Capítulo 22

13 de diciembre de 2012

A BORDO DEL USS BOONE

GOLFO DE MÉXICO

4.46 horas

El capitán Edwin Loos saluda al vicepresidente Ennis Chaney y a Marvin Teperman, que acaban de apearse del Sikorsky SH-60B Seahawk y de pisar la cubierta del USS Boone.

El capitán sonríe.

—¿Se encuentra bien, señor vicepresidente? Parece un poco mareado.

—Hemos tenido mal tiempo. ¿Están los UAV en posición?

—Dos Predator sobrevolando la zona objetivo, tal como usted solicitó, señor.

Marvin se quita el chaleco salvavidas y se lo entrega al piloto del helicóptero.

—Capitán, ¿qué es lo que hace pensar a su gente que esta noche vamos a ver otro de esos remolinos?

—Los sensores indican que están aumentando las fluctuaciones electromagnéticas subterráneas, igual que ocurrió la última vez que apareció el remolino.

Loos los conduce por el interior de la superestructura y los acompaña hasta el Centro de Información de Combate del buque.

La cámara de alta tecnología, tenuemente iluminada, bulle de actividad. El comandante Curtis Broad levanta la vista de una estación de sonar.

—Llega justo a tiempo, capitán. Los sensores indican un aumento de la actividad electromagnética. Por lo visto, se está formando otro remolino.

Por encima del resplandor esmeralda, trazando círculos a diferentes altitudes, se encuentran dos de los vehículos aéreos no tripulados de reconocimiento que posee el USS Boone, conocidos como Predator. Mientras las aguas del Golfo empiezan a girar en el sentido contrario a las agujas del reloj, las cámaras infrarrojas y de televisión de los Predator transmiten imágenes en tiempo real al barco de guerra.

Chaney, Teperman, el capitán Loos y dos decenas de técnicos y científicos miran fijamente los monitores de vídeo, con el pulso acelerado, contemplando cómo el remolino va tomando forma ante sus propios ojos.

El vicepresidente sacude la cabeza en un gesto de incredulidad.

—Por el amor de Dios, ¿qué cosa puede tener suficiente fuerza para provocar algo así?

Marvin susurra:

—Tal vez sea la misma cosa que últimamente ha estado detonando formaciones cársticas por todo el Pacífico occidental.

El torbellino empieza a rotar más deprisa, hasta que su monstruosa fuerza centrífuga abre un tremendo túnel que desciende en línea recta hasta el fracturado lecho marino. Mientras las aguas se separan, el ojo del vórtice lanza a la noche un brillante haz de luz esmeralda que surca los cielos como si fuera un faro celeste.

—Ahí están. —Marvin señala la pantalla—. Salen justo del centro…

—Los veo —susurra Chaney, perplejo.

Tres sombras oscuras ascienden levitando en el rayo de luz, subiendo por el ojo del torbellino.

—¿Qué diablos es eso? —dice Loos.

Una decena de científicos estupefactos gritan órdenes a sus colegas y sus ayudantes para que verifiquen que se están recogiendo todos los datos de los sensores.

Los objetos continúan ascendiendo por el interior del remolino. Flotando por encima del nivel del mar, se aproximan al más bajo de los dos UAV.

La imagen del Predator se vuelve borrosa debido a la estática y seguidamente desaparece.

El segundo Predator continúa transmitiendo.

—Quiero que salgan de inmediato los dos Seahawk —ordena el capitán Loos—. Sólo en misión de reconocimiento. Jefe, mantenga el Predator que queda a una distancia de seguridad. No pierda esa señal.

—Sí, señor. Señor, ¿cuál es la distancia de seguridad?

—Capitán, los Seahawk están ya en el aire…

—Que no se acerquen a esa luz —ladra Chaney.

Los tres objetos alienígenas alcanzan una altitud de seiscientos metros. A continuación, con una precisión robótica, ejecutan una pirueta rotando sus enormes alas para desplegarlas totalmente en sentido horizontal y aceleran. Al instante desaparecen de la vista.

El capitán Loos se abalanza sobre el Sistema de Adquisición de Objetivos Mk 23. La teniente comandante Linda Muraresku ya está intentando localizar los objetos por medio del radar de rotación rápida del Boom.

—Los tengo localizados, señor… a duras penas. Jamás he visto nada igual. Ni huella de calor, ni sonido, tan sólo una débil estática electromagnética. No me extraña que no los detectaran nuestros satélites.

—¿A qué velocidad viajan?

—A Mach 4 y acelerando. Los tres objetos se dirigen al oeste. Será mejor que se ponga en contacto con el NORAD, capitán. A esa velocidad, desaparecerán de mi pantalla en cualquier momento.

MANDO DE DEFENSA DEL ESPACIO AÉREO NORTEAMERICANO

(NORAD).

COLORADO

El imponente montículo de áspero granito de dos mil novecientos metros de altura conocido como monte Cheyenne se encuentra situado seis kilómetros al suroeste de Colorado Springs. Cuenta en su base con dos túneles de acceso, fuertemente vigilados, que recorren quinientos metros bajo la superficie y son las únicas entradas del complejo subterráneo de 1,8 hectáreas de extensión conocido como el Mando de Defensa del Espacio Aéreo Norteamericano, o NORAD.

El NORAD proporciona a los militares un centro de mando unificado que une todas las ramas de las fuerzas armadas, los diferentes centros de inteligencia, sistemas y estaciones meteorológicas. Sin embargo, la función principal de dicho complejo es detectar lanzamientos de misiles en cualquier lugar del mundo, ya sea desde tierra, desde el mar o desde el aire. Dichas eventualidades se clasifican en dos categorías básicas.

Las advertencias estratégicas se lanzan cuando se lanza un misil ICBM contra Norteamérica, un hecho que tiene su origen a una distancia superior a dos mil cien millas náuticas y que tiene un tiempo de impacto de aproximadamente treinta minutos. Una secuencia de cuatro minutos a través de la cadena de mando difunde rápidamente la información al presidente y a todos los Centros de Mando de Defensa de Estados Unidos.

Las advertencias «de teatro» se refieren a misiles lanzados contra Estados Unidos y las fuerzas aliadas sobre el terreno. Como un misil Scud o de crucero puede atacar en cuestión de minutos, el NORAD envía el aviso directamente a los comandantes sobre el terreno vía satélite.

El sistema de detección de misiles de advertencia temprana más importante del monte Cheyenne se encuentra situado en el espacio, a una distancia de treinta y cinco mil seiscientos kilómetros. Es ahí donde los satélites del Programa de Apoyo a la Defensa (DSP) del NORAD giran en torno a la tierra en una órbita geoestacionaria y proporcionan una cobertura continua y superpuesta del planeta entero. A bordo de esos satélites, que pesan dos toneladas y media cada uno, viajan avanzados sensores de infrarrojos que detectan de forma instantánea las huellas de calor creadas durante la fase de lanzamiento de un misil.

El mayor Joseph Unsinn saluda a los policías militares apostados junto a la puerta de cristal abovedada y se sube a un tranvía que está aguardando. Tras un breve trayecto a través de un laberinto de túneles, llega al centro de mando del NORAD para iniciar su turno de doce horas.

El comandante del NORAD no es lo que se dice un profano en cuestión de lanzamientos de misiles, pues cada año presencia no menos de doscientos «acontecimientos» semejantes. Pero esto es distinto. Estando el mundo al borde de la guerra, las tensiones aumentan cada día y hacen pender de un hilo miles, quizá millones de vidas.

Su homólogo, el mayor Brian Sedio, observa con atención el monitor de los satélites del Programa de Apoyo a la Defensa, con la cara del vicepresidente Chaney puesta en el videoteléfono montado encima de su consola.

