27 de noviembre de 2012
ISLA SANIBEL, FLORIDA
El grito estridente de una gaviota hace que Mick abra los ojos.
Está tumbado en una cama doble, con las muñecas amarradas a los lados del bastidor. Su antebrazo izquierdo luce un fuerte vendaje. El derecho lo tiene conectado a un gotero intravenoso.
Se encuentra en un dormitorio. Sobre la pared del fondo se refleja el sol que se filtra por las láminas de la persiana veneciana que tabletea por encima de su cabeza.
Entra en la habitación una mujer de cabello gris, como de setenta y tantos años.
—Así que estás despierto.
Retira la tira de velero de la muñeca derecha de Mick e inspecciona la bolsa de suero.
—¿Usted es Edie?
—No, soy Sue, la esposa de Carl.
—¿Quién es Carl? ¿Qué estoy haciendo aquí?
—Pensamos que era muy peligroso llevarte a casa de Edie. Allí está Dominique, y…
—¿Dominique? —Mick hace un esfuerzo por incorporarse, pero el mareo lo obliga a tumbarse otra vez como si lo empujase una mano invisible.
—Relájate, muchacho. Pronto verás a Dominique. En este preciso momento la policía está vigilándola, esperando a que aparezcas tú. —Le quita el tubo intravenoso y le pega una tirita en el brazo.
—¿Es usted médico?
—He sido la enfermera de la consulta de dentista de mi marido durante treinta y ocho años. —Metódicamente, procede a arrollar la bolsa de suero y el gotero.
Mick se fija en que tiene los ojos enrojecidos.
—¿Qué había en esa bolsa?
—Vitaminas, sobre todo. Cuando llegaste aquí, hace dos noches, te encontrabas bastante mal. Estabas desnutrido, más que nada, aunque tenías el brazo izquierdo hecho una buena carnicería. Has estado durmiendo casi dos días. Anoche tuviste una buena pesadilla, gritaste en sueños. Tuve que atarte las muñecas para que no te arrancases el gotero.
—Gracias. Y gracias por sacarme de ese psiquiátrico.
—Dáselas a Dominique. —Sue introduce una mano en el bolsillo de la bata.
Mick se sobresalta al ver una Magnum 44. Ella le apunta con el arma a la ingle.
—Eh, aguarde un segundo…
—Hace unos días, mi marido se ahogó a bordo del barco de Isadore. Murieron tres hombres mientras investigaban ese punto en el Golfo del que tú hablaste a Dominique. ¿Qué hay allí abajo?
—No lo sé. —Observa fijamente el arma, temblorosa en las manos de la anciana—. ¿No podría apuntar esa pistola a otro órgano menos vital?
—Dominique nos lo ha contado todo de ti, de por qué estabas encerrado, del chiflado de tu padre y de sus historias acerca del día del juicio. Yo, personalmente, no doy ni un céntimo por esa chorrada sicótica de ese galimatías apocalíptico en el que crees tú, lo único que me importa es saber qué le ocurrió a mi Carl. En mi opinión, tu eres un canalla peligroso que se ha fugado. Como se te ocurra siquiera mirarme mal, te meto una bala en el cuerpo.
—Entiendo.
—Qué vas a entender tú. Dominique se ha arriesgado mucho al sacarte del psiquiátrico. Hasta ahora, todo lo que tiene que ver con tu fuga apunta a que quien la jodió fue el celador y no ella, pero la policía sigue teniendo sospechas. Están vigilándola de cerca, y eso quiere decir que corremos peligro todos. Hoy mismo vamos a sacarte de aquí en el barco de Rex. A bordo hay un minisubmarino que…
—¿Un minisubmarino?
—Efectivamente. Rex lo utilizaba para buscar barcos hundidos. Y tú vas a utilizarlo para averiguar qué es lo que está enterrado debajo del fondo del mar. Hasta entonces, te quedarás en esta habitación y descansarás. Si intentas escapar, te pegaré un tiro y entregaré tu cadáver a los policías para cobrar la recompensa.
Levanta la sábana por el lado que le cubre los pies. Mick tiene el tobillo izquierdo esposado al bastidor de la cama.
