Capítulo 19

4 de diciembre de 2012

A BORDO DEL BUQUE USS BOONE

GOLFO DE MÉXICO

El secretario de Estado Pierre Borgia baja del helicóptero y es recibido por el capitán Edmund Loos.

—Buenos días, señor secretario ¿Qué tal el vuelo?

—Horrible ¿Ha llegado ya el director del psiquiátrico de Miami?

—Hará unos veinte minutos Lo está esperando en mi sala de reuniones.

—¿Qué noticias hay de Gabriel?

—Todavía no estamos seguros de cómo logró escapar del bergantín. La cerradura muestra señales de haber sido forzada, pero nada significativo. Suponemos que alguien lo dejó en libertad.

—¿Fue la chica?

—No, señor La chica sufría una conmoción y se encontraba en la enfermería, inconsciente. Aún estamos llevando a cabo una investigación completa.

—¿Y cómo se las arregló para abandonar este barco?

—Probablemente consiguió esconderse dentro de un helicóptero de evacuación. Han estado todo el día yendo y viniendo.

Borgia lanza una mirada glacial al capitán.

—Espero que no gobierne su barco igual que vigila a sus prisioneros, capitán.

Loos le devuelve la misma mirada.

—No dirijo un servicio de guardería, señor secretario. Dudo seriamente de que alguno de mis hombres se arriesgara a ir a la cárcel por dejar en libertad a ese lunático suyo.

—¿Quién puede haberlo dejado libre, si no?

—No lo sé. Tenemos a bordo varios equipos de científicos, todos los días llega alguno nuevo. Podría haber sido uno de ellos, o incluso alguien del séquito del vicepresidente.

Borgia arquea las cejas.

—Como le digo, aún estamos realizando una investigación. Además, hemos alertado a la policía de México de la fuga de Gabriel.

—No lo encontrarán jamás. Gabriel tiene demasiados amigos en el Yucatán. ¿Y la chica? ¿Qué sabe ella del objeto extraterrestre?

—Afirma que lo único que recuerda es que su minisub fue absorbido por un túnel. Uno de nuestros geólogos la ha convencido de que el minisub fue atrapado por las corrientes de un tubo de lava creado por un volcán submarino en reposo que ha vuelto a entrar en actividad. —Loos sonríe—. Le ha explicado que el resplandor lo causó un torrente de lava subterráneo que se ve pasar por debajo del agujero que hay en el fondo del mar. Hasta le ha enseñado unas cuantas fotos infrarrojas del torbellino, tomadas por satélite y retocadas, afirmando que se formó a causa del hundimiento de unas bolsas subterráneas bajo el lecho marino. Está convencida de que eso es lo que hundió el barco de su padre y acabó con su vida y con la de dos amigos suyos.

—¿Dónde está ahora?

—En la enfermería.

—Déme unos minutos para hablar a solas con el director del psiquiátrico y después tráigame a la chica. Mientras nosotros hablamos con ella, ordene que cosan esto al forro de su ropa. —Le entrega a Loos un minúsculo dispositivo del tamaño de una pila de reloj.

—¿Es un localizador?

—Un regalo de la Agencia Nacional de Seguridad. Ah, y, capitán, cuando me traiga a la chica, que venga esposada.

Dos marineros armados conducen a Dominique Vázquez, esposada y desconcertada, por varios pasillos estrechos y tres tramos de escalera hasta una cabina que luce el rótulo SALA DE REUNIONES DEL CAPITÁN. Uno de los dos llama a la puerta con los nudillos, acto seguido la abre y hace pasar a Dominique al interior.

Esta entra en la pequeña sala.

—Oh, Dios…

Anthony Foletta levanta la vista de la mesa y sonríe.

—Interna Vázquez, pase. —Su voz rasposa tiene un tono paternal—. Señor secretario, ¿de verdad son necesarias esas esposas?

El tuerto cierra la puerta detrás de Dominique y toma asiento a la mesa enfrente de Foletta.

—Me temo que sí, doctor Foletta. La señorita Vázquez ha prestado ayuda y ha sido cómplice de un peligroso delincuente. —Le indica a Dominique con un gesto que tome asiento y a continuación se dirige a ella—: ¿Sabe quién soy?

—Pierre Borgia. Tenía entendido que debía haber venido hace tres días.

—Sí, bueno, hemos tenido un pequeño problema en Australia que tenía prioridad.

—¿Ha venido a detenerme?

—Eso depende totalmente de usted.

—No es a usted a quien buscamos, Dominique —interviene Foletta—, sino a Mick. Usted sabe dónde está, ¿no es así?

—¿Cómo voy a saberlo? Escapó mientras yo me encontraba inconsciente.

—Es guapa, ¿verdad, doctor? —La mirada feroz de Borgia consigue que a Dominique le broten unas gotas de sudor a lo largo del labio superior—. No me extraña que Mick se encaprichara de usted. Dígame, señorita Vázquez, ¿qué fue lo que la motivó a ayudarlo a fugarse del psiquiátrico?

