9 de diciembre de 2012
CHICHÉN ITZÁ, MÉXICO
13.40 horas
El avión de transporte rebota dos veces sobre el gastado asfalto, rueda unos metros y finalmente se detiene derrapando justo antes de que la pista termine en una extensión de hierba.
Nada más salir del Cessna, Dominique recibe de lleno una bofetada de calor en la cara que también le pega al pecho la camiseta, la cual ya traía empapada en sudor. Se echa la mochila al hombro y se encamina junto con los demás pasajeros hacia la pequeña terminal, y después sale a la carretera principal. Hay un letrero que apunta a la izquierda y que dice: Hotel Mayaland. El que señala a la derecha reza: Chichén Itzá.
—¿Taxi, señorita?
El conductor, un hombre delgado de cincuenta y pocos años, está apoyado contra un destartalado «escarabajo». Volkswagen de color blanco Dominique advierte los rasgos de raza maya en sus facciones oscuras.
—¿Está muy lejos Chichén Itzá?
—A diez minutos. —El conductor abre la portezuela del pasajero.
Dominique se sube al coche notando cómo cede bajo su peso el desgastado asiento de vinilo, que enseña una parte del relleno de espuma del interior.
—¿Es la primera vez que va a Chichén Itzá, señorita?
—No he ido desde que era pequeña.
—No se preocupe. No ha cambiado mucho en los mil últimos años.
Atraviesan una aldea empobrecida y seguidamente toman una carretera de doble carril recién asfaltada. Minutos después el taxi se detiene en la modernizada entrada para visitas, cuyo aparcamiento se halla repleto de vehículos de alquiler y autocares de turistas. Dominique paga al conductor, adquiere un billete en la taquilla y entra en el parque.
Pasa junto a una hilera de tiendas de recuerdos y luego se une a un grupo de turistas que se dirigen por un camino de tierra que cruza la selva mexicana. Tras una caminata de cinco minutos, el sendero desemboca en una inmensa llanura cubierta de hierba y rodeada por tupida vegetación.
Los ojos de Dominique se agrandan al mirar en derredor. Ha viajado hacia atrás en el tiempo.
El paisaje se ve salpicado de gigantescas ruinas de piedra caliza blanca y gris. A su izquierda se encuentra el Gran Juego de Pelota, el más grande de toda Mesoamérica. Construido en forma de una enorme I, el recinto tiene más de ciento sesenta metros de largo por setenta de ancho y se encuentra cerrado por todos sus lados, incluidos los dos muros divisorios del centro, que tienen una altura de tres pisos. Apenas al norte de esa estructura se eleva el Tzompantli, una amplia plataforma llena de relieves de enormes cráneos y coronada por cuerpos de serpientes. A su derecha, a lo lejos, se distingue un vasto cuadrado, el Complejo del Guerrero, los restos de lo que fue un palacio y un mercado, cuyos límites están parcialmente encerrados por centenares de columnas independientes.
Pero es la atracción principal, que empequeñece todas las demás ruinas, lo que cautiva la atención de Dominique: un imponente zigurat de increíble precisión, de roca caliza, ubicado en el centro de la ciudad.
—Es espléndida, ¿verdad, señorita?
Dominique se gira y descubre a un hombre menudo vestido con una camiseta del parque anaranjada y salpicada de manchas y una gorra de visera. Repara en su frente alta y huidiza y en sus fuertes facciones mayas.
—La pirámide de Kukulcán es la estructura más espléndida de toda Centroamérica. ¿Le apetece un guía particular? Son sólo treinta y cinco pesos.
—En realidad estoy buscando a una persona. Es un americano alto, de constitución fuerte, pelo castaño y ojos muy oscuros. Se llama Michael Gabriel.
La sonrisa del guía se esfuma.
—¿Conoce usted a Mick?
—Lo siento, no puedo ayudarla. Que disfrute de su visita. —El individuo menudo da media vuelta y se aleja.