—Ahora sí que lo entiendes.
CENTRO DE VUELO ESPACIAL GODDARD DE LA NASA
GREENBELT, MARYLAND
Ennis Chaney acompaña a regañadientes al técnico de la NASA por el antiséptico pasillo de baldosas blancas.
El vicepresidente no está de buen humor. Estados Unidos se encuentra al borde de la guerra, y su misión consiste en estar al lado del presidente y de la Junta de Jefes de Estado Mayor, no en ponerse siempre a disposición del director de la NASA. «Condenado tuerto, seguro que piensa enviarme a otra de sus malditas misiones imposibles…».
Lo sorprende encontrarse a un guardia de seguridad apostado junto a la puerta de la sala de reuniones.
Al ver a Chaney, el guardia teclea un código de seguridad y abre la puerta.
—Adelante, señor, están esperándolo.
Brian Dodds, el director de la NASA, está sentado a la cabecera de la mesa, flanqueado por Marvin Teperman y una mujer de treinta y muchos vestida con una bata blanca de laboratorio.
Chaney advierte las ojeras que luce Dodds.
—Señor vicepresidente, pase. Gracias por venir tan rápidamente. Le presento a la doctora Debra Aldrich, uno de los mejores geofísicos de la NASA, y creo que al doctor Teperman ya lo conoce.
—Hola, Marvin. Dodds, espero que esto sea importante…
—Lo es. Siéntese, señor… por favor.
Dodds toca un interruptor del teclado que tiene ante sí. Las luces de la sala se atenúan y sobre la mesa aparece una imagen holográfica del golfo de México.
—Esta imagen procede del satélite de observación oceanográfica de la NASA, el SEASAT. Tal como usted solicitó, hemos empezado a examinar el Golfo en el intento de aislar el origen de la marea negra.
Chaney observa que la imagen da un salto y vuelve a enfocarse sobre un tramo de océano enmarcado por un círculo blanco superpuesto.
—Empleando un radar de apertura sintética de banda de rayos X, hemos logrado localizar la marea negra en estas coordenadas, un área situada a unas treinta y cinco millas al noroeste de la península del Yucatán. Ahora observe esto.
Dodds pulsa otro interruptor. El holograma del océano se disuelve en brillantes manchas azules y verdes, en el centro de las cuales se ve un círculo de luz muy blanca cuyos bordes exteriores van cambiando a un tono más frío de amarillo y después rojo.
—Lo que estamos viendo es una imagen térmica de la zona en cuestión. Como puede ver, ahí abajo hay algo muy grande, y está irradiando tremendas cantidades de calor.
—Al principio creímos que habíamos encontrado un volcán submarino —añade la doctora Aldrich—, pero los estudios geológicos llevados a cabo por la Compañía Nacional Petrolera de México confirman que en esa zona no hay volcanes. Hemos hecho unas pruebas más y hemos descubierto que ese lugar está emitiendo ingentes cantidades de energía electromagnética. Eso en sí no es que sea particularmente sorprendente; ese lugar se encuentra casi en el centro exacto del cráter de impacto de Chicxulub, una zona que contiene fuertes campos magnéticos y gravitacionales…
Chaney alza una mano.
—Disculpe que la interrumpa, doctora. Estoy seguro de que este tema le resulta fascinante a su gente, pero…
Marvin agarra la muñeca del vicepresidente.
—Están intentando decirle que allí abajo hay algo, algo más importante que su guerra. Brian, el vicepresidente es un hombre muy ocupado. Por qué no te saltas lo de las lecturas de gravedad radiométricas y nos enseñas las imágenes de tomografía acústica.
Dodds cambia el holograma. Las manchas de color se disuelven y se transforman en una imagen en blanco y negro del lecho marino. En el fondo fracturado de color gris se distingue una abertura profunda y negra, bien definida, en forma de túnel.
—Señor, la tomografía acústica es una técnica de detección a distancia que hace pasar haces de radiación acústica, en ese caso ecos de pulsos ultrasónicos, a través del fondo del mar, lo cual nos permite ver objetos que están enterrados debajo.
