GOLFO DE MÉXICO
2180 METROS BAJO LA SUPERFICIE
El incesante retumbar de la cabeza obliga a Mick a abrir los ojos.
Silencio.
Está tendido de espaldas, con las piernas levantadas en el aire y la parte superior del cuerpo enredada en una desordenada maraña de equipos destrozados. En el interior de la cabina se nota humedad y una negrura total, salvo por el brillo apagado de una consola que parpadea débilmente a lo lejos. Lo de arriba está abajo, la izquierda es la derecha, y por dentro de su garganta gotea un líquido tibio que lo está ahogando.
Se gira hacia un costado, dolorido, escupiendo un hilo de sangre. La cabeza todavía le da vueltas. Se palpa para ver de dónde viene la sangre, descubre que procede de las fosas nasales y se aprieta la nariz para detener la hemorragia.
Por espacio de largos instantes se queda donde está, sentado, en inestable equilibrio sobre numerosos fragmentos de monitores y equipos de navegación, todos hechos añicos, intentando recordar cómo se llama y dónde se encuentra.
«El minisub. La hendidura… ¡Dominique!».
—¿Dom? —Escupe otro grumo de sangre y se sube encima de un montón de equipos que le impiden llegar hasta el puesto del piloto—. ¿Dom, me oyes?
La encuentra inconsciente, todavía sujeta al asiento, con la barbilla inclinada sobre el pecho. Con el corazón acelerado por el miedo, reclina con cuidado el asiento hasta atrás del todo sosteniéndole la cabeza ensangrentada, y a continuación deposita ésta sobre el respaldo. Examina las vías aéreas y detecta una respiración superficial. Desata el arnés y observa la profunda herida sangrante que presenta en la frente.
Le quita la camiseta empapada en sudor y arranca unas cuantas tiras largas de tela. Le hace un improvisado vendaje y acto seguido recorre con la mirada la cabina en busca de un botiquín de primeros auxilios.
Dominique deja escapar un gemido. Se incorpora penosamente, gira la cabeza y vomita.
Mick encuentra el botiquín y una botella de agua. Regresa al lado de Dominique, le cura la herida y coge una bolsa de hielo.
—¿Mick?
—Estoy aquí. —Estruja la bolsa de hielo para romper el contenido, la aprieta contra la cabeza de Dominique y la sujeta en su sitio con lo que queda de la camiseta—. Te has hecho una herida importante en la cabeza. Ya casi ha dejado de sangrar, pero es probable que hayas sufrido una conmoción.
—Me parece que tengo una costilla rota, me cuesta mucho respirar. —Abre los ojos y mira a Mick con un rictus de dolor—. Estás sangrando.
—Me he roto la nariz. —Le entrega la botella de agua.
Dominique cierra los ojos y bebe un sorbo.
—¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado?
—Hemos descendido por la hendidura y hemos chocado con algo. El minisub está destrozado. Los sistemas de soporte vital apenas funcionan.
—¿Aún estamos dentro del agujero?
—No lo sé. —Mick se acerca al portillo de delante y se asoma por él.
La iluminación exterior de emergencia del Percebe revela una cámara oscura y angosta, vacía de agua de mar. La proa del minisub parece encontrarse encajada entre dos barreras verticales. El espacio existente entre ambas paredes se estrecha bruscamente antes de desembocar en una vaina metálica y curva.
—Dios santo, ¿dónde demonios estamos?
—¿Qué pasa?
—No lo sé… Una especie de cámara subterránea. El minisub se ha quedado trabado entre dos paredes, pero aquí fuera no hay agua.
—¿Podemos salir de aquí?
—Tampoco lo sé. Ni siquiera estoy seguro de dónde nos encontramos. ¿Te has dado cuenta de que han cesado esas vibraciones profundas?
—Tienes razón. —Dominique lo oye hurgar entre los escombros—. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy buscando el equipo de buceo.
Encuentra el traje de neopreno, las gafas y la botella de aire.
Dominique se incorpora con un gemido, pero al instante vuelve a reclinar la cabeza, obligada por el dolor y por una abrumadora sensación de vértigo.
—¿Qué vas a hacer?