—¿Qué sucede?

Sedio levanta la vista.

—Llegas justo a tiempo. El vicepresidente ha perdido la cabeza. —El mayor apaga el interruptor que silencia el sonido—. Lo lamento, señor vicepresidente. El DSP está diseñado para detectar huellas de calor, no interferencias electromagnéticas. Si esos objetos alienígenas que dice usted continúan cruzando el Pacífico en dirección a Asia, existe la posibilidad de que los captemos utilizando nuestro radar en tierra, pero en lo que se refiere a nuestros satélites, esos objetos son invisibles.

La intensidad de la mirada de Chaney resulta alarmante.

—Búsquelos, mayor. Coordine la búsqueda que tenga que coordinar. Quiero que me informe en el momento en que los localice con exactitud.

La pantalla queda en blanco.

El mayor Sedio sacude la cabeza negativamente.

—¿Te puedes creer esta mierda? El mundo se encuentra al borde de una guerra, y Chaney cree que estamos siendo atacados por extraterrestres.

14 de diciembre de 2012

BOSQUE DE PIEDRA DE SHILIN

PROVINCIA DE YUNNAN, AL SUR DE CHINA

5.45 (hora de Pekín).

La provincia de Yunnan, junto con la de Guizhou, forma la región suroeste de la República Popular China. Es rica en lagos, altas montañas y frondosa vegetación, y pocas zonas de China ofrecen a los visitantes tan amplia variedad de paisajes para explorar.

La ciudad más poblada de esta provincia es Kunming, la capital de Yunnan. Unos ciento diez kilómetros al sureste de dicha ciudad se encuentra su atracción turística más importante: el Bosque de Piedra de Lunan, también conocido como el Bosque de Piedra de Shilin. Dicho bosque, que abarca una extensión superior a doscientos sesenta kilómetros cuadrados, consiste en una gran cantidad de peculiares agujas de roca caliza que alcanzan alturas de casi treinta metros. Los senderos conducen a los visitantes por entre ese sinfín de pináculos, los puentes de madera cruzan arroyos y horadan los arcos naturales en la roca que tanto proliferan en este tortuoso paisaje.

Los factores que dieron lugar a la formación el Bosque de Piedra se remontan unos doscientos ochenta millones de años, cuando la elevación de la cordillera del Himalaya produjo una erosión que excavó dentadas formaciones en espiral en esa meseta de piedra caliza. Las posteriores elevaciones a lo largo de los milenios crearon profundas fisuras en el interior de los karst, las cuales, con el tiempo, fueron agrandándose por efecto de las lluvias y formaron gigantescas moles de roca de color blanco grisáceo en forma de daga.

Aún no ha amanecido cuando Janet Parker, de cincuenta y dos años, y su guía personal, Quik-sing, llegan a la entrada principal del parque público. Haciendo caso omiso de la recomendación del Departamento de Estado de Estados Unidos en lo que se refiere a los viajes por China, esta impetuosa mujer de negocios de Florida ha insistido en venir a ver el Bosque de Piedra antes de tomar el vuelo de última hora de la mañana desde el aeropuerto de Kunming.

Siguiendo los pasos de su guía, pasa por delante de una pagoda y sube a una plataforma de madera que rodea las caprichosas formaciones de piedra caliza.

—Un momento, Quik-sing. ¿Estás diciendo que esto es todo? ¿Qué hemos hecho un viaje de una hora en coche para ver esto?

Wo ting budong

—En inglés, Quik-sing, en inglés.

—No la entiendo, señorita Janet. Éste es el Bosque de Piedra. ¿Qué esperaba?

—Obviamente, algo un poco más espectacular. Lo único que veo son kilómetros de roca. —En eso, atrae su atención un destello de brillante luz ámbar—. Espera, ¿qué es eso? —Señala el lugar de donde procede la luz, un parpadeo dorado entre varias agujas de piedra.

Quik-sing se protege los ojos, sorprendido por la luz.

—No… no lo sé. Señorita Janet, por favor, ¿qué está haciendo?

Janet salta la barandilla.

—Quiero ver qué es eso.

—Señorita Janet… ¡Señorita Janet!

—Relájate, vuelvo enseguida.

Cámara en mano, baja al suelo y pasa con dificultad por entre dos formaciones rocosas, soltando un juramento al arañarse el tobillo contra la afilada arista de la roca. Da la vuelta al pináculo, y al alzar la vista ve el origen de la brillante luz.

—Pero ¿qué diablos es eso?

Se trata de un objeto negro, parecido a un insecto. Fácilmente medirá unos doce metros de largo, y tiene unas enormes alas que han quedado encajadas entre dos grandes agujas de roca. Ese ser inanimado se sostiene sobre un par de garras calientes al rojo vivo que parecen haber perforado el karst y han provocado en él una especie de chisporroteo.

—Quik-sing, ven aquí. —Janet toma otra foto, mientras los primeros rayos de sol tocan las alas de la criatura. La luz ámbar comienza a oscurecerse y a parpadear a mayor velocidad—. Eh, Quik-sing, ¿para qué diablos te pago?

La muda explosión de brillante luz blanca ciega instantáneamente a la ejecutiva, y la ignición del dispositivo de fusión pura genera una caldera de energía más caliente que la superficie del Sol. Janet Parker experimenta una breve y extraña quemazón cuando su piel, su grasa y su sangre se despegan del hueso y su esqueleto se vaporiza un nanosegundo después, cuando la ardiente bola de fuego sale disparada en todas direcciones a la velocidad de la luz.

La combustión se propaga rápidamente por todo el Bosque de Piedra vaporizando el karst con su calor y liberando una densa nube tóxica de dióxido de carbono. Comprimidos bajo un techo de aire ártico, los venenosos vapores abrazan el suelo y se elevan hacia fuera como un tsunami de gas.

La mayor parte de la población de Kunming aún duerme cuando la invisible nube de gas nocivo se extiende sobre la ciudad como una racha de viento ardiente en un día de verano. Los más madrugadores se desploman de rodillas aferrándose la garganta y sintiendo que el mundo gira a su alrededor. Los que todavía están en la cama apenas notan un hormigueo al asfixiarse sin llegar a despertar.

En cuestión de minutos, todo hombre, mujer, niño y criatura que respire ha dejado de existir.

CIUDAD DE LENSK

REPÚBLICA DE SAKHA, RUSIA

5.47 horas

Pavel Pshenichny, de diecisiete años, toma el hacha que le entrega su hermano pequeño, Nikolai, y sale de la cabaña de troncos de tres dormitorios. Fuera hay treinta centímetros de nieve recién caída y sopla un viento helado que le silba en los oídos y le acuchilla la cara. Se ciñe la bufanda y atraviesa el congelado jardín camino de la leñera.

Aún no ha salido el sol, ¿pero quién, sino un oriundo de ese lugar, podría distinguirlo en esta región desolada y gris en la que el subsuelo está permanentemente helado? Pavel limpia la nieve de la superficie de un tocón congelado, coge un leño del montón y lo coloca en posición vertical. Acto seguido, con un gemido, blande el hacha y parte en dos el bloque de madera semicongelado para hacerlo astillas.

Cuando va a echar mano de otro tronco, un brillante destello luminoso le hace levantar la vista.

A través de la tenue luz que alumbra el horizonte norte de Lensk, se eleva una vasta cordillera cubierta de nieve que se halla oculta tras la nube gris del amanecer. Pavel observa un relámpago de luz blanca que parece estallar detrás de las nubes y que se propaga por las cumbres de las montañas, las cuales desaparecen rápidamente detrás de un tupido manto de niebla.

Segundos después… un poderoso retumbar y una sacudida del suelo.