Chaney contempla asombrado un gigantesco objeto tridimensional, de forma ovoide, que comienza a definirse debajo del agujero grande. Dodds manipula la imagen y separa dicha forma del fondo marino hasta suspenderla por encima de todos los presentes.
—¿Qué diablos es eso? —pregunta Chaney con voz ronca.
Marvin sonríe.
—Tan sólo el descubrimiento más impresionante de toda la historia de la humanidad.
La masa de forma ovoide se sitúa justo sobre la cabeza de Chaney.
—¿De qué estás hablando, Marvin? ¿Qué demonios es esta cosa?
—Ennis, hace sesenta y cinco millones de años, se estrelló en un mar tropical poco profundo que formaba parte de lo que actualmente es el golfo de México un objeto de un tamaño entre once y trece kilómetros y aproximadamente un billón de toneladas de peso que viajaba a una velocidad de cincuenta y seis kilómetros por segundo. Lo que estamos viendo es lo que queda del objeto que chocó contra nuestro planeta y acabó con los dinosaurios.
—Venga, Marvin, esa cosa es enorme. ¿Cómo iba a haber sobrevivido nada a un impacto así?
—La mayoría de los seres vivos no sobrevivieron. La masa que estamos viendo tiene sólo un kilómetro y medio de diámetro, aproximadamente una décima parte del tamaño original. Los científicos llevan años debatiendo si el objeto que chocó contra la Tierra fue un cometa o un asteroide. ¿Y si no fue ninguna de las dos cosas?
—Deja de hablar con acertijos.
Marvin mira fijamente la imagen holográfica, que gira lentamente, como hipnotizado.
—Lo que estamos viendo es una estructura uniforme, compuesta por iridio y sabe Dios qué otros materiales, que descansa más de un kilómetro y medio por debajo del fondo del mar. La carcasa exterior es demasiado gruesa para que los sensores de nuestro satélite hayan podido atravesarla…
—¿La carcasa exterior? —Los ojillos de mapache se abren como platos—. ¿Estás diciendo que ese objeto enterrado es una nave espacial?
—Los restos de una nave espacial, tal vez incluso sea una estructura aparte, interna, situada en el interior de la nave igual que el núcleo de corcho que contienen las pelotas de golf. Sea lo que sea, o lo que fuera en su momento, se las arregló para sobrevivir mientras el resto de la nave se desintegró tras el impacto.
En ese momento levanta la mano Dodds.
—Aguarde un momento, doctor Teperman. Señor vicepresidente, todo esto no son más que suposiciones.
Chaney mira fijamente a Dodds.
—Sí o no, director Dodds: ¿es esa cosa una nave espacial?
Dodds se limpia el sudor de la frente.
—En estos momentos no sabemos exactamente lo…
—El agujero del fondo del mar, ¿conduce al interior de esa nave?
—No lo sabemos.
—Maldita sea, Dodds, ¿qué es lo que saben exactamente?
Dodds respira hondo.
—Por una parte, sabemos que es imperativo que traslademos a esa zona nuestros barcos de superficie antes de que encuentre esa masa otro país.
—Está eludiendo los hechos igual que un político, director Dodds, y sabe perfectamente que eso me cabrea. Hay algo que no quiere decirme. ¿De qué se trata?
—Lo siento, tiene razón, hay algo más, mucho más. Supongo que yo mismo me siento un poco aturdido. Algunos de nosotros, incluido yo mismo, estamos convencidos de que la señal de radio del espacio profundo que hemos recibido no iba dirigida a nosotros. Es… posible que su objetivo fuera poner en marcha algo que hay dentro de esa estructura desconocida.
Chaney mira a Dodds de hito en hito sin poder creerlo.
—Al decir «poner en marcha», ¿se refiere a despertar?
—No, señor. Más bien a activar.
—¿Activar? Explíquese.
Debra Aldrich saca de su carpeta un informe de seis páginas.
—Señor, esto es una copia de un informe del SOSUS enviado el mes pasado a la Administración Nacional del Océano y la Atmósfera por un biólogo de Florida. En él se detallan unos sonidos sin identificar originados bajo el fondo marino del cráter de impacto de Chicxulub. Por desgracia, el director en funciones de dicha entidad tardó un poco en verificar la información, pero ahora hemos confirmado que esa acústica de tonos agudos tiene su origen directamente en el interior de esta estructura ovoide. Por lo visto, dentro de esa masa hay un alto nivel de actividad muy compleja, con toda probabilidad de índole mecánica.