—Espere… —Dominique lo alcanza—. Usted sabe dónde está, ¿no es así? Lléveme con él, y me encargaré de que el esfuerzo le merezca la pena. —Le pone un fajo de billetes en la mano.
—Lo siento, señorita. No conozco a la persona que está buscando. —El hombre le devuelve el dinero.
Dominique separa unos cuantos billetes.
—Tenga, coja esto…
—No, señorita…
—Por favor. Si se tropieza con él por casualidad, o si conoce a alguien que pueda saber cómo ponerse en contacto con él, dígale que Dominique necesita verlo. Dígale que es una cuestión de vida o muerte.
El guía maya ve la desesperación que transmiten sus ojos.
—La persona que está buscando… ¿es su novio?
—Es un amigo íntimo.
El guía se queda con la mirada perdida a lo lejos durante unos momentos, reflexionando.
—Aproveche el día para disfrutar de Chichén Itzá. Dése el placer de una buena comida caliente, y luego espere a que se haga de noche. El parque se cierra a las diez. Escóndase en la selva antes de que los de seguridad hagan la última ronda. Cuando se haya ido todo el mundo y se cierren las puertas, suba a la pirámide de Kukulcán y espere.
—¿Estará allí Mick?
—Es posible.
El guía le devuelve el dinero.
—En la entrada principal hay tiendas para turistas. Cómprese un poncho de lana, lo va a necesitar esta noche.
—Quiero que se quede el dinero.
—No. Los Gabriel hace mucho tiempo que son amigos de mi familia. —Sonríe—. Cuando la encuentre Mick, dígale que Elías Forma dice que es usted demasiado guapa para dejarla sola en la tierra de la luz verde.
El incesante zumbido de los mosquitos atrona los oídos de Dominique. Se echa por encima de la cabeza la capucha del poncho y se acurruca al abrigo de la oscuridad mientras la selva despierta a su alrededor.
«¿Qué diablos estoy haciendo yo aquí?». Se quita insectos imaginarios de los brazos. «Debería estar terminando la interinidad. Debería estar preparándome para graduarme».
Percibe los murmullos de la selva a su alrededor. Un súbito aletear perturba la bóveda de follaje allá en lo alto. A lo lejos se oye el aullido de un mono que surca la noche. Consulta su reloj… las diez y veintitrés. Vuelve a echarse por la cabeza el poncho de lana y cambia de postura sobre la piedra.
«Concédele otros diez minutos».
Cierra los ojos y permite que la jungla la envuelva con sus brazos, igual que cuando era pequeña. El fuerte olor del musgo, el ruido de las hojas de palmera agitándose en la brisa… Se ve de nuevo en Guatemala, con sólo cuatro años, de pie junto a la pared de estuco que hay al otro lado de la ventana del cuarto de su madre, escuchando llorar a su abuela dentro. Espera hasta que su tía acompaña a la anciana al exterior y entonces se cuela por la ventana.
Dominique se queda mirando la figura sin vida que yace en la cama. Los dedos que hace tan sólo unas horas le han acariciado el cabello tienen un color azulado en las puntas. La boca está abierta, los ojos castaños semicerrados y fijos en el techo. Le toca los pómulos y encuentra la piel fría y húmeda.
Ésa no es su madre. Es otra cosa, un armazón de carne inanimada que llevaba puesto su madre mientras estaba en este mundo.
Entra su abuela. «Ahora ya está con los ángeles, Dominique…».
En ese momento el cielo nocturno explota por encima de ella con el caótico revuelo de un millar de murciélagos que baten las alas. Dominique se levanta de un salto con el pulso acelerado, parpadeando para intentar apartar los mosquitos y los recuerdos.
—¡No! Éste no es mi hogar. ¡Ésta no es mi vida!
Empuja su infancia otra vez al interior del desván y cierra la puerta con llave. A continuación baja de la roca y echa a andar a través de la densa vegetación hasta emerger a la orilla del cenote sagrado.
