Capítulo 12

23 de noviembre de 2012

PROGRESO BEACH

PENÍNSULA DEL YUCATÁN

6.45 horas

Bill Godwin besa en la mejilla a su esposa dormida, coge el reproductor de microdiscos y sale sin hacer ruido de la habitación de la segunda planta del Holiday Inn.

Otra mañana perfecta.

Desciende por la escalera de aluminio y hormigón hasta la piscina, luego sale de la zona vallada y cruza la carretera 27 en dirección a la playa guiñando los ojos debido al fuerte sol matinal. Ante sí se extienden varios kilómetros de arena perfecta, de un blanco inmaculado, y de aguas de un azul intenso y transparentes como el cristal.

«Qué preciosidad…».

Para cuando llega al borde del agua, en el horizonte este asoman unas brillantes motas doradas por encima de una banda de nubes. Una muchacha mexicana adolescente zigzaguea surcando las serenas aguas del Golfo en una tabla de windsurf blanca y morada. Bill admira su figura mientras termina de estirarse, y a continuación se ajusta los auriculares y comienza a correr por la playa sin prisas, a un ritmo cómodo.

Este analista de márketing de Waterford-Leeman, de cuarenta y seis años, corre tres veces por semana desde que se recuperó de su segundo infarto, sufrido hace seis años. Calcula que la «milla de la mañana», como la llama su mujer, probablemente le haya regalado otros diez años de vida, y al mismo tiempo le ha permitido controlar su peso por primera vez desde su época universitaria.

Bill se cruza con otro corredor y lo saluda con un gesto de la cabeza adoptando momentáneamente el ritmo de él. Una semana de vacaciones en el Yucatán ha obrado maravillas con su presión arterial, en cambio la sabrosa cocina mexicana no le ha venido muy bien a su cintura. Llega al desierto puesto del socorrista, pero decide avanzar un poco más. Cinco minutos y ochocientos metros más adelante se detiene, totalmente agotado. Se inclina hacia delante, se quita las zapatillas de correr, guarda el reproductor en una de ellas y se encamina con decisión hacia las balsámicas aguas del Golfo para darse su chapuzón matinal.

Bill se mete en el agua hasta que el oleaje le llega a la cintura. Entonces cierra los ojos y se relaja en las templadas aguas mientras organiza mentalmente la jornada.

—Hija de puta… —Bill salta a un lado y se agarra el brazo buscando en el agua la medusa que le ha picado—. ¿Qué demonios…?

Se le ha adherido al antebrazo una sustancia negra, como el alquitrán, que le está quemando la piel.

—Malditas compañías petroleras.

Sacude el brazo dentro del agua pero no consigue librarse del cieno negro.

El dolor aumenta.

Maldiciendo en voz alta, Bill da media vuelta y regresa hacia la playa. Para cuando alcanza tambaleante la arena ya esta sangrando por ambas fosas nasales. Ve unas manchas moradas que le entorpecen la visión. Sintiéndose mareado y confuso, cae de rodillas en la arena.

—¡Necesito ayuda! ¿Puede ayudarme alguien?

Una anciana pareja de mexicanos se acerca y se para a su lado.

¿Qué pasó, señor?

—Lo siento, no hablo español… no hablo. Necesito un médico… el doctor.

El hombre lo mira fijamente.

¿El doctor?

De pronto Bill siente un dolor punzante que le inflama los globos oculares. Lanza un grito de dolor y se golpea los ojos con los puños.

—¡Oh, Dios, mi cabeza!

El hombre mira a su esposa.

Por favor, llama a un médico.

La mujer se va corriendo.

Bill experimenta la extraña sensación de que le estuvieran traspasando los ojos. Se tira del pelo y acto seguido se dobla por la cintura y vomita una bilis negra y acida.

El mexicano está inclinado sobre él, en un fútil intento de ayudar a ese americano que se encuentra mal, cuando de repente se aparta de él y se agarra el tobillo.

¡Hijo de la chingada!

El vómito ácido ha salpicado su propio pie, y ya está derritiéndole la piel.

LA CASA BLANCA

WASHINGTON, DC

Ennis Chaney siente sobre él los ojos del presidente Maller y de Pierre Borgia mientras lee las dos páginas del informe.

—¿No tenemos ninguna pista acerca del origen de ese crudo tóxico?

