Capítulo 10

26 de octubre de 2012

ISLA SANIBEL, FLORIDA

Domingo, 5.20 horas

—¡Cariño, despierta!

Dominique abre los ojos y bosteza.

—¿Qué ocurre?

—Iz quiere que bajes al laboratorio. El SOSUS ha dado con algo.

Con la adrenalina a chorros, Dominique aparta la manta de una patada y acompaña a Edie por la escalera de atrás, que conduce al laboratorio de acústica.

Iz está sentado ante su terminal del SOSUS, de espaldas a ella, con los auriculares puestos. Dominique se fija en que el sistema de sonido está grabando datos.

Iz se gira en su silla para mirarla. Ella advierte que sólo lleva encima un albornoz y unas zapatillas. El pelo, ralo y gris, lo tiene revuelto y de punta alrededor de los auriculares, pero la expresión seria de su semblante le corta la risa a Dominique.

—Anoche consulté el sistema antes de irme a la cama. Lo único fuera de lo normal que había encontrado el SOSUS era lo que nosotros llamamos una «zona muerta», un área desprovista de vida marina. Eso en sí mismo no es tan insólito. El Golfo tiene zonas muertas todos los veranos, cuando el crecimiento masivo del plancton provocado por la escorrentía de fertilizantes priva de oxígeno al agua. Pero esas zonas muertas aparecen normalmente frente a las costas de Texas y de Luisiana, y nunca a esta profundidad, Sea como sea, reprogramé el SOSUS para que se concentrara en esa área y dejé el sistema toda la noche en modo de búsqueda. Hace como quince minutos ha saltado la alarma. —Iz se quita los auriculares y se los pasa a Dominique—. Escucha esto.

Dominique percibe estática algo similar al zumbido que hace un tubo fluorescente antes de sufrir un cortocircuito.

—Parece un ruido uniforme.

—Eso es lo que dije yo. Sigue escuchando. —Iz cambia el ajuste a una frecuencia más alta.

El ruido uniforme desaparece. Ahora Dominique percibe un retumbar rítmico, metálico.

—Vaya. Suena a algo hidráulico.

Iz afirma con la cabeza.

—Pregunta a tu madre, yo dije lo mismo. De hecho, creí que el SOSUS había captado un submarino posado en el fondo. Entonces volví a consultar la posición. —Iz le entrega una hoja impresa por ordenador—. Esta acústica no proviene del fondo marino, sino de debajo del fondo marino. Mil cuatrocientos veintitrés metros por debajo, para ser exactos.

A Dominique el corazón le retumba como un tambor.

—Pero ¿cómo es posible eso?

—¡Dímelo tú! ¿Qué es lo que estoy escuchando, Dominique? ¿Es una broma? Porque en ese caso…

—Iz, deja de decir tonterías. —Edie rodea la cintura de Dominique con el brazo para tranquilizarla—. Dom no tenía ni idea de lo que ibas a encontrar. La información se la ha dado, bueno, un amigo.

—¿Quién es ese amigo? Quiero conocerlo.

Dominique se frota los ojos de sueño.

—No puedes.

—¿Por qué no? Edie, ¿qué pasa aquí?

Dominique lanza una mirada a Edie, la cual hace un gesto de asentimiento.

—Es… es un ex paciente mío.

Iz mira alternativamente a Dominique y a su esposa.

—¿Ese amigo tuyo es un paciente psiquiátrico? ¡Ay, Dios…!

—Iz, ¿qué más da eso? Ahí fuera hay algo, ¿de acuerdo? Tenemos que investigarlo…

—Más despacio, pequeña. No puedo llamar a la Administración Nacional del Océano y la Atmósfera y decirles sin más que he localizado unos sonidos hidráulicos procedentes de un punto situado kilómetro y medio por debajo de la plataforma continental de Campeche. Lo primero que van a querer saber es cómo he descubierto esa acústica. ¿Y qué debo decirles? ¿Qué un lunático le ha proporcionado las coordenadas a mi hija desde su celda de Miami?

—¿Sería distinto si las coordenadas te las hubiera dado Stephen Hawking?

—Pues sí, sería distinto, la diferencia sería muy importante. —Iz se frota la frente—. El chiste ese de un elefante en una cristalería ya no funciona, Dominique, por lo menos en lo que se refiere al SOSUS. Hará unos tres años, hice uso del sistema para detectar vibraciones procedentes de debajo del fondo del Golfo que sonaban exactamente igual que un terremoto. —Iz sacude la cabeza al recordar—. Cuéntaselo tú, Edie.

