Capítulo 18

1 de diciembre de 2012

LLANURA DE NULLARBOR, AUSTRALIA

5.08 horas

La llanura de Nullarbor, la planicie más grande del planeta, es una desolada región de piedra caliza que se extiende a lo largo de doscientos cuarenta y seis mil kilómetros cuadrados de la desierta costa del Pacífico de Australia. Es una zona deshabitada, carente de vegetación y de fauna.

Pero para Saxon Lennon, naturalista a media jornada, y su novia, Renée, la llanura de Nullarbor ha sido siempre el lugar perfecto al que escapar. Allí no hay gente, ni ruido, ni directores de proyecto dando gritos, tan sólo el sonido calmante del oleaje contra los acantilados de piedra caliza que hay treinta metros por debajo del lugar donde se encuentran acampados.

El estampido sónico hace que Saxon se asome fuera de su saco de dormir. Abre los ojos y aparta los faldones de la tienda de campaña para contemplar el cielo estrellado.

Renée le pasa un brazo por la cintura y le acaricia juguetona los genitales.

—Qué madrugador, cariño.

—Aguarda un segundo… ¿no has oído pasar algo con un zumbido?

—¿Cómo qué?

—No sé…

El tremendo impacto seco hace que la tierra en la que se apoya la tienda sufra una sacudida que logra soltar a Saxon de las manos de su novia.

—¡Vamos!

La joven pareja sale a toda prisa de la tienda, medio desnudos, y se calzan las botas de montaña sin tomarse la molestia de atárselas. A continuación se suben a su jeep y enfilan hacia el este. Saxon cuida de mantenerse a una distancia segura del borde de los acantilados que discurren paralelos a su derecha.

Para cuando llegan, el oscuro horizonte se ha vuelto gris.

—Santo cielo, Sax, ¿qué diablos es eso?

—No… no lo sé.

El objeto es enorme, tan alto como una casa de dos pisos, y tiene unas alas reptilianas que miden sus buenos dieciocho metros de una punta a la otra. La criatura es negra como la noche y se sostiene sobre un par de garras de tres dedos que parecen aferrarse a la superficie de piedra caliza. Posee una gigantesca cola en forma de abanico, reluciente, que se eleva, inmóvil, varios metros por encima del suelo, y una serie de tentáculos que salen del abdomen. La cabeza, de forma ahusada y carente de rostro, parece apuntar al cielo. Esa especie de estatua parece no tener vida, excepto por el brillo ambarino y luminiscente de un órgano en forma de disco situado a un costado de su torso.

—¿Podría ser uno de esos extraños vehículos aéreos que siempre andan probando las Fuerzas Aéreas?

—¿No deberíamos llamar a alguien?

—Llama tú. Yo voy a sacar unas cuantas fotos.

Saxon enfoca la cámara y toma varias instantáneas mientras su novia prueba el teléfono del coche.

—El teléfono no funciona, no hay nada más que estática. ¿Seguro que has pagado el recibo?

—Estoy seguro. Ven, hazme una foto con el bicho este, ya sabes, para que se vea lo grande que es.

—No demasiado cerca, ¿vale, cariño?

Saxon le entrega la cámara a Renée y acto seguido se coloca a unos cuatro metros del objeto.

—No creo que esta cosa esté viva siquiera. Está ahí posada, igual que un pájaro frito.

En el horizonte surge un resplandor dorado.

—El momento perfecto. Espera a que salga el sol, me quedará mejor la foto.

Los primeros rayos del amanecer asoman sobre el Pacífico besando la superficie de la cola reflectante de la criatura.

Saxon da un salto atrás al ver que la cola se levanta con un zumbido hidráulico.

—Hijo de puta, este chisme está activándose.

—Sax… mira… el ojo está empezando a parpadear.

Saxon mira fijamente el disco ámbar, que está encendiéndose y apagándose cada vez más deprisa, cambiando el color hacia una tonalidad carmesí.

—Vámonos…

Agarra a Renée por la muñeca y echa a correr hacia el jeep. Arranca el motor, mete la marcha y acelera en dirección norte, a través de la inmensa planicie.

El círculo adquiere un tono más oscuro, rojo sangre, y entonces deja de parpadear. Se enciende una chispa que recorre las alas extendidas y después estalla en una brillante llamarada de un blanco plateado.

A continuación, con un cegador fogonazo, la criatura explosiona liberando una incalculable cantidad de energía combustible que se expande por toda la llanura de Nullarbor a la velocidad del sonido. La onda expansiva de la explosión nuclear se filtra a través de los poros del macizo de piedra caliza.

Y lo vaporiza todo a su paso.

Saxon detecta la ardiente ola de nueve mil ochocientos grados de temperatura un nanosegundo antes de que su cuerpo, el de su novia, el jeep y el terreno circundante se evaporen en una nube de gas tóxico que es barrida hacia lo alto de la atmósfera en un espantoso vacío de fuego y polvo microcósmico.

GOLFO DE MÉXICO

La fragata USS Boone (FFG-28) de guiado de misiles de la clase Oliver Hazard Perry flota silenciosamente sobre un mar de color gris plomizo bajo el cielo amenazante de la tarde. Alrededor del buque de guerra, dispersos por la superficie en un radio de dos millas, se encuentran los únicos restos que quedan de la plataforma petrolífera semisumergible Scylla. Una decena de lanchas neumáticas con motor maniobran con cuidado por entre el mar de residuos mientras los descorazonados marineros sacan del agua los cuerpos hinchados de los fallecidos.

