9 de octubre de 2012
WASHINGTON, DC
El presidente Mark Maller sale de su estudio privado y entra en el Despacho Oval para tomar asiento detrás de su escritorio. Frente a él están sentados varios miembros del gabinete de la Casa Blanca.
—Muy bien, señores, vamos a empezar. Comenzaremos por el tema de la nominación de un nuevo candidato a vicepresidente. ¿Kathie?
Katherine Gleason, la jefa del gabinete, lee en voz alta de su ordenador portátil:
—Éstos son los resultados de un sondeo de opinión pública realizado el jueves pasado. Cuando se les preguntó a los votantes a quién preferían ver en la lista de candidatos del partido, seleccionaron al senador Ennis Chaney frente a Pierre Borgia por un margen de un cincuenta y tres por ciento contra el treinta y nueve por ciento. La confianza parece ser el factor que más los motiva. Sin embargo, cuando se les pidió que dijeran cuál les parecía la cuestión central en las elecciones de noviembre, el ochenta y nueve por ciento del público dijo que su principal preocupación era la escalada en el aumento de armas estratégicas de Rusia y China, y tan sólo al treinta y cuatro por ciento de los votantes les parecía interesante construir un radiotelescopio en la Luna. Traducido en términos generales: Chaney es el que consigue entrar en lista de candidatos, nosotros centramos nuestra campaña en estabilizar las relaciones con Rusia y con China y usted no se compromete con el tema del radiotelescopio, por lo menos hasta que sea reelegido.
—Conforme. ¿Alguna noticia nueva de la NASA?
—Sí, señor. —Sam Blumner es el consejero jefe de economía del presidente—. He revisado el presupuesto preliminar de la NASA para la construcción de ese artefacto en la Luna.
—¿Es muy grave la situación?
—Permítame que se lo exponga del siguiente modo, señor presidente. Tiene usted dos posibilidades de lograr que el Congreso acepte esto: una escasa y otra nula. Y la escasa acaba de marcharse con su ex vicepresidente.
—Creía que la NASA estaba uniendo ese proyecto con la propuesta de la base lunar que ya había pasado por la Comisión de Gastos.
—Lo han intentado. Por desgracia, esa base lunar se diseñó para ser construida en la cara vista de la Luna, cerca de la región polar en la que la NASA localizó formaciones de hielo, y no en la cara oculta. Disculpe el juego de palabras, pero en términos fiscales, nos enfrentamos a la diferencia entre el día y la noche, que es como decir que los paneles solares dejan de ser una opción cuando no está brillando el sol.
Kathie Gleason mueve la cabeza en un gesto que indica discrepancia.
—Sam, una de las razones por las que el público americano se opone tanto a esa aventura es que tienen la impresión de que es un proyecto internacional. La señal de radio no iba dirigida a Estados Unidos, fue recibida por el planeta entero.
—Y al final, Estados Unidos será el país que se hará cargo de la mayor parte de la factura.
Cal Calixte, secretario de prensa del presidente, levanta la mano.
—Señor presidente, en mi opinión, el radiotelescopio nos proporciona un medio de inyectar fondos a la economía de Rusia, sobre todo a la luz de los recientes recortes del FMI. Tal vez incluso pudiera vincularlo al nuevo tratado START-V.
—Lo mismo se dijo de la Estación Espacial Internacional —interrumpe Blumner—. El gigante Tinker Toy le costó a Estados Unidos nada menos que veinte mil millones de dólares, más los miles de millones que prestamos a los rusos para que se pudieran permitir el lujo de participar. Mientras tanto, son los rusos los que siguen retrasando la conclusión del proyecto.
—Sam, deja de mirarlo todo desde un punto de vista financiero —tercia Kathie—. Esto es tanto un programa espacial como una cuestión política. Proteger la democracia rusa vale más que el telescopio en sí.
—¿Democracia? ¿Qué democracia? —Blumner se afloja la corbata—. Voy a darte una breve clase de política del ciudadano, Kathie. Lo que hemos creado es una economía de extorsión en la que los rusos ricos se hacen más ricos, los pobres se mueren de hambre y por lo visto a nadie le importa una mierda siempre que lo llamemos democracia. Estados Unidos y el FMI han dado a los rusos miles de millones de dólares. ¿Adónde ha ido todo ese dinero? Desde el punto de vista fiscal, mi hija de tres años es más transparente fiscalmente de lo que fueron nunca Yeltsin o Viktor Grozny.
Blumner se gira hacia el presidente con la cara congestionada.
