Capítulo 16

29 de noviembre de 2012

GOLFO DE MÉXICO

5.14 horas

La embarcación de catorce metros de eslora y de nombre Jolly Roger continúa surcando las aguas con rumbo oeste bajo un amanecer cuajado de estrellas. Dominique se encuentra en la silla del piloto, luchando por no dejarse vencer por el sueño, sintiendo que se le cierran los párpados. Exhausta, apoya la cabeza contra el asiento de vinilo y se obliga a centrar de nuevo la atención en el libro. Después de releer el mismo párrafo por cuarta vez, decide dar un breve descanso a sus ojos enrojecidos.

«Sólo unos segundos. No te duermas…».

Pero el libro le resbala de la mano y el súbito ruido la despierta de golpe. Aspira una bocanada de aire fresco y mira fijamente el hueco oscuro que conduce a la bodega del barco. Allí dentro está Mick, durmiendo en las sombras. Ese pensamiento la reconforta y la asusta a la vez. Pese al hecho de que el barco está navegando con el piloto automático, su imaginación ha permitido que se apoderen de ella sus miedos más profundos.

«Esto es ridículo. Mick no es un asesino psicópata. Jamás te ha hecho daño…».

Ve a su espalda que el horizonte está tiñéndose de un tono gris. El miedo la ha convencido de que lo mejor es dormir durante el día. Decide despertar a Mick en cuanto amanezca.

Jolly Roger, conteste. Alfa, Zulú, tres, nueve, seis llamando al Jolly Roger. Conteste, por favor.

Dominique coge el radiotransmisor.

Jolly Roger. Adelante, Alfa Zulú.

—¿Qué tal lo llevas, Dom?

—Despacio y sin novedad. ¿Qué ocurre? Pareces alterada.

—Los federales han cerrado el SOSUS. Dicen que sólo se trata de un problema técnico, pero yo no me creo una palabra.

—Maldición. ¿Y por qué piensas que…?

—¡Aaaah… Aaaah!

Al oír los gritos de Mick, a Dominique el corazón le da un vuelco en el pecho.

—Ay, Dios. Edie, luego te llamo…

—¿Qué han sido esos gritos?

—No pasa nada. Enseguida vuelvo a llamarte.

Apaga la radio y corre escaleras abajo por la estrecha portilla que da a la bodega encendiendo las luces al mismo tiempo.

Mick está sentado en la litera del rincón con cara de animal asustado y confuso, los ojos negros muy abiertos y titilantes bajo la bombilla desnuda que se balancea sobre su cabeza.

—¿Mamá? —La voz le suena grave. Despavorida.

—Mick, no pasa nada…

—¿Mamá? ¿Quién es? No te veo.

—Mick, soy Dominique.

Enciende otras dos luces más y se sienta en el borde de la litera. Mick tiene el torso desnudo y sus tensos músculos se ven empapados en sudor frío. Dominique advierte que le tiemblan las manos.

Mick la mira a los ojos, aún desconcertado.

—¿Dominique?

—Sí. ¿Estás bien?

Él la observa fijamente y después recorre la cabina con la mirada.

—Tengo que salir de aquí… —La empuja a un lado. Comienza a subir la escalera con paso inseguro y sale a cubierta.

Pero Dominique se apresura a ir tras él, temerosa de que pueda saltar por la borda.

Lo encuentra de pie en la proa, con el frío viento azotándole la cara. Dominique coge una manta de lana y se la echa por los hombros. Ve lágrimas en sus ojos.

—¿Estás bien?

Durante largos instantes Mick no hace otra cosa que mirar el horizonte oscuro.

—No. Creo que no. Creía que estaba bien, pero ahora pienso que estoy bien jodido.

—¿Quieres contarme esa pesadilla?

—No. Ahora no. —Se vuelve hacia ella—. Seguro que te daría un susto de muerte.

—De acuerdo.

—Lo peor de estar confinado en solitario… lo que más miedo me daba… era despertarme gritando y descubrir que estaba completamente solo. No te puedes imaginar el vacío que se siente.

Dominique lo empuja suavemente hacia la cubierta de fibra de vidrio. Él se recuesta contra el parabrisas de la cabina de mando, despliega el extremo de la manta que le cubre el hombro izquierdo y le indica a Dominique que se acerque.