El alférez Zak Wishnov cierra otra bolsa de plástico con los restos de un cadáver mientras el teniente Bill Blackmon indica a la lancha motora que se acerque despacio, sorteando los despojos del naufragio.

—Zak, ahí hay otro, a estribor.

—Dios, cómo odio hacer esto. —Wishnov se inclina sobre la proa y engancha el cadáver con un bichero—. Ay, Dios, a éste le falta un brazo.

—¿Algún tiburón?

—No, está seccionado limpiamente. Verás, ahora que lo dices, desde que estamos aquí no he visto un solo tiburón.

—Ni yo tampoco.

—No tiene sentido. Hay sangre por todas partes, y estas aguas suelen estar infestadas de tiburones. —Zak sube el cadáver mutilado a la motora y lo introduce rápidamente en una bolsa de plástico—. Es por esa cosa de ahí abajo, ¿verdad, teniente? El origen de ese resplandor verde. Por eso no se acercan los tiburones.

El teniente afirma con la cabeza.

—Los tiburones saben algo que no sabemos nosotros. Cuando antes nos saque de aquí el capitán, mejor.

El capitán Edmund O. Loos III se encuentra inmóvil en el puente, con sus ojos color avellana fijos en el horizonte, que no presagia nada bueno, y la mandíbula tensa por la rabia. El decimotercer oficial al mando del Boone y su tripulación de cuarenta y dos oficiales y quinientos cincuenta hombres enrolados aguardan malhumorados en el interior del buque desde que se recibió la orden proveniente del oficial al mando de desgajarse del grupo de batalla que se dirigía al golfo Pérsico y poner rumbo al golfo de México.

«Una maldita operación de salvamento en medio de lo que podría ser el mayor conflicto que hemos tenido en veinte años. Vamos a ser el hazmerreír de toda la jodida Marina».

El comandante Curtís Broad, segundo oficial al mando del buque, se le acerca.

—Disculpe, capitán. Uno de los LAMPS ha localizado un sumergible flotando 1,7 kilómetros al oeste en línea recta. Hay dos supervivientes a bordo. Uno de ellos afirma saber qué es lo que ha destruido la Scylla.

—Que lo lleven a la sala de reuniones. ¿Cuál es tiempo estimado de llegada del vicepresidente?

—Treinta y cinco minutos.

A lo lejos se divisa un intenso y silencioso relámpago, seguido segundos después por el retumbar del trueno.

—Llame a todos los barcos, comandante. Estaré en la sala de reuniones. Infórmeme cuando llegue el vicepresidente.

—Sí, señor.

El helicóptero antisubmarinos Kaman SH-2G Seasprite, también conocido como Sistema Ligero Polivalente Aerotransportado (LAMPS en inglés), rebota dos veces antes de posarse definitivamente sobre el helipuerto del crucero de guiado de misiles.

Mick Gabriel se agarra con una mano a la camilla de Dominique y al tripulante con la otra. Cuando se abren las puertas del helicóptero son recibidos por el médico de a bordo y su equipo.

El oficial médico se inclina sobre la bella hispana, que se halla inconsciente. Verifica que respira, le toma el pulso y después le examina los ojos con una linterna.

—Sufre una conmoción grave y posibles lesiones internas. Tenemos que llevarla a la enfermería.

Un soldado empuja a Mick a un lado y lo libera de la camilla. Él se encuentra demasiado débil para protestar.

El médico le echa un vistazo a él.

—Hijo, por su cara se diría que ha pasado usted por el infierno. ¿Tiene alguna lesión, aparte de esos cortes y hematomas?

—Me parece que no.

—¿Cuánto lleva sin dormir?

—No sé. ¿Dos días? Mi amiga, ¿se pondrá bien?

—Creo que sí. ¿Cómo se llama usted?

—Mick.

—Venga conmigo, Mick. Vamos a curarle esas heridas, darle algo de comer y lavarlo un poco. Necesita descansar…

—Negativo —interrumpe el teniente—. El capitán quiere verlo en la sala de reuniones dentro de quince minutos.

Está lloviendo cuando el helicóptero de Ennis Chaney se posa en la cubierta del Boone. El vicepresidente se inclina hacia delante y le da un ligero codazo al hombre que duerme a su derecha.

—Despierta, Marvin, ya hemos llegado. No entiendo cómo puedes dormir con todo este traqueteo.

Marvin Teperman esboza una breve sonrisa a la vez que se restriega los ojos.

—Los viajes me dejan agotado.

Un alférez descorre la portezuela, saluda, y acto seguido conduce a los dos hombres al interior de la superestructura.

—Señor, el capitán Loos lo aguarda en la sala de reuniones…

—Aún no. Antes quiero ver los cadáveres.

—¿Ahora mismo, señor?

—Ahora mismo.

El alférez lo guía por un inmenso hangar. En el suelo de hormigón yacen las bolsas de plástico colocadas en filas.

Chaney va pasando lentamente de una bolsa a otra, deteniéndose en cada una de ellas a leer la etiqueta identificativa.