—Procede del Golfo, probablemente de uno de los pozos de PEMEX —afirma Borgia—. Lo más importante es que han huerto una decena de norteamericanos y varios cientos de mexicanos. Las corrientes han limitado la marea negra a la costa del Yucatán, pero es importante que vigilemos la situación para cerciorarnos de que no alcance las costas de nuestro país. También opinamos que es importante que mantengamos una presencia diplomática en México durante esta crisis medioambiental.

—¿A qué te refieres?

Chaney advierte la incomodidad de Maller.

—Pierre opina que lo mejor sería que la investigación la encabezaras tú. El problema del tráfico de drogas ha ocasionado cierta tensión en nuestras relaciones con México. Pensamos que esta situación podría ofrecernos una oportunidad para enmendar algunas cosas. Te acompañará la prensa…

Chaney deja escapar un suspiro. Aunque su mandato oficial como vicepresidente no debe comenzar hasta enero, el Congreso ha confirmado con anterioridad su nombramiento al cargo vacante. El nuevo puesto, combinado con el trabajo de ayudar a los senadores a adaptarse a su marcha del Senado, le ha supuesto un fuerte desgaste.

—A ver si lo he entendido bien: estamos preparándonos para un conflicto potencial en el golfo Pérsico, ¿pero usted quiere que me ponga al frente de una misión diplomática en México? —Chaney sacude la cabeza en un gesto negativo—. ¿Y qué diablos se supone que voy a hacer yo, aparte de presentar mis condolencias? Con el debido respeto, señor presidente, de este asunto puede encargarse nuestro embajador en México.

—Esto es más importante de lo que crees. Además —el presidente esboza una sonrisa forzada—, ¿quién más tiene estómago para ello? Tu labor con el CDC durante el estallido de fiebre del dengue en Puerto Rico hace tres años supuso un magnífico tanto para las relaciones públicas.

—Mi participación no tuvo nada que ver con las relaciones públicas.

Borgia cierra de un golpe su maletín.

—El presidente de Estados Unidos acaba de darle una orden, señor vicepresidente. ¿Piensa cumplir con su deber, o prefiere dimitir?

Los ojillos de mapache se abren como platos fulminando a Borgia con la mirada.

—Pierre, ¿te importa dejarnos a solas unos minutos?

El secretario de Estado intenta vencer a Chaney con su ojo bueno, pero su rival puede más que él.

—Pierre, por favor.

Borgia se marcha.

—Ennis…

—Señor presidente, si usted me pide que vaya, iré, naturalmente.

—Gracias.

—No tiene por qué dármelas. Sólo limítese a informar a ese cíclope de que Ennis Chaney no dimite por nadie. En lo que a mí respecta, ese muchacho acaba de situarse a la cabeza de mi lista negra.

Dos horas después, el vicepresidente sube a bordo del Sikorsky MH-60 Pave Hawk. Dean Disangro, recién ascendido a ayudante suyo, ya se encuentra dentro del aparato, al igual que dos agentes del Servicio Secreto y media docena de miembros de la prensa.

Chaney está furioso. A lo largo de toda su carrera política, jamás ha permitido que nadie lo utilizara como un lacayo de relaciones públicas. Las líneas del partido y la corrección política no significan nada para él; la pobreza y la violencia, la educación y la igualdad entre las razas, ésas son las cosas por las que merece la pena luchar. Con frecuencia se imagina a sí mismo como un quijote moderno, luchando contra los molinos de viento. «Ese tuerto se cree que puede manejarme como a una marioneta, pero acaba de meterse en una pelea callejera con el rey de todos los matones».

Dean le sirve al vicepresidente una taza de café descafeinado. Sabe que Chaney odia volar, sobre todo en helicóptero.

—Parece nervioso.

—¿Quieres callarte? ¿Qué es eso que me han dicho de que vamos a dar un rodeo?

—Debemos hacer una parada en Fort Detrick para recoger personal del USAMRIID antes de poner rumbo hacia el Yucatán.

—Maravilloso.

Chaney cierra los ojos y se agarra con fuerza a los reposabrazos cuando el Sikorsky se eleva hacia el cielo.

Treinta minutos después, el aparato toma tierra en el Instituto de Investigación Médica de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos. Desde su ventanilla, Chaney ve a dos hombres supervisando la carga de varios cajones de embalaje.