Contempla las paredes rectas y verticales del pozo, el cual cae en picado hasta la superficie de un agua negra e infestada de algas. El brillo de la luna casi llena destaca las diversas capas de materiales geológicos esculpidas en el interior del pozo de blanca piedra caliza. Mira hacia arriba y se fija en una estructura cerrada de piedra que pende sobre el borde sur del cenote. Mil años atrás, los mayas, desesperados tras la repentina partida de su rey-dios Kukulcán, recurrieron a los sacrificios humanos en un intento de impedir el fin de la humanidad. Encerraban a muchachas vírgenes en ese baño de vapor primordial para purificarlas, y después los sacerdotes encargados de la ceremonia las conducían hasta la plataforma del techo; las desnudaban por completo, las tendían sobre la estructura de piedra y, con la ayuda de una cuchilla de obsidiana, les sacaban el corazón o les cortaban la garganta. A continuación, los cadáveres de las vírgenes se arrojaban ceremoniosamente, cargados de joyas, al pozo sagrado.
Dominique siente un escalofrío al pensar en ello. Rodea el pozo y se apresura a bajar por el sacbe, un ancho sendero elevado de piedras y tierra que atraviesa la densa selva hasta alcanzar el límite norte de la ciudad.
Al cabo de quince minutos y media docena de traspiés, Dominique sale del sendero. Frente a ella se alza la cara norte de la pirámide de Kukulcán, cuyo oscuro y dentado perfil de nueve pisos de altura se recorta contra el cielo tachonado de estrellas. Se aproxima a la base, que está vigilada a uno y otro lado por dos enormes cabezas de serpiente esculpidas en piedra.
Dominique mira a su alrededor. La ciudad se ve oscura y desierta. Un escalofrío le recorre la columna vertebral. Comienza a ascender.
A mitad de la subida ya empieza a quedarse sin aliento. Los escalones de la pirámide de Kukulcán son bastante estrechos y empinados, y no hay nada a que asirse. Se da la vuelta y mira hacia abajo. Una caída desde esa altura resultaría mortal.
—¿Mick?
Su voz parece resonar por todo el valle. Aguarda una respuesta y después, al no oír nada, continúa subiendo.
Tarda otros cinco minutos en alcanzar la cumbre, una plataforma llana sobre la que se alza un templo de piedra, cuadrado y de dos pisos. Un tanto mareada, se apoya contra la pared norte del templo para recuperar el resuello, todavía con los músculos de los muslos agotados a causa de la escalada.
La vista es espectacular, libre de barandillas de seguridad. La luna revela detalles en sombra de todas las estructuras de la parte norte de la ciudad. En el extrarradio, la bóveda de la selva se extiende hasta el horizonte igual que los límites oscuros de un enorme lienzo.
El espacio que queda alrededor del templo tiene sólo metro y medio de ancho. Bien alejada del peligroso borde, Dominique se seca el sudor de la cara y se sitúa delante de la boca de entrada que da acceso al pasillo norte del templo. Ante ella se alza un enorme portal compuesto por un dintel flanqueado por dos columnas en forma de serpientes.
Penetra en el interior, negro como el carbón.
—Mick, ¿estás ahí dentro?
Su voz suena amortiguada por la humedad. Introduce una mano en la mochila, localiza la linterna que ha comprado y penetra en la oscura cámara de roca caliza.
El corredor norte es un recinto cerrado de dos cámaras, un santuario central precedido por un vestíbulo. El interior termina en una enorme pared en el centro. El haz de luz de la linterna desvela un techo abovedado y un suelo de piedra cuya superficie aparece chamuscada y negruzca debido a los fuegos ceremoniales. Deja atrás la cámara vacía y continúa por la plataforma girando a la izquierda para entrar en el corredor oeste, un pasillo desnudo que discurre en zigzag para unirse a los corredores este y sur.
El templo se halla desierto.
Dominique consulta la hora: las once y veinte. «¿Será que no va a venir?».
El fresco de la noche le produce un leve escalofrío. Buscando calor, regresa a la cámara norte y se apoya contra el muro del centro, rodeada por paredes de piedra que la aíslan del viento y acallan todos los ruidos.