—Dios mío…

El vicepresidente se arrodilla junto a una de las bolsas y abre la cremallera con manos temblorosas. Se queda mirando el rostro pálido y sin vida de Brian Dodds. Con gesto paternal, alarga el brazo y le retira el cabello rubio de la frente con lágrimas de emoción en los ojos.

—¿Cómo ha sucedido? —La voz de Chaney es un áspero susurro.

—No estamos seguros, señor. La única persona que quizá lo sepa se encuentra en la sala de reuniones del capitán, esperando a hablar con usted.

Chaney vuelve a cerrar la bolsa y se incorpora con dificultad.

—Lléveme a esa sala.

Mick se mete en la boca el último bocado del sándwich de queso con atún y lo deglute con ayuda de un trago de gaseosa.

—¿Ya se siente mejor?

Responde al capitán asintiendo con la cabeza. Aunque se encuentra exhausto, la comida, la ducha caliente y la ropa limpia han mejorado su ánimo.

—Bien, dice usted que su nombre es Michael Rosen, que es biólogo marino y que trabaja en un centro de Tampa, ¿es correcto?

—Sí, señor. Puede llamarme Mick.

—Y descubrió el objeto que se encuentra debajo de nosotros. ¿Cómo?

—Por el SOSUS. Se trata de un sistema de observación subacuática mediante el sonido que…

—Ya conozco el SOSUS, gracias. Diga, su acompañante…

La pregunta queda interrumpida por unos golpes en la puerta. Mick levanta la vista y ve entrar al vicepresidente Chaney, seguido por un caballero más bajo y mayor que él que luce un fino bigote y una cálida sonrisa.

—Bienvenido a bordo, señor. Lamento que no haya podido hacernos una visita en circunstancias más agradables.

—Capitán, le presento al doctor Marvin Teperman, un exobiólogo que nos han prestado de Canadá. ¿Y quién es este caballero?

Mick tiende la mano.

—Doctor Michael Rosen.

—El doctor Rosen afirma que ha penetrado en el interior del objeto en su minisubmarino.

Chaney toma asiento a la mesa de reuniones.

—Pónganos al tanto.

El capitán Loos consulta sus notas.

—El doctor Rosen ha descrito un lugar que recuerda en cierto modo al Infierno de Dante. Dice que el resplandor esmeralda es emitido por un potente campo de energía que tiene su origen dentro de una cámara subterránea.

Chaney observa a Mick con sus penetrantes ojos de mapache.

—¿Qué le ha ocurrido a la Scylla?

—Se refiere a la plataforma petrolífera —aclara Loos—. Era un puesto de observación sensorial situado en la vertical del agujero en cuestión.

—Ese campo de energía creó un potente vórtice. El torbellino ha debido de destruir la plataforma.

Loos abre los ojos desmesuradamente. Pulsa el interruptor de un intercomunicador.

—Puente.

—Sí, señor. Al habla el comandante Richards…

—Suelte las boyas de detección, comandante, y después desplace el barco un kilómetro al este de nuestra posición actual.

—Un kilómetro al este. Sí, señor.

—Es una orden urgente, comandante.

—Entendido, señor.

Mick mira al capitán Loos y luego al vicepresidente.

—Mover el barco no es suficiente, capitán. Corremos un peligro terrible. Ahí abajo hay una forma de vida que…

—¡Una forma de vida! —Marvin prácticamente salta por encima de la mesa—. ¿Dice que ahí abajo hay algo vivo? ¿Cómo es posible tal cosa? ¿Cómo era?

—No lo sé.

—¿Es que no lo vio?

—Estaba oculto dentro de una enorme vaina.

—En ese caso, ¿cómo sabía usted que estaba vivo? ¿Hizo algún movimiento?

—Se comunicó conmigo… telepáticamente. Posee la capacidad de acceder a nuestros pensamientos, incluso a nuestros recuerdos más profundos del subconsciente.

Teperman está de pie, incapaz de contener su excitación.

—Esto es increíble. ¿Qué pensamientos le comunicó?

Mick titubea.

—Accedió a un recuerdo de mi padre fallecido. No… no era un recuerdo muy agradable.

Chaney se inclina hacia delante.

—Dice que corremos un peligro terrible. ¿Por qué? ¿Supone alguna amenaza para nosotros esa forma de vida?

—Es más que una amenaza. A menos que destruyamos a ese ser y su nave, todos los hombres, mujeres y niños de este planeta estaremos muertos para el cuatro Ahau… Quiero decir, el 21 de diciembre.

Marvin deja de sonreír. Chaney y el capitán se miran el uno al otro y después vuelven a mirar a Mick, que casi percibe físicamente la tensión que hay detrás de los ojos del vicepresidente, clavados en él.

—¿Cómo sabe eso? ¿Se lo ha comunicado ese ser?

—¿Vio usted alguna clase de arma? —le pregunta el capitán.

—No estoy seguro. Se liberó algo. No sé lo que era. Se parecía a un murciélago gigantesco, deforme, sólo que no agitaba las alas, sino que simplemente salió de aquel lago de energía líquida de color plateado…

—¿Estaba vivo? —inquiere Marvin.

