18 de noviembre de 2012
MIAMI, FLORIDA
Las salas de terapia de grupo del Centro de Evaluación y Tratamiento del Sur de Florida se encuentran en la tercera planta, frente al gimnasio, entre la sala de cine y la de los ordenadores.
Dominique está sentada al fondo de la sala 3-B, escuchando a medias la sesión de terapia vespertina del doctor Blackwell, cuando de pronto repara en un celador que transporta en una silla de ruedas a Michael Gabriel, semiinconsciente, a la sala de cine. Espera a que se vaya el celador, y entonces se escabulle de la sala de terapia.
La sala de cine está a oscuras, la única iluminación proviene de la gran pantalla de la televisión. Hay ocho residentes, repartidos por las tres docenas de sillas plegables, viendo la última entrega de la serie Star Trek.
La silla de ruedas está en la última fila. Dominique se sienta y desliza su silla hacia Mick. Éste se halla ladeado hacia un costado, derrumbado hacia delante. Una sola correa sobre su pecho es lo único que le impide caerse de bruces. Sus ojos oscuros, que antes eran intensos focos de luz, ahora parecen dos pozos negros y sin vida en los que se refleja la pantalla de televisión. Su largo cabello castaño está estirado hacia atrás. Dominique percibe un tufillo a grasa del cuero cabelludo y también un olor vulgar que desprende la ropa rancia que lleva. Presenta una barba incipiente que ya ha dejado de ser un simple sombreado y que le cubre todo salvo la cicatriz desigual que le atraviesa la mandíbula.
«Maldito seas, Foletta». Dominique se saca un kleenex de la chaqueta y le limpia el hilo de saliva que se le escapa del labio inferior.
—Mick, no sé si puedes entenderme, pero te echo de menos, de verdad. Me asquea lo que te ha hecho Foletta. Tenías toda la razón respecto a él, y me siento fatal por no haberte creído. —Posa su mano sobre la de él—. Ojalá pudieras entender lo que digo.
Para su sorpresa, la mano izquierda de Mick se gira y entrelaza sus dedos en los de ella.
—Oh, Dios mío —susurra Dominique.
Mick le hace un guiño.
Dominique a duras penas puede contener la emoción.
—Mick, no sabes cuántas cosas tengo que contarte…
—Chist. —Los ojos siguen mostrando una expresión vacía.
Dominique se inclina hacia delante con naturalidad, fingiendo interés por la película.
—Raymond, el guardia que te agredió, ha intentado violarme. Lo han suspendido, pero he oído decir que es posible que ya vuelva al trabajo la semana que viene. Ten cuidado, ha amenazado con hacerte daño para vengarse de mí. —Devuelve el apretón que le da Mick—. ¿Recuerdas que te hablé del SOSUS? He convencido a Iz para que se sirviera de él para examinar las coordenadas del Golfo que me diste. Mick, estabas en lo cierto. Ha resultado que allí abajo hay algo, sin ninguna duda, enterrado aproximadamente a un kilómetro y medio bajo el lecho marino. Iz me ha prometido que lo va a investigar.
Mick le aprieta la mano con más fuerza. Luego, sin mover los labios, susurra:
—Demasiado peligroso.
—¿Demasiado peligroso? ¿Por qué? ¿Qué piensas tú que hay allí? —Le suelta la mano al ver que ha finalizado la sesión de terapia del doctor Blackwell—. Mick, Foletta mintió en todo. He descubierto que va a marcharse a Tampa como director de un nuevo centro de máxima seguridad. A ti van a trasladarte la semana que viene.
—Ayúdame a escapar.
—Yo no puedo…
Se pone de pie al ver que se acerca el doctor Blackwell.
—Interna, no sabía que fuera usted una entusiasta de la serie Star Trek. Deduzco que esta película es más importante que mi sesión de terapia.
—No, señor. Simplemente estaba… estaba viendo cómo se encuentra este paciente. Ha estado a punto de caerse de la silla de ruedas.
—Para eso tenemos celadores. Tenga, coja esto. —Le entrega un abultado fajo de expedientes de pacientes y a continuación la separa de Mick—. Haga el favor de actualizar todos los gráficos y enviarlos a facturación dentro de una hora. No olvide anotar la sesión de terapia de hoy. Cuando haya terminado, puede participar en la reunión de nuestro equipo, en la sala de juntas de la segunda planta.