«¿Será una avalancha?».

La densa niebla impide a Pavel ver la devastación geológica que está teniendo lugar ante sus ojos. Lo que ve el adolescente es una nube de nieve de un blanco grisáceo que ese expande hacia fuera y cuya onda de energía se dirige hacia él a una velocidad increíble.

Suelta el hacha y echa a correr.

—¡Nikolai! ¡Avalancha, avalancha!

La onda expansiva nuclear levanta a Pavel del suelo y lo lanza de cabeza contra la puerta de la cabaña con la fuerza de un tornado de grado cinco. Antes de que pueda notar dolor alguno, la estructura entera es arrancada de sus cimientos como si fuera un castillo de naipes y la ardiente riada de escombros barre la llanura consumiendo todo lo que encuentra a su paso.

CHICHÉN ITZÁ

PENÍNSULA DEL YUCATÁN

22.56 horas

La camioneta Chevy negra, cubierta de polvo y sin parachoques trasero, atraviesa la densa selva, sus gastados amortiguadores emitiendo quejidos de protesta con cada brinco que da por la desigual pista de tierra. Al acercarse a la cadena de la entrada, se detiene con un chirrido de frenos.

Michael Gabriel se baja de un salto del asiento del conductor. Examina la cadena de acero y se pone a manipular el oxidado candado alumbrándose con los faros del vehículo.

Cuando Mick consigue abrir el candado con un chasquido y aparta la cadena, Dominique se desliza hasta el asiento del conductor. Mete la marcha, hace pasar la camioneta por la entrada, y a continuación regresa al asiento del copiloto al tiempo que Mick vuelve a ponerse al volante.

—Eso ha sido muy impresionante. ¿Dónde has aprendido a forzar candados?

—Durante el confinamiento en solitario. Naturalmente, siempre ayuda tener la llave.

—¿Y dónde has conseguido la llave?

—Tengo amigos que trabajan en el departamento de mantenimiento del parque. Resulta más bien patético que el único empleo al que pueden acceder los mayas en la ciudad que fundaron sus antepasados sea el de servir comida o acarrear basura.

Dominique se agarra al salpicadero cuando Mick acelera por el accidentado camino de atrás.

—¿Estás seguro de que sabes adónde vas?

—Pasé la mayor parte de mi infancia explorando Chichén Itzá. Conozco esta selva como la palma de mi mano.

Los altos faros de la camioneta revelan que más adelante hay un callejón sin salida.

Mick sonríe.

—Por supuesto, de eso hace ya mucho tiempo.

—¡Mick!

Dominique cierra los ojos y se agarra con todas sus fuerzas cuando Mick da un volantazo y se interna directamente por la jungla haciendo rebotar la camioneta por entre el follaje y la vegetación del suelo.

—¡Más despacio! ¡Vamos a matarnos!

El vehículo avanza por la espesura dando bandazos, esquivando de un modo u otro árboles y piedras. Finalmente entran en una zona muy frondosa en la que la bóveda de la vegetación no deja ver el cielo nocturno.

Mick clava los frenos.

—Fin del camino.

—¿Llamas camino a esto?

Mick apaga el motor.

—Mick, dime otra vez por qué…

—Chist. Escucha.

El único sonido que percibe Dominique son los ruiditos que hace el motor de la camioneta al enfriarse.

—¿Qué debo escuchar?

—Ten paciencia.

Poco a poco, alrededor de ellos va volviendo a la vida el canto de los grillos seguido por turno del resto de los habitantes de la selva.

Dominique se gira hacia Mick. Éste tiene los ojos cerrados y una expresión de melancolía en sus angulosas facciones.

—¿Te encuentras bien?

—Sí.

—¿En qué estás pensando?

—En mi niñez.

—¿Es un recuerdo feliz o triste?

—Uno de los pocos felices. Cuando era muy pequeño, mi madre me traía de acampada a estas selvas. Me enseñó muchas cosas sobre la naturaleza y sobre el Yucatán, cómo se formó la península, su geología, de todo. Era una maestra maravillosa. Hiciéramos lo que hiciéramos, ella siempre conseguía que fuese divertido.

Mick se vuelve hacia Dominique con sus ojos negros brillantes y muy abiertos.

—¿Sabías que toda esta zona estuvo en otro tiempo bajo el agua? Hace millones de años, la península del Yucatán se encontraba en el fondo de un mar tropical cuya superficie estaba cubierta de coral, plantas y sedimentos marinos. La geología del fondo del mar consistía esencialmente en una inmensa capa de piedra caliza maciza, y entonces… bum, esa nave espacial, o lo que sea, se estrelló contra la Tierra. El impacto fracturó la roca caliza y provocó gigantescas olas de seiscientos metros y grandes incendios, e hizo que se formase una capa de polvo en la atmósfera que ahogó la fotosíntesis y exterminó a la mayoría de las especies del planeta.

»Con el tiempo, la península del Yucatán fue elevándose y se convirtió en tierra seca. La lluvia se filtró por entre las grietas de la roca caliza, la erosionó y dio lugar a un vasto laberinto subterráneo que recorre toda la península. Mi madre decía que debajo de la superficie el Yucatán se parece a un gigantesco trozo de queso suizo.

Se recuesta en el asiento y se queda con la mirada fija en el salpicadero.

—Durante la última glaciación, descendió el nivel del mar y las cuevas ya no volvieron a inundarse. Eso permitió que se creasen en el interior del karst tremendas estalactitas, estalagmitas y otras formaciones de carbonato cálcico.

—¿El karst?

—Es el nombre científico que recibe una formación de roca caliza porosa. El Yucatán es karst en su totalidad. Sea como sea, hace aproximadamente catorce mil años los hielos se fundieron y el nivel del mar ascendió, con lo cual volvieron a inundarse las cuevas. En el Yucatán no hay ríos de superficie; toda el agua de la península proviene de las cavernas subterráneas. Los pozos son de agua dulce, pero conforme uno se va acercando a la costa se van volviendo más salobres. A veces se hundía el techo de una cueva y formaba una gigantesca sima…

—¿Cómo ese cenote sagrado?

Mick sonríe.

—Has empleado la palabra maya. No sabía que la conocieras siquiera.

—Mi abuela era maya. Ella me contó que existía la creencia de que los cenotes eran los portales de entrada al Mundo Inferior, a Xibalba. Mick, tu madre y tú… estabais muy unidos, ¿verdad?

—Hasta hace poco, ella era el único amigo que tenía yo.

Dominique se traga el nudo que tiene en la garganta.

—Cuando estuvimos en el Golfo, empezaste a contarme algo acerca de cómo murió. Parecías estar enfadado con tu padre.

Una expresión de incertidumbre cruza el semblante de Mick.

—Deberíamos irnos ya…

—No, espera. Cuéntame qué sucedió. A lo mejor puedo ayudarte. Si no puedes confiar en mí, ¿en quién vas a confiar entonces?

Mick se inclina hacia delante y apoya los antebrazos en el volante, con la vista fija en el parabrisas saturado por los mosquitos.

—Tenía doce años. Vivíamos en una cabaña de dos habitaciones a las afueras de Nazca. Mi madre estaba muriéndose, el cáncer se le había extendido más allá del páncreas. Ya no podía soportar más radio ni quimio, y se encontraba demasiado débil para valerse por sí misma. Mi padre no podía permitirse contratar a una enfermera, así que me encargó a mí cuidarla mientras él continuaba con su trabajo en el desierto. A mi madre le iban fallando todos los órganos. Estaba tendida en la cama, hecha un ovillo para mitigar el dolor abdominal, y yo le cepillaba el pelo y le leía libros. Tenía una melena larga y oscura, igual que tú. Al final ni siquiera podía ya cepillarla, se le caía a manos llenas.