—No lo sé. Parecía más mecánico que orgánico… emitía como un zumbido. El campo de energía comenzó a girar, se formó el remolino, el techo de la cámara fue lanzado parcialmente hacia el mar, y entonces ese chisme ascendió en vertical y salió por el embudo.

—¿En vertical por el embudo? —Chaney menea la cabeza en un gesto de incredulidad—. Todo esto resulta bastante descabellado, doctor Rosen.

—Me doy cuenta de ello, pero le aseguro que es verdad.

—Capitán, ¿ha examinado el sumergible de este caballero?

—Sí, señor. Los instrumentos electrónicos están inutilizados y el casco sufre serios desperfectos.

—¿Cómo accedió a la nave alienígena? —pregunta Marvin.

Mick observa al exobiólogo.

—Es la primera vez que la llama alienígena. Es lo que queda del objeto que chocó contra la Tierra hace sesenta y cinco millones de años, ¿no es así, doctor?

Marvin alza las cejas en un gesto de sorpresa.

—Y la señal de radio del espacio profundo debió de activar el sistema de soporte vital de la nave.

Teperman parece impresionado.

—¿Cómo sabe usted todo eso?

—¿Es verdad? —pregunta el capitán Loos sin poder creerlo.

—Es muy posible, capitán. Aunque, basándome en lo que acaba de contarnos el doctor Rosen, parece más probable que el sistema de soporte vital de esa nave alienígena no estuviera desactivado del todo. Esa vaina a la que se refiere el doctor Rosen debió de continuar funcionando, manteniendo vivo a su ocupante en una especie de estasis protectora.

—Hasta que la activó la señal del espacio profundo —concluye Mick.

Chaney lo observa con mirada suspicaz.

—¿Cómo es que sabe usted tanto de ese ser extraterrestre?

En eso se oye un sonoro golpe en la puerta y entra el comandante Broad.

—Lamento interrumpir, capitán, pero necesito verlo en privado.

El capitán Loos lo acompaña fuera de la sala.

—Doctor Rosen, ¿dice usted que esa cosa va a destruir a la humanidad el 21 de diciembre? ¿Cómo sabe eso?

—Como ya he dicho, doctor Teperman, ese ser se comunicó conmigo. Puede que no expresara sus intenciones de manera verbal, pero quedaron bastante claras.

—¿Le dijo que la fecha era el 21?

—No. —Mick coge las notas del capitán. Les echa un rápido vistazo y retira el sujetapapeles del fajo con aire despreocupado—. He pasado toda mi vida estudiando las profecías mayas, así como media docena de yacimientos antiguos repartidos por todo el planeta que relacionan esta presencia maligna con el fin del mundo. El día 21 es la fecha que se índica en el calendario maya, el día en que la humanidad será barrida de la faz de la Tierra. Antes de que se burle, deberá saber que ese calendario es un instrumento astronómico de precisión que…

Chaney se frota los ojos, perdiendo la paciencia.

—No me parece usted un biólogo, doctor, y esa profecía maya de la que habla no me divierte lo más mínimo. A bordo de esa plataforma han muerto muchas personas, y quiero saber qué es lo que las ha matado.

—Acabo de decírselo. —Mick se guarda el sujetapapeles en el cinturón.

—¿Y cómo consiguió entrar en la nave alienígena?

—Hay veintitrés orificios dispuestos formando un círculo perfecto en el fondo marino, aproximadamente a una milla del orificio central. Mi acompañante y yo penetramos con el minisubmarino por uno de esos agujeros. Quedamos atrapados en una gigantesca turbina que absorbió nuestro sumergible hacia…

—¡Una turbina! —Teperman arquea de nuevo las cejas—. Increíble. ¿Y qué función tiene esa turbina?

—Sospecho que sirve de ventilación. El minisub quedó encajado en las palas del rotor durante la fase de entrada. Cuando el rotor dio marcha atrás para vaciar la cámara, fuimos empujados de nuevo al mar.

En ese momento entra otra vez en la sala el capitán Loos, con una expresión satisfecha en la cara.

—Ha ocurrido una cosa, vicepresidente Chaney, un suceso que puede que explique muchas cosas. Por lo visto, el doctor Rosen no es quien dice ser. Su verdadero nombre es Michael Gabriel, y la semana pasada se fugó de un psiquiátrico de Miami.

Chaney y Marvin miran a Mick con escepticismo.

Mick mira al vicepresidente directamente a los ojos.

—No soy ningún discapacitado mental. He mentido acerca de mi identidad porque me busca la policía, no porque esté loco.

El capitán Loos lee un fax.

—Aquí dice que ha estado encerrado once años debido a un incidente con Pierre Borgia.

Chaney abre los ojos.

—¿Borgia, el secretario de Estado?

—Borgia agredió verbalmente a mi padre y lo humilló delante de todos sus colegas. Yo perdí el control. Borgia manipuló el sistema judicial. En vez de mandarme a la cárcel por simple agresión, hizo que me encerraran en una institución mental.

El capitán Loos entrega el fax a Chaney.

—El padre de Mick era Julius Gabriel.

Marvin parece sorprendido.

—¿Julius Gabriel, el arqueólogo?

El capitán suelta una risita burlona.

—Más bien el chiflado que intentó convencer a la comunidad científica de que la humanidad se encontraba al borde de la destrucción. Recuerdo haber oído algo al respecto. Su muerte fue portada de la revista Time.