—Sí, doctor.
—Ah, y no se acerque al residente del doctor Foletta.
EL GOLFO DE MÉXICO
El yate de pesca de catorce metros y medio de eslora y de nombre Manatí surca el agua con rumbo suroeste atravesando olas de sesenta a noventa centímetros, con la proa bañada por la luz dorada del sol que se pone por el horizonte.
Bajo la cubierta, Iz Axler se sirve una taza de café mientras su mejor amigo, Carl Reuben, prepara la cena en la pequeña cocina.
El dentista jubilado se frota la calva con un paño y a continuación limpia el vapor de sus gafas bifocales.
—Dios mío, qué calor hace aquí abajo. ¿Cuánto nos falta para llegar a ese misterioso lugar que dices?
—Tres millas. ¿Qué hay para cenar?
—Ya te lo he dicho, dorada a la plancha.
—Eso ya lo hemos tomado en el almuerzo.
—Pesca una langosta, y comerás langosta. Háblame de ese lugar. ¿Has dicho que en él no hay peces?
—Exacto. Lo llamamos zona muerta.
—¿Y por qué está muerta?
—No lo sé. Por eso quiero echar un vistazo.
—¿Y cuánto tiempo tienes pensado que nos quedemos en esa zona muerta?
—¿Cuánto falta para cenar?
—Veinte minutos.
—Bueno, si en esa zona se ha instalado una plataforma petrolífera, como yo sospecho, para el postre ya habremos entrado y salido de ella.
Iz sale de la cocina y regresa a la cubierta para saborear el olor a sal del aire aderezado con el aroma del pescado a la plancha. Para él, Carl y Rex Simpson, la excursión de pesca de cinco días que hacen todos los años es el mejor momento del año. Tras una larga temporada de huracanes, las aguas del Golfo se han calmado y el tiempo ha refrescado, lo cual resulta ideal para navegar. En dos jornadas han atrapado una docena de doradas, ocho jureles de aleta amarilla y un mero. De cara al sol poniente, Iz cierra los ojos y aspira profundamente permitiendo que la templada brisa alivie su rostro quemado por el sol.
En eso se oye un golpe sordo que lo hace darse la vuelta. Rex coloca otra vez en su sitio la botella de aire y termina de sujetarla con la correa a la espalda de un chaleco hidrostático.
—¿Piensas bucear un poco, Rex?
El propietario del Club de Buscadores de Tesoros de Sanibel, que tiene cincuenta y dos años, se vuelve para mirar atrás, por encima del hombro.
—¿Y por qué no? Ya que no podemos pescar en ese lugar secreto tuyo, se me ha ocurrido que podía realizar una inmersión nocturna.
—No estoy seguro de que haya mucho que ver. —Iz ocupa de nuevo su sitio en el asiento del capitán. Coge los prismáticos para rastrear el vacío horizonte y a continuación verifica su posición en el Sistema de Localización Global, el GPS—. Qué raro.
—¿Qué es lo que es raro?
Iz desconecta el piloto automático y apaga el motor del Manatí.
—Ya hemos llegado. Éste es el punto al que me refería.
—Aquí no hay nada más que agua. —Rex se retuerce el largo cabello gris en una coleta—. Me pareció oírte decir que había una plataforma petrolífera.
—Supongo que estaba equivocado. —Iz activa la radio que conecta al barco con tierra—. Manatí llamando a Alfa, Zulú, tres, nueve, seis. Alfa Zulú, conteste. Edie, ¿estás ahí?
—Adelante, Manatí. ¿Qué tal la pesca?
—No va mal. Sobre todo doradas y jureles. Esta mañana Rex ha capturado un mero. Edie, acabamos de llegar al punto situado por encima del cráter Chicxulub. Aquí no hay nada.
—¿No está la plataforma petrolífera?
—Nada. Pero hace un tiempo perfecto y el mar está en calma. Creo que vamos a quedarnos aquí a pasar la noche, y mientras tanto haré unas pruebas.
—Ten cuidado.
—Lo tendré. Ya te llamaré más tarde.
Ahora el sol es una bola de color carmesí que desciende de forma espectacular por el costado de babor de la proa. Iz apura la taza de café y seguidamente activa el sonar del barco para ver a qué profundidad se encuentra el fondo.