Antes de que ella pueda responder, salta Foletta:

—Se encontraba confusa, señor secretario. Ya sabe lo listo que puede ser Gabriel. Se valió del trauma sufrido en la infancia por Dominique para convencerla de que lo ayudara a fugarse.

—Eso no es del todo cierto —protesta ella, encontrando difícil no mirar fijamente el parche que lleva Borgia en el ojo—. Mick sabía que en el Golfo había algo. Y sabía lo que era aquella transmisión de radio del espacio profundo…

Foletta le planta una mano sudorosa encima del antebrazo.

—Interna, tiene que afrontar la realidad. Mick Gabriel la ha utilizado. Comenzó a planear esta fuga desde el momento en que la conoció a usted.

—No, me niego a creer eso…

—A lo mejor es que no desea creerlo —dice Borgia—. Lo cierto es que su padre aún estaría vivo si Mick no la hubiera convencido para que lo ayudara.

A Dominique se le llenan los ojos de lágrimas.

Borgia extrae un expediente de su maletín y dedica unos momentos a examinarlo.

—Isadore Axler, biólogo residente en la isla Sanibel. Ciertamente posee una larga lista de credenciales. No era su padre auténtico, ¿verdad?

—Fue el único padre que he conocido.

Borgia continúa leyendo el expediente.

—Ah, aquí está: Edith Axler. ¿Sabía que su madre y yo nos conocemos? Una mujer excelente.

Dominique siente que se le pone la piel de gallina bajo la camiseta de la Marina.

—¿Qué usted conoce a Edie?

—Justo lo suficiente para detenerla.

Esas palabras la impulsan a ponerse en pie de un salto.

—¡Edie no tuvo nada que ver en la fuga de Mick! Lo hice yo sola. Yo lo organicé todo…

—No me interesa obtener una confesión, señorita Vázquez. Lo que quiero es atrapar a Michael Gabriel. Si eso no es posible, simplemente las encerraré a su madre y a usted durante mucho tiempo. Naturalmente, en el caso de Edith, puede que no sea una condena demasiado larga; ya está haciéndose mayor, y es obvio que la muerte de su marido ha hecho mella en ella.

Dominique siente que el corazón le late a toda velocidad.

—Ya se lo he dicho, no sé dónde está Mick.

—Si usted lo dice. —Borgia se levanta y se dirige hacia la puerta.

—Espere, déjeme hablar con ella —pide Foletta—. Concédanos cinco minutos.

Borgia consulta su reloj.

—Cinco minutos.

Y sale de la sala.

Dominique apoya la cabeza en la mesa, temblando por dentro, formando un charco de lágrimas sobre el tablero de acero.

—¿Por qué está sucediendo todo esto?

—Chist. —Foletta le acaricia el cabello al tiempo que le habla en tono tranquilizador—. Dominique, Borgia no quiere encerrarlas a usted y a su madre. Simplemente está asustado.

Ella levanta la cabeza.

—¿Asustado de qué?

—De Mick. Sabe que Mick busca vengarse, que no se detendrá ante nada con tal de matarlo.

—Mick no es así…

—Se equivoca. Borgia lo conoce mucho mejor que usted y que yo. Ambos tienen una historia que se remonta muchos años en el pasado. ¿Sabía que Borgia estuvo comprometido con la madre de Mick? Julius Gabriel le robó la novia en la víspera de la boda. Hay mucha mala sangre entre las dos familias.

—A Mick no le interesa la venganza. Está más preocupado por lo del día del juicio de la profecía maya.

—Mick es inteligente. No va a contar sus verdaderos motivos ni a usted ni a nadie. Imagino que estará escondido en el Yucatán. Su familia tenía allí muchos amigos que podían ayudarlo. Pasará un tiempo sin llamar la atención y luego irá por Borgia, probablemente durante una aparición en público. Piense en ello, Dominique. ¿De verdad cree que el secretario de Estado de Estados Unidos iba a viajar hasta aquí para verla a usted si no estuviera aterrorizado? Dentro de unos años se presentará como candidato a la presidencia. No le importa nada en absoluto un esquizofrénico paranoico con un cociente intelectual de 160 que planea asesinarlo.

Dominique se seca los ojos. «¿Será verdad? ¿Se habrá valido Mick de la investigación de su familia sobre el apocalipsis para utilizarme?».

—Digamos que le creo. ¿Qué opina usted que debería hacer?

Los ojos de Foletta le guiñan a su vez.

—Déjeme que la ayude a hacer un trato con Borgia. Inmunidad total para usted y para su madre a cambio de que guíe a las autoridades hasta donde se encuentra Mick.

—La última vez que hice un trato con usted, me mintió. No tenía la menor intención de reevaluar a Mick ni de conseguirle el tratamiento que necesitaba. ¿Por qué he de creerle ahora?

—¡Yo no le mentí! —ladra Foletta al tiempo que se pone de pie—. ¡No me habían concedido oficialmente el puesto de Tampa, y cualquiera que diga lo contrario es un maldito embustero! —Se seca el sudor de la frente y después se pasa la mano por su melena gris. Su rostro de querubín está congestionado—. Dominique, estoy aquí para ayudarla. Si no quiere que la ayude, le sugiero que se busque un buen abogado.