—Antes de que empecemos a destinar miles de millones, debemos tener en cuenta que esa señal de radio del espacio profundo podría no ser más que una pura casualidad. Según tengo entendido, la NASA aún no ha encontrado una pauta subyacente que indique que esa transmisión es un verdadero intento de comunicarse. ¿Y por qué no tenemos ni rastro de una segunda señal?
Cal mueve la cabeza negativamente.
—No lo entiendes. El pueblo de Grozny está muriéndose de hambre. Los disturbios civiles están alcanzando proporciones peligrosas. No podemos limitarnos a dar la espalda a una nación desesperada que posee un arsenal nuclear capaz de destruir el mundo una decena de veces.
—A mi modo de ver, sigue siendo extorsión —afirma Blumner—. Estamos creando un falso proyecto como un medio de pagar miles de millones de dólares a una superpotencia que se tambalea y a sus corruptos dirigentes, para que no nos involucren en una guerra nuclear que de ningún modo pueden esperar ganar.
El presidente levanta una mano para intervenir.
—Yo pienso que lo que dice Cal tiene su mérito. El FMI ya ha dejado claro que no piensa dar ni un céntimo más a Rusia a no ser que ese dinero se invierta en tecnologías que puedan ayudar a reactivar la economía del país. Aun cuando esa señal de radio resulte ser falsa, el telescopio proporciona a los científicos una auténtica ventana para explorar el espacio profundo.
—Ayudaría más al pueblo ruso que abriésemos unos cuantos miles de McDonalds y les dejásemos que consumieran gratis.
Maller hace caso omiso del comentario de Blumner.
—La reunión del G-9 tiene lugar dentro de dos semanas. Quiero que tú y Joyce preparéis una propuesta preliminar que se sirva del radiotelescopio como un vehículo para canalizar fondos hacia Rusia. En el peor de los casos, quizá podamos difuminar en parte la paranoia que rodea los próximos ejercicios conjuntos de fuerza nuclear disuasoria que se van a llevar a cabo en Asia.
El presidente se pone de pie.
—Cal, ¿a qué hora está programada esta tarde la rueda de prensa?
—A las nueve.
—Bien. Dentro de una hora voy a reunirme con nuestro nuevo vicepresidente, y después quiero que le informes acerca de la reelección. Y dile que prepare la maleta; quiero que Chaney me acompañe en la campaña, empezando esta misma noche.
UNIVERSIDAD ESTATAL DE FLORIDA
Dominique está sentada en el pasillo, frente al despacho de su asesor doctoral, removiéndose incómoda en un banco de madera sin cojines. Está debatiéndose entre arriesgarse o no a hacer otra visita al cuarto de baño, cuando en eso se abre la puerta.
La doctora Marjorie Owen, con el teléfono móvil pegado a la oreja, le hace señas para que pase al interior. Dominique entra en el santuario de la atestada oficina de la jefa del departamento y toma asiento esperando a que su profesora termine de hablar por teléfono.
Marjorie Owen lleva veintisiete años dando clases de psiquiatría clínica. Está soltera y sin vínculos familiares, tiene cincuenta y siete años, es delgada y posee una figura enjuta que mantiene en razonable buena forma gracias al montañismo. Mujer de pocas palabras, es una persona respetada, un tanto temida por el personal no fijo, y tiene fama de ser estricta con sus estudiantes de posgrado.
Lo último que desea Dominique es entrar en su lista negra.
La doctora Owen cuelga el teléfono y se recoloca el cabello, corto y gris, detrás de la oreja.
—Muy bien, joven. He escuchado la cinta que ha grabado y he leído su informe sobre Michael Gabriel.
—¿Y?
—¿Y qué? Es exactamente lo que dice el doctor Foletta: un esquizofrénico paranoide que posee un cociente intelectual inusualmente elevado —sonríe—, lo cual le hace crearse fantasías deliciosas, podría añadir.
Pero ¿eso justifica que haya que tenerlo encerrado? Ya ha sufrido once duros años de cárcel, y yo no he encontrado ninguna prueba de conducta delictiva.
—Según el expediente que me ha enseñado usted, el doctor Foletta acaba de terminar su evaluación anual, una evaluación que usted ha respaldado. Si tenía alguna objeción, debería haberla manifestado entonces.
—Ahora me doy cuenta de eso. ¿Hay algo que usted pueda recomendarme, algo que pueda hacer yo para cuestionar las recomendaciones de Foletta?
—¿Quiere cuestionar la evaluación de su patrocinador? ¿Basándose en qué?
«Ya empezamos…».
—Basándome en mi convencimiento personal de que… en fin, de que lo que afirma el paciente tal vez merezca ser investigado.
La doctora Owen le lanza a Dominique su infame «mirada de aturdimiento», una expresión que ha hecho trizas las esperanzas de muchos estudiantes de poder graduarse.