Una lágrima solitaria le resbala por la mejilla.

—Conservó la mente lúcida todo el tiempo, hasta el último instante. Siempre se encontraba mejor por las mañanas, podía sostener una conversación; pero al final de la tarde hablaba con voz débil y su pensamiento era incoherente, la morfina la dejaba totalmente sin fuerzas. Una noche, mi padre llegó a casa agotado después de haber pasado tres días seguidos en el desierto. Mi madre había tenido un mal día. Luchaba contra una fiebre muy alta y sufría mucho, y yo estaba extenuado de atenderla durante setenta y dos horas sin descanso. Mi padre se sentó en la cama y se quedó mirándola, sin más. Por fin yo me despedí y cerré la puerta de la habitación contigua, con la intención de dormir un poco.

»Debí de quedarme dormido nada más apoyar la cabeza en la almohada. No sé cuánto tiempo dormí, pero algo me despertó en mitad de la noche, una especie de grito amortiguado. Me levanté de la cama y abrí la puerta.

Mick cierra los ojos: Las lágrimas fluyen ya sin impedimentos.

—¿Qué ocurre? —susurra Dominique—. ¿Qué fue lo que viste?

—Los gritos eran de mi madre. Mi padre estaba de pie junto a ella, asfixiándola con la almohada.

—Oh, Dios…

—Yo me quedé allí quieto, todavía medio dormido, sin ser consciente de lo que estaba pasando. Al cabo de uno o dos minutos, mi madre dejó de moverse. Entonces fue cuando mi padre se fijó en que la puerta estaba abierta. Se volvió y me miró con una expresión horrible en la cara. Me arrastró al interior de mi habitación y me explicó entre sollozos y balbuceos que mi madre tenía tantos dolores que él ya no podía soportar el verla sufrir más.

Mick se balancea adelante y atrás, sin apartar la vista del parabrisas.

—¿En eso consisten tus pesadillas?

Mick asiente. Cierra los puños y golpea con rabia el salpicadero quemado por el sol.

—¿Quién coño era él para tomar esa decisión? Yo era el que se preocupaba por ella, yo era el que la cuidaba…, ¡no él!

Dominique hace una mueca de dolor al verlo golpear el salpicadero una y otra vez, desahogando su furia reprimida.

Por fin, emocionalmente agotado, Mick apoya la cabeza sobre el volante.

—En ningún momento me lo preguntó, Dominique. Ni siquiera me dio la oportunidad de despedirme de ella.

Dominique lo atrae hacia sí y le acaricia el pelo mientras él llora con el rostro enterrado en su pecho. Las lágrimas ruedan por sus mejillas también, al pensar en lo mucho que ha sufrido, privado desde que nació de una infancia normal, y con toda su vida adulta marchitada por los años pasados confinado en solitario.

«¿Cómo voy yo a meterlo de nuevo en otro psiquiátrico?».

Mick se calma al cabo de unos minutos, se aparta de ella y se seca los ojos.

—Supongo que todavía tengo unos cuantos problemas familiares que resolver.

—Has tenido una vida difícil, pero ahora las cosas van a ir mejor.

Mick se sorbe la nariz y sonríe a duras penas.

—¿Tú crees?

Dominique se acerca y lo besa, suavemente al principio, pero luego lo atrae hacia ella y los labios de ambos se funden entre sí y sus lenguas se entrelazan intensificando su pasión. Excitados, se tironean de la ropa el uno al otro y se acarician en la oscuridad, peleando por hacer el amor en el reducido espacio de la camioneta, severamente limitados por el volante y la palanca de cambios.

—Mick… espera. No puedo hacerlo aquí dentro… no hay sitio. —Dominique apoya la cabeza en su hombro, jadeante y con la cara empapada de sudor—. La próxima vez que alquiles un coche, que tenga asiento trasero.

—Prometido. —Mick le besa la frente.

Ella juguetea con los rizos que le caen por el cuello a él.

—Será mejor que nos pongamos en marcha, vamos a llegar tarde a la cita con tus amigos.

Salen de la camioneta. Mick sube a la parte trasera y desengancha las botellas de buceo de las baldas de carga. Entrega a Dominique un chaleco hidrostático que ya lleva montada la botella de aire y el regulador.

—¿Alguna vez has buceado de noche?

—Hará un par de años. ¿Hay que andar mucho hasta el cenote?

—Como kilómetro y medio. Seguramente irás más cómoda con el chaleco y la botella puestos.

Dominique se pone el chaleco y la botella y a continuación toma el traje de neopreno que le entrega él. Mick se baja de la camioneta. Se ata también su chaleco, se echa la bolsa de equipo al hombro y coge las dos botellas de aire de repuesto.

—Sígueme.

Echa a andar por la selva, seguido con dificultad por Dominique. En cuestión de minutos notan ya las nubes de mosquitos zumbando en sus oídos, ávidos de beber el sudor que segregan ellos. Caminando por lo que queda de un sendero invadido por la vegetación, se abren paso por la densidad de la jungla acribillados por los insectos y los espinos. El follaje va disminuyendo hasta convertirse en una extensión boscosa y el suelo pantanoso se llena más de rocas. Trepan por un repecho de un par de metros y de repente vuelven a surgir las estrellas en lo alto.

Se encuentran en un sendero de piedras comprimidas de cuatro metros y medio de ancho, un antiguo sacbe construido mil años antes por los mayas.

Mick deposita en el suelo las botellas de aire y se frota los hombros doloridos.

—A la izquierda está el cenote sagrado, a la derecha la pirámide de Kukulcán. ¿Vas bien?

—Me siento igual que una mula de carga. ¿Cuánto falta?

—Doscientos metros. Vamos.

Continúan hacia la izquierda, y cinco minutos después llegan al borde de un inmenso foso de piedra caliza cuyas aguas, negras y silenciosas, reflejan el resplandor de la luna.

Dominique se asoma al pozo y calcula que habrá una caída de unos quince metros como poco. Se le acelera el corazón. «¿Por qué demonios estaré haciendo esto?». En eso, se gira al ver aparecer a cinco individuos de raza maya y piel muy morena que emergen de la selva.

—Son amigos —dice Mick—. H’Menes, sabios mayas. Son descendientes de los hermanos Sh’Tol, una sociedad secreta que escapó a la ira de los españoles hace más de cinco siglos. Han venido para ayudarnos.

A la vez que se viste el traje de buceo, Mick habla con un maya de cabellos blancos en una lengua antigua. Los demás sacan de la bolsa de equipo una cuerda y varias linternas sumergibles.

Dominique se vuelve de espaldas al grupo y se quita la sudadera para enfundarse a toda prisa el estrecho traje de neopreno encima del traje de baño.

Mick la llama para que se acerque, con un gesto de preocupación en la cara.

—Dom, éste es Ocelo, un sacerdote maya. Ocelo dice que han visto en Chichén Itzá a un hombre que andaba preguntando por nuestro paradero. Dice que ese desconocido era un americano de cabello pelirrojo y constitución fuerte.

—¿Raymond? Joder…

—Dom, dime la verdad. ¿Has…?

—Mick, te juro que no me he puesto en contacto con Foletta ni con Borgia, ni con nadie, desde que estoy aquí.

—El hermano de Ocelo es guardia de seguridad. Afirma que el pelirrojo entró en el parque muy poco antes de la hora del cierre, pero que nadie recuerda haberlo visto salir. El trato que has firmado con Borgia es todo mentira; te concederán la inmunidad cuando me encuentren muerto a mí. Vamos, será mejor que nos movamos.