—Sí quiero que me ayude, doctor, pero es que no sé si puedo fiarme de usted.

—De la inmunidad se encargaría Borgia, no yo. Lo que le ofrezco yo es devolverle la vida de antes.

—¿Qué está diciendo?

—Ya he hablado con su asesor de la FSU. Le estoy ofreciendo una interinidad en el nuevo centro de Tampa, cerca de donde vive su madre. Su trabajo consistirá en ser la jefa del equipo de tratamiento de Mick, con un puesto fijo más beneficios cuando se gradúe.

La oferta provoca lágrimas de alivio.

—¿Por qué hace esto?

—Porque me siento mal. No debería haberle asignado a Mick a usted. Algún día será una espléndida siquiatra, pero no estaba preparada para un paciente tan manipulador como Michael Gabriel. La muerte de su padre, los trastornos que ha sufrido su familia, todo ha sido por mi culpa. Era consciente de ello, pero corrí el riesgo. Vi en usted una mujer fuerte que resultaría perfecta en mi equipo, pero precipité las cosas. Lo siento, Dominique. Déme una oportunidad para compensárselo.

Le tiende una gruesa mano.

Dominique se queda mirándola durante largos instantes, y después la acepta.

6 de diciembre de 2012

WASHINGTON, DC

El vicepresidente Ennis Chaney levanta la vista del informe para saludar a los miembros del equipo de Seguridad Nacional del presidente, que en ese momento entran en la sala de guerra de la Casa Blanca y toman asiento alrededor de la mesa oval. Los siguen media docena de asesores militares y científicos que ocupan las sillas plegables que se han colocado por todo el perímetro de la habitación.

Ennis cierra el documento cuando entra el presidente, seguido por el secretario de Estado. Borgia pasa de largo su asiento para dirigirse a Chaney.

—Usted y yo tenemos que hablar.

—Señor secretario, si podemos comenzar…

—Sí, señor presidente. —Borgia encuentra su sitio y le lanza a Chaney una mirada de inquietud.

El presidente Maller se frota los ojos cansados y a continuación procede a leer un fax.

—Esta tarde, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas emitirá una declaración en la que deplora los ensayos de armas de fusión pura, por ser contrarios a la moratoria de facto sobre los ensayos de armas nucleares y a los esfuerzos para el desarme nuclear y la no proliferación nuclear en todo el mundo. Además, el Consejo solicita la ratificación inmediata de una nueva resolución destinada a cerrar la laguna que existe respecto de la tecnología de la fusión pura.

Maller sostiene en alto un informe que lleva la etiqueta UMBRA, una palabra clave que identifica a los expedientes que se clasifican más allá del ALTO SECRETO.

—Supongo que todo el mundo habrá leído este documento. He pedido al autor del mismo, el doctor Brae Roodhof, director de la Instalación Nacional de Ignición de Livermore, California, que nos acompañe esta mañana, ya que no me cabe duda de que todos nosotros tenemos preguntas que formularle. ¿Doctor?

El doctor Roodhof es un hombre de cincuenta y pocos años, alto y de cabellos grises, con un rostro curtido y bronceado y una actitud que transmite serenidad.

—Señor presidente, señoras y señores, quisiera empezar afirmando rotundamente que no ha sido Estados Unidos el país que ha detonado esa arma de fusión pura.

Ennis Chaney sufre cierto malestar en el estómago desde que terminó de leer el expediente UMBRA. Le brillan los ojos al posarlos en el físico nuclear.

—Doctor, voy a hacerle una pregunta, pero quiero que sepa que dicha pregunta va dirigida a todos los presentes en esta sala. —El tono de voz del vicepresidente sofoca todos los movimientos periféricos—. Lo que quiero saber, doctor, es por qué. ¿Por qué están los Estados Unidos de América involucrados siquiera en este tipo de investigación suicida?

Los ojos del doctor Roodhof recorren rápidamente la mesa.

—Señor, yo… yo no soy más que el director del proyecto. No me corresponde a mí dictar la política de Estados Unidos. Fue el gobierno federal el que proporcionó financiación a los laboratorios de armas nucleares para que investigasen la fusión pura, allá por los años noventa, y fueron los militares quienes ejercieron presión para que se diseñaran y se construyeran las bombas…

—No reduzcamos este problema a señalar con el dedo, señor vicepresidente —interrumpe el general Fecondo—. La realidad de la situación es que había otras potencias extranjeras investigando esa tecnología, lo cual nos obligó a nosotros a hacer lo mismo. El LMJ, el complejo del Láser Megajoule de Burdeos, en Francia, lleva realizando experimentos de fusión pura desde principios de 1998. Reino Unido y Japón llevan años trabajando en la investigación de la fusión magnética no explosiva. Cualquiera de esos países podría haber resuelto el problema de la viabilidad con el fin de crear igniciones termonucleares no de fisión.

Chaney se vuelve hacia el general.

—Entonces, ¿por qué el resto del mundo, incluidos los científicos de nuestro propio país, parecen pensar que somos nosotros los responsables de la detonación ocurrida en Australia?

