21 de diciembre de 2012
(4 AHAU, 3 KANKIN).
A BORDO DEL JOHN C. STENNIS
00.47 horas
Michael Gabriel contempla el negro mar desde el portillo abierto del pequeño camarote VIP. Se encuentra demasiado lejos para ver el resplandor esmeralda; el portaaviones se halla estacionado dos millas al este de la nave alienígena, pero de todos modos es capaz de percibir su presencia.
—¿Vas a pasarte la noche entera mirando por ese portillo? —le pregunta Dominique saliendo del baño con tan sólo una toalla encima. Le roza el pecho con la cara y le desliza los brazos alrededor de la cintura.
Mick siente el calor húmedo que desprende su cuerpo desnudo.
Dominique lo acaricia con las yemas de los dedos, bajando por los músculos del estómago hasta llegar a la ingle. Lo mira a los ojos y le susurra:
—Hazme el amor.
Entonces levanta los brazos y lo besa introduciendo la lengua en su boca, al tiempo que manotea nerviosamente para quitarle la ropa. En pocos momentos ambos están desnudos, abrazados el uno al otro como amantes que no se ven hace mucho tiempo, con todos sus sentimientos y sus miedos olvidados temporalmente, concentrados tan sólo en entrelazarse el uno con el otro, como si no existiera nadie más en el mundo. Mick la tiende de espaldas y la besa en el cuello. Dominique lo guía y deja escapar un gemido de placer; saborea el sudor que humedece el hombro de Mick al tiempo que atrae el rostro de él hacia sus senos aferrando los rizos que le caen por la nuca.
3.22 horas
Mick yace desnudo bajo la sábana, acariciando con la mano derecha la espalda de Dominique y con la cabeza de ella apoyada en su pecho vendado. Mira fijamente el techo mientras su mente exhausta repite una y otra vez las palabras del Guardián como si fueran un mantra.
«Xibalba Be ascenderá en cuatro Ahau, tres Kankin. Sólo puede ser destruido desde dentro. Tan sólo puede entrar en él un Hunahpú. Tan sólo un Hunahpú puede expulsar el mal de vuestro jardín…».
Dominique se agita ligeramente y gira para tenderse de costado. Mick la tapa con la sábana y después cierra los ojos.
«Ven a mí, Michael…».
—¿Eh?
Mick se incorpora como un rayo, con el corazón fuera de sí. Desorientado, recorre el camarote con la mirada y siente un súbito sudor frío por la espalda. «No pasa nada, ha sido sólo un sueño…».
Vuelve a tumbarse con los ojos muy abiertos, esperando oír de nuevo esa voz demoníaca.
«¡Basta! Te estás volviendo loco tú solo». Sonríe débilmente. «Once años en solitario y por fin estoy perdiendo la cordura».
Cierra los ojos.
«¿Por qué me tienes miedo, Michael?».
—Joder…
Mick se pone en pie de un salto, igual que un gato nervioso.
«De acuerdo. No pierdas la calma. Vete a dar un paseo. Despeja la mente».
Se viste a toda prisa y sale del camarote.
Veinte minutos después, termina encontrando la «Cornisa de los Buitres», un balcón al aire libre que da a la cubierta de vuelo. El aire nocturno es fresco, la brisa marina reconfortante. Se tapa los oídos para protegerse del rugido de un caza de la fuerza conjunta que es catapultado hacia el sereno cielo de la noche.
Una vez más, en su cerebro se repite la conversación con el Guardián. «Tan sólo un Hunahpú puede entrar. Tan sólo un Hunahpú puede expulsar el mal de vuestro jardín y salvar a vuestra especie de la aniquilación».
«Siento tu presencia, Michael. Estás muy cerca…».
—¿Qué?
«Ven a mí, Michael. No me tengas miedo. Ven con tu creador».
—¡Basta! ¡Basta ya! —Mick cierra los ojos con fuerza y se sujeta la cabeza con las manos.
—Mick, ¿se encuentra bien?
«Ven a mí… padre».
—¡Sal de mi cabeza de una vez!
Mick se vuelve con los ojos muy abiertos en una expresión de pánico.
Marvin Teperman lo sacude por los hombros.
—Eh, ¿se encuentra bien?
—¿Qué? Oh, joder. No… no lo sé. Creo que me estoy volviendo majareta.
—Usted y el resto del mundo. No puede dormir, ¿verdad?
—No. Marvin, el zángano que aterrizó en Chichón Itzá, ¿sabe dónde aterrizó exactamente?
El exobiólogo se saca un pequeño aparato del bolsillo de la chaqueta.
—Un momento, lo tengo por aquí. A ver… Chichén Itzá. Sí, el zángano se posó en un lugar llamado el Gran Juego de Pelota. En el centro mismo, para ser exactos.
Mick siente un escalofrío por la espalda.
—¿En el centro mismo? ¿Está seguro?
—Sí. ¿Qué ocurre?
—¡Necesitamos un helicóptero! Marvin, ¿puede conseguir un helicóptero?
—¿Un helicóptero? ¿Para qué?
—No puedo explicarlo, simplemente tengo que ir a Chichén Itzá… ¡ahora mismo!
ISLA SANIBEL
COSTA OESTE DE FLORIDA
5.12 horas
Edith Axler está de pie junto a la costa desierta, contemplando el horizonte gris y la lancha a lo lejos, que se aproxima a toda velocidad. Se trata de su sobrino Harvey, que la saluda con la mano y a continuación guía la lancha hasta la playa.
—¿Has tenido algún problema para localizar el SOSUS?
—No —responde él tendiéndole con cuidado lo poco que queda de una gran bobina de cable de fibra óptica—. El micrófono estaba anclado justo donde dijiste tú. Aunque después de toda esa basura de la marea negra daba un poco de miedo bucear de noche.
Sale de la lancha y acompaña a su tía a la puerta trasera del laboratorio. Una vez dentro, Edie enciende el sistema del SOSUS mientras Harvey conecta el cable de fibra óptica al ordenador central.
—¿Esto nos permitirá acceder a todos los micrófonos que hay repartidos por el Golfo? —pregunta.
—Es un sistema integrado. Mientras este cable aguante, no veo por qué no. No estaremos en línea con el ordenador de Dan Neck, pero deberíamos poder captar los sonidos que emita ese objeto alienígena que está enterrado frente a la costa del Yucatán.
Harvey sonríe y termina de realizar la conexión.
—Tengo la misma sensación que si estuviéramos pirateando cable gratis.
GOLFO DE MÉXICO
6.41 am
El escuadrón de cazas de la fuerza conjunta continúa trazando círculos en formación. Los pilotos, un tanto crispados, aguardan a ver los primeros rayos de sol. Abajo, en la superficie del mar, el John C. Stennis y su flota se han desplazado para situarse en posición y formar una circunferencia de cinco kilómetros alrededor del punto en el que se encuentra el resplandor.
Maniobrando bajo cuatrocientos cincuenta metros de agua, describiendo círculos en la oscuridad, por debajo de la flota de barcos, se encuentra el submarino de ataque Scranton (SSN-756), del tipo Los Ángeles. En silenciosa vigilia, el capitán Bo Dennis y su tripulación aguardan preparados, ésas son sus órdenes, para pulverizar cualquier cosa que emerja del agujero esmeralda brillante.
A bordo del portaaviones John C. Stennis, la cubierta hierve de actividad.