Los dos hombres suben a bordo. Uno de ellos, un individuo de cabello plateado, se presenta:

—Señor vicepresidente, coronel Jim Ruetenik. Soy el especialista militar en riesgos biológicos asignado a su equipo. Éste es mi asociado, el doctor Marvin Teperman, un exobiólogo que nos han enviado de Toronto.

Chaney examina al canadiense de escasa estatura, bigote fino y una irritante expresión de cortesía en la sonrisa.

—¿Qué es un exobiólogo, exactamente?

—La exobiología consiste en el estudio de la vida fuera de nuestro planeta. Es posible que ese lodo contenga una cepa de un virus contagioso que no hayamos visto nunca. Al USAMRIID se le ha ocurrido que podría sernos de ayuda.

—¿Qué hay en los cajones?

—Trajes Racal —responde el coronel—. Son trajes espaciales portátiles y presurizados que utilizamos sobre el terreno cuando tratamos con agentes potencialmente calientes.

—Ya sé lo que son los trajes Racal, coronel.

—Es cierto, usted estuvo en Puerto Rico durante el estallido de dengue de 2009.

—Esto otro va a ser un poco más desagradable, me temo —tercia Marvin—. A juzgar por lo que me han contado, el contacto físico con esa sustancia causa un fallo general, profusas hemorragias por todos los orificios del cuerpo.

—Lo soportaré. —Chaney se agarra al asiento cuando despega el helicóptero—. Es este maldito aparato lo que me pone nervioso.

El coronel sonríe.

—Una vez que hayamos aterrizado, nuestra primera preocupación será ayudar a los mexicanos a establecer zonas grises, es decir, áreas intermedias entre los lugares contaminados y el resto de la población.

Chaney escucha un poco más, después abate el respaldo del asiento y cierra los ojos. «Trajes Racal. Hemorragias generalizadas. ¿Qué diablos hago yo aquí?».

Cuatro horas después, el Sikorsky aminora la velocidad para quedar suspendido sobre una playa blanca manchada con parches de una sustancia negra similar al alquitrán. Hay tramos de arena infectados que se han acordonado con vallas de madera de color anaranjado.

El helicóptero sigue la línea de la playa desierta en dirección este, hacia una fila de tiendas de la Cruz Roja que se han montado a lo largo de un tramo de playa considerado seguro. A cincuenta metros de ese punto arde una enorme hoguera, de la cual se eleva una humareda marrón oscura que deja una densa estela de varios kilómetros en el cielo sin nubes.

El Sikorsky desciende y por fin se posa en un aparcamiento acordonado contiguo a la zona de las tiendas.

—Señor vicepresidente, este traje parece más o menos de su talla. —El coronel Ruetenik le entrega un traje espacial de color naranja.

Chaney ve que Dean se está poniendo un traje.

—Nada de eso. Vuelve a sentarte, tú te quedas aquí. Y también los de seguridad y la prensa.

—Mi trabajo consiste en ayudarlo a…

—Ayúdame quedándote aquí.

Veinte minutos después, Chaney emerge del helicóptero acompañado por Teperman y por el coronel. Los tres llevan puestos los aparatosos trajes Racal y el equipo de respiración.

Frente a la tienda principal los saluda un médico. Chaney repara en un líquido verde que gotea de su traje protector blanco.

—Soy el doctor Juárez. Gracias por venir tan rápidamente.

El coronel Ruetenik hace las presentaciones.

—¿Eso que tiene en el traje es la sustancia tóxica, doctor? —inquiere Chaney, señalando el líquido verde.

—No, señor. Esto es un producto medioambiental, inofensivo. Lo empleamos como desinfectante. No olvide rociar con él su traje antes de cambiarse. Si tiene la bondad de seguirme, le mostraré la sustancia peligrosa.

Chaney nota que le corren unas gotitas de sudor por un lado de la cara cuando acompaña a los demás al área que se encuentra en cuarentena.

Debajo de la tienda de la Cruz Roja hay decenas de personas tumbadas en camastros de plástico. La mayoría están en traje de baño. Todas estás cubiertas de parches negros de sangre y lodo. Las que se hallan conscientes gimen de dolor. Unos operarios vestidos con monos de plástico, guantes y gruesas botas de caucho van sacando cadáveres de la tienda al mismo ritmo que van entrando.