Ella se tumba a su lado y apoya la cabeza sobre su frío pecho. Mick la cubre con la manta hasta los hombros.

Pocos minutos después ambos están profundamente dormidos.

16.50 horas

Dominique saca dos latas de té helado al melocotón del frigorífico que hay en la bodega, comprueba de nuevo su posición en el GPS y regresa a la proa. El sol de la tarde aún es intenso, su reflejo sobre la cubierta de fibra de vidrio la hace guiñar los ojos. Se pone las gafas de sol y se sienta junto a Mick.

—¿Ves algo?

Mick baja los prismáticos.

—Todavía nada. ¿A qué distancia estamos?

—Como a unas cinco millas. —Le pasa la lata de refresco—. Mick, llevo un tiempo queriendo preguntarte una cosa. ¿Te acuerdas de que en el psiquiátrico me preguntaste si creía en el mal? ¿A qué te referías?

—También te pregunté si creías en Dios.

—¿Me lo preguntas desde un punto de vista religioso?

Mick sonríe.

—¿Por qué los psiquiatras nunca responden a una pregunta sin formular otra?

—Supongo que nos gusta dejar las cosas claras.

—Sólo quería saber si tú creías en un poder superior.

—Creo en que hay alguien que nos ve, que toca nuestras almas en algún plano de la existencia más elevado. Estoy segura de que una parte de mí lo cree porque necesito creerlo, porque supone un consuelo. ¿Qué piensas tú?

Mick se vuelve y contempla el horizonte.

—Yo creo que poseemos una energía espiritual que existe en una dimensión diferente. Creo que existe un poder superior en ese nivel, al que sólo podemos acceder después de la muerte.

—No creo haber oído a nadie describirlo de esa manera. ¿Y el mal?

—Todo Yin tiene su Yang.

—¿Estás diciendo que crees en el diablo?

—El diablo, Satanás, Belcebú, Lucifer, ¿qué importa el nombre? Has dicho que tú crees en Dios. ¿Dirías que la presencia de Dios en tu vida influye para que seas una buena persona?

—Si soy una buena persona, es porque yo elijo serlo. Yo creo que los seres humanos tenemos libertad de elegir.

—¿Y qué influye a la hora de elegir?

—Lo de siempre: la vida familiar, la presión de los compañeros, el entorno, las experiencias vitales. Todos tenemos ciertas predisposiciones, pero al final es nuestra capacidad de entender lo que nos sucede la que permite a nuestro yo tomar decisiones todos los días. Si uno quiere separar esas decisiones entre el bien y el mal, vale, pero sigue siendo libre albedrío.

—Has hablado como un auténtico psiquiatra. Pero deja que te pregunte una cosa, señorita Freud. ¿Y si esa libertad de elegir no fuera tan libre como nosotros creemos? ¿Y si el mundo que nos rodea ejerciera una influencia sobre nuestra conducta como especie que no podemos ver ni comprender?

—¿A qué te refieres?

—A la Luna, por ejemplo. Como psiquiatra, seguro que conoces de sobra el efecto que tiene la Luna en las psicosis.

—Los efectos de la Luna son polémicos. Podemos verla, por lo tanto su efecto sobre la psique podría ser autoinducido.

—¿Tú sientes el movimiento de la Tierra?

—¿Cómo?

—La Tierra. En este momento no sólo está rotando, además está viajando por el espacio a una velocidad de setenta y siete kilómetros por segundo. ¿Lo notas?

—¿Adónde quieres llegar?

—A que hay cosas que pasan a nuestro alrededor que no pueden ser captadas por nuestros sentidos, y sin embargo existen. ¿Y si esas cosas ejercieran una influencia sobre nuestra capacidad de razonar, nuestra capacidad de elegir entre lo que está bien y lo que está mal? Tú crees que gozas de libre albedrío, pero ¿qué es lo que te hace tomar la decisión de hacer algo? Cuando te pregunté si creías en el mal, me refería al mal como una entidad invisible cuya presencia puede bloquear nuestro buen juicio.

—No estoy segura de entenderte.

—¿Qué influye en un adolescente para que se ponga a disparar con una escopeta en un patio de recreo lleno de niños? ¿Por qué una madre desesperada encierra a sus hijos en un coche y lo empuja a un lago? ¿Qué hace que un hombre viole a su hijastra o… o que asfixie a un ser querido?