Abren las válvulas de las botellas para verificar que funcionan los reguladores. Acto seguido, se colocan los chalecos hidrostáticos y se acercan a la boca del cenote.

Mick se calza las aletas y a continuación se enrolla la cuerda en los brazos y se descuelga despacio por el borde del pozo. Los mayas comienzan a bajarlo con rapidez hasta el agua estancada y después recuperan la cuerda para hacer lo propio con Dominique.

Mick se coloca en su sitio las gafas y el regulador, y luego enciende la linterna y mete la cabeza en el agua. La visibilidad en el interior de ese líquido apestoso y de color marrón chocolate es de poco más de medio metro.

Dominique siente que le tiemblan los brazos y las piernas al descender hacia la oscura superficie del cenote. «¿Por qué estás haciendo esto? ¿Estás loca o qué?». Se encoge cuando sus pies tocan la helada superficie de ese pozo negro infestado de algas. Suelta la cuerda y se deja caer. El olor putrefacto le provoca náuseas. Se apresura a colocarse las gafas, se mete el regulador en la boca y respira por él para no seguir soportando el hedor.

Mick sale a la superficie con fragmentos mugrientos de vegetación colgándole del pelo. Anuda una cuerda amarilla de su cintura a la de Dominique.

—Ahí abajo está bastante oscuro. No quiero que nos separemos.

Ella asiente con la cabeza y se quita el regulador.

—¿Qué vamos a buscar, exactamente?

—Algún tipo de entrada en la cara sur. Algo que nos permita entrar en la pirámide.

—Pero la pirámide está a más de un kilómetro de aquí. ¿Mick?

Observa cómo él suelta aire de su chaleco hidrostático y se sumerge. «Maldita sea». Vuelve a ponerse el regulador en la boca, lanza una última mirada a la luna y a continuación se sumerge también.

Dominique empieza a hiperventilar por el regulador en el momento en que su rostro toca las turbias aguas. Durante varios segundos nada a ciegas, sin sentido de la orientación, hasta que nota el tirón de Mick. Desciende otros seis metros impulsándose con las aletas con ímpetu, y entonces ve el reflejo de su linterna sobre la pared del cenote.

Mick está examinando el muro de roca caliza, que aparece cubierto por una gruesa capa de vegetación. Con la ayuda de la linterna, le hace una seña a Dominique para que se sitúe junto a la pared, a la derecha de él, y se ponga a pinchar y tantear las algas con su cuchillo de buceo.

Dominique saca el cuchillo de la correa que se lo sujeta al tobillo y comienza a dar golpecitos en la roca a medida que va descendiendo en vertical por el muro. Nueve metros más abajo, las manos se le cuelan en un agujero como de medio metro, y su visión se ve entorpecida por la densa vegetación. Incapaz de hacer palanca para liberarse, apoya las aletas contra el muro y hace fuerza contra él.

De improviso sale del agujero un mocasín de agua de dos metros de largo que le golpea las gafas a la velocidad del rayo y después se pierde rápidamente en la negrura.

Es más de lo que pueden soportar sus nervios destrozados. Presa del pánico, se lanza hacia arriba arrastrando consigo a Mick.

Nada más sacar la cabeza del agua, se quita las gafas de un tirón, tosiendo entre ahogos.

—¿Te encuentras bien? ¿Qué ha pasado?

—¡No dijiste nada de que podía haber serpientes! ¡Odio las serpientes…!

—¿Te ha mordido?

—No, pero no quiero volver. Esto no es bucear, se parece más a nadar en un montón de mierda líquida. —Se desanuda la cuerda con manos temblorosas.

—Dom…

—No, Mick, ya no puedo más. Tengo los nervios destrozados, y esa agua me produce picores. Continúa sin mí. Ve a buscar tu pasadizo secreto, o lo que sea eso que estás buscando. Ya te veré arriba.

Mick le dirige una mirada de preocupación y se sumerge otra vez.

—¡Eh, Ocelo! Lánceme la cuerda.

Mira hacia arriba y aguarda impaciente a que los individuos de antes se asomen al borde del pozo.

Nada.

—Eh, ¿no me oyen? ¡Les digo que me lancen la dichosa cuerda!

—Buenas noches, princesa.

Un escalofrío le recorre la espalda al ver aparecer a Raymond con el puntito rojo brillante del láser de su escopeta de caza apuntado a la base de su cuello.

LA CASA BLANCA

WASHINGTON, DC

El presidente Maller se siente como si le hubieran propinado un puñetazo en el estómago. Levanta la vista del informe del Departamento de Defensa para mirar al general Fecondo y al almirante Gordon, notando el retumbar del pulso en las sienes. Está tan débil que a su cuerpo ya no le quedan fuerzas para sostenerse derecho en el sillón.

En ese momento irrumpe en el Despacho Oval Pierre Borgia, con el ojo enrojecido y llameando de odio.

—Acabamos de recibir un informe actualizado. Veintiún mil muertos en Sakha. Dos millones en Kunming. Una ciudad entera borrada del mapa en Turkmenistán. La prensa ya está amontonándose abajo.

—Los rusos y los chinos no han perdido tiempo en movilizar sus fuerzas —responde el general Fecondo—. La reacción oficial es que todo esto forma parte de sus simulacros de guerra, pero las cifras son mucho mayores de lo que estaba previsto.

El jefe de Operaciones Navales lee de la pantalla de su portátil:

—Según la última información que tenemos de los satélites, se han detectado ochenta y tres submarinos nucleares, incluidos todos los nuevos Borey de los rusos. Cada uno de esos submarinos transporta dieciocho misiles SLBM SS-N-20. Y a eso hay que añadir otra decena de submarinos chinos de misiles balísticos y…

—No son sólo los submarinos —interrumpe el general—. Ambas naciones han puesto a sus fuerzas estratégicas en estado de alerta. El Darkstar está siguiendo la trayectoria del crucero de misiles Pedro el Grande, que abandonó el muelle veinte minutos después de la primera detonación. Estamos viendo un arsenal combinado de mar y tierra que posee una capacidad de ataque superior a dos mil cabezas nucleares.

—Dios santo. —Maller hace una inspiración profunda para aliviar la opresión que siente en el pecho—. Pierre, ¿cuánto falta para la conferencia telefónica del Consejo de Seguridad?

—Diez minutos, pero el secretario general dice que Grozny va a dirigirse al Parlamento y que se niega a participar si estamos nosotros al aparato. —Borgia tiene la cara cubierta de sudor—. Señor, es preciso que traslademos esta operación a Mount Weather.

Maller no le hace caso. Se vuelve hacia un enlace por vídeo que lleva el rótulo de STRATCOM.

—General Doroshow, ¿cómo afectará a nuestro Escudo de Defensa anti-Misiles un primer ataque de esta magnitud?

En el monitor aparece la cara pálida del general de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos Eric Doroshow, comandante en jefe del Mando Aéreo Estratégico.

—Señor, el escudo es capaz de eliminar unas cuantas decenas de misiles en su punto más alto, pero no tenemos nada en nuestro arsenal de defensa que esté diseñado para hacer frente a un ataque total. La mayor parte de los misiles ICBM y SLBM rusos han sido programados para navegar a altitudes bajas. La tecnología necesaria para eliminar dicha amenaza simplemente no era viable…

Maller menea la cabeza, disgustado.

—Veinte mil millones de dólares… ¿y para qué?

Pierre Borgia lanza una mirada al general Fecondo, el cual asiente.

—Señor presidente, es posible que exista otra opción. Si estamos seguros de que Grozny atacará primero, entonces hay una clara ventaja en adelantarse a él. Nuestro último Plan Operativo Integrado Simple, el SIOP-112, indica que un ataque preventivo de mil ochocientas cabezas nucleares conseguiría desarmar el noventa y uno por ciento de todos los emplazamientos de misiles terrestres ICBM de Rusia y de China y…

—¡No! No pienso pasar a la historia como el presidente norteamericano que inició la Tercera Guerra Mundial.