—Joven, ¿está diciéndome que el señor Gabriel la ha convencido de que el mundo está a punto de terminarse?
«Ay, Dios, estoy servida…».
—No, señora, pero sí que parece saber mucho acerca de esa señal de radio del espacio profundo y…
—No, en realidad, según la cinta, él no tenía ni idea de lo que iba a suceder, sólo sabía que iba a suceder algo en el equinoccio.
Vuelve a lanzarle esa mirada silenciosa. Dominique siente que le brotan gotas de sudor en las axilas.
—Doctora Owen, mi única preocupación es cerciorarme de que mi paciente reciba la mejor atención posible. Al mismo tiempo, también me preocupa que, bueno, que no se le haya evaluado de manera justa.
—Comprendo. A ver si lo he entendido bien: Después de llevar trabajando con su primer paciente casi un mes… —La doctora Owen consulta sus notas—. No, espere, me he equivocado, en realidad es más de un mes; cinco semanas, para ser exactos. —La doctora va hasta la puerta de su despacho y la cierra con autoridad—. Cinco semanas enteras con el paciente, y no sólo cuestiona los últimos once años de tratamiento sino que está dispuesta a cuestionar la opinión del director de este centro, con la esperanza de que deje en libertad al señor Gabriel para que éste se reintegre en la sociedad.
—Me doy cuenta de que sólo soy una interna, pero si veo algo que no es justo, ¿no tengo la obligación moral y profesional de dar parte?
—Muy bien, de modo que, basada en su infinita experiencia en este terreno, opina que el doctor Anthony Foletta, un respetado psiquiatra clínico, es incapaz de evaluar correctamente a su propio paciente. ¿Es eso?
«No contestes. Muérdete la lengua».
—No se quede callada mordiéndose la lengua. Contésteme.
—Sí, señora.
Owen se sienta en el borde de su mesa, una postura deliberada para erguirse por encima de su alumna.
—Voy a decirle lo que pienso, joven. Pienso que ha perdido usted la perspectiva. Pienso que ha cometido el error de implicarse emocionalmente con su paciente.
—No, señora, yo…
—No hay duda de que es un hombre inteligente. Al contarle a su nueva y joven psiquiatra, que además es mujer, que sufrió abusos sexuales en la cárcel, esperaba tocar una fibra sensible, y ya lo creo que lo ha conseguido. Despierte, Dominique. ¿No ve lo que está pasando? Está estableciendo un vínculo emocional con su paciente, basado en el trauma que sufrió usted misma en la infancia. Pero el señor Gabriel no fue sodomizado por su primo durante tres años, ¿verdad? Él no sufrió palizas que casi lo matan…
«Cállate, cierra esa bocaza…».
—Muchas mujeres que han pasado por experiencias similares a la suya suelen combatir los síntomas postraumáticos apuntándose a asociaciones femeninas o aprendiendo defensa personal, igual que ha hecho usted. Escoger como profesión la psiquiatría clínica fue un error, si es que pensaba utilizarla como un medio de terapia alternativo. ¿Cómo cree que va a ayudar a sus pacientes si se permite a sí misma implicarse emocionalmente con ellos?
—Entiendo lo que usted dice, pero…
—Pero nada. —Owen menea la cabeza en un gesto negativo—. En mi opinión, ya ha perdido la objetividad. Por el amor de Dios, Dominique, ¡pero si ese lunático la ha convencido de que dentro de diez semanas va a morirse todo el mundo!
Dominique se enjuga las lágrimas de los ojos y reprime una leve risa. Es cierto. Mick la tenía tan atrapada emocionalmente que ya no le seguía la corriente como parte de la terapia, sino que se dejó coaccionar por sus fantasías acerca del fin del mundo.
—Me siento avergonzada.
—No es para menos. Al sentir lástima por el señor Gabriel, ha echado usted a perder la dinámica de la relación médico-paciente. Esto me obliga a ponerme en contacto con el doctor Foletta e intervenir en nombre del señor Gabriel.
«Mierda».
—¿Qué va a hacer?
—Voy a pedirle a Foletta que le asigne a usted otro residente. De inmediato.
MIAMI, FLORIDA
Mick Gabriel lleva seis horas paseando por el patio. Caminando en piloto automático, va sorteando a los incapacitados mentales y a los delincuentes sicóticos mientras su mente se dedica a recolocar las piezas del rompecabezas del día del juicio final que aún flotan en su cerebro.
