Capítulo 14

25 de noviembre de 2012

MIAMI, FLORIDA

21.45 horas

El Pronto Spyder negro vira a la derecha para tomar la calle Veintitrés, ejecuta un giro en U y aparca junto a un poste de teléfono que hay en el bordillo, justo al lado de la tapia de hormigón de color blanco brillante y de siete metros de altura. Esa bocacalle, que bordea al psiquiátrico por su costado norte, continúa hacia el oeste a lo largo de dos manzanas más antes de terminar en un callejón sin salida junto a un taller textil abandonado. El barrio está destartalado y la calle desierta salvo por una pequeña furgoneta Dodge estacionada al fondo de la manzana.

Dominique sale del coche, bombeando adrenalina. Abre el maletero, verifica que no hay nadie en las inmediaciones y saca un rollo de quince metros de cuerda de nailon blanca y de un centímetro y medio de grosor. La cuerda tiene nudos atados a intervalos de sesenta centímetros.

Se agacha como si estuviera inspeccionando el neumático trasero, anuda un extremo de la soga a la base del poste telefónico y regresa al maletero. Abre la enorme caja de cartón y extrae un helicóptero de juguete de ochenta centímetros controlado por radio. Del minúsculo tren de aterrizaje cuelga un gancho metálico. Dominique sitúa el último nudo de la cuerda de nailon dentro del gancho y cierra éste.

«Muy bien, ahora procura no joderla. Que la cuerda no toque el alambre de espino».

Arranca el motor a pilas del helicóptero en miniatura y se encoge al oír el escándalo que arma el agudo silbido de los rotores. El helicóptero de juguete se despega del suelo y asciende tambaleándose un poco, luchando por arrastrar consigo la soga de nailon. Dominique lo maniobra para que suba en vertical hasta rebasar la tapia de seguridad cargando con toda la cuerda.

«Muy bien, despacio y sin prisas…».

Sirviéndose de la palanca de mando, guía el helicóptero para que pase por encima de la tapia y se sitúe dentro del patio. Entonces activa el gancho y suelta la cuerda.

La cuerda anudada cae al patio; se ha deslizado por entre las bobinas de alambre y ha quedado apoyada sobre el filo del muro de hormigón.

«Perfecto. ¡Adelante!». Dominique gira la palanca de mando hacia la derecha. El helicóptero va a toda velocidad hacia el taller textil que hay al fondo de la calle y desaparece por el tejado del edificio abandonado. A continuación desconecta el control remoto y oye a lo lejos cómo se estrella el juguete con un fuerte ruido de plástico roto.

Cierra el maletero, vuelve a meterse en el deportivo y se encamina hacia el aparcamiento del personal.

Consulta el reloj: las diez y siete minutos. «Casi es la hora». Busca en la guantera, saca una gastada llave para bujías, apaga el motor y abre el capó del coche.

Tres minutos después vuelve a cerrarlo y se limpia las manos de grasa con un trapo húmedo. Tras retocarse el maquillaje, dedica unos momentos a ajustarse la ceñida camiseta y cubrirse el visible escote con el jersey de cachemir rosa.

«Bueno, Mick, ahora ya es cosa tuya».

Acto seguido corre a la entrada del edificio rezando por que Mick haya conservado la lucidez durante la conversación que han tenido esa misma tarde.

22.14 horas

Michael Gabriel está sentado en el borde del delgado colchón, con sus ojos negros y ausentes fijos en el suelo. Tiene la boca abierta y le cae un hilo de saliva del labio inferior. Su destrozado brazo izquierdo descansa sobre el muslo, con la palma vuelta hacia arriba, como ofrenda al carnicero. El brazo derecho está recogido al costado, con el puño cerrado a medias.

Oye aproximarse al celador.

—Eh, Marvis, ¿es verdad? ¿Es éste el vegetal de anoche?

Mick aspira profundamente procurando aquietar su pulso. La presencia del guardia de seguridad de la séptima planta le complica las cosas. «Sólo tienes una oportunidad. Si hace falta, cárgatelos a los dos».