Chaney levanta la vista del fax.

—De tal palo, tal astilla.

—A lo mejor tenía razón —murmura Marvin.

El rostro del capitán enrojece súbitamente.

—Julius Gabriel era un lunático, doctor Teperman, y en mi opinión, su hijo se le parece mucho. Este hombre ya nos ha hecho perder bastante tiempo.

Mick se pone en pie en una explosión de cólera.

—Todo lo que les he dicho es verdad…

—Por qué no se deja ya de juegos, Gabriel. Hemos encontrado el diario de su padre dentro del minisub. La finalidad de toda esta historia ha sido convencernos, a nosotros y al resto del mundo, de que las ridículas teorías de su padre eran ciertas.

El capitán abre la puerta.

Entran dos guardias de seguridad armados.

—Señor vicepresidente, si no tiene usted otro motivo por el que este hombre puede serle de alguna utilidad, me han dado órdenes de que lo encierre en el bergantín.

—¿Ordenes de quién?

—Del secretario Borgia, señor. En estos momentos se dirige hacia aquí.

SIDNEY, AUSTRALIA

El reactor supersónico Dassault sobrevuela el Pacífico Sur a mil novecientos kilómetros por hora, pero su estilizado diseño apenas provoca una leve turbulencia. Aunque este avión provisto de alas doble delta de treinta y dos metros y tres motores cuenta con ocho asientos para pasajeros, sólo están ocupados tres.

La embajadora en Australia, Barbara Becker, se despierta y se despereza. Consulta su reloj justo cuando el reactor inicia el descenso sobre Australia. «De Los Angeles a Sidney en menos de siete horas y media, no está mal». Se levanta del asiento y avanza por el pasillo de su derecha para ir a hablar con los dos científicos del Instituto de Investigación de Energía y Medio Ambiente.

Steven Taber, un individuo corpulento que le recuerda al senador Jesse Ventura, se encuentra apoyado contra la ventanilla, roncando, mientras que su colega, el doctor Marty Martínez, teclea furiosamente en un ordenador portátil.

—Disculpe, doctor, pero pronto vamos a aterrizar y todavía hay unas cuantas preguntas más que quisiera hacerle.

—Un momento, por favor. —Martínez sigue tecleando.

Becker se sienta a su lado.

—Quizá debiéramos despertar a su amigo…

—Estoy despierto. —Taber deja escapar un bostezo de oso.

Martínez apaga el ordenador.

—Vengan esas preguntas, señora embajadora.

—Como ya sabe, en estos momentos en el gobierno de Australia cunden las protestas. Afirman que en esa explosión se vaporizaron más de ciento setenta mil kilómetros cuadrados de geografía. Ésa es una extensión de terreno demasiado grande para desaparecer en el aire sin más. Basándose en su evaluación preliminar de las fotos del satélite, ¿diría usted que ese accidente fue originado por un fenómeno natural, como el monte St. Helens, o nos enfrentamos a una explosión causada por el hombre?

Martínez se encoge de hombros.

—Yo no diría nada, por lo menos hasta que terminemos de hacer las pruebas.

—Entiendo. Pero…

—Embajadora, el señor Taber y yo nos encontramos aquí en nombre del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, no de Estados Unidos. Comprendo que usted se encuentra en medio de un torbellino político, pero yo prefiero no especular…

—Relájate un poco, Marty. —Taber se inclina hacia delante—. Yo voy a responder a su pregunta, señora embajadora. En primer lugar, ya puede olvidarse de la posibilidad de que haya sido un desastre natural. Esto no ha sido un terremoto ni un volcán. En mi opinión, lo que tenemos es una explosión de prueba de un nuevo tipo de dispositivo termonuclear, de los que, si me permite la expresión, hacen que me cague patas abajo.

Martínez sacude la cabeza negativamente.

—Steven, no puedes saber eso con seguridad…

—Por Dios, Marty, vamos a dejarnos ya de tonterías. Tú y yo sospechamos lo mismo. De todas formas, todo terminará saliendo a la luz.

—¿Qué es lo que va a salir a la luz? Cuéntenme, caballeros. ¿Qué es lo que sospechan?

Martínez cierra de golpe la tapa de su portátil.

—Nada de lo que los científicos de proyectos del instituto no hayan estado protestando durante casi diez años, embajadora. Armas de fusión, armas de fusión pura.

—Perdonen, no soy una científica. ¿Qué quieren decir con eso de «fusión pura»?

—No me sorprende que no haya oído ese término —replica Taber—. Por alguna razón, este tema en particular siempre ha eludido el escrutinio del público. Existen tres tipos de dispositivos nucleares: la bomba atómica, la de hidrógeno o bomba H y la de fusión pura. La bomba atómica emplea la fisión, que consiste en la división de un núcleo atómico muy pesado en dos o más fragmentos. Esencialmente, la bomba atómica es una esfera llena de explosivos temporizados electrónicamente. En su interior hay una bola de plutonio del tamaño de una pepita de uva, que lleva en su núcleo un dispositivo que libera un chorro de neutrones. Cuando los explosivos detonan, el plutonio se aplasta y forma una masa densa. Los átomos se dividen en fragmentos y suscitan una reacción en cadena que, a su vez, libera inmensa cantidades de energía. Si voy demasiado rápido, dígamelo.