Las filas de misiles Tomahawk mar-aire que se encuentran en la proa y en la popa tienen como objetivo al tramo de mar reluciente, con su carga útil apuntada hacia el cielo, preparados para su lanzamiento nada más darse la orden. Otros tres vehículos aéreos no tripulados Predator son lanzados para unirse a otra docena más que ya se encuentra en el aire, trazando círculos sobre el objetivo.
Los seis mil hombres y mujeres que hay a bordo de esa ciudad flotante son un auténtico manojo de nervios. Todos han leído las noticias y han visto los disturbios en televisión. Si en efecto el Apocalipsis es inminente, entonces son ellos los que se encuentran en el umbral del mismo. La seguridad en sí mismos, ganada a base de miles de horas de entrenamiento intensivo, los ha abandonado, un efecto colateral del hecho de haber escapado por los pelos de un holocausto nuclear. La disciplina los mantiene en sus puestos de combate, pero lo que los impulsa ahora es el miedo, y no la adrenalina.
Dominique Vázquez se siente invadida por un miedo distinto. Por primera vez en su vida, ha abierto su corazón a un hombre y se ha permitido sentirse vulnerable. Ahora, mientras recorre el gigantesco buque de guerra, siente el corazón atenazado por un dolor físico y el cerebro invadido por el pánico al comprender que Mick la ha abandonado y que es posible que no vuelva a verlo nunca más.
Penetra en una zona restringida y pasa por delante de un policía militar. Cuando éste la agarra del brazo, ella arroja al sorprendido guardia contra la pared del fondo de una agresiva patada lanzada hacia atrás. Cuando intenta entrar en el Centro de Información de Combate, la intercepta un segundo guardia.
—Suélteme, ¡necesito ver a Chaney!
—No puede entrar, el CIC es un área restringida.
—Tengo que encontrar a Mick… ¡ay, va a partirme el brazo!
En ese instante se abre la puerta hermética y salen dos oficiales. Dominique ve al presidente.
—¡Presidente Chaney!
Chaney levanta la vista de la hilera de monitores de los UAV.
—No pasa nada, déjenla entrar.
Dominique se gira para mirar al policía militar y lo golpea en el pecho con el canto de ambas manos.
—No vuelva a tocarme.
Después pasa al interior del centro neurálgico del buque, tenuemente iluminado y repleto de jefes de estado.
—Dominique…
—¿Dónde está Mick? ¡Usted sabe dónde está, dígamelo! ¿Adónde se lo han llevado?
Chaney se la lleva aparte.
—Gabriel se ha ido esta mañana a bordo de un helicóptero. Ha venido a verme. Ha sido por deseo suyo.
—¿Adónde ha ido?
—Me ha dado una carta para que se la entregue a usted.
Chaney extrae el sobre plegado del bolsillo interior de su chaqueta. Dominique lo abre a toda prisa.
Mi queridísima Dom:
Hay muchas cosas que quisiera poder contarte, muchas cosas que quisiera explicarte, pero no puedo. Oigo voces dentro de la cabeza que tiran de mí en direcciones distintas. No sé si esas voces son reales o si mi mente por fin se ha desquiciado.
La voz del Guardián me dice que soy un Hunahpú. Dice que fue mi código genético el que nos permitió a los dos acceder a la nave espacial. Quizá sea esa genética la que me permita comunicarme con la entidad que se encuentra enterrada en el mar del Golfo.
Uno de los zánganos de esa entidad se ha posado en el centro exacto del Gran Juego de Pelota de Chichén Itzá. Mi padre estaba convencido de que existía una fuerte relación entre el Gran Juego de Pelota y la franja oscura de la Vía Láctea. Al igual que la pirámide de Kukulcán, esa cancha también está orientada según el cielo nocturno. Hoy a medianoche, la franja oscura se habrá alineado directamente sobre el punto que señala el centro de esa cancha. El nexo quedará abierto. Incluso está abriéndose ya, lo noto.
Había una tradición maya que consistía en enterrar una piedra que marcase el centro de cada juego de pelota. Mi padre estuvo presente cuando unos arqueólogos retiraron la piedra central de la cancha de Chichén Itzá. Antes de morir, me reveló que años atrás había robado el marcador auténtico y que lo había enterrado de nuevo. No me desveló ese secreto hasta el momento de su último aliento; de algún modo sabía que yo iba a necesitar aquella piedra.
No puede ser una coincidencia que ese zángano haya aterrizado allí. Es posible que la entidad oculta en el Golfo sepa que el marcador está allí y no quiera que lo encontremos. Lo único que sé es que la nave enemiga ascenderá para ir al encuentro del solsticio de invierno. Cuando la entidad que lleva dentro se dé cuenta de que los zánganos no han detonado, atacará la configuración del Guardián e intentará destruirla.
No puedo permitir que suceda tal cosa.
Siento mucho abandonarte de esta manera. La noche de ayer fue la noche más maravillosa de toda mi vida. Y no quiero que sea la última que pasemos juntos.
Te quiero, siempre te querré…
MICK
Dominique se queda mirando fijamente la carta.
—Esto… esto no es justo. ¿Y espera que me limite a que darme aquí esperando? —Se abalanza sobre el presidente—. Necesito ir a Chichén Itzá…
—Señor, ahí fuera está sucediendo algo.
Una multitud de presentes se agolpa alrededor de los monitores de los UAV.
Dominique se aferra del brazo de Chaney.
—Lléveme con él. Me lo debe.
—Dominique, él mismo ha dicho específicamente que no. Me ha hecho prometérselo…
—Mick me necesita. Necesita mi ayuda…
—Señor presidente, estamos registrando un movimiento sísmico —informa un técnico—. De grado 7,5 en la escala de Richter, y sigue subiendo…
Chaney apoya una mano en el hombro de Dominique.
—Escúcheme. De un modo u otro, vamos a destruir lo que haya dentro de esa nave, ¿entiende? A Mick no va a pasarle nada.
—Señor, el Scranton nos está llamando.
A BORDO DEL USS SCRANTON
El comandante Bo Dennis eleva la voz por encima del estruendo del terremoto submarino.
—Almirante, todo el lecho marino está haciéndose pedazos. Las interferencias electromagnéticas están aumentando…
Un técnico de sonar se aprieta los auriculares contra los oídos.
—¡Patrón, está saliendo algo de ese agujero, algo enorme!
Una inmensa ola de antigravedad empuja desde debajo de los restos del objeto de iridio hacia fuera, una onda invisible que aparta esa masa del que ha sido su lugar de descanso durante sesenta y cinco millones de años y la desplaza hacia arriba atravesando un kilómetro y medio de roca caliza fragmentada. Igual que una bala de cañón de tamaño monstruoso, la colosal masa de iridio, de más de kilómetro y medio de diámetro, asciende en vertical a través de mil millones de toneladas de escombros procedentes del destrozado lecho marino, que se precipitan por el vacío originado por la gigantesca onda. El formidable levantamiento hace añicos el fondo marino circundante y propaga numerosas ondas sísmicas que cruzan rápidamente la totalidad de la semicerrada cuenca del golfo de México. La plataforma de Campeche y el lecho marino que la rodea sufren una sacudida equivalente a un terremoto de magnitud 9,2.
La expulsión de la nave alienígena da lugar a una serie de mortales tsunamis, olas letales que se alejan del epicentro y se dirigen hacia las prístinas playas del Golfo formando un anillo de muerte.