Marvis apaga la televisión de esa sección y termina de limpiar las manchas de zumo de uva que hay en la mesita.

—Sí. Mañana se lo lleva Foletta a Tampa.

Se abre la puerta. Con su visión periférica, Mick ve acercarse al sádico y distingue la sombra de otro hombre junto a la puerta.

«Aún no. Si saltas, Marvis cerrará de un portazo. Espera a que esté despejado. Deja que te pinche ese animal».

El celador agarra la muñeca izquierda de Mick y clava la jeringa en la hinchada vena, a punto de partir la punta de la aguja al inyectarle la Thorazina.

Mick contrae los músculos abdominales para dominar el intenso dolor y obliga a la parte superior de su cuerpo a no moverse.

—Oye, Barnes, no seas tan bruto o volveré a dar parte de ti.

—Que te jodan, Marvis.

Marvis menea la cabeza en un gesto negativo y se va.

Mick pone los ojos en blanco. Su cuerpo se vuelve gelatina y se desploma en la cama hacia el lado izquierdo, con la mirada fija al frente, igual que un zombi.

Barnes comprueba que Marvis se ha ido, y entonces se baja la cremallera de la bragueta.

—Eh, nenita, ¿te apetece probar a qué sabe una cosa? —Se inclina y se acerca al rostro de Mick—. ¿Qué tal si abrimos esa preciosa boquita y…?

El celador no llega a ver el puño, tan sólo la explosión de luz roja cuando se estrellan contra su sien los nudillos de Mick.

Barnes se desmorona en el suelo, conmocionado pero todavía consciente.

Mick lo agarra por el pelo y lo mira a los ojos.

—O te portas bien, o lo lamentarás, hijo de puta.

Y acto seguido le propina a Barnes un rodillazo en la cara, teniendo cuidado de no manchar de sangre el uniforme.

22.18 horas

Dominique introduce la contraseña numérica y aguarda a que la cámara de infrarrojos haga un barrido de su cara. La luz roja se pone verde y le permite pasar al interior del puesto de seguridad central.

Raymond se gira para mirarla.

—Vaya, pero a quién tenemos aquí. ¿Vienes a presentar tus respetos por última vez a tu novio el sicótico?

—Tú no eres mi novio.

Raymond descarga un golpe con el puño contra la jaula de acero.

—Los dos sabemos a quién me refiero. Pues vas a tener que esperar un poco, porque ahora voy a hacerle una pequeña visita. —Esboza una sonrisa amarilla—. Sí, princesa, tu amiguito y yo vamos a pasarlo pero que muy bien.

—Haz lo que te dé la gana. —Se dirige hacia el ascensor.

—¿Qué quieres decir con eso?

—He terminado. —Dominique saca un sobre de su bolso—. ¿Ves esto? Es una carta de dimisión. Me salgo del programa de interinidad y dejo los estudios. ¿Está Foletta en su despacho?

—Ya sabes que no.

—Bueno, pues se la dejaré a Marvis. Púlsame la séptima planta, si es que puedes.

Raymond la observa con suspicacia. Activa el ascensor y pulsa el botón de su consola que corresponde a la séptima planta, y a continuación contempla a Dominique en el monitor de la cámara de seguridad.

Marvis se encuentra a punto de levantarse de su mesa para ir a buscar a Barnes, cuando en eso se abre la puerta del ascensor.

—¿Dominique? ¿Qué haces tú aquí?

Se lleva a Marvis del brazo por detrás de la mesa, para alejarlo del ascensor y del pasillo que conduce a la sección de Mick.

—Quería hablar contigo, pero no quiero que nos oiga el celador ese, Barnes.

—¿Qué es lo que no tiene que oír?

Dominique le enseña el sobre.

—Dimito.

—¿Por qué? Pero si casi has finalizado el semestre.

A ella se le llenan los ojos de lágrimas.

—Mi… Mi padre ha muerto en un accidente de navegación.

—Maldita sea. Cuánto lo siento.