Dominique advierte una lágrima en la comisura del ojo.

—¿Tú crees que existe una fuerza maligna que influye en nuestro comportamiento? ¿Mick?

—A veces… A veces me parece sentir algo.

—¿Qué es lo que sientes?

—Una presencia. A veces siento sus dedos helados, que se me acercan desde una dimensión superior. Cada vez que experimento esas sensaciones, suceden cosas terribles.

—Mick, has estado once años recluido en solitario. Sería algo fuera de lo corriente que no oyeras voces…

—No son voces, es más bien como un sexto sentido. —Se frota los ojos.

«Puede que este viaje haya sido un grave error. Necesita ayuda. Podría estar al borde de una crisis nerviosa». Dominique se siente de pronto muy aislada.

—Tú crees que soy un sicótico.

—Yo no he dicho eso.

—No, pero lo estás pensando. —Gira la cabeza para mirarla—. Los antiguos mayas creían en el bien y el mal como una presencia física. Tenían el convencimiento de que el gran maestro, Kukulcán, había sido desterrado por una fuerza maligna, un dios del mal al que los aztecas denominaban Tezcatilpoca, el espejo que despide humo. Se decía que Tezcatilpoca era capaz de introducirse en el alma de las personas, engañarlas y hacer que cometieran grandes atrocidades.

—Mick, todo eso es folclore maya. Mi abuela me contaba esos mismos cuentos.

—No son sólo cuentos. Cuando murió Kukulcán, los mayas empezaron a masacrar a decenas de miles de individuos de su propio pueblo. Sacrificaron a hombres, mujeres y niños en sangrientos rituales. A muchos los subieron al templo que hay en lo alto de la pirámide de Kukulcán y les arrancaron el corazón del pecho. Llevaban a muchachas vírgenes por la antigua senda que conducía al cenote sagrado y allí les cortaban la garganta y después las arrojaban al pozo. Los templos de Chichén Itzá están decorados con los cráneos de los muertos. Los mayas habían vivido en paz durante mil años. Algo debió de influir en ellos de repente para que empezasen a matarse unos a otros.

—Según el diario de tu padre, los mayas eran supersticiosos y creían que esos sacrificios lograrían evitar el fin del mundo.

—Sí, pero existía otra influencia, el culto a Tezcatilpoca, que también se decía que había influido en dichas atrocidades.

—Nada de lo que me has dicho hasta ahora demuestra la existencia del mal. El hombre siempre ha matado a los de su propia especie, desde que nuestros antepasados bajaron de los árboles. La Inquisición española masacró a millares, Hitler y los nazis gasearon y quemaron a seis millones de judíos. En África no dejan de producirse estallidos de violencia. Los serbios asesinaron a miles de personas en Kosovo…

—Eso es exactamente a lo que quiero llegar. El hombre es débil, permite que su libre albedrío se corrompa por las influencias externas. Hay pruebas por todas partes.

—¿Qué pruebas?

—La corrupción está extendiéndose hasta los miembros más inocentes de nuestra sociedad. Los niños están sirviéndose de su libertad de elegir para cometer atrocidades, y su conciencia no es capaz de comprender la diferencia que hay entre el bien y el mal, entre la realidad y la fantasía. Hace unos días vi un reportaje de la CNN en el que un niño de diez años se llevó a clase el arma automática de su padre y mató a dos compañeros que estaban metiéndose con él en el colegio. —Mick deja la mirada perdida en el mar, otra vez con lágrimas en los ojos—. Un niño de diez años, Dominique.

—El mundo está enfermo…

—Exacto. Nuestro mundo está enfermo, efectivamente. El tejido de la sociedad está entreverado de una influencia maligna, una especie de cáncer, y la estamos buscando en todos los lugares donde no hay que buscarla. Charles Baudelaire dijo en una ocasión que la artimaña más secreta del diablo consiste en persuadirnos de que no existe. Dominique, yo tengo la sensación de que esa influencia está cobrando fuerza; siento cómo va acercándose a medida que se abre el portal galáctico y nos aproximamos al solsticio de invierno.

—¿Y si esa presencia maligna que sientes no hace aparición dentro de tres semanas? ¿Qué vas a hacer entonces?

Mick hace un gesto de no entender.

—¿Qué quieres decir?