A un poco más de seiscientos metros.
Rex observa a Isadore rebuscar en un compartimiento seco.
—Oye, Iz, ven a ver tu compás. Está bailando el mambo.
—Ya lo sé. Aquí hay un cráter enorme enterrado bajo el lecho marino, como de unos cien kilómetros de diámetro. Estamos muy cerca del centro, que posee un campo magnético muy potente.
—¿Qué estás haciendo?
Iz termina de amarrar un micrófono sumergible a una enorme bobina de cable de fibra óptica.
—Quiero escuchar lo que está sucediendo ahí abajo. Toma, coge este micrófono y bájalo por el costado de estribor. Ve soltando cable muy despacio.
Iz coge el extremo libre del cable y lo enchufa a un modulador de amplitud. Acto seguido arranca el ordenador, conecta los auriculares al sistema de acústica y se pone a escuchar.
«Dios santo…».
Vuelve Rex.
—Ya he bajado el micrófono. ¿Qué estás escuchando? ¿Sinatra?
Iz le pasa el auricular.
En los oídos de Rex crepita una serie de sonidos metálicos y repetitivos, parecidos a un juego de pistones y engranajes hidráulicos.
—¿Qué cojones es eso?
—No lo sé. El SOSUS detectó estos sonidos hace unas semanas. Tienen su origen aproximadamente a kilómetro y medio por debajo del fondo del mar. Yo supuse que se trataba de una plataforma petrolífera.
—Es bastante raro. ¿Se lo has dicho a alguien?
—He enviado un informe a la Marina y a la Administración del Océano, pero todavía no me han contestado.
—Es una lástima que no nos hayamos traído el Percebe.
—No sabía que tu submarino pudiera bajar a tanta profundidad.
—Pues sí que puede. En las Bahamas he bajado en él hasta mil ochocientos metros.
En ese momento aparece Carl en la cubierta, con la cara colorada como una remolacha.
—Eh, tíos, ¿queréis cenar o qué?
21.22 horas
Un tapiz de estrellas cubre el cielo nocturno despejado de nubes.
Carl está apoyado contra el espejo de popa, organizando su equipo de pesca por tercera vez ese día. Rex está abajo, fregando los platos de la cena, mientras Iz escucha la acústica submarina desde el puente de mando.
—Manatí, responda.
—Adelante, Edie.
—He estado escuchando por el SOSUS. Los ruidos están aumentando de intensidad y de velocidad.
—Lo sé. Suena casi como una locomotora.
—Iz, opino que deberíais iros de esa zona. ¿Iz?
El súbito chirrido sónico abrasa el canal auditivo de Iz igual que un hierro al rojo vivo. Rápidamente se quita los auriculares de la cabeza y cae sobre una rodilla, doblado de dolor, con una sensación de desorientación y con un silbido insoportable en los oídos.
—¡Rex! ¡Carl! —Oye tan sólo un eco amortiguado.
En eso, una luz verde como de otro mundo lo hace levantar la vista. El interior del puente de mando está iluminado por un resplandor de un tono esmeralda iridiscente que procede del agua.
Rex lo ayuda a ponerse en pie.
—¿Te encuentras bien?
Iz afirma con la cabeza, sintiendo todavía un ligero silbido en los oídos. Los dos pasan dando tumbos por encima del equipo de buceo y se reúnen con Carl en la popa, demasiado absortos en la brillante luz para reparar en el humo que sale del chamuscado tablero electrónico del modulador de amplitud.
«Dios todopoderoso». Iz y sus dos amigos contemplan el mar estupefactos, con las caras coloreadas por el resplandor verde fantasmal de esa luz etérea.
El Manatí cabecea sobre la superficie de una zona circular de mar luminiscente, por lo menos de una milla de diámetro. Iz se asoma por la borda, asombrado por la visibilidad surrealista que ha creado la fuente incandescente de luz situada en el lecho marino, a unos seiscientos metros por debajo de la embarcación.
—¡Iz, Rex, el pelo!
Carl les señala al cabello, que lo tienen de punta. Rex se palpa la coleta y la encuentra vuelta hacia arriba, como si fuera la pluma de un indio. Iz se pasa la mano por el velludo antebrazo y registra chispas de electricidad estática.
—¿Qué diablos está pasando? —susurra Carl.