—Estemos donde estemos, estamos atrapados. Voy a ver si encuentro un modo de salir.
—Mick, espera. Debemos de estar a mil quinientos metros de profundidad. En cuanto abras la escotilla, la presión nos hará papilla.
—No hay agua dentro de la cámara, lo cual quiere decir que está despresurizada. Opino que debemos arriesgarnos. Si nos quedamos aquí sin hacer nada, moriremos de todas formas.
A continuación se quita las zapatillas deportivas y se mete en el estrecho traje de neopreno.
—Tenías razón. No deberíamos haber entrado en la hendidura. Ha sido una estupidez. Debería haberte hecho caso.
Mick deja de vestirse y se inclina sobre ella.
—Si no hubiera sido por ti, yo aún sería el vegetal de Foletta. Quédate aquí y procura no moverte mientras yo busco la manera de salir.
Dominique parpadea para contener las lágrimas.
—Mick, no me dejes. Te lo ruego, no quiero morir sola…
—No vas a morir…
—El aire, ¿cuánto aire queda?
Mick busca la consola de control y examina el manómetro.
—Casi tres horas. Procura conservar la calma.
—Espera, no te vayas todavía. —Lo aferra de la mano—. Abrázame un momento. Por favor.
Mick se arrodilla y acerca la mejilla suavemente a la de Dominique, sintiendo cómo tiemblan sus músculos mientras él la abraza aspirando su aroma. Entonces le susurra al oído:
—Saldremos de aquí, te lo prometo.
Ella lo estrecha con más fuerza.
—Si no pudieras encontrar la salida… si no la hubiera… prométeme que volverás.
Mick se traga el nudo que tiene en la garganta.
—Te lo prometo.
Pasan unos minutos más así abrazados, hasta que la constricción del traje de neopreno empieza a ser insoportable.
—Mick, espera. Busca debajo de mi asiento. Tiene que haber un maletín con suministros de emergencia.
Mick saca el maletín metálico y lo abre. Retira un cuchillo, un puñado de bengalas y un encendedor de gas.
—Debajo del asiento hay también una botella de aire pequeña. Contiene oxígeno puro. Llévatela.
Mick saca la botella, que va unida a una máscara de plástico.
—Es mucho equipo para cargar con él. Esto debería dejarlo para ti.
—No, llévatelo tú. Si te quedas sin aire, moriremos los dos.
Mick vuelve a calzarse las deportivas y se sujeta el cuchillo al tobillo con cinta adhesiva. Abre la válvula de la botella de aire grande para verificar que el regulador funciona. A continuación levanta el chaleco hidrostático y la botella y se los coloca en la espalda. Después se ata la botella pequeña de oxígeno a la cintura con la tira de velcro que lleva ésta. Se mete dentro del chaleco el encendedor y las bengalas y finalmente, sintiéndose igual que una mula de carga, comienza a subir los barrotes de la escalera de mano, que ahora está inclinada en un ángulo de treinta grados.
Suelta el pestillo de la escotilla, aspira profundamente e intenta abrirla empujando.
Nada.
«Si me he equivocado con lo de la presión, los dos moriremos aquí mismo».
Hace una pausa para sopesar las alternativas y vuelve a probar, esta vez haciendo fuerza con el hombro contra la tapa de titanio. Entonces, con un siseo, la escotilla se libera de la abrazadera de caucho y se abre.
Mick sale del minisub con dificultad y se pone de pie encima del casco dejando que la escotilla vuelva a cerrarse…
«¡Ay!». Muerde con fuerza el regulador al sentir el topetazo de la cabeza contra un techo duro como una piedra.
Encorvado hacia delante, guardando el equilibrio sobre el casco, se frota el chichón de la cabeza y mira a su alrededor. Desde la ventaja de la altura que le da el minisub, ve que se encuentran en un gigantesco receptáculo redondeado, una cámara en forma de rosquilla iluminada por las luces de emergencia el minisub. La proa del Percebe se encuentra encajada entre dos hojas curvas de dos metros de altura, parecidas a unas aspas. El haz de luz de su linterna revela la parte superior de al menos otra decena de objetos divisorios similares, todos los cuales se unen en una pieza central curvada, igual que si fueran las aspas de un molino en posición horizontal.