El director de la NASA asiente.
—De forma complementaria, pedimos a la estación receptora central de la Marina que se encuentra en Dam Neck que efectuara un análisis completo de toda la acústica de alto nivel de decibelios que se ha grabado en los seis últimos meses. Aunque los sonidos se perciben sólo como una estática de fondo, los datos confirman que esos sonidos subterráneos se iniciaron el 23 de septiembre, precisamente en la misma fecha en que llegó a la tierra la señal de radio del espacio profundo.
Chaney cierra los ojos y se masajea las sienes, un poco abrumado.
—Y todavía hay más, Ennis.
—Oh, por Dios santo, Marvin. ¿No podrías darme un minuto para tragar todo esto antes de…? No importa, adelante.
—Lo siento, ya sé que todo esto resulta un poco increíble, ¿verdad?
—Termina…
—Hemos finalizado el análisis de la marea negra. Una vez que la toxina entra en contacto con tejido orgánico, no se limita a hacer que se descompongan las paredes de las células, sino que además altera su composición química básica en el nivel molecular, lo cual produce una pérdida total de la integridad de la pared celular. Esta sustancia actúa igual que un ácido, y el resultado, como ya hemos visto, es una hemorragia generalizada. Pero lo más interesante es que esta sustancia no es un virus, ni siquiera un organismo vivo, pero en cambio contiene grandes cantidades de silicio y un ADN peculiar.
—¿ADN? Por Dios, Marvin, ¿qué estás diciendo?
—No es más que una teoría…
—Déjate de juegos. ¿Qué es?
—Desechos animales. Materia fecal.
—¿Materia fecal? ¿Quieres decir que es mierda?
—Pues… sí, pero más exactamente mierda extraterrestre, y muy antigua. Ese lodo contiene trazas químicas de elementos que creemos que se originan en un organismo vivo, una forma de vida basada en el silicio.
Chaney se reclina en su asiento, mentalmente exhausto.
—Dodds, apague ese maldito holograma, ¿quiere? Me está dando dolor de cabeza. Marvin, ¿estás diciendo que allí abajo todavía podría haber algo vivo?
—No, rotundamente no, señor —interrumpe Dodds.
—Se lo estoy preguntando al doctor Teperman.
Marvin sonríe.
—No, señor vicepresidente, no estoy dando a entender nada de eso. Como ya he dicho, esa materia fecal, si es que es materia fecal, es muy antigua. Aun cuando una forma de vida extraterrestre hubiera logrado sobrevivir al impacto, desde luego llevaría muerta más tiempo del que lleva nuestra especie poblando la Tierra. Además, una forma de vida con base de silicio como ésta probablemente no podría existir en un entorno compuesto de oxígeno.
—Entonces explícame qué demonios está pasando aquí.
—Bien, por increíble que parezca, hace sesenta y cinco millones de años se estrelló contra la Tierra una nave extraterrestre, obviamente años luz por delante de nuestra tecnología. Dicho impacto fue un acontecimiento tremendo para la historia de la humanidad, ya que ese cataclismo, al causar la extinción de los dinosaurios, dio paso a la posterior evolución de nuestra especie. Fuera cual fuese la forma de vida que estaba en el interior de esa nave, probablemente envió una señal de socorro a su mundo de origen, el cual nosotros estamos convencidos de que se encuentra en la constelación de Orión. Se trataría de un procedimiento de actuación estándar, nuestros propios astronautas harían lo mismo si se encontrasen atrapados en Alfa Centauro o en cualquier otro mundo alejado, a varios años luz de aquí. Naturalmente, las enormes distancias descartan la posibilidad de enviar una misión de rescate. Una vez que los homólogos en Orión de nuestro Control Extraterrestre de la NASA recibieran la llamada de socorro procedente del espacio profundo, lo único que podrían hacer sería intentar reactivar los ordenadores que hay a bordo de su nave espacial y recoger los datos que les fuera posible.