Ahí dentro se percibe un ambiente de tensión, como si alguien estuviera aguardando en las sombras para saltar sobre ella. Utiliza el haz de luz de la linterna para explorar el interior y tranquilizarse un poco.
Pero el agotamiento puede con ella. Se tumba en el suelo de piedra, se hace un ovillo y cierra los ojos, y ve su sueño enturbiado por sucesivas imágenes de sangre y muerte.
La extensión que rodea la pirámide es un agitado mar de cuerpos morenos y caras pintadas iluminados por el resplandor anaranjado de diez mil antorchas. Desde su posición en el pasillo norte, ve correr la sangre por la escalinata como si fuera una cascada de color carmesí, que va formando un charco alrededor de un montón de carne mutilada entre las dos cabezas de serpiente que hay al pie de la pirámide.
En el interior del templo, con ella, hay otra decena de mujeres, todas vestidas de blanco. Están acurrucadas las unas con las otras como corderillos asustados, mirándola fijamente con unos ojos sin expresión.
Entran dos sacerdotes. Cada uno de ellos lleva un tocado ceremonial compuesto por plumas de color verde y un taparrabos confeccionado con la piel de un jaguar. Se aproximan con sus ojos oscuros clavados en Dominique. Ella da un paso atrás, con el corazón acelerado. Cada sacerdote la agarra de una muñeca y entre los dos la sacan a rastras a la plataforma exterior del templo.
En el aire nocturno flota un intenso hedor a sangre, sudor y humo.
Delante de la inmensa muchedumbre se alza un gigantesco Chac Mool, una estatua en piedra de un semidiós maya inclinado. En su regazo descansa una placa ceremonial, rebosante de los restos mutilados de una decena de corazones humanos arrancados.
Dominique lanza un grito. Intenta huir, pero llegan otros dos sacerdotes, que la agarran por los tobillos y la levantan del suelo. La muchedumbre gime cuando ve aparecer al sacerdote principal, un individuo pelirrojo y corpulento cuyo rostro permanece oculto bajo una máscara que representa la cabeza de una serpiente emplumada. Dentro de las fauces abiertas de la máscara aparece una sonrisa amarilla y demoníaca.
—Hola, princesa.
Dominique lanza un chillido cuando Raymond le arranca la vestidura blanca, la deja desnuda, y a continuación toma la cuchilla de obsidiana negra y la muestra a la multitud. De la chusma sedienta de sangre surge un lascivo cántico:
—¡Kukulcán! ¡Kukulcán!
A una señal de Raymond, cuatro sacerdotes tienden a Dominique en el suelo y la sujetan contra la plataforma de piedra.
—¡Kukulcán! ¡Kukulcán!
Dominique chilla otra vez cuando Raymond hace un ademán con la cuchilla de obsidiana. Contempla incrédula cómo la eleva sobre su cabeza y acto seguido la deja caer con fuerza sobre su pecho izquierdo.
—¡Kukulcán! ¡Kukulcán!
Lanza un alarido de dolor, se retuerce y contorsiona el cuerpo estirado…
—Dom, despierta…
… en el momento en que Raymond introduce su mano en la herida, extrae el corazón aún palpitante y lo eleva hacia el cielo para que lo vea todo el mundo.
—¡Dominique!
Dominique deja escapar un chillido capaz de helar la sangre lanzando patadas y puñetazos a la aterradora oscuridad. En una de ésas, alcanza a la sombra de lleno en la cara. Desorientada, aún debatiéndose en su pesadilla, rueda hacia un lado y se incorpora de un salto y después intenta salir a toda prisa de la cámara para dirigirse a la caída de veintisiete metros que la aguarda fuera.
Pero una mano la sujeta por el tobillo. Se desploma de bruces contra la plataforma, y el dolor la despierta de golpe.
—Por Dios, Dominique, se supone que el loco soy yo.
—¿Mick? —Se sienta para recuperar el aliento y se frota las costillas doloridas.