—Patrón, el objeto alienígena ya está fuera del lecho marino…
—Soluciones de lanzamiento trazadas, señor. Es demasiado grande para no acertarle…
El comandante Dennis se agarra a donde puede cuando de pronto el submarino se tumba violentamente hacia babor.
—Timonel, apártenos de la zona de escombros. Jefe, proceso de lanzamiento, prepare tubos uno y dos.
—Sí, señor. Tubos uno y dos preparados.
—Siga la orientación del sonar. Lance tubos uno y dos.
—Sí, señor. Lanzando tubos uno y dos. Torpedos fuera.
—Diez segundos para el impacto. Siete, seis, cinco…
Los dos proyectiles surcan el turbulento mar en dirección a la masa ascendente. Pero quince metros antes del impacto, las cabezas nucleares chocan contra un campo de fuerza invisible y explotan.
A BORDO DEL JOHN C. STENNIS
—Almirante, el Scranton informa que ha dado directamente en el blanco, pero que no ha causado daños. Al parecer, el objeto se encuentra protegido por un campo de fuerza, y continúa ascendiendo.
Todas las miradas están fijas ahora en los monitores de los UAV. Suspendidas sesenta metros sobre la superficie del mar, las cámaras de los Predator muestran un anillo de burbujas formándose en la superficie del agua.
—¡Aquí viene!
La masa ovoide viola la superficie igual que un iceberg puntiagudo; la mayor parte de su contorno se hunde y luego se bambolea arriba y abajo hasta encontrar el equilibrio en las agitadas aguas. Los primeros planos tomados desde los UAV de la chamuscada superficie de iridio revelan una red de desiguales escarpes metálicos e indentaciones del tamaño de un cráter.
Los sensores transmiten imágenes realzadas por ordenador del diseño de la nave alienígena. Dominique contempla la imagen holográfica en tres dimensiones. Bajo los restos de la nave penden veintitrés apéndices tubulares que le recuerdan a un enorme buque de guerra mecánico.
—Pónganse en contacto con nuestros cazas —ordena el almirante—. Abran fuego.
Los cazas de ataque rompen la formación y lanzan una salva de misiles SLAMMER. Los proyectiles explotan justo encima de la descomunal masa y sus múltiples detonaciones revelan momentáneamente la presencia de un campo de fuerza azul neón.
El jefe de operaciones maldice en voz alta.
—Ese jodido objeto está protegido por un campo de fuerza, igual que sus zánganos. Capitán Ramírez…
—Sí, señor.
—Ordene a los cazas que despejen la zona del objetivo. Lance dos Tomahawk. Vamos a ver lo potente que es ese escudo.
De repente se oye una tremenda explosión que sacude el barco entero. Dominique se tapa los oídos.
Los sistemas de guiado de los dos misiles Tomahawk han sido desmantelados para evitar que la configuración del Guardián altere su trayectoria. Lanzadas a quemarropa, las cabezas nucleares se estrellan contra su objetivo, y la doble detonación forma una bola de fuego que sube hacia el cielo y ciega momentáneamente las imágenes en tiempo real que están filmando las cámaras de los UAV.
Las imágenes vuelven. La nave sigue intacta.
Y entonces sucede una cosa.
En la parte central de la masa flotante aparece un movimiento mecánico, seguido de un intenso fogonazo de luz verde.
El destello proviene de una abertura en el revestimiento del casco alienígena, pero no es una escotilla, como la que llevan los submarinos en lo alto, ni tampoco una mella ni un desgarro. Se ven unos fragmentos de iridio que parecen abrirse en capas y luego se repliegan hacia atrás, alejándose del vórtex de energía.
Acto seguido, del resplandor verde esmeralda surge… un ser.
Una forma voluminosa que comienza a salir, asomando la cabeza.
Las cámaras de la Marina ajustan el enfoque, y las imágenes revelan el rostro del ser: una gigantesca víbora alienígena. Su formidable cabeza, adornada con escamas que semejan un plumaje, tiene el tamaño de una valla publicitaria; sus dos ojos carmesíes refulgen como radiofaros luminiscentes y están dotados de unas pupilas reptilianas en forma de ranuras verticales de color ámbar que se contraen al detectar la luz del día; cuenta con una serie de extrañas mandíbulas que se estiran individualmente y muestran dos tremendos y ebúrneos colmillos, cada uno de los cuales podrá medir fácilmente metro y medio de largo. Por lo demás, la boca está ocupada por varias filas de dientes afilados como escalpelos.
La serpiente lanza un siseo reptiliano que hace temblar las oleaginosas plumas de color verde esmeralda que recorren todo su ancho lomo.
Las afiladas espinas que cubren el vientre de la criatura se aferran a la superficie de iridio cuando el monstruo se yergue imitando a una inmensa cobra…
… para dirigir la mirada hacia el cielo durante un brevísimo instante, como si estuviera analizando la atmósfera.
Al momento, a la velocidad del rayo, se zambulle de cabeza en el mar y su monstruoso cuerpo desaparece bajo las olas.
El presidente y sus jefes de la Junta de Estado Mayor contemplan los monitores con expresión atónita.
—Dios santo… ¿Era real esa cosa? —susurra Chaney.
Un especialista en comunicaciones, todavía aturdido, escucha un mensaje entrante por sus auriculares.
—Almirante, el Scranton informa de que el E.T. está atravesando la termoclina, y que su última velocidad detectada es de… Dios del cielo, noventa y dos nudos. El rumbo es sur-sureste. Señor, esa forma de vida por lo visto se dirige en línea recta hacia la península del Yucatán.
CHICHÉN ITZÁ
Una alborotada muchedumbre de más de doscientos mil fanáticos se ha congregado en el aparcamiento de Chichén Itzá, entonando cánticos y arrojando piedras a la milicia mexicana fuertemente armada, en su afán de trasponer la entrada principal de la antigua ciudad maya por la tuerza.
Dentro del parque, cuatro tanques Abrams M1-A2 norteamericanos han adoptado posiciones defensivas a uno y otro lado de la pirámide de Kukulcán. En la selva circundante se hallan a la espera dos escuadrones de Boinas Verdes armados hasta los dientes, ocultos entre la densa vegetación.
Al oeste de la pirámide de Kukulcán se extiende el Gran Juego de Pelota de Chichén Itzá, un inmenso complejo construido en forma de letra I, rodeado por todos sus lados por muros de piedra caliza.
El muro este de la cancha está formado por una estructura de tres pisos conocida como el Templo de los Jaguares, y consta de una entrada con columnas esculpidas en forma de serpientes emplumadas. La estructura que se eleva junto al límite norte de la cancha se llama Templo del Hombre Barbudo. La fachada de estos dos muros verticales contiene grabados del gran Kukulcán saliendo de las fauces de una serpiente emplumada. En otras escenas se ve a Kukulcán muerto, vestido con una túnica, siendo engullido por una serpiente de dos cabezas.
Sobre las caras de los muros este y oeste hay unos aros de piedra colocados en posición vertical, como si fueran canastas de baloncesto puestas de costado. Inventado por los olmecas, el ritual ceremonial conocido como Juego de Pelota pretendía simbolizar la batalla épica entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal. Había dos equipos de siete guerreros, que competían entre sí intentando lanzar un balón de caucho y conseguir que pasara por el aro colocado en vertical sirviéndose tan sólo de los codos, las caderas o las rodillas. La resolución del encuentro era sencilla, y la motivación de lo más pura: los ganadores eran recompensados y los perdedores eran decapitados.