—No lo sé, pero nos vamos de aquí ahora mismo. —Iz regresa corriendo al puente de mando y aprieta el botón de encendido del motor.
Nada.
Lo pulsa tres veces más. Comprueba la radio y a continuación el sistema de navegación GPS.
—¿Qué ocurre? —inquiere Carl, nervioso.
—No funciona nada. Eso que brilla ahí abajo ha cortocircuitado todos los aparatos electrónicos. —Iz se gira y ve que Rex está poniéndose el traje de buceo—. ¿Qué estás haciendo?
—Quiero ver qué es lo que hay ahí abajo.
—Es demasiado peligroso. Podría haber radiación.
—En ese caso, seguramente correré menos peligro con el traje de neopreno que vosotros aquí en cubierta. —Se ajusta las correas del chaleco al que lleva adosada la botella de aire, comprueba el regulador y se calza las aletas—. Carl, a tu lado está mi cámara sumergible.
Carl se la lanza.
—Rex…
—Iz, mi pasión es la búsqueda de emociones fuertes. Haré unas cuantas fotos y volveré a subir dentro de cinco minutos.
Iz y Carl observan impotentes cómo Rex se deja caer por el costado del barco.
—Carl, agarra un remo. Vamos a mover el barco.
El mar ofrece tal visibilidad, que Rex tiene la sensación de estar nadando en dirección a las luces sumergidas de una piscina un poco profunda. Se queda flotando dos metros por debajo del casco del barco, experimentando una sensación de paz total, dejando escapar burbujas de aire y rodeado por un suave resplandor de color verde esmeralda.
En eso, nota un movimiento por encima de la cabeza que lo hace levantar la vista. «Dios mío…».
Rex parpadea dos veces contemplando con incredulidad la grotesca criatura que se ha adherido a lo largo de la parte central de la quilla del Manatí. Son diez metros y medio de ondulantes tentáculos que salen de un bulto con forma de oruga compuesto por una sustancia gelatinosa. La criatura posee no menos de un centenar de estómagos en forma de campana que atraviesan su fibroso cuerpo color crema, cada uno provisto de una boca asquerosa y de unas venenosas proyecciones semejantes a dedos.
«Increíble». Rex no ha visto nunca un espécimen vivo, pero sabe que esa criatura es una apolemia, una especie de sifonóforo. Estas caprichosas formas de vida, que pueden alcanzar una longitud desde veinticuatro hasta treinta metros, habitan solamente las aguas más profundas y por lo tanto rara vez llega a verlas el hombre.
«La luz ha debido de ahuyentarla y hacerla subir a la superficie».
Toma varias fotos manteniéndose a lo que espera que sea una distancia prudencial de las púas venenosas de la apolemia, y seguidamente suelta aire del chaleco hidrostático y desciende.
El resplandor surreal le produce la extrañísima sensación de estar cayendo a cámara lenta. Al llegar a veinte metros, da un par de amplias patadas con las aletas para reducir la velocidad de descenso y nota que la presión en sus oídos va incrementándose. Se aprieta la nariz para compensar la presión, y se sorprende al descubrir que el dolor sigue aumentando. Entonces mira hacia abajo y ve algo que sube desde el vacío luminiscente hacia él.
Rex sonríe y extiende los brazos al tiempo que todo a su alrededor se eleva un millar de burbujas de aire del tamaño de un Volkswagen.
«Increíble».
El dolor en las cavidades de los senos lo obliga a centrarse de nuevo. En eso, oye un rugido sordo y grave que invade sus oídos y hace que las gafas reverberen y le hagan cosquillas en la nariz.
Entonces deja de sonreír al notar un fuerte retortijón en el estómago, una sensación similar a la que se experimenta cuando uno está en lo alto de una enorme montaña rusa y empieza a caer en picado. El rugido cobra intensidad.
«¡Es un terremoto submarino!».
Seiscientos metros por debajo de él, una enorme sección del fondo de piedra caliza se hunde sobre sí misma y deja al descubierto una abertura semejante a un túnel. El mar empieza a girar a medida que va siendo absorbido hacia el agujero, que va agrandándose por momentos, y en su tracción lo arrastra todo hacia el interior del profundo remolino.
La luz verde esmeralda se intensifica, casi cegando a Rex.