«La señal de radio y el descenso de la serpiente con plumas. La franja negra y Xibalba. No cometas el error de mezclarlo todo. Distingue entre acción y causa, entre salvación y muerte, entre el bien y el mal. Aquí hay dos facciones, dos entidades distintas que forman parte de la profecía maya. El bien y el mal, el mal y el bien. ¿Qué es el bien? Las advertencias son el bien. El calendario maya es una advertencia, igual que los dibujos de Nazca y la sombra de la serpiente en la fecha del equinoccio en la pirámide de Kukulcán. Todas las advertencias nos las dejó un sabio de raza caucásica, con barba, y todas avisan de la llegada del mal. Pero el mal ya se encuentra aquí, está aquí hace tiempo. Ya lo he percibido antes, pero nunca de esta manera. ¿Podría ser que lo hubiera puesto en marcha esa transmisión procedente del espacio profundo, que lo haya fortalecido? Y en ese caso, ¿dónde está?».
Hace una pausa y deja que le dé en el rostro el sol de la tarde.
«Xibalba… el Mundo Inferior. Percibo que el Camino Negro que conduce al Mundo Inferior está haciéndose más fuerte. El Popol Vuh afirma que los Señores del Mundo Inferior influyeron sobre el mal que había en la Tierra. ¿Cómo es posible eso… a no ser que esa presencia malévola haya estado aquí siempre?».
Mick abre los ojos.
«¿Y si no hubiera estado aquí siempre? ¿Y si hubiera llegado hace mucho tiempo, antes de la evolución del hombre? ¿Y si hubiera permanecido aletargada, esperando a que la despertase esa señal de radio?».
El zumbido de las cinco en punto emitido por el altavoz para anunciar la cena remueve un recuerdo lejano. Mick se imagina a sí mismo en el desierto de Nazca, patrullando la llanura con su detector de metales. El zumbido eléctrico del detector lo ha incitado a cavar en la blanda arena amarilla, con su padre enfermo a su lado.
Desentierra el receptáculo de iridio y extrae de él el antiguo mapa. Se fija en el círculo rojo… que marca el misterioso aplazamiento situado en el golfo de México.
«El golfo de México… el receptáculo… ¡hecho de iridio!».
Abre los ojos en un gesto de incredulidad.
—¡Maldita sea, Gabriel, cómo has podido estar tan jodidamente ciego!
Mick sube a la carrera los dos tramos de escalones de hormigón que conducen al entresuelo de la tercera planta y al anexo de terapia. Aparta a un lado a varios residentes y entra en la sala de ordenadores.
Lo saluda una mujer de mediana edad.
—Hola qué tal, me llamo Dorothy, y soy…
—¡Necesito usar uno de sus ordenadores!
Ella se acerca a su portátil.
—¿Su nombre es…?
—Gabriel. Michael Gabriel. Busque por Foletta.
Mick localiza un terminal abierto. Sin esperar, se sienta y entonces se da cuenta de que no está conectado el sistema de activación por voz. Así que, con ayuda del ratón, activa la conexión con Internet.
—Oiga, señor Gabriel, aguarde un momento. Aquí hay ciertas normas. No puede sentarse a un ordenador, así sin más. Tiene que obtener permiso de su…
Acceso denegado. Introduzca contraseña.
—Necesito una contraseña, Dorothy. No va a ser más que un momento. ¿Puede darme una contraseña, por favor…?
—No, señor Gabriel, no hay contraseña. Hay tres residentes por delante de usted, y tengo que hablar con su terapeuta; entonces será cuando pueda…
Mick se fija en la placa de identificación de Dorothy: DOROTHY HIGGINS, G45927. Y empieza a teclear contraseñas.
—… programarle a usted una cita. ¿Está escuchándome, señor Gabriel? ¿Qué está haciendo? Oiga, deje eso…
Fallan una decena de contraseñas. Mick vuelve a fijarse en la placa.
—Dorothy, qué nombre más bonito. ¿Les gustaba a sus padres El Mago de Oz, Dorothy?
La expresión de sorpresa de ella la delata. Mick teclea OZG45927.
Contraseña incorrecta.
—Déjese ya de tonterías, señor Gabriel, o llamaré a seguridad.
—La Bruja Malvada, el Hombre de Hojalata, el Espantapájaros… qué tal si le preguntamos al Mago. —Y a continuación teclea WIZG45927.
Conectando con Internet…
—¡Ya basta, voy a llamar a seguridad!
Mick no hace caso y se pone a buscar por la red. Teclea CRÁTER DE CHICXULUB acordándose de lo que le dijo a Dominique: «El acontecimiento más grande de la historia tendrá lugar el 21 de diciembre, fecha en que perecerá la humanidad». No es del todo cierto, reflexiona ahora; el acontecimiento más grande de la historia, por lo menos hasta el momento, tuvo lugar hace sesenta y cinco millones de años, y fue en el golfo de México.