—Continúe.

—En una bomba de hidrógeno, el uranio-235 absorbe un neutrón. La fisión tiene lugar cuando el neutrón se divide para formar dos núcleos más pequeños, varios neutrones y una gran cantidad de energía. Esto, a su vez, produce la temperatura y la densidad necesarias para la fusión del deuterio y el tritio, que son dos isótopos del hidrógeno…

—¡Huy!, más despacio, me he perdido.

Martínez se gira hacia la embajadora.

—Los detalles carecen de importancia. Lo que usted tiene que saber es que la fusión es diferente de la fisión. La fusión es una reacción que tiene lugar cuando dos átomos de hidrógeno se combinan entre sí, o se fusionan, para formar un átomo de helio. Este proceso, el mismo que proporciona energía al sol, libera cantidades de energía mucho mayores que la fisión, y por lo tanto causa una explosión todavía más grande.

Taber asiente.

—El factor clave que determina en última instancia la potencia de un arma termonuclear es la manera de provocar la explosión. Una bomba de fusión pura es distinta de una bomba atómica o de hidrógeno en el sentido de que no requiere una fisión para causar la fusión. Esto quiere decir que no es necesario utilizar en el diseño plutonio ni uranio enriquecido. Lo bueno es que la ausencia de plutonio implica poca o ninguna lluvia radiactiva; lo malo es que la potencia explosiva de una bomba de fusión pura relativamente pequeña sería mucho más grande que nuestra bomba de hidrógeno más moderna.

—¿Cuánto más?

—Voy a ponerle un ejemplo —dice Martínez—. La bomba atómica que lanzamos en Hiroshima generó una cantidad de energía equivalente a quince kilotones o quince mil toneladas de TNT. En el centro de la explosión, las temperaturas alcanzaron tres mil ochocientos grados, con una velocidad del viento estimada en mil quinientos kilómetros por hora. La mayoría de las personas que se encontraban en un radio de ochocientos metros perecieron.

»Esa fue una explosión de quince kilotones. Nuestra versión moderna de la bomba H cuenta con una potencia de veinte o cincuenta megatones, cincuenta millones de toneladas de TNT, el equivalente de dos mil o tres mil bombas del tamaño de la de Hiroshima. Una bomba de fusión pura tiene un potencial de destrucción aún mayor. Sólo haría falta una bomba de fusión pura de dos kilotones para igualar el impacto creado por una bomba H de treinta megatones. Se necesita una tonelada de TNT de fusión pura para igualar los quince millones de toneladas de TNT generadas por una bomba de hidrógeno. Si se quiere borrar del mapa ciento setenta mil kilómetros cuadrados de geografía, lo indicado es la fusión pura.

«Dios mío». A pesar del aire acondicionado, Barbara nota que está sudando.

—¿Y creen que es posible que una potencia extranjera haya sido capaz de desarrollar semejante bomba?

Martínez y Taber se miran el uno al otro.

—¿Qué? ¡Hablen!

Taber se pellizca el puente de la nariz.

—La viabilidad de desarrollar un dispositivo de fusión pura aún no se ha demostrado oficialmente, señora embajadora, pero Estados Unidos y Francia llevan ya más de una década probando con ese tema.

El doctor Martínez la mira directamente a los ojos.

—Como le digo, nada de esto debería resultar tan sorprendente. Los científicos de nuestro instituto llevan años protestando de la moralidad y la legalidad de ese trabajo. Todo esto infringe de lleno el Tratado para la Prohibición Completa de Ensayos Nucleares.

—Aguarda un momento, Marty —interrumpe Taber—. Los dos sabemos que en el tratado no se menciona la fusión pura.

—¿Y por qué no, si puede saberse? —protesta la embajadora.

—Es una laguna jurídica que aún está por rellenar, principalmente porque ninguna nación ha anunciado formalmente su intención de construir un arma de fusión pura.

—¿Creen que los franceses pueden haber vendido esa tecnología a Australia?

—Nosotros no somos políticos, embajadora Becker —contesta Taber—. Y de todas formas, ¿quién puede decir que han sido los franceses? Podrían haber sido los rusos, y hasta los estupendos Estados Unidos de América, que nosotros sepamos.

Martínez afirma con la cabeza.

—Estados Unidos se encuentra hace tiempo en una posición de ventaja. Con estos ensayos nucleares en Australia, todo el mundo está a la expectativa.

Barbara sacude la cabeza en un gesto negativo.

—Dios, estoy metiéndome en un maldito avispero. Los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad van a enviar delegados. Todos van a apuntarse con el dedo unos a otros.

Martínez reclina la cabeza y cierra los ojos.

—En realidad no ha comprendido la importancia de todo esto, ¿verdad, señora embajadora? La fusión pura es la bomba del juicio final. Ningún país, incluido Estados Unidos, debería haber permitido que se llevaran a cabo experimentos de fusión pura de ninguna clase. No importa qué país ha sido el primero en desarrollarla, porque puede destruirnos a todos.

Barbara detecta un vuelco en el estómago en el momento en que el Dassault toma tierra. A continuación, el avión rueda por la pista en dirección a un helicóptero Sikorsky S-70B-2 Seahawk que lo está aguardando.