—Porque en la comunidad científica todo el mundo estaba convencido de que la investigación más avanzada era la nuestra —responde el doctor Roodhof—. El Instituto de Investigación de Energía y Medio Ambiente publicó hace poco un informe en el que afirmaba que a Estados Unidos le faltaban dos años para ensayar sobre el terreno un dispositivo de fusión pura.

—¿Y tenían razón?

—Ennis…

—No, lo siento, señor presidente, pero deseo saberlo.

—Señor vicepresidente, éste no es el momento para…

Chaney hace caso omiso de Maller y taladra con la mirada a Roodhof.

—¿Cuánto nos falta, doctor?

Roodhof desvía la mirada.

—Catorce meses.

En la sala surgen una decena de conversaciones paralelas. Borgia sonríe para sí al ver que la expresión, del presidente pasa a ser de furia. «Eso es, Chaney, sigue sacudiendo el barco».

Ennis Chaney se recuesta en su sillón con gesto de cansancio. Ya ha dejado de luchar contra los molinos de viento, ahora está luchando contra la locura global.

El presidente Maller golpea la mesa con la palma de la mano para restablecer el orden.

—¡Ya basta! Señor Chaney, no es el lugar ni el momento para enzarzarnos en una discusión general sobre la política de esta presidencia ni la de mis predecesores. La realidad de la situación es que otro gobierno ha detonado una de esas armas. Quiero saber quién ha sido y si el momento elegido para la explosión ha tenido algo que ver con el incremento de armamento militar por parte de Irán en el estrecho de Ormuz.

Patrick Hurley, el director de la CIA, es el primero en responder.

—Señor, podrían haber sido los rusos. Los estudios sobre la fusión sobre materiales magnetizados que se han llevado a cabo en Los Álamos se hicieron conjuntamente con Rusia.

El doctor Roodhof niega con la cabeza.

—No estoy de acuerdo. Los rusos se retiraron cuando se hundió su economía. Han tenido que ser los franceses.

El general Mike Costolo, comandante del Cuerpo de Marines, alza su gruesa mano.

—Doctor Roodhof, según lo que dice el informe, esas armas de fusión pura contienen muy poca radiación, ¿es correcto?

—Sí, señor.

—¿Adónde quiere llegar, general? —inquiere Dick Pryzstas.

Costolo se gira hacia el secretario de Defensa.

—Una de las razones por las que el Departamento de Defensa impulsó el desarrollo de esas armas fue que sabíamos que Rusia y China estaban suministrando armas nucleares a Irán. Si estallara una guerra nuclear en el golfo Pérsico, la fusión pura no sólo daría a su dueño una ventaja táctica, sino además la falta de radiación permitiría que continuase fluyendo petróleo, sin impedimentos. En mi opinión, no importa si han sido los franceses o los rusos quienes han alcanzado antes esa tecnología; lo único que importa es si los iraníes poseen dicha arma. Si fuera así, esa amenaza por sí misma cambia el equilibrio de poder en Oriente Próximo. Si Irán detonase una de esas armas en el golfo Pérsico, Arabia Saudí, Kuwait, Bahrain, Egipto y otros gobiernos árabes moderados se verían obligados a dar la espalda al apoyo occidental.

Borgia asiente con la cabeza.

—Los saudíes todavía se muestran reacios a permitirnos el acceso a nuestros suministros anteriores. Han perdido la confianza en nuestra capacidad para mantener abierto el estrecho de Ormuz.

—¿Dónde están los portaaviones? —pregunta el presidente a Jeffrey Gordon.

—Como preparación para el próximo ejercicio de fuerza de detención nuclear de Asia, hemos enviado al mar Rojo al buque Harry S Truman y su flota. El grupo de batalla Ronald Reagan deberá llegar dentro de tres días al golfo de Omán. El William J Clinton permanecerá patrullando el océano índico. Vamos a enviar a Irán el mensaje claro y sencillo de que no tenemos la intención de permitir que se cierre el estrecho de Ormuz.

—Para que conste, señor presidente —afirma Chaney—, el embajador de Francia está negando vehementemente toda responsabilidad respecto de esta explosión.

—¿Y qué esperaba? —replica Borgia—. Hay que ver más allá. Irán aún le debe a Francia miles de millones de dólares, y sin embargo los franceses continúan apoyando a los iraníes, lo mismo que hacen Rusia y China. Permítame que señale también que Australia es una de las naciones que han seguido concediendo a Irán tipos de interés subvencionados, que Irán ha utilizado para aumentar su arsenal nuclear, químico y biológico. ¿De verdad cree que es una coincidencia que esa arma se haya ensayado precisamente en la llanura de Nullarbor?

—No tenga tanta prisa en señalar con el dedo a los australianos —interviene Sam Blumner—. Si se acuerda, fueron los masivos créditos de Estados Unidos a Iraq a finales de los años ochenta los que condujeron a la invasión de Kuwait por parte de Sadam Hussein.