Michael Gabriel se encuentra en el centro de los noventa y cinco metros de extensión de hierba, de pie en la sombra del zángano, impartiendo instrucciones a un equipo de tres Rangers del ejército de Estados Unidos. Armados con picos y palas, los tres hombres excavan un hoyo de dos metros y medio de profundidad, abriéndose camino a través del quebradizo terreno para llegar a un punto situado justo debajo de las garras del objeto alienígena.
La intensidad del campo de fuerza del zángano hace que el cabello de Mick esté todo alborotado y de punta.
Levanta la vista al ver llegar un jeep por el extremo sur de la cancha del juego de pelota. Antes de que el vehículo se de tenga, se apea del mismo el coronel E. J. Catchpole.
—Acabamos de enterarnos, Gabriel. La masa alienígena ha salido a la superficie, tal como predijo usted.
—¿Ha conseguido destruirla la Marina?
—Negativo. La nave estaba protegida por el mismo campo de fuerza que estos malditos zánganos. Y aún hay más: ha salido de ella un ser alienígena…
—¿Un alienígena? ¿Y cómo era? —Mick siente que el corazón le retumba igual que un tambor.
—No lo sé. La configuración de la pirámide está ocasionando problemas de comunicación. Lo único que he logrado entender es que era enorme y que la Marina piensa que se dirige hacia aquí. —El coronel se arrodilla junto al hoyo—. Teniente, quiero que usted y sus hombres salgan de ahí.
—Sí, señor.
—Coronel, no estará rindiéndose…
—Lo siento, Gabriel, pero necesito a todos los hombres disponibles para vigilar esa configuración. Además, ¿qué es lo que está buscando?
—Ya se lo he dicho, es una especie de piedra, un marcador de forma redonda, como del tamaño de un balón. Probablemente esté enterrado justo debajo de los pies del zángano.
El teniente sale del hoyo seguido por otros dos Rangers, todos cubiertos por una capa de polvo blanco.
El teniente bebe de su cantimplora y escupe el último trago.
—Voy a exponerle la situación, Gabriel. Hemos dado con el borde de una especie de estuche metálico, pero si mis hombres intentan sacarlo, el peso de este zángano hará que se hunda el túnel. Hemos dejado ahí abajo una linterna y un pico por si a usted le apetece intentarlo, pero mi consejo es que no se arriesgue.
Los comandos se suben al jeep.
—Le sugiero que salga pitando de aquí antes de que empiecen los fuegos artificiales —grita el coronel al tiempo que el vehículo acelera en dirección oeste.
Mick observa cómo se marcha el jeep y después desciende al hoyo bajando por la escalera de mano.
Los Rangers han excavado un estrecho túnel horizontal que discurre por debajo del zángano. Con el pico en una mano y la linterna en la otra, gatea a cuatro patas por la madriguera. Los sonidos del exterior pronto quedan amortiguados.
El túnel se interrumpe cuando ha recorrido tres metros y medio. Por encima de él, en la roca, sobresalen las puntas afiladas de las garras de la criatura.
Descubre la mitad inferior de un reluciente cilindro metálico incrustado en el techo de piedra caliza entre las dos garras negras, igual que el recipiente de iridio que descubrieron su padre y él hace ya tanto tiempo, enterrado en el desierto de Nazca.
Con una mano, Mick desprende algunos fragmentos de roca alrededor del extremo visible del cilindro, y con la otra intenta aflojarlo. Le cae un poco de grava por la espalda, procedente de las fisuras que se han abierto en el techo. Continúa desprendiendo fragmentos, notando cómo el objeto va aflojándose, consciente de que en cualquier momento el techo se vendrá abajo y lo sepultará bajo el peso del terreno y del zángano alienígena.
Las nubes de polvo blanco le impiden la visión, hasta que por fin, con un último tirón, consigue liberar el cilindro. Da un salto atrás justo en el momento en que… una parte del techo se derrumba en medio de una cegadora avalancha de polvo blanco y escombros, seguida de las dos toneladas de peso del zángano, que se precipita en el túnel.
Mick retrocede a gatas por lo que queda del túnel y se arrastra hasta la salida con el cuerpo cubierto de polvo blanco y la mano derecha, la que tiene aferrado el cilindro metálico, manchada de sangre.
Después sube por la escalera tosiendo y escupiendo y se deja caer de espaldas junto al borde del hoyo, para respirar aire fresco. Busca a tientas la botella de agua, se echa un poco por la cara, se la restriega, y a continuación se incorpora y concentra su atención en el cilindro.
Durante largos instantes, mientras recobra las fuerzas, se limita a contemplar fijamente el objeto, en el que destaca en un rojo escarlata el icono del Tridente de Paracas, la insignia del Guardián.
—Muy bien, Julius, vamos a ver qué es lo que me tuviste oculto durante tantos años.
Quita la tapa del cilindro y extrae el extraño objeto que éste guarda en su interior.
«Pero ¿qué es esto?».
Se trata de un objeto de jade, pesado y redondo, de un tamaño aproximado al de un cráneo humano. De un costado sobresale el mango de una inmensa daga de obsidiana. Mick intenta sacar dicha hoja, pero está demasiado incrustada.
En el otro lado del objeto hay dos imágenes inscritas. La primera es una batalla épica en la que se ve a un individuo caucásico con barba y una gigantesca serpiente emplumada; el hombre tiene en la mano un pequeño objeto que mantiene a raya a la bestia. La segunda imagen es la de un guerrero maya.
Mick se fija en la cara del guerrero y se le eriza el vello de la piel cubierta de polvo blanco. «Dios mío… soy yo».
ISLA SANIBEL
COSTA OESTE DE FLORIDA
La alarma del SOSUS despierta a Edith Axler con un sobresalto. Levanta la cabeza de la mesa y alarga la mano hacia el terminal del ordenador para coger los auriculares. Se los pone en los oídos y escucha.
Su sobrino Harvey entra en el laboratorio a tiempo para ver la expresión de consternación de su tía.
—¿Qué ocurre?
Ella le pasa los auriculares y se apresura a poner en marcha el sismógrafo.
Harvey escucha mientras el aparato comienza a dibujar líneas en tinta sobre el papel.
—¿Qué es eso…?
—Un terremoto masivo bajo la plataforma de Campeche —contesta ella con el corazón a cien por hora—. Ha debido de suceder hace menos de una hora. Ese retumbar que estás oyendo es una serie de potentes tsunamis que están embarrancando contra la plataforma del oeste de Florida.
—¿Cómo, embarrancando?
—Chocando unos con otros al perder fuerza y desplazando la energía en sentido vertical. Esas olas van a ser gigantescas para cuando alcancen la orilla. Dejarán bajo el agua todas las islas que se encuentran frente a la costa.
—¿Cuándo?
—Calculo que dentro de quince o veinte minutos como máximo. Voy a llamar a los guardacostas y al alcalde, tú alerta a la policía y luego ve a buscar el coche. Tenemos que salir de aquí.