Ya en la pista, sale a su encuentro un caballero alto y enfundado en un traje de neopreno negro. Se acerca a Barbara y le tiende la mano.

—Señora embajadora, soy Karl Brandt, de la Organización de Estudios Geológicos de Australia. ¿Cómo está usted? Disculpe el atuendo, pero es que los trajes de plomo que vamos a ponernos resultan bastante agobiantes. Supongo que estos caballeros serán del Instituto de Investigación…

Taber y Martínez se presentan.

—Muy bien. Verán, no es mi intención meterles prisa, pero Nullarbor está a dos horas de aquí, al menos lo que queda de ella, y no quisiera perder luz.

—¿Dónde están los demás miembros de la delegación del Consejo de Seguridad?

—Ya están esperando en el helicóptero.

GOLFO DE MÉXICO

Mick está arrodillado junto a la puerta de acero de la celda de dos metros y medio por tres, luchando por mantenerse despierto mientras introduce el alambre metálico en el cerrojo.

—¡Maldita sea!

Vuelve a derrumbarse contra la pared y se queda mirando fijamente el sujetapapeles roto, ahora atascado en la cerradura.

«Esto no sirve de nada, no puedo concentrarme. Tengo que dormir, tengo que descansar un poco».

Cierra los ojos, pero los abre otra vez.

—¡No! No te duermas… sigue con la cerradura. Pronto llegará Borgia, y entonces…

—¿Mick?

La voz le produce un sobresalto.

—Mick Gabriel, ¿está ahí?

—¿Teperman?

Una llave se introduce en la cerradura, y la puerta se abre.

Entra Marvin y deja la puerta entreabierta.

—De modo que está aquí. Me ha costado trabajo dar con usted, este barco es enorme. —Le entrega a Mick el diario de su padre—. Una lectura interesante. La verdad es que su padre siempre tuvo bastante imaginación.

Mick tiene los ojos clavados en la puerta.

—¿Sabía que yo conocí a su padre? Fue en Cambridge, a finales de los sesenta. Yo era estudiante de tercer año. Julius era un conferenciante invitado de una serie de charlas sobre «Misterios del hombre de la Antigüedad». A mí me pareció que estuvo bastante brillante; de hecho, fue su conferencia la que me estimuló a hacer la carrera de exobiología.

Marvin se da cuenta de que Mick no quita ojo a la puerta. Se gira y descubre el sujetapapeles que sobresale del cerrojo.

—Así no va a llegar muy lejos.

—Doctor Teperman, tengo que salir de aquí.

—Lo sé. Tenga, coja esto. —Marvin introduce la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrae un fajo de billetes—. Aquí hay algo más de seiscientos dólares, algunos de ellos canadienses. No es gran cosa, pero bastará para llevarlo a donde necesite ir.

—¿Me está dejando en libertad?

—Yo no, yo soy solamente el mensajero. Su padre ejerció una gran influencia sobre mí, pero yo no lo apreciaba tanto.

—No entiendo.

—Su fuga ha sido organizada por alguien que desprecia al secretario Borgia más o menos tanto como usted.

«¿Chaney?».

—¿Entonces no me deja en libertad porque se haya creído lo que les he contado?

Marvin sonríe y le da una palmada afectuosa en la mejilla.

—Es usted un buen muchacho, Mick, pero, al igual que su padre, está un poquito chiflado. Ahora escuche con atención. Gire a la izquierda y vaya por ese pasillo de acceso hasta donde pueda. Llegará a una escalera que lo llevará a la cubierta principal, tres tramos hacia arriba. En la popa hay un hangar; dentro, en el suelo, están los cadáveres de las víctimas que fallecieron en la plataforma petrolífera. Métase en una bolsa para cadáveres que esté vacía y espere. Dentro de treinta minutos tiene que llegar un helicóptero de evacuación para transportar a los muertos hasta el aeropuerto de Mérida. A partir de ahí, tendrá que arreglárselas por su cuenta.

—Gracias… Espere, ¿y Dominique?

—Su novia se encuentra bien, pero no está en condiciones de viajar. ¿Quiere que le transmita algún mensaje?

—Por favor. Dígale que voy a encargarme de esto hasta el final.

—¿Adónde piensa ir?

—¿De verdad quiere saberlo?

—Probablemente, no. Mejor váyase, antes de que nos encierren a los dos.

SUR DE AUSTRALIA

La embajadora Becker está mirando por su ventanilla, escuchando con suma atención la conversación que tiene lugar en la parte posterior del helicóptero, entre los delegados de la Federación Rusa, China y Francia. Spencer Botchin, el representante del Reino Unido, se inclina hacia delante para susurrarle al oído.

—Han tenido que ser los franceses. Lo único que espero es que no hayan sido lo bastante idiotas como para venderles la bomba a los iraníes.

Ella asiente con la cabeza y susurra a su vez:

—No habrían ensayado esa arma sin el apoyo de Rusia y de China.

Ya está mediada la tarde cuando el helicóptero llega al sur de Australia. Barbara Becker mira por la ventanilla, y el espectáculo que ve literalmente le causa un hormigueo en la piel.

El paisaje es un enorme foso carbonizado, una depresión humeante que abarca hasta donde alcanza la vista.