Iz y Carl han conseguido, remando, empujar al Manatí hasta el perímetro del brillante círculo en el agua cuando de repente una fuerza invisible parece apoderarse de la popa y arrastrar la embarcación hacia atrás. Los dos se vuelven, horrorizados, y ven que el mar está girando en un gigantesco torbellino en el sentido contrario a las agujas del reloj.
—¡Es un remolino! ¡Rema más deprisa!
En cuestión de segundos, el Manatí es atrapado y comienza a retroceder siguiendo el borde exterior del vórtice.
La potente succión ha aferrado el cuerpo de Rex con una fuerza aterradora y lo está arrastrando hacia aguas más profundas. Él patalea con más ímpetu sintiendo aumentar la presión en los oídos. Lucha por soltarse el cinturón de plomos con una mano y con la otra agarrar el tubo de caucho que ondea detrás de su cabeza.
El cinturón de plomos se suelta de su cintura y desaparece en la intensa luz. Rex se palpa el chaleco hidrostático y aprieta la válvula para inflarlo.
El descenso se ralentiza, pero no se detiene.
De pronto, una corriente de increíble fuerza lo empuja de costado como si hubiera salido expulsado de un avión. Da bandazos a un lado y al otro mientras la corriente amenaza con arrancarle el regulador y las gafas de la cara. Muerde la boquilla con fuerza y agarra sus preciadas gafas, retorciéndose inútilmente contra la implacable turbulencia.
A sus pies el mar se abre en picado. Fija la vista más allá del centenar de pisos de profundidad, en el ojo verde deslumbrante del remolino, un agujero en el mar cuya fuerza centrífuga lo empuja ahora contra la pared interior de ese creciente embudo.
El corazón de Rex late furiosamente, presa del pánico. La tracción contra su torso se incrementa y va tensando las tiras de velcro, que son lo único que impide que la botella de aire salga volando. Cierra los ojos, sintiéndose enfermo, al tiempo que el remolino lo lanza contra la pared interior a una velocidad de vértigo sin dejar de succionarlo de manera implacable hacia sus fauces.
«Voy a morir. Oh, Dios, te lo suplico, ayúdame».
Las gafas se agrietan. Una tremenda presión le aplasta la cara. Empieza a sangrarle la nariz. Siente una náusea y cierra los ojos todo lo que puede, pero chilla contra el regulador al sentir cómo sus globos oculares se separan de los nervios ópticos y se salen de sus órbitas.
Un último grito queda amortiguado en el momento en que el cerebro de Rex Simpson implosiona por fin.
Las monstruosas fuerzas G creadas por el embudo de agua han empalado el casco del Manatí contra las paredes casi verticales del vórtice, y a cada revolución van arrancando secciones enteras del barco. La fuerza centrífuga ha aplastado el cuerpo inconsciente de Carl Reuben contra la parte posterior de las piernas de Iz y ha empotrado al aterrado biólogo contra el espejo de popa de fibra de vidrio.
Iz se aferra con las dos manos a la barandilla que tiene delante. El remolino ruge en sus oídos y su vertiginosa velocidad va llevándolo poco a poco hacia la inconsciencia.
Ordena a sus ojos que se abran y los enfoca en la fuente de luz verde. Está a escasos minutos de la muerte, y ese pensamiento de algún modo le resulta aterrador y reconfortante al mismo tiempo.
De pronto el fuerte resplandor se atenúa. Iz tuerce el cuello hacia delante y se asoma precariamente por el espejo de popa. Ve rezumar un borboteo negro como el alquitrán que va surgiendo de un agujero enorme abierto en el lecho marino. La sustancia negra eructa… Iz percibe su desagradable olor a azufre y a podredumbre… y termina cubriendo con su manto el resplandor esmeralda sin dejar de subir por el embudo de agua, oscureciendo el mar, que continúa girando.
Iz cierra los ojos y se obliga a sí mismo a pensar en Edie y en Dominique conforme ese torrente enloquecedor va empujando al Manatí hacia abajo, al interior de su incesante remolino.
«Dios, que sea rápido».
En eso, Carl levanta una mano. Aferra la mano de Iz justo en el momento en que la sustancia negra sube a recibirlos.
El barco choca con la sustancia densa y parecida al alquitrán y vuelca, la proa sobre la popa, lanzando de cabeza a Iz y a Carl a las fauces del torbellino de tinta.