Edie sonríe.

—Tu padre creyó que estábamos a unos minutos de ser alcanzados por una gigantesca ola sísmica. Le entró el pánico y ordenó a los guardacostas que evacuaran todas las playas.

—Resultó que tenía el sistema sintonizado demasiado alto. Lo que yo tomé por un maremoto era en realidad la compañía telefónica, que estaba dragando cable a cien kilómetros de la costa. Me sentí igual que un retrasado mental. He tenido que pedir muchos favores para conseguir que enganchasen nuestra estación al SOSUS, de modo que no puedo permitirme otro fallo semejante.

—¿Así que no vas a investigar?

—No he dicho eso. Lo que voy a hacer es iniciar un estudio sistemático y continuar grabando y examinando atentamente esa zona, pero no pienso ponerme en contacto con ningún organismo federal hasta que esté completamente seguro de que este descubrimiento tuyo lo merece.

MIAMI, FLORIDA

22.17 horas

Mick Gabriel está sentado en el borde de la cama, meciéndose en silencio. Sus ojos negros están ausentes, sus labios levemente entreabiertos. Un hilillo de saliva resbala por su barbilla sin afeitar.

En eso, entra en la celda Tony Barnes, el celador. Acaba de regresar de una suspensión de tres semanas.

—O te portas bien, o lo lamentarás, vegetal. Es la hora de la inyección de la noche.

Alza el brazo inerte de Mick e inspecciona la serie de contusiones de color morado que se ven en la cara anterior del antebrazo.

—Ah, mierda. —El celador clava la aguja en el brazo e inyecta la Thorazina en una vena ya masacrada.

Mick pone los ojos en blanco al tiempo que su cuerpo cae hacia delante y se derrumba inerme a los pies del celador.

El celador tantea la cabeza de Mick con la punta de la zapatilla deportiva. Echa una mirada hacia atrás para verificar que están solos, y entonces le lame la oreja a Mick.

De pronto oye a Marvis, que está haciendo la ronda.

—Felices sueños, cariño. —Y se apresura a salir.

La doble puerta se cierra con un chasquido. Las luces de la sección se atenúan.

Mick abre los ojos.

Se acerca al lavabo con paso inseguro y se lava la cara y la oreja con agua fría. Maldiciendo para sus adentros, se aprieta un dedo contra la vena destrozada y sangrante. Acto seguido, sintiendo cómo se abate sobre él la oscuridad, se deja caer dolorosamente de rodillas y adopta la postura propia de hacer flexiones de brazos.

Durante las dos horas siguientes, Mick obliga a su cuerpo a llevar a cabo un atroz ritual de calistenia. Flexiones de brazos, abdominales, saltos, bicicleta, lo que sea con tal de mantener el metabolismo a todo galope, lo que sea para quemar el tranquilizante antes de que éste tenga oportunidad de apoderarse de su sistema nervioso central.

De las tres inyecciones, la de la mañana era siempre la peor. Foletta le administraba la dosis él mismo, y vigilaba a su paciente arrullándolo dulcemente al oído, mofándose de él. Una vez que la droga hacía efecto, colocaba a Mick en una silla de ruedas y lo llevaba consigo de una sección a otra en su ronda matinal, con el fin de que sirviera de advertencia a los demás pacientes de que no se toleraba ninguna clase de disidencia.

Los ejercicios de la noche, tras recibir la tercera inyección del día, eran una lucha que merecía la pena. Al aumentar su metabolismo, Mick descubrió que conseguía quemar más deprisa los efectos de la droga, lo cual le iba proporcionando gradualmente una chispa de cordura. En la mañana del cuarto día, ya había recuperado suficiente equilibrio mental como para centrarse en trazar un plan.

A partir de aquel momento representó el papel de un descerebrado saco de huesos. Los celadores de la séptima planta lo encontraban todas las mañanas tirado en el suelo de la celda, en un estado de estupor, totalmente incoherente. Eso los ponía furiosos, pues se veían obligados a dar de comer a aquel paciente incapacitado y, todavía más asqueroso, a cambiarle la ropa que había ensuciado. Al cabo de una semana haciendo eso, Foletta se vio obligado a recortar la dosis de Mick de tres inyecciones a una por la tarde y otra por la noche.