—Estoy de acuerdo con Sam —dice el presidente—. He hablado largamente con el primer ministro australiano. Los partidos Liberal y Laborista ofrecen un frente unido y declaran que este incidente ha sido una acción de guerra. Dudo mucho de que hubieran condonado un ensayo como éste.

El general Fecondo se pasa las dos manos por la línea de nacimiento del cabello, bronceada y en recesión.

—Señor presidente, el hecho de que existan esas armas de fusión pura no cambia nada. Probar un arma y utilizarla en una batalla son dos cosas distintas. Ninguna nación va a desafiar a Estados Unidos a una exhibición nuclear.

Costolo lanza una mirada al presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor.

—Dígame, general, si tuviéramos un misil crucero capaz de eliminar todos los emplazamientos de SAM que hay en la costa de Irán, ¿lo usaría?

Dick Pryzstas arquea las cejas.

—Una idea muy tentadora, ¿verdad? Y digo yo: ¿no se sentirían los iraníes igual de tentados a borrar del mapa el Ronald Reagan y su flota?

—Voy a decirle lo que opino yo —dice el larguirucho Jefe de Operaciones Navales—: Yo interpreto esta acción como una especie de cañonazo de advertencia que nos han lanzado. Los rusos están dejando que creamos que poseen armas de fusión pura, con la esperanza de que su pequeña demostración nos persuada de cancelar el Escudo de Defensa anti-Misiles.

—Lo cual no podemos hacer —replica Pryzstas—. En los cinco últimos años se ha duplicado el número de estados corruptos que tienen acceso a armas nucleares y biológicas…

—Mientras nosotros continuamos gastando dinero en tecnología de armas nucleares —interrumpe Chaney—, y así enviamos un claro mensaje al resto del mundo de que Estados Unidos tiene más interés en mantener la postura nuclear de ser el que aseste el primer golpe que en continuar reduciendo los arsenales. El mundo avanza directamente por el camino de la confrontación nuclear. Ellos lo saben, y nosotros también, pero todos estamos demasiado ocupados en señalarnos con el dedo los unos a los otros para cambiar de rumbo. Estamos actuando todos como una pandilla de idiotas, y antes de que nos demos cuenta de lo que ha ocurrido, acabaremos metidos en ello de cabeza.

Borgia está aguardando a Ennis Chaney en el pasillo cuando se clausura la reunión.

—Necesito un minuto.

—Hable.

—He hablado con el capitán del Boone.

—¿Y?

—Dígame, Chaney, ¿qué motivo puede tener el vicepresidente de Estados Unidos para ayudar a un delincuente fugado?

—No sé de qué me habla…

—Esta clase de cosas pueden echar a perder la carrera de un político.

Los ojos de mapache perforan a Borgia.

—Usted desea acusarme de algo…, pues acúseme. De hecho, ¿qué le parece si los dos ponemos a lavar nuestros trapos sucios y vemos quién sale limpio?

Borgia esboza una sonrisa nerviosa.

—Cálmese, Ennis. Nadie va a convocar al jurado. Lo único que quiero es que Gabriel vuelva a donde le corresponde estar, al cuidado de un centro psiquiátrico.

Chaney aparta a un lado al secretario de Estado y reprime una risita.

—¿Sabe qué le digo, Pierre? Que ya me encargo yo de vigilarle.

7 de diciembre de 2012

GOLFO DE MÉXICO

4.27 horas

El incesante timbre saca a Edmund Loos de su sueño. Manotea buscando el auricular del teléfono y se aclara la voz.

—Al habla el capitán. Diga.

—Siento despertarlo, señor. Hemos detectado actividad en el fondo marino.

—Voy para allá.

Para cuando el capitán entra en el Centro de Información de Combate, el mar ya ha empezado a agitarse.

—Informe, comandante.

El oficial ejecutivo señala una mesa luminosa desde la que se está proyectando en el aire una imagen holográfica tridimensional y de forma cúbica, del mar y del fondo marino en tiempo real. Situada al fondo de la fantasmagórica imagen, enterrada en la topografía de piedra caliza de color pizarra, se distingue la forma ovoide del objeto alienígena, codificada en un color anaranjado luminiscente. Encima de la superficie dorsal del mismo flota un brillante círculo de energía de un verde esmeralda, que hace subir un haz de luz a través de una abertura vertical que conduce al lecho marino. En la superficie se aprecia la imagen del Boone flotando.

Mientras el capitán y su oficial ejecutivo contemplan la imagen asombrados, la luz verde parece ensancharse a medida que va formándose un remolino. En cuestión de segundos, el torrente de agua en rotación se estrecha para formar un potente embudo submarino que se extiende desde el agujero del fondo hasta la superficie.

—Dios santo, es como ver formarse un tornado —susurra Loos—. Es tal como contó Gabriel.

—¿Perdón, señor?

—Nada. Comandante, aleje el buque del remolino. Que comunicaciones me ponga con NORAD, y después lancen nuestros LAMPS. Si emerge algo de ese remolino, quiero saberlo.

—Sí, señor.