Mick se queda mirando esa estructura, analizando lo que lo rodea, oyendo el jadeo del regulador al respirar. «Ya sé lo que es: es una turbina, una turbina gigante. Debemos de haber sido absorbidos por un tubo de entrada. El retumbar rítmico ha desaparecido porque el minisub ha bloqueado la rotación de las palas, ha trabado la turbina y ha cegado el conducto de entrada».
Mick se baja del Percebe y pisa una pulida superficie metálica, anticuada. «¿Qué habrá pasado con el agua?».
En eso siente que se cae hacia atrás, se le resbalan los pies y se golpea el codo y la cadera derechos contra la superficie dura y resbaladiza produciendo un ruido sordo. Deja escapar un gemido de dolor y mira hacia arriba.
El haz de la linterna descubre una sustancia porosa, negra y esponjosa que recubre toda la parte central del techo. Le caen en la cabeza unas gotas de agua salada.
Se pone en pie a duras penas y levanta un brazo, y se sorprende al descubrir que ese material poroso es sumamente frágil, como la espuma de estireno, sólo que más duro. Saca el cuchillo, lo clava en la sustancia para tomar una muestra y desprende varios trozos de roca quebradiza y pizarrosa, empapada en agua de mar.
Se detiene un momento. A su derecha percibe el eco de una corriente de aire que baja por un pozo. Alarga la mano y agarra la punta de la partición metálica que tiene a la derecha, y a continuación dirige el haz de luz hacia el techo metálico.
El sonido proviene de un túnel hueco de metro y medio de anchura, situado en el techo por encima de la siguiente aspa. Es un pasadizo oscuro que se eleva casi en vertical y que parece perderse en las entrañas del techo a modo de un peculiar túnel para la ropa sucia.
Mick trepa por la pared de acero y se sitúa de pie bajo la boca del túnel, sintiendo unas ráfagas de aire caliente que le azotan el rostro.
«¿Un pozo de salida?».
Pasa a la siguiente pala de la turbina, se iza por encima de la barrera y se sube a la cornisa de cinco centímetros buscando a tientas el borde del túnel. Sus manos palpan una inclinación pronunciada pero practicable.
Con cuidado, apoya las manos en el techo y se incorpora, guardando apenas el equilibrio sobre el extremo de la pala. A continuación se impulsa hacia el interior de la oscura cavidad y se introduce en el túnel arrastrándose y gateando. Se pone de costado y extiende las piernas hasta el lado contrario de ese cilindro de metro y medio de ancho, con la botella de aire y los codos apretados contra la pared que tiene a la espalda. Entonces mira hacia arriba, sintiendo el viento caliente en la cara, y la linterna le revela un enorme conducto que asciende por dentro de la roca formando una empinada pendiente de setenta grados.
«Esto va a resultar difícil…».
Con la espalda y los pies firmemente apretados contra el interior, comienza a subir poco a poco por la pared del túnel, centímetro a centímetro, penosamente, igual que un montañero ascendiendo por una difícil grieta vertical. Por cada dos metros que avanza, cae medio, y se queda gimiendo dolorido hasta que se le seca el sudor de las manos y su carne chamuscada consigue recuperar el agarre sobre esa resbaladiza superficie metálica.
Tarda veinte minutos en ascender los veintiséis metros que hay hasta el final del túnel. Lo que lo aguarda en la cumbre, negra como el carbón, es un callejón sin salida.
Desesperado, deja caer la cabeza contra la pared y lanza un gemido a través del regulador. Los músculos de las piernas, extenuados por la ascensión, empiezan a temblar y amenazan con dejar de sostener su peso. Sintiendo que comienza a resbalar, se lanza hacia delante con ambas manos, y en ese esfuerzo se le cae la linterna.
«Joder…».
Rodeado por la oscuridad, oye cómo la linterna se precipita túnel abajo y se parte con un crujido al chocar contra la superficie del fondo.
«Si no tienes cuidado, detrás irás tú».
Haciendo movimientos de una lentitud insoportable, saca el encendedor de gas y una de las bengalas que se ha guardado en el chaleco. Goteando sudor, emplea los cinco minutos siguientes en intentar inútilmente prender la bengala.