Mick se coloca a su lado.
—¿Estás bien?
—Me has dado un susto de muerte.
—Lo mismo que tú a mí. Debes de haber sufrido una pesadilla. Has estado a punto de tirarte desde la pirámide.
Dominique se asoma a la escalinata y después se vuelve y se abraza a Mick, todavía temblando.
—De verdad, odio este lugar. Estas paredes están llenas de fantasmas mayas. —Se separa un poco para mirarlo a la cara—. Te sangra la nariz. ¿Eso te lo he hecho yo?
—Me has sacudido un buen derechazo. —Se saca un pañuelo del bolsillo de atrás y se lo aplica a la nariz—. Esto no va a curarse nunca.
—Lo tienes bien merecido. ¿Por qué demonios tenemos que encontrarnos precisamente aquí, y en mitad de la noche, maldita sea?
—Porque soy un fugitivo, ¿no te acuerdas? Y ya que hablamos de eso, ¿cómo has conseguido librarte de la Marina?
Dominique desvía el rostro.
—El fugitivo eres tú, no yo. Le dije al capitán que te ayudé porque me sentía confusa con la muerte de Iz. Supongo que le di pena, porque me dejó marchar. Venga, ya hablaremos de esto en otro momento. Ahora, lo único que quiero es bajar de esta pirámide.
—Todavía no puedo irme. Tengo trabajo que hacer.
—¿Trabajo? ¿Qué trabajo? Pero si estamos en mitad de la noche…
—Estoy buscando un pasadizo que lleve al interior de la pirámide. Es vital que lo encontremos…
—Mick…
—Mi padre estaba en lo cierto acerca de la pirámide de Kukulcán. He descubierto una cosa, algo realmente increíble. Voy a enseñártela.
Mick hurga en su mochila y extrae un pequeño aparato electrónico.
—Este instrumento se llama inspectroscopio de ultrasonidos. Transmite ondas sónicas de baja amplitud para determinar imperfecciones en los sólidos.
Mick enciende su linterna, seguidamente toma a Dominique por la muñeca y la arrastra de nuevo al interior del templo, hasta el muro central. Entonces activa el inspectroscopio y dirige las ondas sónicas hacia una zona transversal de la roca.
—Echa un vistazo. ¿Ves estas longitudes de onda? Está claro que existe otra estructura oculta detrás de este muro central. Sea lo que sea, es metálico y sube en línea recta por todo el interior de la pirámide, hasta el techo del templo.
—De acuerdo, te creo. ¿Podemos irnos ya?
Mick se queda mirándola con expresión de incredulidad.
—¿Irnos? ¿Es que no lo entiendes? Está aquí, dentro de estas paredes. Lo único que tenemos que hacer es averiguar cómo acceder a ello.
—¿Qué es lo que hay aquí? ¿Un pedazo de metal?
—Un pedazo de metal que posiblemente resulte ser el instrumento que salvará a la humanidad. El que nos dejó Kukulcán. Tenemos que… Oye, espera, ¿adónde vas?
Dominique sigue caminando en dirección a la plataforma.
—Aún no me crees, ¿verdad?
—¿Qué tengo que creer? ¿Qué todos los hombres, mujeres y niños de este planeta vamos a morir dentro de dos semanas? No… Lo siento, Mick, todavía me cuesta creer eso.
Mick la agarra del brazo.
—¿Cómo puedes seguir dudando de mí? Ya viste lo que había enterrado en el Golfo. Estuvimos los dos juntos. Lo viste con tus propios ojos.
—¿Qué es lo que vi? ¿El interior de un tubo de lava?
—¿Un tubo de lava?
—Exacto. Los geólogos del Boone me lo explicaron todo. Hasta me enseñaron fotografías infrarrojas por satélite de todo el cráter Chicxulub. Lo que aparece en forma de un resplandor verde no es más que un flujo subterráneo de lava que pasa por debajo de ese agujero en el fondo del mar. El agujero se abrió en septiembre pasado, cuando volvió a entrar en erupción un volcán antiguo.