En la pantalla aparece el primer archivo. Sin molestarse en leerlo, selecciona IMPRIMIR TODO.
Oye que se acercan los de seguridad por el pasillo contiguo. «Vamos, vamos…».
Mick coge las tres hojas impresas y se las guarda en el bolsillo del pantalón al tiempo que irrumpen varios guardias de seguridad en la sala de ordenadores.
—Le he pedido tres veces que se vaya. Incluso se las ha arreglado para robarme la contraseña.
—Ya nos encargamos nosotros, señora. —El musculoso Pelirrojo hace una seña con la cabeza a sus dos guardias, los cuales agarran a Mick por los brazos.
Mick no ofrece resistencia cuando el pelirrojo se acerca hasta él y se le planta delante de la cara.
—Residente, se le ha pedido que salga de esta sala. ¿Eso es un problema?
En ese momento Mick advierte por el rabillo del ojo que acaba de entrar el doctor Foletta. Mira un instante la placa de identificación del guardia y le ofrece una sonrisa.
—Sabes, Raymond, todos los músculos del mundo no te van a servir para tirarte a nadie si el aliento te huele a ajo…
Foletta se aproxima.
—Raymond, no…
El gancho de derecha acierta a Mick de lleno en el plexo solar y le vacía el aire de los pulmones. Mick cae hacia delante, doblado de dolor, todavía sujeto a uno y otro lado por los dos guardias.
—Maldita sea, Raymond, he dicho que esperes…
—Lo siento, señor, he creído que usted…
Mick recupera la posición erguida y, en un único movimiento, arquea la espalda y levanta las rodillas al pecho antes de lanzar una patada hacia fuera. Los talones de sus deportivas se estrellan contra la cara del pelirrojo y le destrozan la nariz y el labio superior provocando una lluvia de gotitas de sangre.
Raymond se desploma cuan largo en el suelo.
Foletta se inclina sobre el guardia semiinconsciente y observa su rostro.
—Esto era innecesario, Mick.
—Ojo por ojo, ¿eh, doctor?
Entran otros dos celadores blandiendo pistolas tranquilizadoras. Foletta menea la cabeza negativamente.
—Acompañen al señor Gabriel a su habitación, y después manden que venga un médico a atender a este idiota.
Ya es una hora avanzada cuando Dominique estaciona el pronto Spyder negro en el aparcamiento del centro. Entra en el vestíbulo y saca su tarjeta de identificación magnética para franquear el puesto de seguridad de la primera planta.
—No funcionará, princesa.
La voz ha sonado débil y un tanto amortiguada.
—Raymond, ¿eres tú? —Dominique apenas acierta a ver al enorme pelirrojo a través de la puerta de seguridad.
—Utiliza el escáner facial.
Dominique introduce el código y acto seguido pega la cara al molde de plástico para que el rayo infrarrojo examine sus facciones.
La puerta de seguridad se desbloquea.
Raymond está reclinado en su silla. Alrededor de la cabeza lleva un imponente vendaje que le tapa la nariz. Tiene los dos ojos morados.
—Dios santo, Ray, ¿qué diablos te ha ocurrido?
—Tu maldito paciente perdió la chaveta en la sala de ordenadores y me pateó la cara. El muy hijo de puta me ha roto la nariz y me ha dejado dos dientes bailando.
—¿Eso te lo ha hecho Mick? ¿Por qué?
—¿Y quién sabe, joder? Ese tipo es un jodido psicópata. Mírame, Dominique, ¿cómo voy a competir en el concurso de Míster Florida con esta pinta? Te juro por Dios que ese hijo de puta me las va a pagar, aunque sea lo último que haga en…
—Nada de eso. No vas a hacerle nada en absoluto. Y si llegase a ocurrir algo, no dudaré en denunciarte.
Raymond se inclina hacia delante en actitud amenazadora.
—¿Así van a ser las cosas entre nosotros? Primero me das plantón, ¿y ahora vas a denunciarme?
—Oye, yo no te he dado plantón, me entretuvo una reunión con Foletta. Eres tú el que se cambió al turno de noche. Y en cuanto a Michael Gabriel, es paciente mío, y de ninguna manera pienso…
—Ya no. Esta tarde Foletta ha recibido una llamada de tu asesora. Por lo visto, tu trabajo con pacientes va a cambiar un poco.
«Maldita seas, Owen, ¿por qué tendrás que ser siempre tan eficiente?».
—¿Todavía está por aquí Foletta?
—¿A estas horas? Ni loco.