El suboficial de Marina de Primera Clase Johnathan Evans corre por la cubierta para helicópteros, casco en mano, mientras su copiloto y su tripulación ya se encuentran a bordo del aparato antisubmarinos LAMPS. Resoplando y jadeando, se sube a la cabina del Seasprite y se abrocha el cinturón de seguridad.

Evans lanza una mirada a su copiloto intentando recuperar el resuello.

—El dichoso tabaco me está matando.

—¿Quieres un café?

—Dios te lo pague, hijo. —Evans coge el vaso de plástico—. Hace tres minutos estaba tumbado en mi litera, soñando con Michelle, y lo siguiente que recuerdo es al oficial preguntándome a gritos por qué no estoy ya en el aire.

—Bienvenido a la aventura de la Marina.

Evans echa la palanca hacia atrás. El helicóptero se despega de la cubierta y enfila hacia el sur al tiempo que se eleva hasta noventa metros. El piloto dirige el LAMPS en línea recta hacia el remolino de color esmeralda.

—Santo cielo…

Evans y su tripulación contemplan fijamente el remolino, hipnotizados por la belleza del mismo y asustados por su intensidad. El vórtice es un monstruo, un sumidero en espiral sacado directamente de La Odisea de Homero, con unas paredes que oscilan con la misma fuerza que las cataratas del Niágara. Visto desde arriba en contraste con las oscuras aguas, el brillante ojo esmeralda del torbellino semeja una galaxia verde fosforescente cuyas estrellas brillan cada vez con mayor intensidad, conforme va ensanchándose el embudo.

—Dios santo. Ojalá tuviera mi cámara.

—No se preocupe, teniente, estamos tomando un montón de fotos.

—Qué importan los infrarrojos. Yo quiero una foto de verdad, una que pueda enviar a mi casa por correo electrónico.

De repente el centro del remolino se desploma hacia el fondo y deja al descubierto una esfera de luz cegadora que surge del fracturado lecho marino y comienza a ascender como un sol esmeralda.

—Protéjanse los ojos…

—¡Señor, están saliendo dos objetos del embudo!

—¿Qué? —Evans se gira hacia su operador de radar—. ¿Qué tamaño tienen?

—Son grandes. El doble que el LAMPS.

El piloto tira hacia atrás de la palanca de mando… en el preciso momento en que surgen del embudo dos objetos oscuros y con alas. Los dos mecanismos se sitúan a un lado y a otro del Seasprite… El teniente vislumbra brevemente un resplandeciente disco de color ámbar… y la palanca se le queda inerte en la mano.

—Mierda, hemos perdido sustentación…

—Los motores se han apagado, teniente. ¡No funciona nada!

Evans experimenta una intensa sensación de malestar cuando el helicóptero cae en picado. Una fuerte sacudida… y el aparato choca contra la pared del remolino. Los rotores se hacen añicos, el parabrisas de la cabina queda destrozado y el helicóptero es arrollado por la columna vertical como si estuviera dentro de una licuadora. La fuerza centrífuga aplasta a Evans de costado contra su asiento, pero sus chillidos quedan amortiguados por el tremendo rugido que llena sus oídos.

El mundo gira sin control mientras el remolino va engullendo el LAMPS.

Lo último que siente el suboficial de Marina Johnathan Evans es la curiosa sensación de que se le parten las vértebras bajo un abrazo asfixiante, como si su cuerpo estuviera siendo aplastado por un gigantesco compactador de basura.

8 de diciembre de 2012

PARQUE NACIONAL GUNUNG MULU

SARAWAK, FEDERACIÓN DE MALAISIA

5.32, hora de Malaisia (trece horas después).

Sarawak, situado en la costa noroccidental de Borneo, es el estado más grande de la Federación de Malaisia. Gunung Mulu, el parque nacional de mayor extensión de dicho estado, abarca mil cuatrocientos kilómetros cuadrados, un paisaje dominado por tres montañas: la Gunung Mulu, la Gunung Benarat y la Gunung Api.

La Gunung Api es una montaña formada por roca caliza, una geología que no sólo domina en el estado entero de Sarawak, sino también en la vecina isla de Irian Jaya/Nueva Guinea Papua y en casi todo el sur de Malaisia. La erosión de ese paisaje de roca caliza a causa de la ligera acidez del agua de lluvia ha dado lugar a notables esculturas superficiales y formaciones subterráneas.

A media ladera del monte Api, apuntando hacia el cielo como si fuera un campo de estalagmitas puntiagudas, se encuentra un bosque petrificado formado por afilados pináculos de piedra caliza gris plateada, algunos de los cuales se elevan más de ciento treinta metros por encima de la pluviselva. En el subsuelo, excavado en la roca por los ríos subterráneos, se halla un laberinto que contiene más de seiscientos metros de cavernas, y que representa el sistema de cuevas de roca caliza más grande del mundo.

El estudiante de posgrado Wade Tokumine, originario de Honolulú, lleva tres meses estudiando las cuevas de Sarawak, recopilando datos para su tesis sobre la estabilidad de los volúmenes cársticos del subsuelo del planeta. El karst es una topografía creada por la erosión química de rocas calizas que contienen al menos un ochenta por ciento de carbonato cálcico. La inmensa red de pasadizos subterráneos de Sarawak está compuesta en su totalidad por karst.