—¿Un volcán? Dominique, ¿de qué diablos estás hablando?
—Mick, nuestro minisub fue absorbido por uno de los tubos de lava cuando se hundió parte de la infraestructura subterránea. Y debimos de salir flotando a la superficie cuando se normalizó la presión. —Sacude la cabeza negativamente—. Me la jugaste bien, ¿eh? Imagino que te enteraste de lo del volcán en un informativo de la CNN o lo que fuera. Ése era el ruido que oyó Iz a través del SOSUS.
Le da un leve puñetazo en el pecho.
—Mi padre murió explorando un maldito volcán submarino…
—No…
—Has jugado conmigo, ¿verdad? Lo único que querías era escapar.
—Dominique, escúchame…
—¡No! Por escucharte murió mi padre. Ahora vas a escucharme tú. Te ayudé a escapar porque sabía que estaban maltratándote y porque necesitaba que me ayudases a averiguar lo que le había sucedido a Iz. Pero ahora ya sé la verdad. ¡Me engañaste!
—¡Es mentira! Todo lo que te ha dicho la Marina es una jodida mentira. Ese túnel no era ningún tubo de lava, sino un conducto de entrada artificial. Lo que oyó tu padre eran sonidos provenientes de una serie de turbinas gigantescas. Nuestro minisub fue absorbido por un conducto de entrada y quedó atascado en los rotores de una turbina. ¿No recuerdas nada de eso? Ya sé que estabas herida, pero aún te encontrabas consciente cuando yo salí del minisub.
—¿Qué has dicho? —Dominique lo mira con súbita confusión, perturbada por un recuerdo lejano—. Espera… ¿te entregué una botella de oxígeno?
—¡Sí! Me salvó la vida.
—¿De verdad saliste del minisub? —Se sienta en el borde de la pirámide; «¿estará mintiendo la Marina?»—. Mick, no pudiste salir del submarino, estábamos bajo el agua…
—La cámara estaba presurizada. El minisub hizo de tapón del conducto de entrada.
Dominique niega con la cabeza. «Basta. Está mintiendo. ¡Esto es ilógico!».
—Te vendé la cabeza. Estabas muy asustada. Me pediste que te abrazara antes de salir del minisub. Me hiciste prometer que volvería.
Un vago recuerdo revolotea en la mente de Dominique.
Mick se sienta junto a ella.
—Sigues sin creerte ni una palabra de lo que estoy diciendo, ¿verdad?
—Estoy intentando acordarme. Mick… siento mucho haberte golpeado.
—Te advertí que no dejaras a Iz investigar en el Golfo.
—Lo sé.
—Yo jamás te traicionaría. Jamás.
—Mick, digamos que te creo. ¿Qué fue lo que viste al salir del minisub? ¿Adónde llevaba esa turbina que dices?
—Descubrí una especie de tubo de drenaje y conseguí introducirme por él. El conducto llevaba a una cámara enorme. Dentro el aire quemaba, y sus paredes estaban cubiertas por llamas de color rojo.
Mick levanta la vista hacia las estrellas.
—Arriba, muy alto, giraba esto… este maravilloso remolino de energía. Se movía como una galaxia espiral en miniatura. Era una belleza.
—Mick…
—Espera, hay más. Ante mí se extendía un lago de energía que ondulaba como un mar de mercurio, sólo que su superficie era reflectante como un espejo. Entonces oí la voz de mi padre, que me hablaba a lo lejos.
—¿Tu padre?
—Sí, sólo que no era mi padre, sino una especie de forma de vida alienígena. Yo no podía verlo… se encontraba en el interior de una estructura de alta tecnología que flotaba por encima del lago en una enorme vaina. Me miró con unos ojos rojos y muy brillantes, demoníacos. Me entró el pánico…
Dominique lanza un suspiro. «Ya está. Demencia clásica. Dios santo, Foletta tenía razón; lo tenía delante todo el tiempo y no quería verlo». Observa a Mick, que continúa con la mirada perdida a lo lejos.