GOLFO DE MÉXICO
El Sikorsky SH-60B Seahawk vuela quince metros por encima de las crestas blancas de las olas seguido de cerca por los otros cuatro helicópteros de la Marina. Allá en lo alto, dos escuadrones de cazas de la fuerza conjunta fijan sus sensores en la ondulación del agua que avanza rápidamente a media milla de ellos.
Dominique está asomada a la ventanilla, contemplando las monstruosas olas del mar. A lo lejos despunta la costa del Yucatán por detrás de una neblina matinal.
Abajo, propagándose por la superficie del mar a velocidades que superan la de un avión de pasajeros, se distingue la primera de una serie de tsunamis. La letal pared de agua pierde velocidad al tocar aguas poco profundas y la refracción y el embarrancamiento desplazan su increíble fuerza hacia arriba formando una cresta que se eleva en vertical por debajo del helicóptero. El general Fecondo da unos golpecitos en el hombro del copiloto.
—¿Por qué no han seguido disparando los cazas?
El copiloto se vuelve hacia él.
—Han informado de que el objetivo se encuentra demasiado profundo y se mueve demasiado deprisa. No hay firma, nada en que fijar el disparo. Pero no se preocupe, general, el E.T. está a punto de salir del mar. Nuestros cazas lo machacarán en cuanto toque la playa.
El presidente Chaney se gira para mirar a Dominique. Su piel oscura tiene un aspecto pastoso y grisáceo.
—¿Va bien ahí detrás?
—Estaré mejor cuando… —De pronto deja de hablar y se queda mirando fijamente el agua con una sensación de pérdida de equilibrio; el mar parece alzarse directamente hacia ellos—. ¡Eh, cuidado! ¡Vuele más alto!
—Joder…
El piloto da un tirón a la palanca de gases al tiempo que la monstruosa ola empuja hacia arriba, contra la panza del helicóptero, levantándolo como si fuera una tabla de surf.
Dominique se agarra al asiento de delante cuando el Sikorsky da un tumbo hacia un costado. Durante unos instantes surrealistas, el aparato vacila peligrosamente en la punta de la cresta de la ola, hasta que de repente ésta, de veintiséis metros de altura, los deja libres y se desploma azotando la orilla de la playa con un estruendo descomunal.
El helicóptero se nivela, suspendido muy por encima del paisaje anegado por la ola, y tanto los pasajeros como la tripulación contienen el aliento al ver cómo la onda asesina se precipita tierra adentro arrollando todo lo que encuentra a su paso.
Se oye un rugido ensordecedor cuando los cazas sobrevuelan la zona.
—General, nuestros cazas informan de que han perdido todo contacto visual con el E.T.
—¿Está dentro de la ola?
—No, señor.
—Entonces, ¿dónde demonios está? —vocifera Chaney—. Un objeto de semejante tamaño no puede desaparecer sin más.
—Tiene que estar aún en el mar —afirma el general—. Que los helicópteros regresen al último lugar donde fue visto. Envíe a los cazas a inspeccionar la costa, arriba y abajo. Tenemos que interceptar a ese extraterrestre antes de que llegue a tierra firme.
Transcurren diez largos minutos.
Desde donde se encuentra, Dominique ve que la inmensa ola comienza a replegarse hacia el mar formando un turbulento torrente que arrastra palmeras arrancadas de raíz, escombros y ganado.
—Señor presidente, estamos perdiendo el tiempo…
Chaney se gira para mirarla.
—El E.T. todavía se encuentra ahí fuera…
—¿Y si no fuera así? ¿Y si estuviera de camino a Chichén Itzá, como dijo Mick?
El general Fecondo se da la vuelta.
—Tenemos treinta helicópteros sobrevolando la costa del Yucatán. En el instante en que esa cosa asome la cara…
—¡Un momento! Mick dijo que la geología de esa península es como una esponja gigante. Hay todo un laberinto de cuevas subterráneas que se comunican con el mar. El alienígena no está escondido, ¡está viajando bajo tierra!
ISLA SANIBEL
Edie aporrea la puerta de la casa de su amiga.
—¡Suz, abre!
Sue Reuben abre la puerta principal, todavía medio dormida.
—Edie, ¿qué…?
Edith la agarra de las muñecas y la arrastra hacia el coche.
—Edie, por el amor de Dios, que estoy en pijama…
—Métete dentro. ¡Se acerca un tsunami!
Harvey enciende el motor mientras las dos mujeres se suben al coche y acelera. Recorren a una velocidad salvaje las áreas residenciales y dan la vuelta para tomar la carretera principal.
—¿Una tsunami? ¿Es muy grande? ¿Y qué pasa con el resto de la isla?
—Los helicópteros de los guardacostas están evacuando las playas y las calles. La radio y la televisión llevan diez minutos emitiendo advertencias. ¿Es que no has oído las sirenas?
—No duermo con el sonotone puesto.
De repente Harvey clava los frenos al acercarse al cruce de cuatro vías que conduce a la carretera elevada. El único puente que sale de la isla Sanibel está abarrotado de vehículos pegados unos a otros.
—Por lo visto, todo el mundo ha salido de su casa —comenta Harvey, chillando por encima del estruendo de bocinas.
Edie consulta su reloj.
—Esto no es nada bueno. Tenemos que irnos de aquí.
—¿Andando? —Sue niega con la cabeza—. Edie, el peaje se encuentra a más de un kilómetro y medio, yo voy en zapatillas…
Edie abre la portezuela y saca a su amiga a rastras del asiento de atrás. Harvey agarra a su tía de la mano que ésta tiene libre y tira de las dos por entre la fila de coches, en dirección al otro lado del puente.
Por espacio de varios minutos, los tres entran y salen corriendo del tráfico, en el afán de llegar a la cabina de peaje.
Edie levanta la vista al ver a varios adolescentes pasar raudos por su lado, calzados con patines motorizados, y se protege los ojos del resplandor procedente de las aguas de la bahía, que se cierran alrededor de la isla Sanibel para continuar su camino hacia el golfo de México.
Maniobrando despacio por la línea de la costa avanza un camión cisterna rojo y negro.
Más allá de él, a tres millas de la costa, una descomunal pared de agua está elevándose del mar en vertical.
Sue Reuben se da la vuelta y contempla la ola con expresión incrédula.
—Oh, Dios mío, ¿esa cosa es de verdad?
Los coches hacen sonar las bocinas, los desesperados pasajeros huyen de sus vehículos mientras la monstruosa ola alcanza una altura de treinta y ocho metros.
El tsunami levanta en vilo el camión cisterna con su enorme mole y termina rompiendo encima de él, lanzándolo contra el fondo del mar. El tremendo impacto hace que el puente reverbere mientras la ola asesina se hace pedazos contra la costa de Sanibel arrollándolo todo y sumiéndolo en el olvido.
Edie arrastra a su sobrino y a su amiga hacia la abandonada cabina de peaje. Harvey abre la puerta de un tirón y empuja a las dos al interior en el mismo instante en que el tsunami arrasa las islas de Sanibel y Captiva extendiendo su tremenda potencia por toda la bahía.
Harvey cierra la puerta a la vez que Sue y Edie se tienden en el suelo.
El tsunami invade la carretera elevada y sumerge la cabina de peaje bajo el agua.
La estructura de acero y hormigón protesta. Por todos lados penetra agua de mar llenando el rectángulo de plexiglás de apenas un metro de anchura. Edie, Harvey y Sue aguantan en medio del torrente, rodeados de agua fría y de oscuridad conforme el nivel del agua continúa subiendo. El rugido del tsunami es como un tren de mercancías, su potencia sacude la cabina de peaje amenazando con arrancarla de sus cimientos.