—Ese ataque preventivo sería justificable —explica el general Doroshow.

—No puedo justificar el asesinato de dos mil millones de seres humanos, general. Nos atendremos a los objetivos diplomáticos y defensivos que hemos expuesto. —El presidente se sienta en el borde de su escritorio y se masajea las sienes—. ¿Dónde está el vicepresidente?

—La última noticia que tengo, señor, es que se halla en ruta hacia el Boone.

—Quizá deberíamos enviarle un helicóptero para que lo trasladara hasta un emplazamiento de la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias —afirma el general Fecondo.

—No —responde Borgia, un tanto apresuradamente—. No, el vicepresidente no ha participado nunca en un ensayo…

—Sigue siendo miembro de la Sección Ejecutiva.

—No importa. Chaney no fue agregado oficialmente a la lista de supervivientes. Mount Weather sólo tiene sitio para…

—¡Basta! —chilla el presidente.

En ese momento entra Dick Pryzstas.

—Lamento llegar tarde, pero es que la vía de circunvalación es un zoo. ¿No han visto lo que está pasando ahí fuera?

Conecta la CNN.

Las imágenes muestran a americanos aterrorizados metiendo a toda prisa sus posesiones en coches ya sobrecargados. Alguien le pone un micrófono en la cara a un hombre que es padre de tres hijos. «No sé qué diablos está pasando. Rusia dice que somos nosotros los que hemos detonado esas bombas, y el presidente dice que no. Yo no sé a quién creer, pero no me fío de Maller ni de Grozny. Nos vamos de aquí esta noche…».

Sigue un primer plano de un grupo de personas que protestan delante de la Casa Blanca portando pancartas con mensajes del Apocalipsis: VIKTOR GROZNY ES EL ANTICRISTO. ¡ARREPENTÍOS! ¡LA SALVACIÓN ESTÁ EN NUESTRAS MANOS!

Escenas de saqueos en un centro comercial de Bethesda. Filmaciones desde el aire de la autopista repleta de coches en apretada caravana. Un camión que vuelca al intentar eludir el atasco bajando por una pronunciada pendiente. Familias en la parte trasera de una camioneta abierta empuñando pistolas.

—Señor presidente, ya está lista la llamada del Consejo de Seguridad. Por la VC-2.

Maller se dirige a la pared del fondo, donde hay cinco videoteléfonos de seguridad. Se enciende la segunda unidad por la izquierda, y la pantalla se divide en veinte recuadros que muestran a los jefes de gobierno de los países miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El espacio reservado a Rusia está vacío.

—Señor secretario general, miembros del Consejo, deseo hacer hincapié en que Estados Unidos no es responsable de esas detonaciones de fusión pura. No obstante, ahora tenemos razones para creer que es posible que Irán tenga como objetivo a Israel, en el intento de arrastrar a nuestro país a un conflicto directo con Rusia. Permítanme que reitere una vez más nuestro deseo de evitar la guerra a toda costa. Con el fin de que no haya malentendidos, hemos ordenado a nuestra flota que abandone el golfo de Omán. Les rogamos que informen al presidente Grozny de que Estados Unidos no lanzará ningún misil contra la Federación Rusa ni contra los aliados de la misma, pero no eludiremos nuestra responsabilidad a la hora de defender el Estado de Israel.

—El Consejo se encargará de transmitir su mensaje. Que Dios le ayude, señor presidente.

—Que Dios nos ayude a todos, señor secretario general.

Maller se gira hacia Borgia.

—¿Dónde está mi familia?

—Ya se encuentran de camino a Mount Weather.

—Muy bien, nos trasladamos. ¿General Fecondo?

—¿Sí, señor?

—Declare DEFCON-1.

CHICHÉN ITZÁ

Mick desciende cabeza abajo por la cara sur del cenote sin dejar de palpar la maraña de vegetación, en busca de algo fuera de lo normal. A nueve metros de profundidad el ángulo de la pared cambia de pronto y se tuerce hacia dentro, con una inclinación de cuarenta y cinco grados.

Continúa bajando por el pozo sintiendo que la oscuridad se va intensificando cada vez más alrededor del menguante haz de luz de la linterna. Al llegar a veintisiete metros se detiene para compensar los oídos, que ya le duelen a causa de la presión.

«Treinta y dos metros…».

La pared sur se nivela de nuevo y recupera la verticalidad. Mick prosigue el descenso por el pozo negro como la pez, plenamente consciente de que no se encuentra preparado físicamente para bajar mucho más.

Entonces lo ve: una mancha de luz brillante, igual que un cartel rojo de SALIDA en un cine a oscuras.

Da aletazos con más brío y después se nivela, sintiendo el pulso latir en su cuello mientras contempla con incredulidad la inmensa entrada, de tres metros de alto por seis de ancho. El haz de la linterna se refleja en la lisa superficie metálica de color blanco.

Grabado en el centro de la barrera se aprecia un candelabro rojo luminiscente de tres puntas. Mick deja escapar un gemido a través del regulador al reconocer instantáneamente esa antigua indicación.

Se trata del Tridente de Paracas.

BLUEMONT, VIRGINIA

El helicóptero de transporte en el que viajan la primera dama con sus tres jóvenes hijos y los tres congresistas vuela en dirección oeste pasando por encima de la ciudad de Bluemont y la carretera 601 de Virginia. El piloto distingue a lo lejos las luces de una decena de edificios situados dentro del complejo protegido por una valla.

Se trata de Mount Weather, una base militar sumamente secreta que se encuentra ubicada a setenta y tres kilómetros de Washington, DC. Dicha instalación, gestionada por la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA), es la sede de operaciones conectada a una red de más de un centenar de Centros Federales de Protección subterráneos que albergan el programa encubierto de «Continuidad del Gobierno» de Estados Unidos.

Aunque ese complejo de treinta y cuatro hectáreas está fuertemente vigilado, el auténtico secreto de Mount Weather se encuentra bajo tierra. En lo más profundo de esa montaña de granito hay toda una ciudad subterránea equipada con apartamentos privados y dormitorios colectivos, cafeterías y hospitales, una planta de purificación de agua y alcantarillado, una central de energía, un sistema de tránsito de masas, un sistema de comunicación por televisión y hasta un estanque. Aunque ningún miembro del Congreso ha afirmado nunca por voluntad propia conocer dichas instalaciones, muchos de ellos son de hecho miembros vitalicios de ese «gobierno en potencia» que ocupa la ciudad subterránea. En ella se han duplicado nueve departamentos federales, así como cinco organismos también de ámbito nacional. Hay varios cargos del gabinete nombrados en secreto que cumplen un mandato indefinido, sin el consentimiento del Congreso y apartados de la vista del público. Aunque no es tan grande como el complejo ruso del monte Yamantou, este centro de gestión de crisis desempeña la misma función: sobrevivir y gobernar lo que quede de Estados Unidos tras un ataque nuclear total.

El capitán de las Fuerzas Aéreas Mark Davis lleva doce años realizando vuelos de ensayo de ida y vuelta al centro de Mount Weather. Aunque este piloto del Puesto de Mando Aerotransportado de Emergencias Nacionales, padre de cuatro hijos, se gana bien la vida, nunca se ha sentido feliz con el hecho de que él y su familia hayan sido excluidos de «la lista».

Davis ve surgir a lo lejos las luces del centro y aprieta los dientes.

