro, que Saryon no pudo sentir pena por ella.
—Adiós, Padre —dijo Joram a su vez, apretando con fuerza la temblorosa mano del catalista—. Vos sois mi padre, el único que he conocido jamás.
Saryon estrechó a Joram entre sus brazos con fuerza, recordando al bebé cuya cabecita había reposado una vez sobre su hombro.
—Algo me dice, hijo mío, que nunca volveré a verte, y debo explicarte algo antes de que nos separemos. Cuando estuve cerca de la muerte, comprendí al fin —la voz se le quebró y murmuró con voz ronca—: ¡Hiciste lo correcto, hijo! ¡No lo dudes jamás! ¡Y ten siempre por seguro que te quiero! ¡Te quiero y te respeto! —Las palabras le fallaron, no pudo seguir.
Las lágrimas de Joram, mezclándose con las de Saryon, cayeron sobre la negra cabellera que se le rizaba sobre los hombros. Los dos permanecieron abrazados mientras los tormentosos vientos soplaban a su alrededor con más fiereza. Uno de los guardas, con una mirada nerviosa a las arremolinadas nubes, se adelantó para dar unos respetuosos golpecitos al catalista en el hombro.
—Es hora de que os vayáis. Que Almin os acompañe, Padre —dijo Joram en voz baja.
Saryon sonrió a través de las lágrimas.
—Me acompaña, hijo —repuso, y se llevó la mano al corazón—. Está conmigo.