Dominique deja escapar un sollozo y permite que Marvis la consuele. Apoya la cabeza en su hombro, con la vista fija en el corredor que da acceso a la sección 7-C.

Mick, con paso inseguro, sale de su habitación vestido con el uniforme y la gorra de Barnes. Cierra la puerta de golpe y se dirige hacia el ascensor.

Dominique pone una mano en el cuello de Marvis como si fuera a abrazarlo, para asegurarse de que no vuelva la cabeza.

—¿Te importaría hacerme el favor de encargarte de que el doctor Foletta reciba esta carta?

—Claro. Oye, ¿te apetece dar una vuelta, ya sabes, para hablar o algo?

Se abren las puertas del ascensor. Mick se mete dentro con dificultad.

Dominique se aparta de Marvis.

—No, ya se me está haciendo tarde. Tengo que irme de viaje. Mañana por la mañana es el funeral. Barnes, retén el ascensor, por favor…

Una manga blanca impide que se cierren las puertas.

Dominique da un beso a Marvis en la mejilla.

—Cuídate.

—Sí, tú también.

Dominique se apresura a llegar al ascensor y se cuela dentro justo cuando están cerrándose las puertas. En vez de mirar a Mick, mira directamente a la cámara situada en el rincón del techo de la cabina.

Luego, con total naturalidad, introduce una mano en su bolso.

—¿Qué piso, señor Barnes?

—Tres.

Capta la fatiga en la voz de Mick. Levanta tres dedos hacia la cámara y a continuación uno solo, y sigue mirando a la lente mientras Mick toma el pesado corta alambres que ella le ofrece con la otra mano y se lo guarda en el bolsillo.

El ascensor se detiene en la tercera planta. Las puertas se abren.

Mick sale trastabillando, y casi se cae de bruces.

Las puertas se cierran.

Mick se encuentra a solas en el pasillo. Echa a andar con esfuerzo, sintiendo que el suelo de baldosines verdes le da vueltas en la cabeza. La fuerte dosis de Thorazina ha mermado mucho sus fuerzas, y ahora no hay nada que pueda hacer para combatir la droga. Tras caer dos veces, se apoya contra la áspera pared y se obliga a sí mismo a salir al patio.

El aire de la noche lo revive momentáneamente. Consigue llegar a los escalones de hormigón y se abraza a la barandilla de acero. Girando en su visión distingue tres tramos de escaleras. Parpadea con fuerza, incapaz de despejar la niebla que le impide ver con claridad. «Está bien, puedes hacer esto. Da un paso… venga, pon el pie». Tropieza y cae rodando por los tres primeros escalones, pero se recobra. «¡Concéntrate! De uno en uno. No te apoyes…».

Cae de nuevo en los tres últimos y aterriza dolorosamente de espaldas.

Durante unos peligrosos instantes, se permite cerrar los ojos y le da al sueño la oportunidad de apoderarse de la situación. «¡No!». Rueda hacia un lado, se pone de pie a duras penas y a continuación avanza penosamente hacia el monstruo de hormigón que gira ante sus ojos.

Dominique se desabotona el jersey de cachemir, respira hondo y sale del ascensor. Al aproximarse al puesto de seguridad, clava la mirada en la decena de monitores de seguridad que tiene Raymond a su espalda y que proporcionan constantemente diversos planos del edificio.

Localiza la imagen del patio. Ve una figura vestida de uniforme que camina con gran esfuerzo en dirección al imponente muro de hormigón.

Raymond levanta la vista y le mira fijamente el escote.

Mick siente los brazos como si fueran de goma. Por más que lo intenta, no consigue que sus músculos le obedezcan.

Siente que el nudo de nailon se le resbala entre los dedos y cae tres metros, a punto de romperse los dos tobillos contra el duro suelo.

Dominique ve a Mick y reprime una exclamación. Antes de que Raymond pueda reaccionar, se quita el jersey y deja ver su escote.

—Dios, ¿por qué les permites a ésas pasar tanto calor ahí dentro? —A Raymond se le salen los ojos. Está fuera de su puesto, de pie junto a la puerta—. Te gusta provocarme, ¿a que sí?