—Ray, escúchame. Ya sé que estás furioso con Mick, pero yo… yo voy a proponerte un trato. Si prometes no acercarte a él, yo te ayudaré a prepararte para tu concurso de culturismo. Hasta estoy dispuesta a maquillarte esos ojos de mapache que tienes para que no asustes a los jueces.
Raymond cruza los brazos sobre su abultado pecho.
—No me parece suficiente. Todavía me debes salir una noche. —Esboza una sonrisa amarillenta—. Y además, no sólo a cenar en un italiano; quiero divertirme un poco, ya sabes, un poquito de baile, un poquito de romance…
—Una cita, eso es todo, y no me interesa en absoluto el romance.
—Dame una oportunidad, princesa. Con el tiempo, acabo gustándole a la gente.
—Una cita. Y tú no te acercarás a Gabriel.
—De acuerdo.
Atraviesa el puesto de seguridad y se mete en el ascensor.
Raymond la observa con una expresión de lujuria en los ojos, concentrado en el contorno de sus glúteos.
En la séptima planta sólo hay un guardia de servicio, y tiene la atención fija en la serie del Campeonato Nacional de la Liga.
—Hola, Marvis. ¿Quién va ganando?
Marvis Jones aparta la vista del televisor.
—Los Cubs van por delante por dos puntos, llegando al final del octavo. ¿Qué haces aquí tan tarde?
—Vengo a ver a mi paciente.
Marvis pone cara de preocupación.
—No sé, Dom. Es un poco tarde… —Un rugido del público lo hace girarse de nuevo hacia la pantalla—. Mierda, los Phillies acaban de empatar.
—Venga, Marvis.
Marvis consulta el reloj.
—Mira, te concedo quince minutos encerrada con él, siempre que te marches cuando llegue la enfermera para darle la medicación.
—Trato hecho.
El guardia de seguridad la acompaña hasta la habitación 714 y le entrega el bolígrafo transmisor que lleva sujeto al busca.
—Más te vale llevar esto. Se ha puesto un poco violento.
—No, no me pasará nada.
—Coge el bolígrafo, Dominique, o no entras.
Dominique comprende que es mejor no discutir con Marvis, que es una persona tan concienzuda como amable. Se guarda el dispositivo en el bolsillo.
Marvis activa el intercomunicador.
—Residente, tiene una visita. La dejaré entrar cuando lo vea completamente vestido y sentado en el borde de la cama. —Marvis se asoma por la mirilla—. De acuerdo, está listo. Pasa.
Marvis abre la puerta y vuelve a cerrarla con llave detrás de ella.
Las luces de la celda han sido atenuadas. Dominique ve el rostro de Mick conforme va acercándose, el pómulo izquierdo contusionado, el ojo cerrado por la hinchazón.
Se le acelera el pulso.
—Oh, Dios, ¿qué te han hecho? —Coge una toalla de mano, la moja en agua fría y se la aprieta contra la cara a Mick.
—Ay.
—Perdona. Ten, póntela en el ojo. ¿Qué ha pasado?
—Según el informe oficial, me he resbalado en la ducha.
—Mira a Dominique con una media sonrisa que le causa una punzada de dolor. —Te he echado de menos. ¿Qué tal la FSU?
—Nada bien. Mi asesora opina que no estoy cumpliendo con mi responsabilidad de manera profesional.
—Piensa que yo te causo una distracción emocional, ¿es eso?
—Sí. A partir de mañana me van a asignar un residente nuevo. Lo siento, Mick.
Él le aprieta la mano y se la lleva al corazón.
—Si sirve de algo que lo diga —susurra—, tú eres la única persona que ha conseguido producir un efecto en mí.
Dominique se traga el nudo que tiene en la garganta. «No te derrumbes otra vez».
—¿Qué ha ocurrido durante mi ausencia? He visto lo que le has hecho a Raymond.
—Él me pegó primero.
—Tengo entendido que no querías salir de la sala de ordenadores.
—Necesitaba acceder a Internet. —Le suelta la mano y se saca del bolsillo una serie de papeles arrugados—. Hoy he resuelto una pieza importante del rompecabezas del día del juicio final. Esto es tan increíble, que tenía que verificar los datos para poder aceptarlo.
Dominique toma los papeles que le tiende Mick y empieza a leerlos.