La de hoy es la novena visita de Wade a la cueva Clearwater, el pasadizo subterráneo más largo de todo el Sudeste Asiático y una de las únicas cuatro cuevas de Mulu que están abiertas al público. El geólogo se echa atrás en su asiento a bordo de la canoa y dirige la lámpara de carburo hacia el techo de alabastro de la caverna. El haz de luz surca la oscuridad e ilumina una miríada de estalactitas rezumantes de humedad. Wade contempla las antiguas formaciones rocosas y se maravilla ante los artísticos diseños de la naturaleza.

Hace cuatro mil millones de años, la Tierra era un mundo muy joven, hostil y sin vida. Conforme el planeta fue enfriándose, el vapor de agua y otros gases ascendieron hacia el cielo impulsados por violentas erupciones volcánicas y fueron creando una atmósfera con un rico contenido de dióxido de carbono, nitrógeno y compuestos del hidrógeno, un ambiente similar al hallado en Venus.

La vida en nuestro planeta se inició en el mar, en forma de una sopa de sustancias químicas organizadas en estructuras complejas (cadenas moleculares de los cuatro nucleótidos básicos) animadas por un cataclismo exterior, tal vez un rayo. Las dobles hélices de los nucleótidos empezaron a duplicarse y dieron lugar a la vida unicelular. Estos organismos se multiplicaron rápidamente y comenzaron a privar a los océanos de sus compuestos de carbono, a modo de comida rápida. Después, una singular familia de bacterias evolucionó hasta producir una nueva molécula orgánica llamada clorofila. Esa sustancia de color verde era capaz de almacenar la energía de la luz solar y así permitir a los organismos unicelulares crear hidratos de carbono de gran calidad a partir de dióxido de carbono y de hidrógeno, liberando oxígeno como producto secundario.

Había nacido la fotosíntesis.

A medida que fueron aumentando los niveles de oxígeno del planeta, el carbonato cálcico desapareció del mar y quedó encerrado en las formaciones rocosas por la acción de los organismos marinos, lo cual redujo drásticamente la cantidad de dióxido de carbono presente en la atmósfera. Esa roca, la caliza, se convirtió en el almacén de dióxido de carbono de la Tierra. A consecuencia de ello, la cantidad de dióxido de carbono acumulado en las rocas sedimentarias es en la actualidad seiscientas veces mayor que la cantidad total de carbono que hay en el planeta entero, entre el aire, el agua y las células vivas, todo junto.

Wade Tokumine recorre con el haz de luz las oscuras aguas de la caverna. El río subterráneo posee diez veces más concentración de dióxido de carbono de lo normal. Esa parte del ciclo del carbono tiene lugar cuando el CO2 disuelto alcanza el punto de saturación en el interior de la roca caliza. Cuando ocurre eso, el dióxido de carbono se precipita en forma de carbonato cálcico puro y crea las estalactitas y estalagmitas que tanto proliferan actualmente en las cuevas de Sarawak.

Wade se da la vuelta a bordo de la canoa para mirar a su guía, Andrew Chan. Este nativo de Malaisia y espeleólogo profesional lleva diecisiete años enseñando a los turistas las cuevas de Sarawak.

—Andrew, ¿queda mucho para llegar a ese pasadizo virgen que dices?

La luz de la lámpara de carburo capta la sonrisa de Andrew, a la que le faltan dos dientes frontales.

—No tanto. Esta parte de la caverna termina un poco más adelante, y luego hay que continuar a pie.

Wade asiente con la cabeza y a continuación escupe el mal olor del humo de carburo. De las cuevas de Sarawak tan sólo se ha explorado el treinta por ciento, y la mayoría de éstas siguen siendo inaccesibles a todo el mundo salvo a unos pocos de los guías más expertos. En lo que se refiere a la exploración de pasadizos desconocidos, Wade sabe que a Andrew no le gana nadie, pues es un espeleólogo que constituye un caso grave de «ansia por descubrir tesoros», una enfermedad psicológica incurable, común entre los pirados por la espeleología.

Andrew lleva la canoa hasta una repisa y la mantiene firme para que pueda bajar Wade.

—Será mejor que te pongas el casco, por aquí hay muchas rocas sueltas en el techo.

Wade se ajusta el casco a la cabeza mientras Andrew anuda la canoa a un extremo de un larguísimo ovillo de cuerda conocida como «cerdo» y se echa el resto al hombro.

—No te separes de mí. A partir de aquí esto se estrecha bastante. Y hay muchos picos afilados que sobresalen de las paredes, así que ten cuidado con la ropa.

Andrew toma la delantera y conduce a su compañero a través de una especie de catacumba negra como el carbón. Escoge un pasadizo angosto e inclinado y penetra por él, dejando que la cuerda vaya desenrollándose y señalando el camino. Al cabo de varios minutos de constante ascenso, el pasillo se transforma en un túnel claustrofóbico que los obliga a seguir avanzando a cuatro patas.