—Venga, ¿en ningún momento has tenido en cuenta la posibilidad de que puedas estar equivocado? Mick, has dedicado toda tu vida a resolver la profecía maya con el fin de salvar a la humanidad. Tu conciencia y tu propia identidad se han visto influidas por las creencias que te inocularon tus padres… aumentadas, sospecho, por el trauma que sufriste, fuera el que fuese, y que continúa atormentándote en sueños. No hace falta ser Sigmund Freud para saber que la presencia que sientes se encuentra dentro de ti.

Mick abre mucho los ojos al comprender el significado de esas palabras.

—¿Qué ocurrirá cuando el solsticio de invierno llegue y se vaya otra vez y todos nosotros sigamos estando aquí? ¿Qué vas a hacer entonces con tu vida?

—No… no lo sé. He pensado en ello, pero nunca me he permitido a mí mismo recrearme en esa idea. Temía que si pensaba en la posibilidad de llevar una vida normal, con el tiempo perdería de vista lo que es importante de verdad.

—Lo que es importante de verdad es vivir la vida en toda su plenitud. —Dominique le coge la mano—. Mick, utiliza ese brillante cerebro que tienes para mirar en tu interior. Te han lavado el cerebro desde que naciste, tus padres te condenaron a salvar al mundo, pero la persona que necesita ser salvada de verdad es Michael Gabriel. Has pasado toda tu existencia persiguiendo al conejito blanco, como Alicia. Ahora tenemos que convencerte de que el País de las Maravillas no existe.

Mick se recuesta y contempla el cielo vespertino, todavía con las palabras de Dominique resonando en sus oídos.

—Mick, háblame de tu madre.

Él traga saliva y se aclara la garganta.

—Era mi mejor amiga. Era mi maestra y mi compañera, mi infancia entera. Mientras mi padre pasaba meses y meses analizando el desierto de Nazca, ella me daba calor y amor. Cuando murió…

—¿Cómo murió?

—De un cáncer de páncreas. Se lo diagnosticaron cuando yo tenía once años. Cerca del final, yo me convertí en su enfermero. Ella estaba tan débil… el cáncer se la estaba comiendo viva. Yo solía leerle algo para que no pensara en el dolor.

—¿Shakespeare?

—Sí. —Se incorpora—. Su obra favorita era Romeo y Julieta. «La Muerte, que ha robado la dulzura de tu aliento, no ha rendido tu belleza».

—¿Y dónde estaba tu padre mientras tanto?

—¿Dónde iba a estar? En el desierto de Nazca.

—¿Tus padres estaban muy unidos?

—Mucho. Siempre decían que el uno era el alma gemela del otro. Cuando murió mi madre, se llevó consigo a la tumba el corazón de mi padre. Y también parte del mío.

—Si tanto la quería, ¿cómo pudo dejarla sola estando agonizante?

—Mis padres me dijeron que su misión era más importante, más noble que quedarse sentado mirando cómo lo muerte invadía su cuerpo. Me enseñaron a muy temprana edad lo que era el destino.

—¿Qué te enseñaron?

—Mi madre creía que ciertas personas habían recibido dones especiales que determinaban su trayectoria en la vida. Esos dones conllevan grandes responsabilidades, seguir ese camino exige grandes sacrificios.

—¿Y creía que tú eras una de esas personas?

—Sí. Me dijo que yo había heredado una visión y una inteligencia especiales que procedían de sus antepasados maternos. Me explicó que las personas que no poseen ese don no iban a entenderlo jamás.

«Dios santo, los padres de Mick le jodieron bien jodido. Van a hacer falta décadas de terapia para enderezarle la brújula». Dominique mueve la cabeza con tristeza.

—¿Qué?

—Nada. Estaba pensando en Julius, dejando sobre su hijo de once años la carga de cuidar de su madre moribunda.

—No fue una carga, fue mi manera de darle las gracias por todo lo que me había dado ella. Volviendo la vista atrás, no estoy seguro de que lo hubiera hecho de otra forma.

—Cuando falleció, ¿estaba tu padre presente? —Esas palabras hacen que Mick se estremezca.

—Sí, estaba.

Levanta la vista hacia el horizonte con una expresión dura en los ojos al recordar… y de repente éstos se enfocan como los de un halcón. Entonces coge los prismáticos.