El doctor Juárez sacude la cabeza en un gesto negativo.

—Este lugar se ha convertido en una verdadera zona de emergencia. La mayor parte de las lesiones se han producido durante las primeras horas de la mañana, antes de que nadie se diera cuenta de lo contagiosa que es esa sustancia. Para el mediodía ya hemos puesto las playas en cuarentena, pero la primera remesa de médicos y voluntarios no ha dejado de contaminarse, lo cual ha empeorado las cosas. Hemos recurrido a identificar a las víctimas y después quemar a los cadáveres para frenar el contagio.

Penetran en una tienda contigua. Ven a una guapa enfermera mexicana embutida en un traje protector, sentada junto a un camastro y sosteniendo la mano del ocupante del mismo, un norteamericano de mediana edad.

El doctor Juárez da una palmadita de afecto en el hombro de la joven.

—Enfermera, ¿a quién tenemos aquí?

—Al señor Ellis, un artista de California.

—Señor Ellis, ¿me oye usted?

El señor Ellis está tendido de espaldas, con la mirada perdida en el espacio y los ojos muy abiertos.

Ennis Chaney siente un escalofrío. Los globos oculares de ese individuo están completamente negros.

El coronel se lleva al médico a un lado.

—¿Cómo se propaga la infección?

—Por el contacto físico con la marea negra o con excreciones infectadas de la víctima. No hay pruebas que sugieran la existencia de un virus que se transmita por el aire.

—Marvin, páseme la grabadora, por favor, y quédese a mi lado con la caja.

El coronel toma la mini grabadora que le entrega Teperman y empieza a hablar al aparato mientras ayuda al doctor Juárez en su examen.

—Parece ser que el sujeto ha entrado en contacto con la sustancia similar al alquitrán en el dedo pulgar y los dedos índice y corazón de la mano derecha. La carne de esos tres dígitos se ve quemada hasta el hueso. Los ojos están fijos, y las hemorragias los han vuelto completamente negros. El sujeto parece encontrarse en un estado de estupor. Enfermera, ¿cuánto tiempo hace que el señor Ellis entró en contacto con la marea negra?

—No lo sé, señor. Puede que dos horas.

Marvin se inclina hacia Chaney.

—Esta sustancia actúa muy deprisa.

El coronel oye el comentario y asiente con la cabeza.

—El sujeto tiene la piel pálida, casi amarilla, con unas manchas negras tanto en las extremidades superiores como en las inferiores. —El coronel Ruetenik manipula suavemente las bolsas de sangre que se ven bajo la piel del brazo de Ellis—. En las dos extremidades superiores se palpa el tercer espacio interóseo.

El doctor Juárez se sienta junto a su paciente, el cual parece estar saliendo de su estupor.

—Procure no moverse, señor Ellis. Ha entrado en contacto con una especie de…

—Me está matando este jodido dolor de cabeza. —De pronto Ellis se incorpora, y brota sangre de ambas fosas nasales—. ¿Quiénes coño son ustedes? Oh, Dios…

Sin previo aviso, Ellis expulsa por la boca, con cierta dificultad, una gran cantidad de sangre densa y negra mezclada con tejido. La sustancia chisporroteante se vierte sobre su pecho y salpica las máscaras protectoras de la cabeza de Teperman y la enfermera.

Chaney retrocede varios pasos. La visión de la sustancia negra le provoca el reflejo de vomitar. Pero se traga la náusea que le asciende a la garganta y se da la vuelta, intentando recobrar la compostura.

La enfermera permanece arrodillada junto al paciente, sosteniéndolo por ambas manos. La compasión evita que aparte la mirada del horrible semblante del enfermo que agoniza.

El señor Ellis mira fijamente al doctor Juárez y al coronel a través de dos agujeros negros, con una expresión como la de un zombi en su cara ensangrentada, sentado en una postura rígida, erecta, como si le diera miedo moverse.

—Me estoy deshaciendo por dentro —gime.

Chaney ve que la parte superior del torso de Ellis comienza a temblar y convulsionarse. Entonces, con un insufrible gorgoteo, el enfermo vomita nuevamente una sustancia negra, que esta vez le sale también por los ojos y por las fosas nasales, y le corre por el cuello seguida de un chorro de sangre de vivo color rojo.