La bolsa de aire se llena. Edie cierra los ojos con fuerza y aguarda la muerte. Su último pensamiento es para Iz, se pregunta si podrá verlo.
Los pulmones le arden, el pulso le retumba en los oídos.
Y entonces el rugido se aleja y vuelve la luz del sol.
Harvey abre la puerta de una patada.
Los tres supervivientes salen a trompicones, tosiendo y escupiendo, abrazados el uno al otro, rodeados de agua hasta las rodillas. La ola continúa precipitándose tierra adentro.
Edie agarra a Sue y la sostiene haciendo frente al torrente.
—¿Todo el mundo está bien?
Sue afirma con la cabeza.
—¿Deberíamos regresar?
—No, los tsunamis vienen en series múltiples. Tenemos que echar a correr.
Cogidos de los brazos, los tres comienzan a avanzar dando traspiés por la carretera anegada al tiempo que la avalancha de agua va cediendo. De pronto cambia de dirección y amenaza con arrastrarlos hacia la bahía. Se aferran a una señal de tráfico y empiezan a rezar, luchando por conservar la vida en medio del río de escombros.
CHICHÉN ITZÁ
Acunando el objeto de jade entre las manos, Mick contempla la imagen del guerrero como si estuviera mirándose en un espejo.
En eso, siente una brisa, luego un sonido como de un aleteo, procedente del interior del cilindro de iridio.
Mick introduce la mano, y se queda perplejo al encontrar un cartón descolorido. Le tiembla la mano al reconocer la letra de lo que lleva escrito.
Michael:
Si acaso el destino te trajera hasta aquí, en este momento estarás tan estupefacto como nos sentimos tu madre y yo cuando el objeto que ahora tienes en tu mano fue desenterrado por primera vez en 1981. En aquel entonces tú eras un inocente niño de tres años y yo, bueno, durante un tiempo fui lo bastante necio para creer que el guerrero de esa imagen era yo. Entonces tu madre me indicó la oscuridad de los ojos de la imagen, y los dos supimos de manera instintiva que, de algún modo, el guerrero eras tú.
Ahora ya conoces la verdadera razón por la que tu madre y yo no quisimos abandonar nuestras investigaciones, la razón por la que a ti se te negó una infancia normal en Estados Unidos. Te aguarda un destino más grandioso, Michael, y creímos que nuestro deber como padres tuyos era prepararte lo mejor que pudiéramos.
Después de dos décadas investigando, sigo sin entender del todo la función que tiene este objeto de jade. Sospecho que tal vez sea una especie de arma que nos dejó el propio Kukulcán, aunque no he hallado ninguna fuente de poder importante que pueda decirme cuál es su propósito. He conjeturado que la hoja de obsidiana que lleva incrustada debe de ser un antiguo cuchillo ceremonial, de más de mil años de antigüedad, que quizá se utilizó para extraer el corazón a las víctimas de los sacrificios.
Tan sólo puedo abrigar la esperanza de que tú averigües el resto antes de que llegue el solsticio de invierno de 2012.
Ruego a Dios que te ayude en tu búsqueda, sea cual sea, y rezo también por que un día encuentres sitio en tu corazón para perdonar a esta alma desgraciada por todo lo que ha hecho.
Con cariño, tu padre, J. G.
Mick observa fijamente la carta, releyéndola una y otra vez, intentando asimilar lo que su corazón ya sabe que es cierto.
«Soy yo. Yo soy el elegido».
Se pone en pie, deja caer la carta y el cilindro en el hoyo y a continuación, con el objeto de jade fuertemente aferrado en la mano, sale corriendo del desierto juego de pelota y se encamina hacia los escalones del lado occidental de la pirámide de Kukulcán.
Para cuando alcanza la cumbre ya está empapado de sudor. Se enjuga la frente limpiando también los últimos residuos de polvo y, con paso inseguro, penetra en el pasillo norte para dirigirse a la escondida trampilla hidráulica del Guardián.
—¡Guardián, déjame entrar! ¡Guardián…!
Golpea con el pie el suelo de piedra llamándolo una y otra vez.
Pero no sucede nada.
EL CENOTE SAGRADO
Con su metro noventa y siete y sus ciento cuarenta kilos de peso, el teniente coronel Mike Slayer, apodado Bruce Lee, es el boina verde más alto que jamás ha vestido un uniforme de comando. Este chino-irlandés-estadounidense de voz áspera es un ex jugador profesional de fútbol americano y un milagro de la medicina, pues casi no hay ninguna parte de su cuerpo que no haya sido reparada, sustituida o reciclada. Bruce Lee tiene fama de arrear puñetazos a las cosas con verdadera saña cuando no encuentra la palabra que quiere utilizar o cuando se le disloca el hombro o la rodilla.
Sirviéndose de la manga, el comando se seca el sudor del labio superior antes de que hagan presa en él los mosquitos. «Ya llevamos tres jodidas horas con el calzoncillo pegado al culo en esta selva mexicana olvidada de Dios».
Bruce Lee está más que deseoso de aporrear algo.
De pronto, en su oído izquierdo se oye un crujido de estática. El teniente coronel se ajusta el comunicador.
—Adelante, coronel.
—Los satélites han detectado un flujo magnético que se aproxima a su posición desde el norte. Creemos que el alienígena está viajando a través de los acuíferos y que puede emerger por el pozo.
«Ya era hora, joder».
—Lo copio. Estamos más que preparados.
Bruce Lee indica por señas a su escuadrón que tome posiciones alrededor del cenote. Cada hombre porta una OICW (Arma de Combate de Infantería por Objetivos), la ametralladora más letal del mundo. Este fusil, de seis kilos de peso, cuenta con dos cañones, uno para disparar munición de 5,56 milímetros y el otro para lanzar proyectiles HE de veinte milímetros que pueden explotar al impactar en el blanco o tras un breve intervalo de tiempo, delante, detrás o encima del objetivo.
El teniente John McCormack, apodado Rojo el Sucio, se reúne con el teniente coronel y ambos se asoman al interior del pozo.
—Y bien, ¿dónde está ese jodido alienígena?
—Ley de Murphy de combate número 16: Si tienes un objetivo seguro, que no se te olvide hacer saber al enemigo que lo tienes.
De pronto empieza a temblar el suelo y las sacudidas se extienden por toda la superficie del cenote.
—Me parece que me he precipitado al hablar. —Bruce Lee hace señas a sus hombres y después retrocede del borde del foso, conforme los temblores se hacen más fuertes.
Rojo el Sucio apunta por la mira láser de su fusil. «Vamos, hijo de puta. Ven y verás».
El suelo se sacude de tal manera que los comandos a duras penas pueden apuntar sus armas.
En eso, se hunde la pared del cenote que está enfrente de ellos y expulsa hacia fuera una lluvia de agua y roca caliza…
Y entonces sale del cenote la criatura alienígena.
Los músculos de Bruce Lee se contraen por el miedo.
—Hijo de puta… ¡Fuego! ¡Fuego!
Los fusiles de los comandos escupen una andanada de plomo.