Se ha hecho visible un objeto que se cierne sobre el horizonte del oeste.

Mick señala con la mano.

—Allí hay una plataforma petrolífera, una grande. ¿No me has dicho que Iz afirmó que no había visto nada en las inmediaciones?

—Así es.

Mick ajusta de nuevo el enfoque de los prismáticos.

—No es una plataforma de PEMEX, tiene bandera norteamericana. Hay algo que no cuadra.

—Mick… —señala Dominique.

Ve el barco que se acerca y lo enfoca con los prismáticos.

—Maldita sea, son los guardacostas. Apaga los motores. ¿Cuánto podemos tardar en meter en el agua este submarino tuyo?

Dominique corre al puente.

—Cinco minutos. ¿Quieres bajar ahora mismo?

—Es ahora o nunca. —Mick corre a la popa y retira la lona gris que cubre el sumergible con forma de cápsula. Empieza a manipular el cabrestante—. Los guardacostas nos identificarán. Nos detendrán en el momento. Oye, coge unos cuantos víveres.

Dominique echa varias latas de comida y botellas de agua en una bolsa y acto seguido se mete en el minisub mientras… la patrullera se acerca hasta cien metros y el comandante de la misma les grita una advertencia.

—Mick… ¡vamos!

—¡Arranca los motores, enseguida estoy!

Mick se mete en la cabina a buscar el diario de su padre.

—LES HABLA EL SERVICIO DE GUARDACOSTAS DE ESTADOS UNIDOS. HAN ENTRADO EN AGUAS RESTRINGIDAS. INTERRUMPAN TODA ACTIVIDAD Y PREPÁRENSE PARA SER ABORDADOS.

Mick agarra el diario justo en el momento en que la patrullera guardacostas alcanza la proa del Jolly Roger. Corre a la popa, suelta el cable del cabrestante…

—¡Alto!

Haciendo caso omiso de la orden, se introduce de un salto en la esfera protectora del minisubmarino de cinco metros balanceándose peligrosamente sobre una escalera de mano de hierro; levanta el brazo y sella la escotilla.

—¡Abajo, rápido!

Dominique está en el asiento del piloto con el cinturón de seguridad puesto, intentando recordar todo lo que le enseñó Iz. Empuja el volante hacia abajo y el minisub desciende… a la vez que la quilla de la patrulla guardacostas colisiona con la parte superior del sumergible.

—Aguanta…

El minisub desciende en un pronunciado ángulo de cuarenta y cinco grados. Las placas de aleación de titanio gimen en los oídos de Mick. Se agacha para atrapar una botella de aire para bucear que cae rodando de forma precaria hacia la proa.

—Eh, capitán, ¿seguro que sabes lo que haces?

—¿Eres de los que van dando consejos al conductor? —Suaviza el descenso—. De acuerdo, ¿qué se supone que debemos hacer ahora?

Mick rodea la escalera de mano con dificultad y se reúne con Dominique en la proa.

—Primero vamos a averiguar qué está pasando aquí abajo y luego ponemos rumbo a la costa del Yucatán.

Se agacha para echar un vistazo por uno de los portillos del sumergible, de veinte centímetros de diámetro y diez de grosor.

El azul profundo que los rodea se ve enturbiado por una miríada de diminutas burbujas que se elevan junto al casco externo.

—No veo nada. Espero que este cacharro tenga un sonar.

—Está justo delante de mí.

Mick se inclina por encima del hombro de Dominique para mirar la consola de luminiscente color naranja. Se fija en el medidor de la profundidad: ciento cinco metros.

—¿Hasta qué profundidad puede bajar este trasto?

—Este trasto se llama el Percebe. Me han dicho que es un submarino francés muy caro, una versión reducida del Nautilus. Está diseñado para alcanzar profundidades de hasta tres mil trescientos metros.

—¿Estás segura de saber pilotarlo?

—Iz y el propietario me llevaron un fin de semana y me dieron un curso intensivo.

—Que Dios nos coja confesados.

Mick recorre el interior del submarino con la mirada. Por dentro, el Percebe consiste en una esfera reforzada de tres metros de diámetro colocada en el interior del casco rectangular de la nave. Los equipos de proceso de datos forran ese angosto compartimiento como si fueran un empapelado de tres dimensiones. De una pared sobresale la estación de control de un brazo mecánico y una cesta para toma de muestras isotérmica y retráctil; de la otra salen monitores subacuáticos de alta tecnología y transpondedores acústicos.