A lo largo de las últimas semanas, la agenda de trabajo de Foletta se había visto inundada por otros asuntos, de manera que dejó de vigilar de cerca de Mick y encargó dicha tarea a los celadores.

Por primera vez en sus once años de cautiverio, la seguridad que rodeaba a Michael Gabriel se volvió relajada.

CENTRO DE VUELO ESPACIAL GODDARD DE LA NASA

GREENBELT, MARYLAND

Brian Dodds, director de la NASA, contempla con incredulidad el inmenso pliego de papel continuo que ha imprimido el ordenador, extendido sobre su mesa.

—Explícamelo otra vez, Swicky.

Gary Swickle, el ayudante de Dodds, señala con su grueso dedo índice el dibujo en forma de tablero de ajedrez, que consta de trece cuadrados a lo ancho y que se repite sin pausa a lo largo de miles de hojas de papel.

—La señal de radio está compuesta por trece armónicos distintos, representados aquí por estas trece columnas. Cada armónico puede aplicarse a cualquiera de veinte frecuencias consecutivas y muy nítidas. Eso arroja un total de doscientos sesenta combinaciones de bytes de sonido diferentes, u órdenes.

—Pero ¿dices que no hay ninguna pauta que se repita?

—Sólo al principio. —Swickle localiza la primera página impresa—. Cuando la señal aparece por primera vez, los armónicos son muy sencillos, varias notas sobre una sola frecuencia, pero repetidas una y otra vez. Pero observe aquí. En la marca que indica el minuto diecisiete, cambia todo y los trece armónicos y las veinte frecuencias se ponen a sonar a la vez. A partir de ese punto, la señal no se repite en ningún momento. En los ciento ochenta y cinco minutos restantes se utilizan las doscientas sesenta combinaciones de bytes de sonido, lo cual indica que se trata de un comunicado sumamente estructurado.

—¿Estás completamente seguro de que no existe un manual de uso en los primeros diecisiete minutos? ¿Ninguna ecuación matemática? ¿Nada que indique unas instrucciones para la traducción?

—Nada.

—Maldición. —Dodds se frota los ojos enrojecidos.

—¿En qué está pensando, jefe?

—¿Te acuerdas del verano de 1998, cuando perdimos contacto con el SOHO? Antes de que Arecibo situara de nuevo el satélite, seguimos transmitiendo la misma señal de radio una y otra vez, en el intento de restablecer el contacto con el ordenador principal. Eso es lo que me recuerdan los primeros diecisiete minutos de esta señal. No hay manual de uso, ni instrucciones, ni códigos, sino únicamente una señal procedente del espacio profundo que se repite a sí misma igual que el timbre de un teléfono, esperando que los del otro lado lo descuelguen para que se pueda descargar la información.

—Estoy de acuerdo, pero eso no tiene sentido. Los extraterrestres que han transmitido esta señal no pueden haberlo hecho con la esperanza de que nuestra especie sea capaz de traducir toda esta información sin un manual de instrucciones.

Swickle advierte que su jefe se ha puesto pálido.

—¿Qué pasa?

—No es más que una idea absurda. No me hagas caso, estoy agotado.

—Venga, jefe.

—Bueno, estaba pensando en el SOHO. Era obvio que nuestras transmisiones no requerían libro de instrucciones porque el ordenador de a bordo ya estaba programado bajo nuestro mando. Tal vez esta señal no contiene manual de instrucciones porque no es necesario.

—¿Quiere decir que esta señal de radio no está destinada a ser traducida?

—No, Swick. —Dodds lanza a su ayudante una mirada de preocupación—. Lo que quiero decir es que tal vez esta señal no esté destinada a nosotros.

5 de noviembre de 2012

ISLA SANIBEL, FLORIDA

La cantinela de «cuatro años más, cuatro años más» termina por despertar a Edith Axler. Se incorpora y mira la hora que es, y seguidamente apaga la televisión y se dirige al laboratorio.

Isadore todavía se halla encorvado sobre la estación del SOSUS, a la escucha.

—Iz, por el amor de Dios, son las once y media…

—Chist. —Se quita los auriculares y conecta el altavoz exterior—. Escucha.

Edie oye un profundo zumbido.

—Suena como un generador.

—Eso no es nada. Aguarda.