Wade resbala sobre la caliza húmeda y se araña la piel de los nudillos.

—¿Falta mucho?

—¿Por qué? ¿Te está entrando claustrofobia?

—Un poco.

—Eso es porque eres un espeleólogo de máquina.

—¿Qué es eso?

—Uno que pasa más tiempo leyendo la lista de correo de los espeleólogos que visitando cuevas… Un momento. Vaya, ¿qué es esto?

Wade se arrastra sobre el vientre y se sitúa al lado de Andrew para echar un vistazo.

El túnel ha desembocado en una enorme sima en la superficie. Mirando hacia arriba pueden distinguir las estrellas aún titilando en el cielo de primeras horas de la mañana. La superficie se encuentra a más de veinte metros por encima de ellos. Andrew orienta la lámpara hacia abajó y descubre el fondo de un pozo tremendo, a casi diez metros de profundidad.

Un resplandor de una tonalidad ámbar luminiscente proyecta peculiares sombras desde el pozo.

—¿Has visto eso?

Wade se inclina hacia delante para verlo mejor.

—Es como si ahí abajo hubiera algo que brilla.

—Esta dolina no estaba aquí esta mañana. Debe de haberse hundido el techo de la caverna. Lo que hay ahí abajo probablemente se cayó por el agujero y aterrizó en ese pozo.

—¿Puede ser un coche? Es posible que haya personas atrapadas.

Wade se queda mirando mientras su guía hurga en su mochila y saca una escala de mano hecha de una sola pieza de cable de alambre, cuyos barrotes están cosidos al centro.

—¿Qué estás haciendo?

—Tú quédate aquí. Voy a bajar a echar un vistazo.

Andrew sujeta un extremo de la escala a la cornisa y a continuación deja caer ésta por el oscuro agujero.

Para cuando el espeleólogo baja al interior del pozo, el cielo ya se ha vuelto gris. La mortecina luz matinal apenas logra atravesar la oscuridad y las nubes de polvo de piedra caliza.

Andrew observa atentamente la gigantesca criatura inanimada que se encuentra en el pozo subterráneo.

—Oye, Wade. No sé qué será este chisme, pero desde luego no es un coche.

—¿Cómo es?

—No he visto nada parecido en toda mi vida. Es enorme, como una cucaracha gigante, sólo que este bicho tiene unas alas muy grandes y una cola, y unos tentáculos rarísimos que le salen de la barriga. Se sostiene sobre unas garras. Debe de estar muy caliente, porque debajo la roca está ardiendo.

—Deberías salir de ahí. Sube, vamos a llamar a los guardas del parque…

—No pasa nada, esta cosa no está viva. —Andrew alarga la mano para tocar uno de los tentáculos.

En eso, una onda de choque electromagnética de color azul neón lo lanza de espaldas contra la pared.

—Andrew, ¿estás bien? ¿Andrew?

—Sí, tío, pero este hijo de puta está que muerde. ¡Joder…!

Andrew da un brinco hacia atrás al ver que la criatura eleva hacia el cielo la cola accionada por un mecanismo hidráulico.

—¿Andrew?

—Me largo, tío, no hace falta que me lo digas dos veces.

Empieza a trepar por la escala de cuerda.

El círculo color ámbar que tiene la criatura en la parte superior del cuerpo empieza a parpadear y a cambiar a un tono más oscuro, carmesí.

—¡Vamos, sube más rápido!

De las garras de la criatura comienza a surgir un humo blanco que va llenando el pozo.

Wade se siente mareado. Se da la vuelta y se desliza cabeza abajo por el resbaladizo túnel justo en el momento en que Andrew se iza sobre la cornisa.

—¿Andrew? Andrew, ¿estás detrás de mí?

Wade detiene la inercia que lleva y apunta con la lámpara túnel arriba. Ve a su guía tumbado de bruces en el angosto espacio.

«¡Dióxido de carbono!».

Alarga el brazo hacia atrás y agarra la muñeca de Andrew. Tira de él por el reducido espacio, sintiendo que la roca que lo rodea va aumentando de temperatura, hasta chamuscarle la piel.

«¿Qué diablos está pasando?».

Cuando el pasadizo se ensancha, se pone de pie a duras penas. Se echa a su guía inconsciente al hombro y avanza dando tumbos en dirección a la canoa. A su alrededor todo parece dar vueltas, cada vez más caliente. Cierra los ojos y se sirve de los codos para avanzar a tientas, palpando las paredes ardientes.

Cuando llega al río subterráneo oye un extraño ruido burbujeante. Se agacha sobre una rodilla, empuja el cuerpo de Andrew al interior de la canoa y acto seguido se sube él mismo con gran dificultad, a punto de volcar la embarcación. Las paredes de la cueva desprenden humo, el intenso calor reinante hace hervir el agua del río.

Wade siente que le queman los ojos y que sus fosas nasales ya no son capaces de inhalar esa atmósfera achicharrante. Lanza un grito ahogado y agita los brazos y las piernas, enloquecido, mientras su carne se llena de ampollas y finalmente se despega del hueso y sus globos oculares estallan en llamas.