La doctora Aldrich ratifica la explicación de Dodds con un gesto de asentimiento.
—Lo más probable es que ese lodo negro se haya liberado de manera automática cuando la señal reactivó algún sistema de soporte vital alienígena.
El director de la NASA apenas puede reprimir la emoción.
—Olvide lo de construir un transmisor en la Luna. Si Marvin está en lo cierto, podríamos acceder a esa nave y, en principio, comunicarnos directamente con esa inteligencia extraterrestre utilizando sus propios equipos.
—Suponiendo que el mundo de ese extraterrestre siga existiendo —apunta Marvin—. La señal del espacio profundo habría sido transmitida hace millones de años. Que nosotros sepamos, el sol de ese planeta podría haberse transformado en una supernova…
—Sí, sí, por supuesto tienes razón en eso. Lo que quiero decir es que se nos ofrece una oportunidad increíble de acceder a una tecnología avanzada que tal vez haya sobrevivido en el interior de ese objeto. El potencial caudal de conocimientos que hay allí abajo podría acelerar nuestra civilización hasta bien entrado el próximo milenio.
El vicepresidente nota que le tiemblan las manos.
—¿Quién más está enterado de esto?
—Sólo los que estamos presentes en esta sala y un puñado de altos cargos de la NASA.
—¿Y ese biólogo del SOSUS, el de Florida?
—El biólogo ha muerto —contesta Aldrich—. El servicio de guardacostas de México ha recuperado su cadáver en el Golfo esta semana, cubierto por ese lodo.
Chaney jura para sus adentros.
—Está bien, es evidente que voy a tener que informar de esto al presidente ahora mismo. Mientras tanto, quiero que se cierre inmediatamente el acceso público al SOSUS. Esta información debe mantenerse accesible sólo en caso de necesidad. A partir de ahora, esta operación será secreta, ¿entendido?
—¿Y las fotos del satélite? —pregunta Aldrich—. Puede que en el Golfo esa masa tan sólo represente una mota minúscula, pero sigue siendo una mota muy brillante. Con el tiempo la descubrirá un satélite GOES o SPOT. Cuando enviemos a la zona un buque de la Marina o incluso un barco científico, revelaremos el secreto al resto del mundo.
El director de la NASA afirma con la cabeza.
—Señor, Debra tiene razón. No obstante, creo conocer el modo de mantener esta operación en secreto y al mismo tiempo permitir que nuestros científicos accedan sin restricciones a lo que hay allí abajo.
WASHINGTON, DC/MIAMI, FLORIDA
Anthony Foletta cierra con llave la puerta de su despacho antes de sentarse a su mesa para atender la comunicación telefónica. En el monitor aparece la imagen de Pierre Borgia.
—¿Dispone de una actualización, director?
Foletta mantiene el tono de voz bajo.
—No, señor, pero la policía está vigilando de cerca a la chica. Estoy seguro de que con el tiempo Gabriel terminará por ponerse en contacto con ella y…
—¿Con el tiempo? Oiga, Foletta, tiene que dejar perfectamente claro que Gabriel es un tipo peligroso, ¿entiende? Dé instrucciones a la policía para que disparen a matar. Lo quiero muerto, o de lo contrario ya puede usted despedirse de ese puesto de director en Tampa.
—Gabriel no ha asesinado a nadie. Los dos sabemos que la policía no lo matará…
—Pues entonces contrate a alguien que lo mate.
Foletta baja la vista como si estuviera dejando calar las palabras del secretario de Estado, pero en realidad ya esperaba una orden así desde que se fugó su residente.
—Es posible que conozca a una persona capaz de hacer eso, pero va a costar mucho dinero que lo haga bien.
—¿Cuánto?
—Treinta. Más gastos.
Borgia lanza un bufido de burla.
—Es usted una birria de jugador de póquer, Foletta. Le enviaré veinte, y ni un céntimo más. Lo tendrá dentro de una hora.
El telemonitor muestra el tono de llamada.
Foletta desconecta el sistema y a continuación verifica que la conversación se ha grabado. Por espacio de largos instantes, estudia su próxima jugada. Luego saca su teléfono móvil del cajón de la mesa y marca el número del busca de Raymond.