El doctor Juárez sujeta el cuerpo del paciente por los codos al tiempo que éste sufre un violento espasmo. Chaney cierra los ojos y reza.

El médico y la enfermera vuelven a tumbar ese saco de órganos infectados, ya sin vida, sobre el camastro.

El coronel Ruetenik, de pie junto al cadáver ensangrentado, continúa fríamente con su examen.

—El sujeto parece haber sufrido un masivo fallo hemorrágico generalizado. Marvin, traiga la caja aquí. Quiero varios viales de ese excremento negro, y también muestras de tejido y de órganos.

Ennis Chaney necesita recurrir a toda su fuerza de voluntad para no vomitar dentro del casco protector de su traje. Le tiemblan ostensiblemente las piernas al observar a Marvin Teperman arrodillarse junto al fallecido y llenar varios receptáculos con sangre contaminada. Cada muestra es colocada con cuidado en la caja, un contenedor de sustancias peligrosas de forma cilíndrica hecho de cartón encerado.

Chaney está sudando profusamente. Tiene la impresión de estar asfixiándose dentro del traje.

Los cuatro hombres dejan a la enfermera para que limpie.

El coronel se lleva a Chaney a un lado.

—Señor, Marvin regresará con usted a Washington para realizar el análisis de estas muestras. Yo preferiría quedarme aquí un poco más. Si pudiera organizarlo para que…

—¡Diego! —La enfermera sale de la tienda de aislamiento gritando en español. El doctor Juárez la sujeta por las muñecas.

¡Ay, carajo!

Juárez se fija en el pequeño desgarro que presenta el codo izquierdo del traje protector de la enfermera. La piel de debajo está chisporroteando, un fragmento de vómito negro del tamaño de una moneda ya está quemando la mayor parte de la carne, en dirección al hueso.

El coronel Ruetenik le unta el brazo con el desinfectante verde.

—Cálmate, Isabel, me parece que lo hemos cogido a tiempo. —El doctor Juárez se gira hacia el vicepresidente, con la desesperación pintada en la cara y lágrimas en los ojos—. Mi esposa…

Chaney siente un nudo cada vez más grande en la garganta al contemplar el horror que se lee en los ojos de la mujer condenada.

—¡Diego, córtame el brazo!

—Isa…

—¡Diego, se infectará el niño!

Chaney se queda el tiempo suficiente para ver cómo Juárez y Ruetenik transportan hasta el quirófano a la enfermera entre gritos de dolor. A continuación, sale corriendo de la tienda intentando quitarse la protección de la cabeza y tropieza con una duna de arena. Cae de rodillas buscando con ansia la cremallera del cuello de la capucha, sintiendo la bilis que le sube por la garganta.

—¡NO!

Marvin agarra la muñeca de Chaney justo en el momento en que éste estaba a punto de quitarse la capucha. El exobiólogo unta el traje anaranjado del vicepresidente con desinfectante verde mientras Ennis vomita dentro de su máscara.

Marvin aguarda hasta que ha terminado, y seguidamente lo coge por el brazo y lo conduce hacia las duchas químicas. Los dos permanecen dentro de sus trajes protectores bajo el chorro de desinfectante, luego pasan a una segunda ducha de agua y por fin se desprenden del traje.

Chaney arroja su camisa sucia a una bolsa de plástico. Se lava la cara y el cuello y se sienta en un banco de plástico sintiéndose débil y vulnerable.

—¿Se encuentra bien?

—Joder, esto no se parece en nada a encontrarse bien. —Menea la cabeza negativamente—. He perdido el control ahí dentro.

—Ha aguantado bien. Es la cuarta vez que vengo a una zona de emergencia; el coronel ha estado ya en una decena, por lo menos.

—¿Y cómo consiguen soportarlo? —pregunta Chaney con la voz ronca y las manos aún temblorosas.

—Lo mejor es despersonalizar la situación mientras se está ahí dentro, luego te duchas, te quitas el traje y vomitas.

«Despersonalizar. Malditos molinos de viento. Me estoy haciendo demasiado viejo para seguir luchando contra ellos».

—Vámonos a casa, Marvin.

Chaney sigue a Teperman de vuelta al helicóptero. Al subir a bordo, se gira para ver a dos hombres que transportan otro cadáver a la pira funeraria.

Es el de la enfermera.