Karl Brandt se desliza a su lado.

—Hace tres días, la altitud del terreno que está viendo era de cuarenta metros sobre el nivel del mar. Ahora, en su mayor parte apenas alcanza los dos metros.

—¿Cómo diablos ha podido vaporizarse tal cantidad de roca?

Steve Taber interrumpe durante un momento la tarea de ayudar al doctor Martínez a vestirse el traje de plomo.

—A juzgar por el cráter que estamos viendo, yo diría que ha tenido que tratarse de una explosión bajo la superficie de una magnitud increíble.

Brandt se enfunda el traje antirradiación y cierra la cremallera de la capucha.

—Las botellas de estos trajes nos proporcionan treinta minutos de aire.

El doctor Martínez se esfuerza por hacer la señal de pulgares arriba con los gruesos guantes. Taber le entrega a su socio el contador Geiger.

—Marty, ¿seguro que no quieres que te acompañe?

—No hace falta.

Se acerca el copiloto y ayuda a Brandt y a Martínez a ponerse los dos arneses unidos por un cable a dos cabrestantes hidráulicos gemelos.

—Caballeros, en el interior de la capucha llevan un transmisor bidireccional. Podrán comunicarse con nosotros y el uno con el otro. Necesitamos que desenganchen sus arneses nada más tocar tierra. —A continuación abre la puerta corredera y chilla por encima del ruido ensordecedor de los rotores—: Muy bien, señores, adelante.

Los cinco embajadores se juntan para observar la escena. Martínez siente que el corazón se le sube a la garganta al lanzarse desde el helicóptero y quedar colgado a cuarenta y siete metros del suelo. Cierra los ojos y nota cómo desciende girando sobre sí mismo.

—¿Se encuentra bien, doctor?

—Sí, señor Brandt. —Abre los ojos y consulta el contador Geiger—. De momento no hay radiación. Pero sí mucho calor.

—No se preocupe, los trajes deberían protegernos.

—¿Deberían? —Martínez mira hacia abajo. Hacia él suben unas densas columnas de humo blanco que le nublan el visor. Otros dos metros…

—¡Esperen! ¡Paren… paren! —Martínez dobla las rodillas contra el pecho, esforzándose por no tocar la superficie ardiente que tiene debajo—. ¡Súbannos! ¡Más arriba!

Se interrumpe el descenso, y ambos hombres quedan suspendidos a escasos centímetros del terreno hirviente, de un blanco lechoso, que despide una temperatura de trescientos cincuenta grados centígrados.

—¡Súbannos seis metros! —vocifera Brandt.

El cabestrante los eleva un poco más.

—¿Cuál es el problema? —Se oye la voz de Barbara por los auriculares.

—La superficie está en ebullición, es una caldera de roca fundida y agua de mar —contesta Martínez en un tono agudo y con cierto nerviosismo—. Haremos las pruebas desde aquí. No tardaremos más que un minuto.

La voz grave de Taber le hace dar un brinco.

—¿Hay radiación?

Martínez consulta los sensores.

—No. Un momento, estoy detectando argón-41.

Brandt se vuelve hacia él.

—Ése no es un subproducto del plutonio.

—No, es un producto breve de activación de la fusión pura. Lo que ha vaporizado este terreno ha tenido que ser una especie de arma híbrida de fusión pura. —Martínez se sujeta el contador Geiger al cinturón y analiza los gases que se elevan del suelo—. Vaya. Los niveles de dióxido de carbono se salen del gráfico.

—Eso es comprensible —replica Brandt—. Toda esta llanura está compuesta de piedra caliza, la cual, como seguramente saben, es un almacén natural de dióxido de carbono. Al vaporizarse la roca, se liberó una nube tóxica de CO2. En realidad tenemos bastante suerte de que los vientos del sur la hayan barrido de las ciudades hacia el mar.

—También estoy detectando altos niveles de ácido clorhídrico.

—¿No me digas? Eso sí que es raro.

—Sí, señor Brandt, todo esto es de lo más raro, y da bastante miedo. Súbannos, ya he visto todo lo que tenía que ver.

AEROPUERTO DE MÉRIDA

MÉXICO

El helicóptero de transporte toma tierra con una fuerte sacudida.

Mick abre los ojos y aspira profundamente para despertar del suelo. Levanta la cabeza, la saca de la bolsa de plástico y mira alrededor.

El interior del aparato está totalmente ocupado por sesenta y cuatro bolsas de plástico verde del ejército, todas con los restos mortales de la tripulación de la Scylla. Mick oye tabletear las puertas correderas; vuelve a tumbarse y cierra la cremallera de su bolsa.

Se abre la puerta. Mick reconoce la voz del piloto.

—Estaré en el hangar. Dígales a sus hombres que tengan mucho cuidado, ¿comprende, amigo?

Un torrente de palabras en español. Hombres que empiezan a trasladar las bolsas con los cadáveres. Mick permanece completamente inmóvil.

Transcurren varios minutos. Oye que se pone en marcha el motor de un camión y luego se pierde a lo lejos.

Entonces abre la cremallera de la bolsa, se asoma por la puerta abierta y localiza la vagoneta, que se dirige hacia un hangar abierto.

Sale de la bolsa, salta del helicóptero y echa a correr hacia la terminal principal.