ISLA SANIBEL, FLORIDA
El Lincoln blanco se detiene en el camino de entrada cubierto de gravilla. Del asiento del conductor se apea Karen Simpson, una rubia teñida de treinta y un años, muy bronceada, con un vestido de un luminoso verde piscina, y rodea ceremonialmente el coche hasta la portezuela del pasajero para ayudar a salir a su madre, Dory.
Media manzana más abajo, un agente de policía vestido de paisano las observa desde una furgoneta de vigilancia mientras ellas, con expresión afligida y cogidas del brazo, se dirigen lentamente hacia la casa de los Axler, donde está celebrándose el shivah, el acto en que los judíos se reúnen a expresar el luto.
Se han dispuesto varias mesas con comida para la familia y los amigos de los fallecidos. Por la casa pululan más de treinta invitados charlando, comiendo, narrando anécdotas; haciendo lo que pueden para consolarse unos a otros.
Dominique y Edie están sentadas juntas en un banco provisto de cojines frente al mar, contemplando cómo empieza a ponerse el sol por el horizonte.
A media milla de la costa, un pescador se esfuerza por subir la rebosante red a bordo del Hatteras, un barco de dieciséis metros de eslora.
Edie lo señala con la cabeza.
—Parece ser que por fin han cogido algo.
—Ya no van a coger nada más.
—Cariño, prométeme que tendrás cuidado.
—Te lo prometo.
—¿Y estás segura de saber manejar ese minisub?
—Sí, me enseñó Iz… —Se le llenan los ojos de lágrimas al recordar—. Estoy segura.
—Sue dice que deberías llevarte la pistola.
—No me he tomado tantas molestias en ayudar a Mick a escapar para ahora pegarle un tiro.
—Opina que no deberías ser tan confiada.
—Sue siempre ha sido un poco paranoica.
—¿Y si tuviera razón? ¿Y si Mick fuera en realidad un psicópata? Podría ponerse violento y violarte. Al fin y al cabo, ha estado encerrado once años y…
—No me hará nada.
—Por lo menos llévate mi pistola tranquilizadora. Es pequeña, de hecho parece un encendedor. Te cabe en la palma de la mano.
—Bueno, me la llevaré, pero no voy a necesitarla.
Edie gira la cabeza y ve que se acerca Dory Simpson, y que su hija Karen se dirige hacia la casa.
Dominique se pone de pie y le da un abrazo a la recién llegada.
—¿Te apetece tomar algo?
Dory se sienta al lado de Edie.
—Ah, pues sí, una tónica sin azúcar. Por desgracia, no puedo quedarme mucho tiempo.
A bordo del Hatteras, el detective Sheldon Saints observa por sus prismáticos de alta potencia colocados sobre un trípode dentro de la cabina principal del barco cómo Dominique se encamina hacia la casa.
Otro detective, vestido con pantalón corto, una camiseta de los Bucaneros de la Bahía de Tampa y una gorra de visera, entra en la cabina.
—Sabes, Ted acaba de pescar un pez.
—Ya era hora, joder. Sólo llevamos ocho malditas horas aquí sentados. Pásame los nocturnos, está oscureciendo demasiado para ver nada.
Saints fija al trípode los prismáticos ITT Night Mariner-260 y mira por ellos. Seguidamente ajusta la óptica, que convierte la escasa luz reinante en diversos matices de verde, permitiéndole así la visión. Cinco minutos después, observa que la bella sospechosa de melena larga y negra emerge de la casa llevando una lata de tónica en cada mano. Se acerca al banco, ofrece una bebida a cada mujer y después toma asiento entre las dos.
Transcurren veinte minutos más. Ahora el detective ve que sale de la casa la rubia del vestido verde piscina y se dirige hacia las tres mujeres sentadas. Abraza a Axler y luego ayuda a su madre a levantarse del banco y la guía hacia la entrada principal.
Saints la mira unos segundos más y después vuelve a enfocar el banco, donde continúan sentadas la mujer de más edad y la guapa de melena negra, cogidas de la mano.