Se queda mirando fijamente el encendedor de gas, que está lleno de combustible pero se niega a dar llama. «Idiota, no se puede prender fuego si no hay oxígeno».
Entonces respira hondo, se quita el regulador de la boca y aprieta el botón de purga, el cual suelta un chorro de aire hacia el encendedor. Aparece una llama anaranjada que le permite prender la bengala.
El chisporroteo de color rosa le deja ver dos pequeños tubos de caucho conectados a una bisagra hidráulica. Con la ayuda del cuchillo corta los dos tubos, y al instante brota de éstos un fluido caliente y oscuro que gotea sobre su traje de neopreno. Entonces vuelve a colocarse el regulador en la boca y empuja con la cabeza contra la tapa.
La escotilla cede un centímetro.
Mick se sitúa todo lo cerca de la tapa que se atreve y empuja la boquilla extraterrestre; consigue abrir una grieta, y se apresura a introducir los dedos por ella. En un solo movimiento de vaivén, queda colgando unos segundos en la oscuridad antes de arreglárselas para salir del túnel y subirse a lo que parece ser una rejilla metálica. Cae a cuatro patas, con el cuerpo temblando por el esfuerzo. El asfixiante calor del nuevo entorno que lo rodea hace que las gafas se le empañen y le impidan la visión.
Mick se quita las gafas, pero descubre que tiene la boca demasiado seca para escupir. Se enjuga las lágrimas que le humedecen la cara enrojecida y levanta la vista.
«Oh, Dios del cielo…». Se queda sentado, profundamente aturdido, totalmente perdido el control de sus miembros. Con los ojos muy abiertos, su cerebro trabaja tan deprisa que no es capaz de dar forma a un pensamiento coherente. El sudor le cae a chorros por la cara y por el cuerpo a causa del intensísimo calor reinante, hasta el punto de formar charcos por dentro del traje de buceo. El corazón le late con tanta fuerza que tiene la sensación de que tira de él hacia abajo, presionándolo contra la parrilla de metal al rojo vivo sobre la que está sentado.
«Estoy en el infierno…».
Ha penetrado en el interior de una gigantesca cámara ovoide, en penumbra, cuyas dimensiones rivalizarían con el superestadio de Nueva Orleans si le vaciasen el foso. La superficie de las paredes que lo rodean está inundada por una capa de abrasadoras llamas de un color rojo carmesí que se elevan ondulantes, como una cascada de agua vuelta del revés, todo alrededor de la estancia y desaparecen en lo alto para perderse en la oscuridad.
¡Pero no es oscuridad lo que hay allá arriba! Varios cientos de metros por encima de donde se encuentra él, iluminando el centro mismo del gigantesco abismo, descubre un brillante remolino de color verde esmeralda formado por energía, una galaxia espiral en miniatura que gira lentamente en el sentido contrario a las agujas el reloj, en un movimiento amplio, omnipotente, semejante a un ventilador cósmico, vibrando de fuerza.
Mick contempla el resplandor no terrenal de esa galaxia, extasiado por su belleza, anonadado por su magnificencia y profundamente aterrorizado por lo que implica. Obliga a sus párpados a cerrarse sobre sus ardientes pupilas, intentando con desesperación despejar su mente.
«Dominique…».
Se incorpora con esfuerzo, abre de nuevo los ojos y observa el resto del etéreo entorno.
Está de pie en una parrilla metálica que sostiene la escotilla que sellaba el túnel cilíndrico. Metro y pico más abajo, llenando la cámara entera como un lago en un cráter entre montañas, ondea un líquido plateado, parecido al mercurio, en cuya superficie brillante y espejada se reflejan las llamas carmesíes. Por encima de ese ondulado mar de metal fundido flotan unas nubes de humo negro como si fueran vapor que escapa de un caldero hirviendo.
Mick gira la cabeza para mirar la resplandeciente pared de llamas. Justo por debajo de éstas descubre una especie de reja que recubre todo el interior de la cámara. La distorsión revela unos gases invisibles que salen de unos poros diminutos de dicha reja, igual que el calor que despide una carretera de asfalto desierta.