Pero las balas no llegan a tocar al alienígena; un escudo de energía transparente, visible tan sólo en las distorsiones, envuelve a la serpiente como una segunda piel. A medida que las balas van entrando en dicho campo de energía, parecen evaporarse en el aire.
—Pero ¿qué diablos…? —Bruce Lee contempla la escena horrorizado y confuso, mientras sus hombres continúan disparando.
La criatura alienígena, moviéndose como si los comandos no existieran, comienza a deslizarse por el sacbe maya y va abriéndose paso por entre el follaje de la jungla, en dirección a la pirámide.
Bruce Lee activa el transmisor que lleva en el casco.
—Coronel, hemos hecho contacto con el alienígena… o por lo menos lo hemos intentado. Nuestras balas han sido inútiles, señor, simplemente desaparecieron en el aire o algo así.
Mick percibe el eco de los rotores de un helicóptero que se acerca cortando el aire. Se halla en lo alto de la pirámide de Kukulcán, con la vista fija en el Gran Juego de Pelota, y observa cómo el aparato toma tierra en el prado adyacente a la escalinata occidental de la pirámide.
Se le acelera el corazón al ver apearse a Dominique detrás del presidente y de dos comandos del ejército de Estados Unidos.
«Michael…».
Mick lanza una exclamación ahogada y gira la cabeza hacia el norte. Presiente algo que se aproxima desde la jungla.
¡Algo inmenso!
La bóveda de árboles que cubre el sacbe va siendo arrancada de raíz conforme se acerca el ser.
Allá abajo, en el suelo, cuatro tanques Abrams M1-A2 se lanzan a toda velocidad por el sendero de tierra en formación de a uno, apuntando con sus buscadores láser al centro del antiguo sendero maya.
Mick, con el corazón desbocado, abre los ojos desmesuradamente.
De repente asoma por encima de las copas de los árboles el cráneo del alienígena, con sus ojos carmesíes reluciendo como rubíes bajo el sol de la tarde.
«Tezcatilpoca…».
Los tanques abren fuego y escupen por sus cañones de ciento veinte milímetros de ánima lisa cuatro proyectiles que salen al unísono, como si fueran uno solo.
Pero no hay contacto ni explosión. Al alcanzar la piel de la criatura alienígena, los casquillos simplemente desaparecen en un mullido colchón de aire lanzando breves y cegadores destellos.
Prosiguiendo su avance, la serpiente se echa encima de los carros blindados. Durante unos momentos los tanques Abrams desaparecen en el interior del campo de energía, y segundos después aparecen de nuevo, pero con las chapas de titanio y las torretas de disparo retorcidas e irreconocibles.
Mick oye la voz del Guardián repitiendo en sus oídos: «Tezcatilpoca esconde en su interior el portal que conduce al pasillo cuatridimensional».
«El portal que conduce al pasillo cuatridimensional… ¡Es Tezcatilpoca! ¡Tezcatilpoca es el portal en sí!».
La serpiente emplumada asciende por la escalinata norte con sus demoníacos ojos muy brillantes, irradiando energía. Dentro de sus córneas inyectadas de sangre se ensanchan las ranuras doradas de sus reptilianas pupilas, como si dejaran ver las llamas de un horno infernal.
Mick mira fijamente a la criatura totalmente paralizado por el pánico. «¿El Guardián quiere que entre ahí?».
La serpiente se detiene al llegar a la cumbre. Luego, haciendo caso omiso de Mick, abre la boca y exhala una vaporosa ráfaga de energía de color esmeralda por entre los colmillos retraídos.
Entonces, con una tremenda llamarada, el templo de piedra caliza es engullido por un fuego sobrenatural de color bermellón que funde los bloques de piedra en cuestión de segundos.
Mick se aparta del intenso calor y corre a refugiarse en los tres últimos escalones de la escalinata norte.
Las llamas se extinguen. Tras el incendio, sobresaliendo de forma semejante al mástil de una bandera de lo poco que ha quedado de la pared central del templo, se alza… una antena de iridio de cuatro metros y medio de altura.
«¡La configuración!».
«Tú eres Hunahpú. Tú posees la capacidad para acceder a la configuración de los Nephilim».
Un súbito instinto de supervivencia desata de pronto un proceso mental que se encontraba en estado latente. Mick percibe una fuerte cadena de impulsos que desembocan en las terminaciones nerviosas de los dedos y continúan por el objeto de jade, que comienza a brillar con una energía intensa, casi cegadora.
El alienígena se para en seco y sus pupilas ambarinas desaparecen en el interior de sus ojos carmesíes.
A Mick le retumba el corazón igual que un martillo perforador, y el brazo le tiembla notablemente debido a la energía que le inunda todo el cuerpo.
La víbora, deslumbrada, mira fijamente la piedra de jade como si estuviera en trance.
Mick cierra los ojos, luchando por conservar la cordura. «Muy bien, no pierdas la calma. Apártala de la configuración».
Con el brazo todavía extendido, inicia lentamente el descenso por la escalinata oeste, un peldaño tras otro.
Como si fuera guiada por una cuerda invisible, la serpiente lo sigue escaleras abajo.
En ese momento corre hacia él Dominique… pero se detiene con una expresión de total estupefacción.
—Oh, Dios. Oh, Dios mío…
Chaney, el general Fecondo y dos comandos del ejército permanecen inmóviles tras uno de los bajos muros del Juego de Pelota, incapaces de asimilar lo que ven sus ojos.
—¡Dominique! —Con su mano libre, Mick la saca de su estupor—. ¡Dom, no puedes estar aquí!
—Oh, Dios… —Ella se aferra de su mano y tira de él hacia atrás—. Ven…
—No, espera. Dom, ¿recuerdas lo que te conté? ¿Recuerdas lo que simbolizaba la entrada al Mundo Inferior en el Popol Vuh?
Ella vuelve la cabeza para mirarlo y después mira al monstruo alienígena.
—Oh, no. Oh, Dios, no…
—Dom, la serpiente emplumada es, ella misma, el portal que conduce al Camino Negro.
—No…
—¡Y creo que Hun-Hunahpú soy yo!
«Michael…».
A Mick se le pone la carne de gallina.
Dominique lo mira con profundo terror, con las lágrimas rodando por las mejillas.
—¿Qué vas a hacer? No irás a sacrificarte, ¿verdad?
—Dom…
—¡No! —Lo aferra del brazo.
«Me estoy acercando, Michael. Percibo tu miedo…».
—¡No pienso permitírtelo! Mick, por favor… Yo te quiero…
Mick nota que se debilita su voluntad.
—Dom, yo también te quiero a ti, y estoy muy asustado. Pero te lo ruego, si deseas volver a verme tienes que irte. Por favor, márchate, ¡ahora mismo! —Mick se vuelve hacia Chaney—. ¡Llévesela de aquí! ¡Rápido!
El general Fecondo y los dos comandos se la llevan a rastras, ella chillando y pataleando, hacia el helicóptero.
Chaney se sitúa al lado de Mick sin apartar la vista de la criatura alienígena.
—¿Qué es lo que va a hacer?
—No estoy seguro, pero pase lo que pase, no permita que Dominique se acerque.
—Tiene mi palabra. Ahora, háganos un favor a todos y mate a esta cosa.
Chaney retrocede y se sube al helicóptero.
El aparato despega del suelo.
Una oleada de vértigo obliga a Mick a hincar una rodilla en tierra, lo cual le hacer perder la concentración.