—Mick, vamos a hablar de esto. Esas imágenes que viste son bastante simbólicas, ¿sabes? Empecemos por la voz de tu padre…
—¡Espera! —Mick se vuelve hacia ella con los ojos abiertos desmesuradamente—. Acabo de darme cuenta de una cosa. Ya sé quién era esa forma de vida.
—Continúa. —Dominique percibe el cansancio en su propia voz—. ¿A quién creíste ver?
—Era Tezcatilpoca.
—¿Quién?
—Tezcatilpoca. La deidad maligna de la que te hablé en el barco. Es un nombre maya que significa «espejo que despide humo», una descripción del arma de ese dios. Según la leyenda mesoamericana, el espejo que despide humo le proporcionó a Tezcatilpoca la capacidad de ver el interior del alma de las personas.
—Sí, lo recuerdo.
—Ese ser vio mi alma. Me habló como si fuera mi padre, como si me conociera. Intentaba engañarme.
Dominique posa una mano en su hombro y juguetea con los mechones de cabello negro que le caen por la nuca.
—Mick, ¿sabes qué opino? Que la colisión del minisub nos dejó atontados a los dos y…
Mick le aparta la mano.
—¡No hagas eso! No me trates con condescendencia. No estaba soñando, y tampoco estoy teniendo ahora fantasías esquizofrénicas. Todas las leyendas tienen un poso de realidad. ¿Es que ni siquiera conoces las leyendas de tus propios antepasados?
—Ésos no son mis antepasados.
—Tonterías. —Le agarra la muñeca—. Te guste o no, por estas venas corre sangre maya quiché.
Dominique retira bruscamente la mano.
—Yo me crié en Estados Unidos. No creo en esas tonterías del Popol Vuh.
—Sólo óyeme hasta el final…
—¡No! —Dominique lo toma por los hombros—. Mick, frena un momento y escúchame… por favor. Tú me importas, eso lo sabes, ¿verdad? Pienso que eres inteligente y sensible y que posees un grandísimo talento. Si me lo permites, si confías en mí, puedo ayudarte a salir de esto.
—¿En serio? Eso es genial, porque la verdad es que no me vendría mal contar con tu ayuda. Ya sabes, nos quedan sólo once días para…
—No, me has entendido mal. —«Sé maternal»—. Mick, no te va a gustar nada oír esto, pero tengo que decírtelo. Estás mostrando todos los síntomas de un caso grave de esquizofrenia paranoide. Estás tan confuso, que los árboles te impiden ver el bosque. Podría ser una enfermedad congénita, o simplemente los efectos de haber pasado once años en solitario. Sea como sea, necesitas ayuda.
—Dom, lo que vi no era ninguna fantasía. Lo que vi era el interior de una nave espacial alienígena de muy alta tecnología.
—¿Una nave espacial? —«Ay, Dios, en eso ya no hago pie».
—Despierta, Dominique. También el gobierno sabe que está eso ahí abajo…
«Clásicas fantasías paranoides…».
—Esas tonterías que te dijeron en el Boone no eran más que una tapadera.
Unas gruesas lágrimas de frustración ruedan por las mejillas de Dominique al comprender el tremendo error que ha cometido con su forma de actuar. La doctora Owen tenía mucha razón; al abrir su corazón al paciente, había echado a perder su objetividad. Todo lo que había terminado pasando era culpa suya. Iz estaba muerto, Edie detenida, y el hombre al que había tendido la mano, el hombre por el que lo había sacrificado todo, no era más que un esquizofrénico paranoide cuya mente finalmente se había quebrado.
Una súbita idea pasa de pronto por su mente: «Cuanto más nos acerquemos al solsticio de invierno, más peligroso se volverá».
—Mick, necesitas ayuda. Has perdido el contacto con la realidad.
Mick contempla fijamente el perfecto bloque de piedra caliza que tiene bajo los pies.
—¿Por qué estás aquí, Dominique?
Ella le coge la mano.