«El tubo de entrada… ¿será un túnel de ventilación?».
Mick contempla la irreal pared de fuego, que no quema ni consume, sino que se eleva en línea recta hacia el espacio vertical semejante a un furioso torrente de sangre. Por su cerebro pasan ideas febriles: «¿Estaré muerto? ¿Tal vez he muerto dentro del minisub? ¿Es posible que esté en el infierno?».
Se derrumba sobre los talones, medio sentado y medio tumbado junto al borde de la plataforma, demasiado débil y mareado para moverse. Logra escupir sobre las gafas y volver a ponérselas, y entonces se acuerda de la botella de aire pequeña. La desata, aspira varias bocanadas de oxígeno puro y consigue aclararse un poco la cabeza.
Entonces es cuando repara en el desgarro del traje de buceo. Se le ve la piel de la rodilla derecha, y la herida sangra abundantemente. Aturdido, toca la sangre y la examina como si fuera algún líquido alienígena.
Su sangre tiene color azul.
«¿Dónde estoy? ¿Qué me está pasando?».
A modo de respuesta, del otro lado del lago brota de repente una llamarada de energía de color violeta, semejante a la descarga de un rayo. Se inclina hacia delante haciendo un esfuerzo por ver a través de las gafas, que han vuelto a empañarse a pesar de la saliva.
En eso, tiene lugar otro suceso extraño. Mientras está quitándose las gafas, de la superficie del lago surge una potente ola de energía invisible, como si fuera una ráfaga de aire, y lo golpea en el brazo. Las gafas levitan en el aire y permanecen ahí flotando, a un metro por encima de él.
Mick se pone de pie. Al intentar recuperarlas, siente un intenso campo de energía electromagnética que reverbera por todo su cerebro como si fuera un diapasón.
Desorientado, busca a tientas la botella de oxígeno mientras en su visión borrosa bailan las llamas. Por fin se rinde y se desploma hacia atrás contra el metal; aspira más oxígeno y cierra los ojos para contrarrestar el vértigo.
Michael…
Mick abre los ojos, conteniendo la respiración.
Michael…
Mira fijamente el lago. «¿Estaré sufriendo alucinaciones?».
Ven a mí, hijo mío.
La mascarilla de oxígeno se le resbala de la boca.
—¿Quién está ahí?
Te he echado de menos.
—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es éste?
Decíamos que Nazca era nuestro pequeño purgatorio particular, ¿no te acuerdas, Michael? ¿O es que ese brillante cerebro que tienes se ha rendido por fin, después de pasar tantos años en el psiquiátrico?
Mick siente que le palpita el corazón. Por sus mejillas enrojecidas ruedan lágrimas que le queman la piel.
—¿Papá? Papá, ¿eres tú? ¿Estoy muerto? Papá, ¿dónde estás? No te veo. ¿Cómo puedes estar aquí? ¿Dónde estoy?
Ven a mí, Michael, y te lo mostraré.
En un estado de ensoñación, Mick da un paso fuera de la parrilla y cae al lago.
«Oh, joder. ¡Oh, Dios!».
Mick mira hacia abajo, con la mente desconcertada por lo que le informan los sentidos. Está ingrávido, desafiando a la gravedad, flotando por encima de esa superficie plateada sobre un colchón de energía verde esmeralda que atraviesa todas las fibras de su cuerpo intoxicándolo. Experimenta sensaciones de euforia que le ascienden por los huesos y lo abandonan por el cuero cabelludo poniéndole todo el cabello de punta. La adrenalina y el miedo se pelean por controlar su vejiga. Al notar que la botella de aire que lleva a la espalda quiere levitar y separarse, se apresura a ceñirse la tira de velcro a la cintura y vuelve a colocarse el regulador en la boca.
Ven a mí, Michael.
Un único paso adelante lo impulsa lo suficiente para desplazarse por el campo de energía con la misma libertad que un Baryshnikov. Envalentonado, ejecuta media docena de pasos más, y se ve cruzando por encima del espejo del lago como si fuera un ángel sin alas guiado por una fuerza invisible.
—¿Papá?
Un poco más lejos…
—Papá, ¿dónde estás?