Transcurren los segundos, y entonces empieza a oírse por el altavoz un silbido agudo, parecido a un torno hidráulico, seguido inmediatamente de unos topetazos metálicos que continúan durante varios minutos.

Iz sonríe a su mujer.

—¿A que es increíble?

—Suena como si se estuviera ensamblando algo. Probablemente una plataforma petrolífera preparándose para perforar.

—O es eso, o es otra de esas expediciones geológicas que investigan el cráter. Sea lo que sea, el nivel de actividad se ha intensificado en las últimas treinta horas. He enviado un correo electrónico a la Administración del Océano para que compruebe ambas posibilidades, pero aún no han dicho nada. ¿Quién ha ganado las elecciones?

—El presidente Maller.

—Bien. Ahora que eso ya se ha terminado, puede que me haga caso alguien del Departamento de Estado.

—¿Y si no?

Iz mira a su mujer y se encoge de hombros.

—No pasa nada. Como acabas de decir tú, es probable que no sea más que una plataforma petrolífera. Carl y yo pensamos irnos dentro de dos semanas a la excursión de pesca de todos los años. Puede que demos un breve rodeo hasta esa zona para echar un vistazo más de cerca, sólo para estar seguro.

MIAMI, FLORIDA

Dominique observa con desagrado cómo el gigante pelirrojo se mete otro tenedor de berenjena en la boca. «A ver si se ahoga».

—Bueno, princesa, ¿estás orgullosa de mí?

Dominique siente en la mejilla una salpicadura de salsa de tomate.

—Por Dios, Ray, ¿no te enseñó tu madre a tragarte la comida antes de hablar?

Él sonríe, dejando ver un fragmento de berenjena entre los dientes amarillos.

—Lo siento. He estado seis meses haciendo régimen. Da gusto comer otra vez. Bueno, ¿qué dices?

—Ya te lo he dicho, opino que el sexto puesto es estupendo, sobre todo para ser la primera vez que concursas.

—¿Qué puedo decir? Me he sentido inspirado por ti.

—Háblame de Foletta. La primera vez que hablamos tú y yo, dijiste algo así como que el consejo y el personal médico se sintieron molestos cuando él llegó de Massachusetts. ¿A qué te referías?

—Esto queda entre nosotros, ¿vale?

—Vale.

Raymond deglute otro bocado con ayuda de un trago de cerveza.

—Tengo un amigo cuyo padre se sienta en la Junta del Estado. De hecho, fue él quien me ayudó a conseguir el trabajo en el Centro de Tratamiento. Sea como sea, corre el rumor de que la doctora Reinike, la predecesora de Foletta, va a regresar el mes que viene a ocupar otra vez el puesto de directora.

—¡No me digas! Pero si creía que se había jubilado. Foletta me dijo que su marido sufría cáncer terminal.

Ray niega con la cabeza a la vez que engulle otro bocado.

—Todo eso era mentira. Mi colega me ha contado que Reinike está de baja con sueldo desde septiembre. Resulta que dentro de tres semanas van a inaugurar un manicomio nuevecito en Tampa, y a Foletta le han prometido el puesto de director.

—Espera; si Foletta va a marcharse dentro de tres semanas, debía de saber que iba a conseguir el trabajo en Tampa antes de venirse a Miami. ¿Para qué hizo salir a la doctora Reinike, si no iba a quedarse en Miami más que tres meses?

Ray la apunta con el tenedor.

—Por culpa de tu ex paciente. El psiquiátrico de Massachusetts iba a cerrar, y el de Tampa todavía no estaba listo. Reinike insiste mucho en los detalles. Por lo visto, alguien con mucho poder quería que estuviera al mando Foletta, no fuera a ser que tu Gabriel fuera reubicado dentro del sistema.

«O que recibiera una evaluación como es debido. Maldito seas, Foletta».

—¿Qué pasa, princesa?

—Que hice un trato con Foletta. Me prometió que Mick sería puesto al cuidado de uno de nuestros equipos de rehabilitación en enero, a lo más tardar.

Los dientes amarillentos le sonríen.

—Me parece que te han colado una mentira, nena. Dentro de tres semanas, ya hará mucho tiempo que Michael Gabriel se habrá ido.

El motor eléctrico del esbelto Dodge Intrepid ESX2 color rojo cereza gime al arrancar, asistiendo al motor diesel de 1,5 litros y tres cilindros en su aceleración por la empinada rampa de subida que lleva a la I-95 dirección sur.