En el interior del centro trabajan más de doscientos cuarenta militares. ¿Acaso son las vidas de ellos más importantes que la suya? ¿Y qué decir de los sesenta y cinco miembros de la «élite ejecutiva»? Si estallara una guerra nuclear, la culpa podría hacerse recaer fácilmente sobre muchos de esos «expertos» militares. ¿Por qué han de sobrevivir esos cabrones, y su familia no?

Al final, al agente ruso le resultó fácil coaccionar al disgustado capitán. El dinero era la clave para sobrevivir a una guerra nuclear. Davis había empleado la mayor parte de los fondos en construirse su propio bunker en los montes Blue Ridge, y el resto se había convertido en oro y piedras preciosas. Si alguna vez estallaba la guerra nuclear, él tenía la seguridad de que su familia sobreviviría. Si no, los ahorros para enviar a sus hijos a la universidad estaban ahora más seguros que nunca.

Davis detiene el helicóptero en el aire por encima de la cubierta de aterrizaje y se posa en tierra. Acuden a su encuentro dos policías militares en un vehículo eléctrico. Él los saluda.

—Siete pasajeros y el equipaje correspondiente. Todas las bolsas han sido registradas.

Sin aguardar la respuesta, Davis abre la portezuela de la zona de carga y ayuda a apearse a la primera dama.

Los policías militares conducen a los pasajeros hacia el vehículo eléctrico mientras el piloto desembarca sus equipajes. La insulsa maleta de ante marrón es la tercera. Davis gira el asa en el sentido de las agujas del reloj, tal como le ha indicado el agente ruso, y acto seguido la gira despacio hacia atrás.

El mecanismo se activa.

El piloto coloca la maleta en la plataforma con sumo cuidado y después se apresura a volver por las demás bolsas.

CHICHÉN ITZÁ

PENÍNSULA DEL YUCATÁN

Mick se obliga a sí mismo a ascender más lentamente, conteniendo a duras penas la emoción. A seis metros hace un alto para soltar nitrógeno mientras le bullen en la cabeza un sinfín de ideas.

«¿Cómo hago para entrar? Tiene que haber algún mecanismo oculto diseñado para accionar la puerta». Consulta de nuevo el manómetro. «Quince minutos. Cojo una botella nueva y vuelvo a bajar enseguida».

Prosigue el ascenso, y se sorprende al ver las piernas de Dominique colgando bajo la superficie. Se desliza al lado de ella y termina sacando la cabeza del agua.

—Dom, ¿qué estás…? —La expresión de miedo de ella lo hace mirar hacia arriba.

Quince metros por encima del nivel del agua del cenote descubre al pelirrojo, el jefe de seguridad del psiquiátrico de Miami, que le sonríe sentado en el borde del pozo. El puntito rojo del láser salta del cuello de Dominique al suyo.

—Esa zorra es mía. ¿Cómo te atreves a hacer esperar tanto a mi chica?

Mick se acerca un poco más a Dominique y se pone a buscar a tientas bajo el agua la válvula del chaleco hidrostático.

—Déjala en paz, gilipollas. Si la dejas, no ofreceré resistencia. Podrás devolverme a Estados Unidos atado con cadenas. Serás un auténtico héroe…

—Esta vez no, hijo de puta. Foletta ha decidido modificar ligeramente tu terapia. Se llama muerte.

Mick da con la válvula del chaleco de Dominique y rápidamente lo vacía de aire.

—¿Cuánto te paga Foletta? —Se coloca por delante de ella, con el láser situado sobre su traje de neopreno—. En la camioneta tengo dinero, escondido debajo del asiento. Puedes quedártelo todo. Debe de haber por lo menos diez mil, en monedas de oro.

Raymond levanta la vista de la mira del fusil.

—Estás mintiendo…

Mick agarra a Dominique y se lanza de costado para arrastrarla debajo del agua. Ella forcejea y se defiende, a la vez que inhala una bocanada de suciedad.

Una rociada de balas silba junto a ellos mientras Mick coge su propio regulador y se lo mete a Dominique en la boca, al tiempo que la empuja más hacia abajo. Ella se pone en la cara las gafas inundadas y se apresura a vaciarlas; y acto seguido busca su propio regulador.

Mick suelta aire del chaleco y llena de aire los pulmones. Agarra a Dominique por la muñeca y desciende a ciegas justo cuando una bala pasa rozando su botella de aire.

A Dominique el corazón le late a cien por hora. Flotando a quince metros de profundidad, enciende la linterna, que a punto está de caérsele de la mano, mientras Mick se pone las gafas de buceo y las vacía. Ella se queda mirándolo, aterrorizada, insegura de lo que puede suceder a continuación.

Mick vuelve a anudarle la cuerda alrededor de la cintura y señala hacia abajo.

Ella niega con la cabeza.

Una nueva ráfaga de disparos pone fin a la discusión.

Mick la agarra de la muñeca y comienza a descender arrastrándola consigo.

Dominique experimenta una oleada de pánico al internarse de cabeza en la oscuridad. Sobre ella se abate un silencioso olvido, y el dolor que siente en los oídos le indica que está bajando demasiado. «¿Qué está haciendo Mick? Desata la cuerda, o morirás». Se esfuerza por deshacer el nudo.

Pero Mick levanta una mano y se lo impide. Le coge la mano y se la acaricia en un intento de tranquilizarla, y a continuación desciende de nuevo.

Dominique se aprieta la nariz para compensar la presión y sigue bajando, pero ya con cierto alivio en los oídos. La pared inclinada se transforma en un techo por encima de su cabeza, la creciente claustrofobia resulta casi insoportable. Tiene la sensación de estar perdiendo toda la orientación, de que la oscuridad y el silencio la están asfixiando.

Ahora cae ya en línea recta por una pared totalmente vertical. El manómetro indica más de treinta y tres metros, el pulso golpea contra sus gafas, el cerebro le pide a gritos que lo libere.

Se sobresalta al ver aparecer el resplandor de color rojo. Desciende un poco más, parpadea con fuerza y se detiene, y se queda contemplando fijamente la brillante imagen. «Dios mío… ¡así que ha encontrado algo! Un momento, yo he visto antes esa figura…».

Observa que Mick empieza a moverse alrededor de la luminosa entrada palpando con las manos los bordes exteriores del revestimiento metálico.

«La conozco… La he visto en el diario de Julius Gabriel…».

A Dominique le da un vuelco el corazón cuando de pronto llena sus oídos un profundo retumbar. Del centro del revestimiento surgen unas burbujas gigantescas que envuelven a Mick, y a continuación un monstruoso torrente que la atrapa a ella y la absorbe hacia el centro de la entrada y hacia la negrura de un vacío que un momento antes no estaba ahí.

La corriente la atrae tirando de sus pies hacia la oscuridad. Ella se retuerce, inmersa en la turbulencia de un río subterráneo cuya fuerza le arranca las gafas y se las empuja hacia abajo, contra el cuello, y le impide ver. Traga un poco de agua, pero enseguida se aprieta la nariz y vomita en el regulador, sin dejar de girar sin control en medio de esa oscuridad asfixiante, luchando por aspirar una bocanada de aire.

En eso, el portal se cierra tras ellos y corta la corriente.

Dominique deja de dar vueltas. Se coloca de nuevo las gafas, las vacía, y a continuación se queda mirando asombrada, paralizada por el nuevo entorno.

Han penetrado en una vasta caverna submarina de belleza sobrenatural. Unas luces estroboscópicas de aspecto surrealista y de origen desconocido iluminan las paredes de roca caliza de esa especie de catedral subterránea proyectando embriagadores matices de azul, verde y amarillo. Del techo penden fantásticas formaciones de estalactitas, semejantes a témpanos gigantes que hacen que ellos parezcan enanos y que estiran sus puntas para enlazarse con un bosque petrificado de cristalinas estalagmitas que se alzan del suelo sedimentario de la cueva.