—Mick, haz algo útil y activa el sistema térmico de toma de imágenes. Es ese monitor que tienes encima de la cabeza.

Mick alarga una mano y enciende el aparato. El monitor se activa dejando ver un tapiz de tonos verdes y azules. Acto seguido acciona una palanca con la que apunta el sensor exterior hacia el fondo marino.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí?

El monitor revela una brillante luz blanca que aparece en la parte superior de la pantalla.

—¿Qué es eso?

—No lo sé. ¿A qué profundidad estamos?

—A trescientos treinta metros. ¿Qué hago?

—Sigue avanzando hacia el oeste. Ahí delante hay algo gigantesco.

GOLFO DE MÉXICO

1,1 MILLAS AL OESTE DEL PERCEBE

La plataforma petrolífera de Exxon, la Scylla, es una unidad de perforación flotante de quinta generación de la serie Bingo 8000, semisumergible. A diferencia de las plataformas normales, esta superestructura flota cuatro pisos por encima de la superficie (y tres pisos por debajo) sobre unas columnas verticales de veinticinco metros de altura unidas a dos enormes pontones de ciento veinte metros de largo cada uno. La estructura está anclada al lecho marino por doce cabos de amarre.

Sobre la base de la Scylla se asientan tres cubiertas continuas. La cubierta superior, abierta, que tiene las mismas medidas que un campo de fútbol, soporta una torre de extracción de veintidós metros de altura que contiene el cable de perforación, compuesto por varios tramos de tubo de acero de diez metros cada uno. En los costados norte y sur hay varias grúas inmensas, más una cubierta elevada octogonal para helicópteros en el costado oeste. La sala de control y la oficina técnica, así como la bodega y los camarotes dobles, se encuentran en la cubierta intermedia o principal. La cubierta inferior, la correspondiente a la maquinaria, alberga los tres motores de 3080 CV y los equipos necesarios para producir cien mil barriles de crudo al día.

Aunque esta superestructura se encuentra al límite de su capacidad, que es de ciento diez personas, no fluye ni una sola gota de petróleo a través de su cable de perforación. La cubierta inferior de la Scylla ha sido destripada a toda prisa para dejar sitio a las miríadas de sensores multiespectrales de alta tecnología, ordenadores y sistemas de recogida de imágenes de la NASA. Los equipos de control, los cables de sujeción y los tableros de control de los operadores para tres ROV (Vehículos de Control Remoto) se encuentran en la semiabierta cubierta inferior, junto a varias pilas de tubo de acero enrollado.

En el centro mismo de la cubierta de acero y hormigón se abre un orificio circular de tres metros de diámetro, diseñado para alojar el cable de perforación. El mar desprende un suave resplandor esmeralda que se filtra por el orificio y baña el techo y el área de trabajo circundante en una luz de un verde fantasmagórico. Los técnicos picados por la curiosidad se detienen con mucha frecuencia a asomarse a ese mar iluminado artificialmente, situado seiscientos sesenta y cinco metros por debajo de la superestructura flotante. La Scylla está colocada directamente en la vertical de una gigantesca abertura en forma de túnel que hay en el fondo. En algún lugar de esa misteriosa fosa de mil quinientos metros se halla la fuente de emisión de la brillante luz verde incandescente.

El comandante de la Marina Chuck McKana y el director de la NASA, Brian Dodds, están inclinados sobre los dos técnicos que manejan el Búho Marino, un ROV de dos metros unido al cabestrante de Scylla por un cable de dos mil ciento veinte metros a modo de cordón umbilical. Miran fijamente el monitor del ROV mientras el pequeño sumergible llega a la fractura del fondo e inicia su descenso por el interior del luminoso vórtice.

—La energía electromagnética está aumentando —informa el piloto virtual del ROV—. Estoy perdiendo maniobrabilidad…

—Los sensores están fallando…

Dodds guiña los ojos al contemplar el brillante resplandor en el monitor de la minicámara del submarino.

—¿A qué profundidad se encuentra el ROV?

—A menos de treinta metros del agujero… Maldita sea, nos hemos quedado sin el sistema eléctrico del Búho.

El monitor no muestra imágenes.