En su visión periférica, Dominique ve que Mick se pone de pie. De repente cambia la imagen.

—Ray, afrontémoslo, con todos esos esteroides que te metes en el cuerpo, no serías capaz de mantenerla tiesa el tiempo suficiente para complacerme.

Raymond abre la puerta.

—Tienes la lengua bastante sucia para ser una tía que hace tres semanas casi me aplasta la tráquea.

—No lo pillas, ¿verdad? Ninguna chica disfruta cuando se la fuerza.

—Qué jodida… Estás intentando provocarme para que viole la condicional, ¿verdad?

—A lo mejor sólo estoy intentando pedir disculpas. —«Vamos, Mick, mueve el culo…».

El dolor lo está manteniendo consciente.

Mick aprieta los dientes con más fuerza y deja escapar un gruñido al izarse un poco más, trepando por la pared como si fuera un escalador. «Tres pasos más, sólo tres más, gilipollas, venga. Ahora dos… dos más, haz trabajar a los brazos, aprieta más los puños. Bien, bien. Para, recupera el aliento. Muy bien, el último, vamos…».

Alcanza lo alto del muro. Aferrándose como si su vida dependiera de ello, se enrolla rápidamente la cuerda una decena de veces al brazo izquierdo para no caerse. El alambre de espino se encuentra a escasos centímetros de su frente. Entonces se saca del bolsillo el corta alambres y lo coloca alineado con el tramo de alambre que hay justo a la derecha de la cuerda.

Cierra las tenazas con todas sus fuerzas, hasta que el acero se parte por la mitad. Vuelve a colocar el corta alambres y hace un supremo esfuerzo por concentrarse en el siguiente trozo de alambre a través de la neblina que le provoca la Thorazina, que ya está empezando a estrechar rápidamente su visión periférica.

Raymond se apoya contra la pared y contempla los dos bultos perfectos que pugnan bajo la camiseta de Dominique.

—Voy a proponerte un trato, princesa. Tú y yo nos damos un revolcón, y te prometo que dejo en paz a tu chico.

Dominique finge un picor para poder lanzar una mirada furtiva al monitor a través de la jaula de seguridad. Mick aún está cortando el alambre.

«Tienes que entretener a este cerdo».

—¿Quieres hacerlo aquí?

Raymond sube la mano por su brazo.

—No serías la primera.

Dominique siente una oleada de náuseas cuando él le roza el contorno del pezón con la punta del dedo índice.

Mick despeja esa parte de alambre y acto seguido se sube al muro y se queda boca abajo, en precario equilibrio. Se arrastra un par de centímetros hacia el borde y mira la caída de seis metros que hay por el otro lado.

—Uf…

Gimiendo, tira de la cuerda de nailon hacia él y la enrolla varias veces alrededor de las demás bobinas de alambre, cuyos Pinchos le perforan la piel. Se enrosca en las muñecas el extremo libre de la soga se descuelga por el otro lado de la tapia… y cae.

Mick se precipita cuatro metros antes de que la cuerda se quede trabada en el alambre y frene su caída. Colgando de las muñecas, nota que su peso tira de las bobinas de alambre intentando separarlas de lo alto del muro, hasta que por fin se deja caer sobre la acera.

Segundos después se ve en la acera a cuatro patas, mirando fijamente los faros de un coche que se acerca, igual que un ciervo desorientado.

—¡Espera, Ray, te digo que pares!

Dominique aparta la mano del culturista de su pecho y extrae de su bolso un pequeño aerosol.

—Maldita puta… ¡estás provocándome!

Ella retrocede.

—No. Es que acabo de llegar a la conclusión de que la vida de Mick no vale el precio que pides tú.

—Maldita zorra…

Dominique se da la vuelta y aprieta la cara contra el escáner térmico. «Vamos…». Aguarda a oír el zumbido, y a continuación empuja la puerta y sale a la calle.

—Muy bien, princesa, tú misma lo has querido. Ahora tu chico va a tener que aguantar un poco.