La luz que irradia la piedra de jade se hace más débil.
La serpiente alienígena sacude su gigantesca cabeza. De nuevo aparecen sus pupilas ámbar y se ensanchan las ranuras verticales. Otros dos ojos, situados en los huecos de las mejillas del monstruo, se enfocan en la huella térmica de Mick y en el disminuido brillo del arma que éste sostiene en la mano.
«Esto no es bueno… Mantén la concentración…».
En eso, Tezcatilpoca se alza sobre la parte posterior de su torso y emite una horrible sílaba alienígena, como si estuviera declarando que ya no se encuentra sometida al hechizo de Mick.
Los cuatro ojos de la serpiente taladran a Mick y lo observan fijamente, como si lo vieran por primera vez. La mandíbula se abre. De los retraídos colmillos superiores gotea una bilis negra y rezumante que salpica sobre los escalones de piedra caliza igual que un ácido corrosivo.
La adrenalina inunda el organismo de Mick. Cierra los ojos esperando morir, pero entonces, con un súbito espasmo de discernimiento primitivo, presiente que la configuración se encuentra en su mente.
Tezcatilpoca hiperextiende la mandíbula y deja al descubierto sus horrendos colmillos… y de pronto se abalanza sobre el Hunahpú a una velocidad aterradora.
Igual que la descarga de un rayo, la antena de la pirámide libera un chispazo de energía azul que alcanza a la serpiente en mitad de su ataque. Empalada en la configuración, la criatura se retuerce de dolor, su cuerpo desaparece y aparece de nuevo envuelto en oleadas de energía esmeralda, su plumaje en forma de escamas y sus espinas se encrespan sacudidos por sucesivos espasmos.
Mick permanece inmóvil delante del monstruo alienígena, con los ojos cerrados, dando órdenes a sus recién descubiertos instintos Hunahpú, concentrando la enorme potencia de la configuración del Guardián sobre su enemigo.
Temblando de rabia, Tezcatilpoca lanza un alarido ensordecedor que reverbera por toda la explanada y consigue tumbar las columnas del Complejo de los Guerreros.
Mick abre los ojos y, levantando la piedra de jade por encima de su cabeza, ordena a la hoja de obsidiana que se desprenda de su reluciente vaina.
El objeto de jade vibra furiosamente irradiando una energía al rojo vivo que comienza a quemar la mano de Mick.
Entonces, Mick apunta bien y arroja el objeto contra las fauces abiertas de la criatura alienígena.
Se produce una erupción de energía pura, como la explosión de una nova.
Tezcatilpoca es presa de intensos espasmos, como si hubiera recibido una descarga eléctrica de mil millones de vatios.
Mick se protege los ojos con la mano y cae de rodillas, con lo cual desconecta la configuración.
El ser alienígena, ya sin vida, se precipita por la escalinata norte con sus ojos, antes luminiscentes, cubiertos por diversos matices de gris. La boca, abierta, queda caída entre las dos cabezas de serpiente de roca caliza que se encuentran situadas a uno y otro lado de la escalinata norte, a modo de enormes sujetalibros.
Mick se desploma de espaldas, con los miembros estremecidos y los pulmones ávidos de aire.
Con la cara pegada a la ventanilla del helicóptero, Dominique lanza chillidos de alegría. Luego salta por encima del asiento de delante y estrangula a Chaney en un abrazo de oso.
—Está bien, está bien. Bájenos, teniente; esta joven desea ver a su chico.
El general Fecondo tiene el receptor de radio apretado contra la oreja, intentando oír por encima del griterío que hay en el interior del aparato.
—Repita, almirante Gordon…
La voz del jefe de operaciones crepita por el auricular.
—Repito: la nave alienígena aún conserva el escudo. Puede que ustedes hayan matado a esa bestia, pero su fuente de alimentación sigue estando muy activa.
Mick está tendido de espaldas y con los ojos cerrados sobre la explanada de hierba. Su extenuada mente se esfuerza por restablecer la conexión neuronal que, no sabe cómo, le ha permitido activar la configuración del Guardián.
Frustrado, se incorpora a medias y contempla fijamente la hoja de obsidiana que tiene en la mano. «Soy Hunahpú, pero no soy el elegido. No puedo acceder al Camino Negro. No puedo sellar el portal».
Al girar la cabeza ve un pelotón de comandos fuertemente armados emergiendo de la jungla.
Bruce Lee Slayer lo ayuda a ponerse de pie.
—Qué hijo de puta, Gabriel, ¿cómo diablos lo ha hecho?
—Ojalá lo supiera.
Varios de los comandos disparan varias descargas contra la cabeza de la criatura inanimada, pero sus balas se evaporan antes de alcanzar el blanco.
«Michael…».
Mick levanta la vista, sobresaltado. La voz suena distinta, conocida.
«Guardián…».
Entonces cierra los ojos y deja que la voz guíe sus pensamientos hacia las profundidades de su mente.
«Aparta a un lado tus temores, Hunahpú. Abre el portal y entra. Los Señores del Mundo Inferior que se quedaron en la Tierra vendrán a desafiarte. Intentarán impedir que selles el portal cósmico antes de que llegue el Dios de la Muerte».
Mick abre los ojos y mira fijamente la horrible boca de Tezcatilpoca.
En ese momento, de la antena del Guardián surge un haz de energía de color azul eléctrico que captura la cabeza inanimada de la serpiente.
La mandíbula superior comienza a abrirse. Los comandos, estupefactos, dan un salto atrás, y algunos de ellos abren fuego inútilmente contra la bestia muerta.
Mick cierra los ojos para mantener la concentración. Las fauces de la serpiente se abren del todo y dejan ver unos horripilantes colmillos negros rodeados por un centenar de dientes como agujas.
Entonces aparece una segunda cabeza. Idéntica a la primera pero ligeramente más pequeña, empuja hacia fuera y sale de la boca de su hermana gemela.
Mick se obliga a mantener los ojos cerrados y a intensificar su concentración. Una tercera y última cabeza surge de la boca de la segunda, y las tres quedan abiertas y fijas.
La configuración se apaga. Mick cae sobre una rodilla, perdida la concentración y con la mente exhausta por el esfuerzo.
Entonces aparece en lo alto de la pirámide un cilindro de energía de color esmeralda que da vueltas sobre sí mismo, un pasillo cósmico cuatridimensional que atraviesa el tiempo y el espacio, que baja desde los cielos para enlazar con la cola de la serpiente inanimada.
Los comandos dejan caer las armas. Bruce Lee cae de rodillas, alucinado, como si estuviera viendo el rostro de Dios.
En un punto situado a la derecha de Mick aterriza el helicóptero del presidente.
Mick contempla el portal abierto, sopesando su decisión, luchando por apartar a un lado su miedo.
—¡Mick!
Dominique se apea del helicóptero.
Las palabras del Guardián: «A ella no debes permitirle que entre».
—¡Chaney, reténgala!
El presidente la sujeta por la muñeca.
—¡Suélteme! Mick, qué estás haciendo…
Mick se gira hacia ella notando una creciente sensación de opresión en el pecho. «¡Vamos, vete ya, antes de que ella te siga!».
Entonces, aferrando con fuerza la daga de obsidiana en la mano derecha, le da la espalda a Dominique, pasa por encima de las primeras filas de dientes y penetra en la primera de las tres bocas abiertas de la serpiente.