Dominique mira a Mick emocionada y atónita, deseando poder formular un millar de preguntas. El niega con la cabeza y señala su manómetro para indicar que sólo le quedan cinco minutos de aire. Dominique consulta el suyo… y se queda sorprendida al comprobar que a ella le quedan menos de quince.

Siente una ola de angustia que la recorre de arriba abajo. La claustrofobia de pensar que se encuentra atrapada en una caverna subterránea, con un techo de roca encima, supera su capacidad de razonar. Aparta a Mick de un empujón y vuelve nadando hacia la entrada, en el intento desesperado de abrirla otra vez.

Pero Mick la obliga a regresar tirando de la cuerda. La sujeta por las muñecas y señala hacia el sur, donde se atisba la entrada de una caverna que describe una curva. Forma un triángulo con las manos.

«La pirámide de Kukulcán». Dominique comienza a respirar más despacio.

Mick la coge de la mano y empieza a nadar. Juntos atraviesan una serie de grandes espacios sumergidos, y reparan en que su presencia parece activar más luces estroboscópicas, como si éstas estuvieran conectadas a un invisible detector de movimiento. Por encima de ellos, el techo abovedado presenta ahora numerosas filas de dientes semejantes a agujas, formaciones de piedra caliza que dan lugar a majestuosos tabiques en forma de arcadas y caprichosas esculturas en la roca.

Mick siente una creciente opresión en el pecho a medida que avanzan pasando de una estancia azul añil a otra de color azul eléctrico. Consulta el manómetro y se gira hacia Dominique haciéndole un gesto con la mano en la garganta.

«Se ha quedado sin aire». Le pasa el regulador de segunda etapa que lleva sujeto al chaleco hidrostático y después consulta su propia reserva de aire.

Ocho minutos.

«¡Ocho minutos! Cuatro para cada uno. ¡Esto es una locura! ¿Por qué me habré metido con él en el cenote? Debería haberme quedado en la camioneta… Debería haberme quedado en Miami. Voy a ahogarme, igual que Iz».

De repente el fondo se hunde y la caverna da paso a un inmenso recinto subterráneo, de límites invisibles. Las paredes y el techo de esa catedral de piedra caliza resplandecen con una tonalidad rosada luminiscente, y sus dimensiones son las mismas que las de una cancha de baloncesto de pista cubierta.

«No vas a ahogarte, sólo te asfixiarás. Eso tiene que ser mejor que lo que tuvo que pasar el pobre Iz. Perderás el conocimiento, simplemente te desmayarás. ¿De verdad crees que existe el Cielo?».

En ese momento Mick tira de ella y señala con ansia un punto por delante de ellos. Dominique nada más deprisa, rezando para que haya encontrado una salida.

Y entonces la ve.

«Oh, no… Oh, Dios… Oh, Dios santo…».

BLUEMONT, VIRGINIA

El helicóptero del presidente se encuentra treinta kilómetros al norte de Leesburg, Virginia, cuando explota la bomba de doce kilotones.

El presidente y su séquito no pueden ver el intenso estallido de luz, mil veces más brillante que un rayo. No pueden sentir la monstruosa vibración de la ola de calor, que se propaga rapidísimamente por el complejo subterráneo de Mount Weather vaporizando a la primera dama, a sus hijos y al resto de los habitantes y superestructuras que hay en su interior.

Ni tampoco experimentan el aplastante abrazo de millones de toneladas de granito, acero y hormigón que provocan que la montaña se desmorone como si fuera un castillo de naipes.

Lo que ven es una brillante bola de fuego anaranjado que convierte la noche en día. Lo que sienten es la onda expansiva que pasa sobre ellos rugiendo igual que un trueno y el incendio que prende fuego a los bosques de Virginia, parecidos a una alfombra en llamas.

El piloto da la vuelta al helicóptero y huye a toda velocidad mientras el presidente Maller gime de dolor, el vacío le desgarra el corazón dolorido, y la rabia invade su cerebro amenazando la base misma de su cordura.

CHICHÉN ITZÁ

34 METROS POR DEBAJO DE LA BASE

DE LA PIRÁMIDE DE KUKULCÁN

Con los ojos muy abiertos y la sangre golpeándole las venas, Dominique contempla con incredulidad la prodigiosa estructura que se alza por encima de ella. Incrustada en el techo de piedra caliza de la caverna, sobresaliendo de la roca, se encuentra la quilla de una nave espacial alienígena gigantesca, de más de doscientos metros de largo.

Aspira una lenta bocanada de aire procurando no hiperventilar, con la piel literalmente en carne de gallina bajo del traje de neopreno. «Esto no es real. No puede serlo…».

La piel dorada y metálica del estilizado casco, grande como un buque de guerra, reluce igual que un espejo pulido.

Mick agarra de la mano a Dominique y asciende en dirección a dos colosales estructuras montadas a uno y otro lado de lo que parece ser la sección de la cola de la nave. Cada una de esas estructuras es tan voluminosa y tan alta como un edificio de tres pisos. Se acercan un poco más y se asoman al interior de uno de los motores de la nave, y las linternas revelan un avispero de compartimientos chamuscados con forma de dispositivos de poscombustión, cada orificio de un diámetro no inferior a nueve metros.

Mick, tirando de Dominique, deja atrás los monstruosos motores y avanza hacia la proa de la nave, camuflada en la roca.

Dominique chupa con más fuerza del regulador, alarmada al comprobar que no puede aspirar aire. «¡Oh, Dios, se nos acaba el aire!». Tira del brazo de Mick llevándose una mano a la garganta, al tiempo que la caverna empieza a girar a su alrededor.

Mick ve que el rostro de Dominique se torna de un intenso color rojo. Él también nota una opresión en el pecho y una quemazón en los pulmones.

Se zafa del abrazo de Dominique, escupe el regulador de repuesto que le prestó ella y vuelve a meterse en la boca el suyo. Acto seguido, da media vuelta y comienza a nadar lo más rápido que puede, arrastrando a Dominique de la cuerda y buscando algún tipo de abertura en el casco.

Dominique forcejea, petrificada, sintiendo que se asfixia detrás de las gafas de buceo.

A Mick, los brazos y las piernas le pesan como si fueran de plomo. Jadea contra el regulador, incapaz de aspirar aire, con los pulmones a punto de estallar. Se percata levemente de que al otro extremo de la cuerda Dominique es presa del pánico y nota un dolor en el corazón, y tiene que hacer un esfuerzo para mantener el cerebro despejado.

En su delirio lo ve: una luz carmesí, que brilla cincuenta metros por delante de él. Con renovados bríos, nada y da aletazos sintiendo una intensa quemazón en los músculos, moviéndose a cámara lenta.

Siente un peso muerto al otro extremo de la cuerda… Dominique ha dejado de forcejear.

«No te pares…».

El mundo subterráneo gira ya sin control a su alrededor. Muerde el regulador hasta hacerse sangre en las encías y chupa el líquido tibio justo en el momento en que surge ante sus ojos la imagen resplandeciente del Tridente de Paracas.

«Unas pocas brazadas más…».

Sus brazos son de plomo. Deja de moverse. Sus ojos ébano se ponen en blanco.

Michael Gabriel pierde el conocimiento.

Los cuerpos de los dos buceadores inconscientes flotan a la deriva hacia el reluciente panel de iridio, de tres metros, y activan un antiguo detector de movimiento.

Con un zumbido hidráulico, se abre la puerta exterior del casco haciendo que se precipite una corriente de agua al interior del compartimiento presurizado y arrastrando a los dos humanos a la nave extraterrestre.