El comandante McKana se pasa sus regordetes dedos por el pelo, grisáceo y muy corto.

—Es el tercer ROV que perdemos en las últimas veinticuatro horas, director Dodds.

—Sé contar, comandante.

—Opino que debería concentrarse en buscar un modo alternativo de entrar ahí.

—Ya estamos trabajando en ello. —Dodds señala a una decena de operarios ocupados en izar tubos de acero a la torre de perforación—. Vamos a bajar el cable de extracción directamente por el agujero. Los sensores irán colocados en el primer tramo de tubo.

En ese momento se reúne con ellos el capitán de la plataforma, Andy Furman.

—Tenemos un problema, caballeros. Los guardacostas acaban de informarnos de que dos personas a bordo de un pesquero han lanzado un minisubmarino dos millas al este de la Scylla. El sonar revela que se dirigen hacia el objeto.

Dodds parece alarmado.

—¿Espías?

—Más bien parecen civiles. El pesquero está a nombre de una empresa norteamericana de rescate cuya licencia se encuentra registrada en la isla Sanibel.

McKana no parece preocupado.

—Que miren. Y cuando suban a la superficie, que los detengan los guardacostas.

A BORDO DEL PERCEBE

Mick y Dominique pegan el rostro al cristal LEXAN reforzado de los portillos cuando el submarino va aproximándose a la inquietante luz, que se proyecta desde el suelo hacia arriba igual que un foco de cincuenta metros de anchura.

—¿Qué diablos puede haber ahí abajo? —pregunta Dominique—. Mick, ¿te encuentras bien?

Mick tiene los ojos cerrados y la respiración errática.

—¿Mick?

—Siento esa presencia. Dom, no deberíamos estar aquí.

—No he hecho todo este camino para darme la vuelta ahora. —Por encima de ella destella una luz roja—. Los sensores del minisub se están volviendo locos. De ese agujero están subiendo cantidades enormes de energía electromagnética. ¿No será eso lo que sientes?

—No pases a través de esa luz, provocarás un cortocircuito en todos los sistemas de a bordo.

—De acuerdo, puede que haya otra manera de entrar. Daré un rodeo mientras tú haces un barrido con los sensores.

Mick abre los ojos y recorre con la vista la fila de consolas de ordenador que forran la cabina.

—¿Qué quieres que haga?

Dominique se lo señala.

—Activa el gradiómetro, es un sensor de gravedad electromecánico que va sujeto debajo del Percebe. Rex lo utilizaba para detectar gradientes de gravedad bajo el lecho marino.

Mick enciende el monitor del sistema, el cual revela un tapiz de naranjas y rojos, los colores más vivos indican altos niveles de energía electromagnética. El agujero en sí emite un blanco brillante, casi deslumbrante. Mick tira hacia atrás de la palanca del gradiómetro para ampliar el campo, con el fin de examinar el resto de la topografía del suelo.

El intenso resplandor se reduce a un punto blanco. Los diversos matices de verde y azul crean una frontera circular alrededor de los rojos y los naranjas.

—Aguarda un segundo… me parece que he encontrado algo.

Alrededor de la zona en forma de cráter hay una serie de manchas oscuras repartidas formando un círculo exacto y equidistante que sigue la circunferencia de kilómetro y medio de diámetro.

Mick cuenta los agujeros. Siente un encogimiento en el estómago y un repentino sudor frío por todo el cuerpo. Entonces coge el diario de su padre y pasa las hojas hasta dar con la que corresponde al 14 de junio de 1997.

Observa fijamente la fotografía de la imagen circular de dos metros y medio situada en el centro de la meseta de Nazca. Dentro de los límites de dicha imagen él encontró el mapa original de Piri Reis, sellado en el interior de un receptáculo de iridio. Cuenta veintitrés líneas que parten de la figura de Nazca como si fueran los rayos del sol; la última parece no tener fin.

Veintitrés marcas oscuras rodean el monstruoso orificio del fondo del mar.

—Mick, ¿qué sucede? ¿Estás bien? —Dominique pone el minisub en piloto automático para poder mirar el monitor—. ¿Qué son?

—No lo sé, pero hace miles de años se dibujó algo exactamente igual en la meseta de Nazca.

Dominique consulta el diario.