Raymond abre el cajón de su mesa. Saca un tubo de goma de dos centímetros de grosor y se encamina hacia el ascensor.

Dominique alcanza el aparcamiento, aliviada al ver que la pequeña furgoneta Dodge está saliendo a la Ruta 441. Entonces abre el capó de su coche y marca el número de teléfono pregrabado que corresponde al servicio de ayuda en carretera.

El ascensor se detiene al llegar a la séptima planta. Raymond lo desconecta y sale de él.

Marvis levanta la vista.

—¿Ocurre algo?

—Sigue viendo la televisión, Marvis.

Raymond cruza la sección 7-C y se para frente a la habitación 714. Abre la puerta.

La celda está tenuemente iluminada. En el aire flota un olor rancio a desinfectante y a ropa sudada.

El residente se halla tendido en el colchón, de espaldas a Raymond, con una sábana tapándole la oreja.

—Hola, gilipollas. Te traigo un regalito de tu novia.

Raymond asesta un fuerte golpe en la cara del hombre dormido con la porra de caucho. Un grito de dolor. El hombre intenta levantarse. Pero el hombre lo tumba de nuevo de un puntapié y lo golpea otra vez, y otra, en la espalda y en los hombros, hasta ventilar toda la rabia de su testosterona.

Después se queda de pie frente a su víctima, jadeando por el esfuerzo.

—¿Qué, te ha gustado, so cabrón? Eso espero, porque a mí me ha encantado.

Entonces retira la sábana.

—Joder…

El rabino Steinberg para la furgoneta Dodge a un lado de la carretera, junto al cubo de basura que hay detrás de la tienda de ultramarinos. Abre la portezuela corredera del costado, saca la cuerda de nailon y la tira a la basura. Luego vuelve a subirse a la furgoneta y ayuda a Mick a levantarse del suelo y sentarse en el asiento.

—¿Se encuentra bien?

Mick lo mira con unos ojos ausentes.

—La Thorazina.

—Ya sé. —El rabino le levanta la cabeza y le da a beber de una botella de agua observando con preocupación los hematomas que tiene en los brazos—. Se pondrá bien. Usted descanse, tenemos por delante un viaje bastante largo.

Mick está inconsciente antes de que su cabeza toque el asiento del coche.

Para cuando llegan los primeros coches de la policía de Dade County, la grúa ya está subiendo el Pronto Spyder a la plataforma.

Raymond sale corriendo por la puerta para recibirlos, y en eso descubre a Dominique.

—¡Es ella! ¡Deténganla!

Dominique finge sorpresa.

—Pero ¿de qué habla?

—Joder, sabes perfectamente de qué hablo. Gabriel se ha escapado.

—¡Qué Mick se ha escapado! Oh, Dios mío. ¿Cómo? —Mira a los agentes de policía—. No creerán ustedes que yo he tenido algo que ver con eso. Llevo aquí veinte minutos, sin poder moverme.

El conductor de la grúa lo corrobora con un gesto de asentimiento.

—Es verdad, agente, yo puedo dar fe de eso. Y no hemos visto nada de nada.

En eso aparece un Lincoln Continental de color marrón que frena con un chirrido delante de la entrada principal. De él se apea Anthony Foletta, vestido con atuendo deportivo en tono amarillo claro.

—Raymond, qué es lo que… Dominique, ¿qué diablos hace usted aquí?

—He pasado a entregar mi carta de dimisión. Mi padre ha muerto en un accidente de navegación. Dejo el programa. —Lanza una mirada a Raymond—. Parece ser que aquí, su matón, la ha cagado a base de bien.

Foletta la mira un instante y a continuación se lleva aparte a uno de los policías.

—Agente, soy el doctor Foletta. Soy el director de este centro. Esta mujer trabajaba con el residente que ha huido. Si lo habían planeado juntos y ella constituía su vía de escape, es muy posible que el fugado todavía esté dentro.

El policía da instrucciones a sus hombres para que penetren en el edificio con la patrulla canina, y después se dirige a Dominique.

—Señorita, recoja sus cosas y acompáñeme.