Al aproximarse al extremo opuesto de la cámara ve una inmensa plataforma de color negro carbón que se yergue diez metros por encima de la brillante superficie igual que una barcaza surgida del infierno. Siente un estremecimiento de terror al darse cuenta de que no puede detenerse, que la inercia que lo impulsa a través de ese mundo ingrávido lo guía hacia el objeto en contra de su voluntad.
Ya te tengo.
Presa del pánico, Mick se gira con la intención de huir, pero descubre que sus piernas se agitan inútilmente y que algo lo atrae hacia arriba alejándolo de la superficie del lago. Se echa de bruces en medio del aire, aferrándose con desesperación al campo de energía, mientras su cuerpo es empujado violentamente hacia atrás, hacia la plataforma, por una presencia malévola y gélida como el hielo.
Mick aterriza de rodillas y cae hacia delante, como si lo obligaran a adorar a alguien. Hiperventilando y con el cerebro encogido por el miedo, levanta la vista para mirar a su carcelero.
Es una especie de vaina, alta y ancha como una locomotora y larga como un campo de fútbol. Una miríada de conductos chamuscados semejantes a tentáculos salen de debajo de la plataforma y penetran en el objeto cerrado, como de cristal ahumado, a modo de un sinfín de tubos intravenosos alienígenas.
¿Por qué me tienes miedo, Michael?
En el interior del cilindro estalla una llamarada de energía de color violeta, cuyo fogonazo deja ver por un momento la presencia de un ser inmenso.
Mick está paralizado y con el semblante contraído por el terror. Sus miembros ya no son capaces de soportar su peso.
Mírame, Michael. ¡Contempla el rostro de tu propia sangre!
Los pensamientos de Mick se hacen pedazos cuando se ve lanzado de cabeza contra la superficie vidriosa por una fuerza invisible. Percibe esa presencia dentro de la cámara llena de humo, la presencia del mal en estado puro, y esa sensación le produce una bilis sulfúrica que le sube por la garganta y lo ahoga. Cierra los ojos con fuerza, pues su mente es incapaz de aprehender qué terror puede hallarse ante sí.
Pero una oleada de energía lo obliga a abrir los ojos y se los mantiene abiertos.
Entonces ve aparecer un rostro entre una niebla amarilla que llena el interior de la estructura. Mick siente que el corazón le retumba en el pecho.
—No…
Es Julius, su padre, con el cabello de un blanco níveo y alborotado como Einstein y el rostro bronceado y surcado de arrugas, semejante al cuero gastado. Esos ojos blandos y familiares lo miran fijamente.
Michael, ¿cómo puedes tener miedo de tu padre?
—Tú no eres mi padre…
Naturalmente que sí. Acuérdate, Michael. ¿No recuerdas cómo murió tu madre? Te enfadaste mucho conmigo. Me odiaste por lo que había hecho. Me miraste a los ojos como me estás mirando ahora… ¡Y ME CONDENASTE AL INFIERNO!
La monstruosa voz se torna más grave al hacer eco en sus oídos. Mick chilla a través del regulador. Siente un sobresalto en el cerebro cuando el rostro de Julius se disuelve en un par de ojos reptilianos y demoníacos, del tamaño de un reflector e inyectados de sangre. Las pupilas son dos fisuras doradas que le queman el alma y abrasan el tejido mismo de su cordura mental.
Mick deja escapar un grito capaz de helar la sangre en las venas al sentir en su mente torturada la caricia del frío dedo de la muerte. Entonces, en un movimiento impulsado por la adrenalina, salta de la plataforma, pero en mitad de su caída alguien lo atrapa y lo sostiene en el aire.
Tú eres carne de mi carne, sangre de mi sangre. He estado vigilándote, esperando a que llegara este día. Sé que has sentido mi presencia. Pronto estaremos juntos, unidos… padre e hijo.
En medio de su delirio, Mick levanta la vista y ve que la galaxia espiral que flota allá arriba está rotando más deprisa. Conforme va aumentando su velocidad, se va formando un inmenso cilindro hueco de energía esmeralda en el centro del lago, que asciende hacia el techo como un luminiscente tornado. Ese embudo de energía se fusiona con la galaxia y ambos comienzan a girar al mismo tiempo, cada vez más rápido.