—No es idéntico del todo. Estás comparando unas líneas excavadas en el desierto con un puñado de agujeros oscuros en el fondo del mar…

—Son veintitrés agujeros. Y veintitrés líneas. ¿Te parece que no es más que una coincidencia?

Dominique le acaricia la mejilla.

—Cálmate, superdotado. Voy a acercarme al que esté más próximo, y le echaremos un vistazo más a fondo.

El Percebe aminora la velocidad para situarse encima de una hendidura de seis metros de ancho que vomita incesante una hilera de burbujas. Dominique dirige una de las luces externas del minisub al interior de la garganta. La luz revela un vasto túnel que desciende formando un ángulo de cuarenta y cinco grados.

—¿Qué opinas?

Mick observa detenidamente el orificio experimentando la conocida sensación de miedo en el estómago, cada vez más acentuada.

—No lo sé.

—Yo digo que indaguemos un poco.

—¿Quieres entrar por ese agujero?

—Para eso hemos venido aquí, ¿no? Pensaba que querías resolver la profecía maya del día del juicio.

—Así, no. Es más importante que vayamos a Chichén Itzá.

—¿Por qué? —«Tiene miedo».

—La salvación se encuentra en la pirámide de Kukulcán. Lo único que está esperando aquí abajo es la muerte.

—Ya. Pues yo no he tirado a la basura siete años de universidad ni me he arriesgado a que me metan en la cárcel sólo para que tú puedas perseguir una chorrada de profecía maya. Hemos venido aquí porque mi familia y yo necesitamos una conclusión, tenemos que saber qué les ocurrió en realidad a Iz y a sus amigos. No voy a echarte a ti la culpa de la muerte de mi padre, pero dado que fuiste tú el que inició esta pequeña aventura, eres también el que va a concluirla.

Dominique empuja el volante hacia abajo y conduce la nave en forma de cápsula directamente hacia el corazón del túnel.

Mick se agarra a un barrote de la escalera para sujetarse mientras el Percebe acelera al introducirse por el negro pozo.

En el interior del minisub resuena un ruido como de aplastamiento.

Dominique se asoma por el portillo.

—Ese ruido procede de las paredes de este pasadizo. Al parecer, el revestimiento interno actúa como una especie de esponja gigante. Mick, a tu izquierda hay un sensor que lleva la etiqueta de espectrofotómetro…

—Ya lo veo. —Activa el sistema—. Si lo estoy leyendo correctamente, el gas que sale de este orificio es oxígeno puro.

En ese momento se oye un profundo retumbar que reverbera por toda la cabina y que va adquiriendo un tono más grave a medida que bajan. Mick está a punto de decir algo cuando de pronto el Percebe da un bandazo hacia delante y acelera en su descenso.

—Eh, frena…

—No soy yo. Nos ha atrapado una especie de corriente. —Mick percibe el pánico en su tono de voz—. La temperatura externa está aumentando, Mick. ¡Me parece que estamos siendo absorbidos al interior de un tubo de lava!

Mick se agarra a la escalera con más fuerza mientras la intensa pulsación hace tabletear el cristal de los paneles de instrumentos que tiene delante.

Entonces, el minisub se precipita en picado, girando a ciegas pozo abajo, igual que un escarabajo por un desagüe.

—¡Mick! —chilla Dominique al perder el control del Percebe. Cierra los ojos con fuerza y se aferra al arnés que la sujeta al asiento. Falla la alimentación eléctrica del minisub y de repente se ven engullidos por una oscuridad total.

Dominique se da cuenta de que está hiperventilando, esperando la sacudida que provocará la desintegración del minisub en el sofocante calor que lo rodea. «Oh, Dios mío, voy a morir, ayúdame, por favor…».

Mick está abrazado a la escalera con brazos y piernas, las manos aferradas a los barrotes de acero como si fueran tenazas. «No luches, déjalo pasar… Deja que termine esta locura…».

Vértigo intenso. El minisub da vueltas y más vueltas, sin parar, como si estuviera dentro de una gigantesca lavadora.

De pronto se oye un estampido sónico y ambos experimentan una brusca sacudida. Mick sale volando por los aires en medio de la oscuridad a la vez que el Percebe es arrastrado, con la proa por delante, por una fuerza invisible, inamovible. Sus pulmones expulsan todo el aire de golpe cuando su cara y su pecho se estrellan violentamente contra una hilera de consolas de ordenador.