Dominique mira fijamente por la ventanilla del copiloto mientras Raymond sortea el intenso tráfico. Lleva los dientes apretados, furiosa con Foletta por haberla engañado. «Debería habérmelo imaginado. Debería haber hecho caso al corazón».

Cierra los ojos y recuerda una de las primeras conversaciones con Mick. «Pierre Borgia manipuló el sistema legal. El fiscal del distrito hizo un trato con mi abogado de oficio y me enviaron a un manicomio de Massachusetts. Foletta pasó a ser mi guardián asignado por el Estado. Pierre Borgia recompensa la lealtad, pero si uno está dentro de su lista negra, ya puede rogarle a Dios que lo ayude».

Ella había sido manipulada, y una vez más era Michael Gabriel quien iba a sufrir las consecuencias.

—Ray, en realidad esta noche no tengo cuerpo para ir a bailar. ¿Te importa llevarme a casa?

—¿A casa? Pero si estamos a medio camino de South Beach.

—Por favor.

Raymond se fija en las piernas bronceadas y esculpidas que asoman por debajo de la falda negra y se las imagina enroscadas alrededor de su musculoso torso.

—Está bien, princesa, a casa pues.

Veinte minutos más tarde, el Intrepid entra en el aparcamiento del rascacielos de Dominique.

Dominique sonríe.

—Gracias por la cena. Siento haberte aguado la fiesta, pero de verdad que no me encuentro bien. La próxima vez invito yo, ¿de acuerdo?

Raymond apaga el motor.

—Te acompaño hasta la puerta.

—No hace falta, no me va a pasar nada. Nos vemos en el trabajo.

Abre la puerta y se dirige hacia el ascensor.

Ray corre detrás de ella.

«Maldición».

—Ray, de verdad que no es necesario.

—Venga, pero si no es molestia. Además, me encantaría conocer tu casa. —Espera a que ella pulse el botón del ascensor.

—Ray, esta noche no.

—El trato que hicimos no era éste. —Ray desliza un grueso brazo alrededor de la cintura de Dominique y la acerca hacia él.

—Quita…

Pero antes de que pueda impedirle nada, él la empuja contra la pared de hormigón, le mete la lengua en la boca y le soba los pechos con su manaza derecha.

Dominique se siente invadida por una oleada de pánico candente, a la vez que a la memoria acuden en tropel una decena de recuerdos de su infancia.

«¡Defiéndete!». Le viene una arcada al notar ese sabor en la boca, y entonces muerde con fuerza la lengua invasora, de la que hace brotar sangre.

—¡Ayyy! Maldita sea… —Raymond le propina una bofetada y acto seguido la sujeta contra la pared con una mano al tiempo que le tira de la falda con la otra.

—¡Suéltela!

Dominique levanta la vista y descubre al rabino Steinberg y a su esposa, que se acercan hacia ella.

Raymond sigue aferrando el brazo de su presa.

—Lárguense, esto no es asunto suyo.

—Suéltela o llamamos a la policía. —Mindy Steinberg sostiene en alto la alarma portátil.

Raymond da un paso amenazante en dirección a la pareja, arrastrando consigo a Dominique.

—No sea idiota —dice Steinberg señalando las cámaras de seguridad.

—Eh, Ray…

Raymond se da la vuelta.

En eso, la punta del tacón alto de Dominique se clava con fuerza en el dedo gordo del pie de Raymond. Éste lanza un alarido de dolor y le suelta el brazo. Seguidamente, en un solo movimiento, Dominique asesta un golpe con el filo de la mano al culturista, de lleno en la nuez, que lo hace enmudecer.

Raymond se agarra la garganta, jadeando en busca de aire. Cuando se desploma de rodillas, Dominique gira y se sitúa en posición para aplastarle la desprotegida nuca con el talón del pie.

—Dominique, no… —Steinberg la sujeta por el brazo antes de que pueda ejecutar la patada en semicírculo—. Deja que se encargue la policía.

Mindy abre el ascensor y los tres se meten dentro.

Raymond se levanta con dificultad. Se vuelve hacia Dominique con los ojos echando chispas y moviendo la boca en un intento de articular algún sonido. Cuando empiezan a cerrarse las puertas del ascensor, forma con los labios la palabra «Gabriel» y se pasa un dedo por la base del cuello.