EL CRÁTER DE CHICXULUB
En 1980, el premio Nobel de medicina Luis Álvarez propuso la teoría de que el impacto de un objeto extraterrestre que se produjo hace sesenta y cinco millones de años fue la causa de una extinción en masa que en última instancia puso fin al dominio de los dinosaurios y cambió para siempre la pauta evolutiva de la vida en la Tierra. Esta audaz teoría fue el resultado del descubrimiento por parte de Álvarez de una capa de sedimento de arcilla de un centímetro de grosor que se depositó en toda la superficie del planeta tras el cataclismo provocado por el asteroide, entre el período Cretácico y el Terciario. Se descubrió que esta capa de arcilla que marca la frontera entre ambos períodos geológicos contenía una alta concentración de iridio, un metal sumamente raro que se cree que existe en el núcleo de la Tierra. El iridio es el único metal capaz de sobrevivir a temperaturas superiores a los dos mil doscientos grados centígrados y es prácticamente insoluble, incluso en presencia de los ácidos más corrosivos. El hecho de que se haya encontrado una gran concentración de iridio en meteoritos llevó a Álvarez a proponer la teoría de que dicho sedimento depositado entre ambos períodos geológicos era el residuo de una nube de polvo provocada por el impacto de un asteroide de gran tamaño (once kilómetros de ancho) que chocó contra la Tierra hace sesenta y cinco millones de años. Lo único que necesitaba Álvarez para demostrar su teoría era encontrar el lugar de dicho impacto.
En 1978, un geofísico y piloto de helicóptero llamado Glenn Pennfield había sobrevolado el golfo de México realizando unos estudios aéreos destinados a medir las ligeras variaciones del campo magnético terrestre, signos reveladores que indicaran la presencia de petróleo. Al pasar por encima de una zona situada frente a la costa oeste de la península del Yucatán, Pennfield detectó un anillo simétrico de material sumamente magnetizado cuyo diámetro era de ciento cincuenta kilómetros, enterrado a un kilómetro y medio por debajo del lecho marino. Posteriormente, el análisis de ese inmenso anillo confirmó que aquella zona, que abarcaba tanto el mar como la tierra, era un cráter, es decir, el punto de impacto de un asteroide gigante.
El cráter Chicxulub, que recibió el nombre de una localidad del Yucatán situada entre Progreso y Mérida, constituye la cuenca de impacto más grande que se ha formado en nuestro planeta en los últimos mil millones de años. Su centro aproximado se encuentra bajo el agua, a 21,4 grados de latitud norte y 89,6 grados de latitud oeste, enterrado bajo una capa de entre trescientos y novecientos metros de piedra caliza.
El cráter es muy amplio, tiene un diámetro de ciento ochenta por trescientos kilómetros, y se extiende más allá de la costa norte de la península del Yucatán y sobre el golfo de México. Alrededor de la parte terrestre que cubre el cráter hay un anillo de pozos de agua. Estos manantiales de agua dulce, denominados cenotes por los mexicanos, se cree que se formaron en la geografía del Yucatán a consecuencia del extenso fracturamiento que sufrió esa cuenca de piedra caliza en el momento del impacto del asteroide. Hace sesenta y cinco millones de años, la masa continental de Centroamérica aún se encontraba sumergida.
Dominique levanta la vista, ligeramente irritada.
—No lo entiendo. ¿Dónde está esa pista tan importante?
—El mapa de Piri Reis, el que encontré en la meseta de Nazca. Lo encontré metido en un cilindro de iridio. Ese mapa marcaba el emplazamiento del cráter de Chicxulub. Chichén Itzá está ubicada justo en el borde exterior del anillo del impacto. Si se traza una raya desde la pirámide de Kukulcán hasta el centro del cráter, el ángulo resultante mide 23,5 grados, exactamente lo mismo que el ángulo del eje de rotación de la Tierra, la inclinación gracias a la cual existen las estaciones del año.
«Ya empezamos otra vez».
—Muy bien, ¿y qué significa todo eso?
—¿Qué significa? —Mick hace una mueca al tiempo que se pone de pie—. Significa que la pirámide de Kukulcán se situó de forma exacta y deliberada en la península del Yucatán en relación con el cráter de Chicxulub. No hay posibilidad de error, Dominique. No hay ninguna otra estructura antigua tan cerca del lugar del impacto, y el ángulo de la medición es demasiado preciso para ser casual.
—¿Pero cómo podían saber los antiguos mayas que allí se había estrellado un meteorito hace sesenta y cinco millones de años? No hay más que ver cuánto ha tardado en averiguarlo el hombre moderno.
—No lo sé. A lo mejor tenían la misma tecnología que utilizó el que confeccionó el mapa de Piri Reis para dibujar la topografía de la Antártida aunque estuviera cubierta por varias capas de hielo.
—Entonces, ¿cuál es tu teoría, que la humanidad será destruida por un asteroide el 21 de diciembre?
Mick se arrodilla en el suelo junto a los pies de ella, con un rictus de dolor en su rostro hinchado.