El cerebro de Mick está gritando, los ojos se le salen de la cabeza. En medio de su desvarío, acierta a ver una solitaria ondulación en el centro del lago, una perturbación creada por algo que comienza a elevarse justo por debajo de la densa superficie.
Y entonces lo ve con claridad: un ser que asciende por el embudo de energía de color esmeralda, un ser negro como la noche, una forma de vida depredadora, dotada de unas alas de reptil de diez metros de envergadura. Por debajo de su torso se ven colgando un par de garras de tres dedos cada una. Su cráneo sin rostro y con forma de yunque se estrecha hasta terminar en una protuberancia curva, parecida a un cuerno, y la cola en forma de pico de pato tiene la mitad de tamaño que las alas. Un círculo incandescente de color ambarino brilla con fuerza en la línea de su cuello, como un ojo sin pupila.
Mick contempla hechizado cómo parece desaparecer el techo que hay más allá de la galaxia espiral de energía, para dejar sitio a un conducto vertical de roca que atraviesa el fondo del mar. El agua del interior de ese conducto también está girando, formando la base de un monstruoso torbellino.
Mick aprieta contra su pecho la botella de oxígeno pequeña; le arranca la máscara de un tirón y apunta la válvula sellada hacia fuera.
Con un poderoso retumbar, el centro del techo se retrae provocando un tremendo rugido en toda la cámara. Mick siente que le estallan los oídos al oír cómo se precipita el mar al interior de la misma formando un torrente que se divide a ambos lados de la fuerza cilíndrica y vertical como si fueran las cataratas del Niágara.
Desesperado, Mick recorre con la vista el perímetro de la cámara y se fija en que los veintitrés conductos idénticos se abren, todos menos uno, para inhalar la creciente marea.
El ruido cada vez más intenso corresponde a las gigantescas turbinas de la nave alienígena, que comienzan a funcionar marcha atrás para desalojar el agua de mar.
Entonces Mick coge el encendedor de gas, abre la válvula de la botella de aire pequeña y acerca la llama al chorro invisible de oxígeno puro. El gas a presión se enciende igual que un cohete; golpea la base de la botella contra el vientre de Mick y lanza a éste hacia atrás, por los aires, lejos del monstruo.
Mick vuela por encima del lago de metal fundido y se zambulle en el torrente de agua de mar que continúa drenándose por los bordes.
Al ser absorbido por el torrente, suelta la botella vacía y, propulsado por el miedo y la adrenalina, empieza a mover los brazos y las piernas para dirigirse hacia el conducto inoperativo por el que ha venido. Se agarra a la parrilla y se iza hasta ella mientras a su espalda rugen las aguas.
Abre de un manotazo la tapa y se asoma al oscuro conducto. «¡No te pares, no pienses, simplemente salta!».
Salta, y se arroja con los pies por delante por el pasadizo de setenta grados de inclinación sumido en la más completa oscuridad, el rugido de arriba momentáneamente amortiguado por el chirrido de la botella de aire que lleva a la espalda. Aprieta los antebrazos contra la resbaladiza superficie metálica en un intento desesperado de frenar el descenso y se sirve del traje de neopreno como colchón amortiguador.
Sale disparado por la abertura del conducto y se precipita de cabeza contra la cara vertical de un aspa. Aturdido, se incorpora a duras penas al mismo tiempo que detecta potentes vibraciones bajo sus pies: la turbina gigantesca, que cobra vida.
«¡Sube por encima de ella, vuelve al submarino!».
Mick trepa al aspa de dos metros de altura en el mismo momento en que explota del techo un río de agua de mar. Aterriza de pie, dominado por el pánico al ver que las palas de la turbina empiezan a rotar marcha atrás, luchando por sacar al Percebe de entre ellas.
«¡No permitas que el minisub se vaya sin ti!».
Avanza a trompicones con el agua a la altura de las rodillas. Aspira una profunda bocanada de aire y se desprende de la engorrosa botella de aire que lleva a la espalda. Libre ya de ese peso, salta sobre el casco de titanio del minisub al tiempo que lo embiste por detrás una furiosa pared de agua que casi lo hace caer al suelo.