—Estoy aquí porque me importas. Estoy aquí porque puedo ayudarte.
—Otra mentira. —La mira con sus ojos oscuros centelleantes a la luz de la luna—. Te ha convencido Borgia, ¿verdad? Está lleno de odio hacia mi familia. Ese hombre es capaz de decir o hacer lo que sea con tal de vengarse de mí. ¿Cómo te ha amenazado?
Dominique desvía la mirada.
—¿Qué te ha prometido? Dime qué te dijo.
—¿Quieres saber qué me dijo? —Dominique se vuelve y lo mira furiosa, con la voz teñida de ira—. Detuvo a Edie. Dijo que las dos íbamos a pasar mucho tiempo en la cárcel por haber tomado parte en tu fuga.
—Maldición. Lo siento…
—Me prometió que retiraría los cargos contra nosotras si yo daba contigo. Me concedió una semana. Si fracaso, Edie y yo iremos a la cárcel.
—Cabrón.
—Mick, no todo es malo. El doctor Foletta accedió a nombrarme encargada de tu terapia.
—¿También Foletta? Oh, Dios santo…
—Te llevarán al nuevo centro de Tampa. Se acabó el aislamiento. A partir de ahora, trabajará contigo un equipo de psiquiatras y clínicos aprobado por el consejo. Te aplicarán la terapia que necesitas. Antes de que te des cuenta, te pondremos un programa de terapia con fármacos con el que volverás a tener el control de tu mente. Se acabaron los siquiátricos, se acabó lo de vivir en las selvas de México como un fugitivo. Con el tiempo conseguirás llevar una vida normal y productiva.
—Vaya, tal como lo dices parece maravilloso —contesta Mick en tono sarcástico—. Además, Tampa está muy cerca de la isla Sanibel. ¿Foletta te ofreció el paquete completo? ¿Qué me dices de tu plaza de aparcamiento?
—Esto no lo estoy haciendo por mí, Mick, sino por ti. Esto podría terminar siendo lo mejor que podía ocurrir.
Mick mueve la cabeza tristemente, en un gesto negativo.
—Dom, eres tú a quien los árboles no dejan ver el bosque. —La toma de la mano y la obliga a ponerse de pie, señalando hacia el cielo—. ¿Ves esa línea oscura que discurre paralela al Gran Juego de Pelota? Es la franja oscura de la Vía Láctea, el equivalente de nuestro ecuador galáctico. Una vez cada veinticinco mil ochocientos años, el Sol se alinea con ese punto central. La fecha exacta de dicha alineación llegará dentro de once días. Once días, Dominique. En ese día, el del solsticio de invierno, se abrirá un portal cósmico que permitirá que acceda a nuestro mundo una fuerza malévola. Para cuando termine ese día, tú, yo, Edie, Borgia y todo ser viviente del planeta estaremos muertos, a no ser que podamos encontrar la entrada secreta de esta pirámide.
Mick la mira a los ojos, con dolor de corazón.
—Yo… yo te quiero, Dominique. Te quiero desde el día en que nos conocimos, desde el día en que me mostraste un simple gesto de bondad. Y también estoy en deuda contigo y con Edie. Pero en este preciso momento tengo que llegar hasta el final en esto, aunque ello implique perderte. Tal vez tengas razón. Tal vez todo esto no sea más que una grandiosa fantasía esquizofrénica, heredada de mis dos sicóticos padres. Tal vez esté tan pasado de vueltas que ya ni siquiera soy capaz de ver el terreno de juego. Pero tienes que comprender… tanto si es algo real como producto de mi imaginación, no puedo detenerme ahora, tengo que llegar hasta el final.
Recoge el inspectroscopio de ultrasonidos con los ojos brillantes de lágrimas.
—Te juro por el alma de mi madre que si estoy equivocado regresaré a Miami el 22 de diciembre y me entregaré a las autoridades. Hasta entonces, si quieres ayudarme, si de verdad te importo, deja de ser mi psiquiatra. Sé mi amiga.