—Lo que amenaza a la humanidad no es un asteroide. La probabilidad de que caiga otro asteroide en el mismo punto es demasiado pequeña para tenerla en cuenta siquiera. Además, la profecía maya apunta a la franja oscura, no a un proyectil celeste.
Apoya su dolorida cabeza en la rodilla de Dominique. Ésta le acaricia el cabello, largo y castaño y sucio de grasa y sudor.
—¿No crees que deberías descansar un poco?
—No puedo, mi mente no me permite descansar. —Se incorpora y se aprieta la toalla mojada contra el ojo hinchado—. El emplazamiento de la pirámide de Kukulcán tiene algo que siempre me ha intrigado. A diferencia de sus homologas de Egipto, Camboya y Teotihuacán, ésta tiene una estructura que siempre me ha parecido desplazada, como si fuera un dedo pulgar que apunta hacia algo, en una situación geográfica que no concuerda con nada, mientras que los demás dedos de la mano se encuentran distribuidos a intervalos casi regulares por la superficie del planeta. Ahora creo entenderlo.
—¿Entender el qué?
—El bien y el mal, Dominique, el bien y el mal. En algún punto del interior de la pirámide de Kukulcán se encuentra el bien, la clave de nuestra salvación. Dentro del cráter de Chicxulub yace una fuerza malévola, que va haciéndose más fuerte a medida que se acerca el solsticio.
—¿Cómo lo sabes?… No importa, se me había olvidado que lo has percibido. Perdona.
—Dom, necesito que me ayudes. Tienes que sacarme de aquí.
—Ya he intentado…
—Olvídate de las solicitudes, no hay tiempo. ¡Necesito salir ahora mismo!
«Está perdiendo el control».
Mick la agarra por la muñeca.
—Ayúdame a escapar. Tengo que ir a Chichén Itzá.
—¡Suéltame! —Intenta coger el bolígrafo con la mano que tiene libre.
—No, espera, no llames al guardia…
—Entonces, apártate. Me estás asustando.
—Lo siento, lo siento. —Le suelta la muñeca—. Pero escúchame hasta el final, ¿de acuerdo? No sé cómo va a perecer la humanidad, pero sí creo saber el propósito que tiene esa transmisión de radio procedente del espacio profundo.
—Continúa.
—Esa señal es un reloj despertador que ha viajado por el Camino Negro, un pasillo celeste que está alineándose con lo que sea que está enterrado en el Golfo.
«Foletta tenía razón. Las fantasías están empeorando».
—Mick, cálmate. Ahí abajo no hay nada…
—¡Te equivocas! Lo noto, igual que noté que estaba abriéndose el Camino Negro que conduce a Xibalba. La senda va haciéndose más pronunciada…
«Está desvariando…».
—Noto que va expandiéndose, no sé cómo, pero lo noto, ¡te lo juro! Y hay otra cosa más…
Dominique ve lágrimas de frustración en los ojos de Mick; ¿o será miedo auténtico?
—Percibo una presencia al otro lado del Camino Negro. ¡Y ella me percibe a mí!
En ese momento entra la enfermera, seguida de tres imponentes celadores.
—Buenas noches, señor Gabriel. Es la hora de su medicación.
Mick se fija en la jeringa.
—¡Eso no es Zyprexa!
Dos celadores lo agarran por los brazos, y el tercero le sujeta las piernas.
Dominique contempla impotente cómo forcejea.
—Enfermera, ¿qué está pasando aquí?
—El señor Gabriel va a recibir tres inyecciones de Thorazina al día.
—¿Tres?
—¡Foletta quiere convertirme en un vegetal! Dom, no se lo permitas… —Mick se debate salvajemente en la cama, los celadores tienen que esforzarse para sujetarlo—. No se lo permitas. Dominique, por favor…
—Enfermera, da la casualidad de que yo soy la psiquiatra del señor Gabriel y…
—Ya no. Ahora se ha hecho cargo el doctor Foletta. Mañana puede hablar con él a ese respecto. —La enfermera frota el brazo de Mick con alcohol—. Sujétenlo…
—Lo estamos intentando. Pinche de una vez.
Mick levanta la cabeza dejando ver cómo le sobresalen las venas del cuello.
—¡Dom, tienes que hacer algo! El cráter de Chicxulub… el tiempo sigue corriendo… el reloj está…
Dominique ve que Mick pone los ojos en blanco y que su cabeza cae sin fuerza hacia atrás, contra la almohada.
—Bueno, eso está mejor —lo arrulla la enfermera, retirando la jeringa—. Ya puede marcharse, interna Vázquez. El señor Gabriel ya no va a necesitar más de sus servicios.