La cámara redondeada va llenándose rápidamente de agua haciendo aumentar la presión, lo cual amenaza con desenganchar en cualquier momento al minisub. Mick se sube con esfuerzo a lo alto del casco. Notando cómo va intensificándose la presión en su cabeza, abre la escotilla y se arroja por ella. Después la cierra de un golpe y la sella con un giro de la rueda.
Una explosión de agua hace que el minisub se tuerza hacia un lado.
Mick baja a toda prisa por la escalera de mano y va a caer sobre los escombros de equipos destrozados justo cuando el Percebe es liberado por fin.
Se oye un silbido ensordecedor cuando la gigantesca turbina acelera hasta cien revoluciones por segundo y empuja al minisub hacia atrás para lanzarlo por el conducto de entrada a la velocidad de una bala.
A BORDO DE LA SCYLLA
20.40 horas
—¡Es un torbellino!
El capitán Furman se ve lanzado contra una consola de control cuando el suelo a sus pies se retuerce y se levanta por el efecto de doce toneladas de cable de perforación que se estrellan contra la cubierta inferior.
Los chirridos del metal cortan el aire. Con un gemido agonizante, la cubierta superior de la plataforma de siete plantas se inclina contra la monstruosa corriente. La Scylla se ladea en un ángulo de sesenta grados cuando la media docena de cabos sumergidos que la sujetan a un pontón se niegan a ceder ante el creciente empuje del remolino.
Técnicos y equipos resbalan por el hueco abierto precipitándose sin remedio en el enfurecido mar de color esmeralda.
Los demás cabos de amarre saltan por los aires y liberan a la plataforma del fondo. Entonces, la superestructura flotante se endereza… y al instante comienza a girar, cabeceando y bamboleándose en el interior de la boca del luminiscente torbellino.
El aullido de las alarmas surca la noche. Los operarios, aturdidos, salen tambaleándose de sus cabinas para, un instante después, verse azotados por los escombros que vuelan por los aires. Con su mundo girando alrededor a una velocidad de vértigo, bajan dando tumbos por las escaleras de aluminio a fin de pasar a la cubierta siguiente, donde hay una decena de botes salvavidas colgando de los cabrestantes.
Brian Dodds aferra los cabos de un bote salvavidas, ensordecido por el rugido el torbellino. El bote cuelga dos metros por debajo de él, pero la Scylla se encuentra tan violentamente inclinada que ya no es posible montarse en él de un salto.
La plataforma petrolífera se tuerce hacia un costado, atrapada en la fuerza centrífuga del remolino, el cual la pega a la pared del embudo. El director de la NASA abre los ojos y se obliga a sí mismo a contemplar la deslumbrante fuente de energía que irradia del centro del turbulento mar. Se agarra con fuerza y aspira una bocanada de aire cuando se le echa encima una ola de doce metros que se estrella contra la cubierta inferior llevándose consigo en su furia el último bote salvavidas.
A Dodds el estómago le da un vuelco terrible, y sus ojos se abren desmesuradamente a causa de la incredulidad al ver que, de pronto, el centro del vórtice se hunde en el fondo del mar dejando la plataforma girando peligrosamente en lo alto del precipicio de agua. En medio del enloquecedor frenesí de color esmeralda distingue algo… una criatura negra y alada que levita pesadamente y va ascendiendo por el vórtice del torbellino igual que un demonio que emergiera del infierno.
La bestia alada pasa volando por encima de él y desaparece en la noche… mientras la Scylla se desploma de costado y entra en caída libre hacia el olvido.
El ser sin vida surca la superficie del Golfo a velocidad supersónica planeando sin esfuerzo sobre un denso colchón de antigravedad. Se desplaza hacia el suroeste y asciende a una altitud mayor, haciendo temblar con su estela de energía las cumbres montañosas de México en su camino hacia el Pacífico.
Al llegar al océano, su matriz sensorial preprogramada altera su curso para tomar una ruta occidental más precisa. Entonces aminora y ajusta su velocidad con el fin de permanecer en el lado oscuro del planeta mientras dure su fatídico viaje.