Dory Simpson sube al asiento delantero del Lincoln al tiempo que la joven arranca el motor. La rubia da marcha atrás por la entrada de gravilla y después enfila hacia el suroeste, en dirección a la carretera principal de la isla.
Dominique introduce una mano por debajo de la peluca para rascarse el cuero cabelludo.
—Siempre he querido ser rubia.
—Déjatela puesta hasta que salgamos del embarcadero. —Dory le entrega la pequeña pistola tranquilizadora, que tiene el tamaño de un encendedor de gas—. Edie ha dicho que la lleves encima a todas horas, y yo le he prometido que te obligaré a que la lleves. Oye, ¿estás segura de saber manejar con soltura el minisub?
—No me va a pasar nada.
—Porque puedo ir yo con ustedes.
—No, me siento mejor sabiendo que Karen y tú estáis aquí para cuidar de Edie en mi ausencia.
Para cuando llegan al muelle privado de Captiva ya es muy tarde. Dominique se despide de Dory con un abrazo y echa a andar por el embarcadero de madera hacia la lancha motora de siete metros Grady-White que la está esperando.
Sue Reuben le ordena que desanude el cabo de popa. Segundos después, están avanzando a toda velocidad sobre las aguas del Golfo.
Dominique se quita la peluca antes de que se la arranque el viento, y acto seguido retira la lona alquitranada.
Mick está tendido de espaldas, con la muñeca derecha esposada al fondo del asiento del pasajero. Le sonríe al verla, y se encoge acusando los brincos que da la proa del barco al chocar contra las olas de sesenta a noventa centímetros, golpeándose la cabeza dolorosamente contra la cubierta de fibra de vidrio.
—Sue, ¿dónde está la llave?
—Pienso que deberías dejarlo ahí quieto hasta que lleguemos al barco. No tiene sentido correr riesgos…
—A esta velocidad, se mareará antes de llegar. Dame la llave. —Dominique le quita la esposa y lo ayuda a situarse en el asiento—. ¿Cómo te encuentras?
—Mejor. Aquí la enfermera Mano de Hierro lo ha hecho muy bien.
Llegan al barco de catorce metros. Sue apaga los motores y deja que la inercia termine de acercarlos.
Mick sube a bordo.
Sue da un abrazo a Dominique.
—Ahora ten mucho cuidado. —Le pone la Magnum en la mano.
—Sue…
—Calla. No hagas aspavientos. Si intenta algo, le vuelas la cabeza.
Dominique se guarda la pistola en el bolsillo del cortavientos y a continuación sube al barco. Se despide con la mano mientras la motora se aleja a toda velocidad.
Ahora todo ha quedado en silencio, el barco se bambolea sobre el negro mar, bajo un cielo estrellado.
Dominique mira a Mick, pero no alcanza a ver sus ojos en la oscuridad.
—Supongo que deberíamos irnos ya, ¿no? —«Relájate, se te nota en la voz lo nerviosa que estás».
—Dom, antes tengo que decirte una cosa.
—Olvídalo. Puedes darme las gracias ayudándome a averiguar qué le sucedió a Iz.
—Lo haré, pero no es eso lo que quiero decirte. Sé que todavía albergas dudas sobre mí. Necesitas tener la seguridad de que puedes fiarte de mí. Ya sé que te he pedido demasiado, pero te juro por el alma de mi madre que antes me haría daño a mí mismo que permitir que te sucediera nada malo a ti.
—Te creo.
—Y no estoy loco. Ya sé que a veces lo parezco, pero no lo estoy.
Dominique desvía la mirada.
—Lo sé. Mick, en serio, pienso que deberíamos irnos ya, la policía ha estado vigilando la casa todo el día. Las llaves deben de estar debajo del asiento del pasajero, en el puente. ¿Te importaría?
Mick se dirige al puente de mando. Ella espera a que se pierda de vista para sacarse la pistola del bolsillo del chubasquero. Se queda mirando el arma y se acuerda de la advertencia de Foletta: «Estoy seguro de que Michael se mostrará encantador, deseará impresionarla».
El motor cobra vida de pronto.
Dominique contempla la pistola, titubea, y entonces la lanza por la borda.
«Que Dios me ayude…».