25 de septiembre de 2012
WASHINGTON, DC
Ennis Chaney está agotado.
Han transcurrido dos años desde que este senador republicano de Pensilvania enterró a su madre, y todavía la echa mucho de menos. Echa de menos ir a verla a la residencia y llevarle un plato de su especialidad culinaria, el cerdo, y echa de menos su sonrisa. También echa de menos a su hermana, que falleció once meses después de su madre, y a su hermano pequeño, el cual el cáncer le robó hace tan sólo un mes.
Cierra los puños con fuerza, y su hija pequeña le frota la espalda. Han pasado cuatro largos días desde que recibió la llamada en mitad de la noche. Cuatro días desde que su mejor amigo, Jim, muriera de un infarto fulminante.
Observa desde la ventana del comedor la limusina y el coche de seguridad que suben por el camino de entrada a la casa y suspira «No hay descanso para los cansados, ni tampoco para los que lloran». Abraza a su mujer y a sus tres hijas, abraza una vez más a la viuda de Jim, y a continuación sale de la casa, escoltado por los dos guardaespaldas. Se seca una lágrima que ha escapado de sus ojos hundidos, el pigmento oscuro que rodea las cuencas forma una sombra que semeja el rostro de un mapache. Los ojos de Chaney son espejos de su alma. Revelan su pasión como hombre, su visión como líder. Si se le contraría, sus ojos se convierten en impertérritos puñales.
Últimamente, los ojos de Chaney están enrojecidos de tanto llorar.
De mala gana, el senador sube al asiento trasero de la limusina que lo aguarda y los dos guardaespaldas se acomodan en el otro vehículo.
Chaney odia las limusinas; de hecho, odia todo lo que llame la atención sobre sí mismo o huela al trato preferencial asociado con los privilegios de los ejecutivos. Mira por la ventana con la expresión vacía y piensa en su vida, preguntándose si no estará a punto de cometer un grave error.
Ennis Chaney nació hace sesenta y siete años en el barrio negro más pobre de Jacksonville, Florida. Lo crió su madre, la cual mantenía a la familia limpiando las casas de los blancos ricos, y su tía, a la que a menudo él llamaba Mamá. Nunca conoció a su verdadero padre, un hombre que se fue de casa al poco tiempo de nacer él. Cuando tenía dos años su madre volvió a casarse, y su padrastro trasladó a la familia a Nueva Jersey. Fue allí donde se hizo mayor el pequeño Ennis. Fue allí donde perfeccionó sus cualidades de líder.
El patio de jugar era el único sitio en el que Chaney se sentía en casa, el único sitio en el que no importaba el color. Aun siendo más pequeño que sus compañeros, de todas formas se negaba a dejarse intimidar por nadie. Al salir del colegio se obligaba a hacer miles de horas de ejercicios de gimnasia y canalizaba su agresividad desarrollando sus cualidades atléticas, al tiempo que aprendía disciplina y autocontrol. En el instituto, jugando al fútbol americano, formó parte del segundo mejor equipo compuesto por los mejores de toda la ciudad en su categoría, y en baloncesto fue uno de los mejores de todo el estado y jugó en el equipo del primer nivel. Pocos defensas se atrevían a meterse con aquel jugador pequeñajo pero capaz de partirte un tobillo antes que permitirte que le robaras el balón; en cambio, fuera de la cancha era el muchacho más amable y cariñoso del mundo.
Su carrera como jugador de baloncesto finalizó cuando se rompió el tendón de la rótula en el primer año de universidad. Aunque tenía más interés por hacer carrera como entrenador, permitió que su madre, una mujer que había sido joven en la época de Jim Crow, lo convenciera de que probara suerte en la arena de la política. Después de haber sobrevivido ya a bastantes encontronazos propios con el racismo, Ennis sabía que la política era el principal terreno en el que era necesario operar cambios.
Su padrastro tenía contactos con el partido republicano en Filadelfia. Feroz demócrata, de todos modos Chaney estaba convencido de poder llevar a cabo más cambios como candidato republicano. Aplicando la misma ética del trabajo, la misma pasión y la misma intensidad que le permitieron destacar en el campo de juego, Ennis ascendió rápidamente por el escalafón de los políticos de la ciudad, sin sentir en ningún momento miedo de decir lo que pensaba y siempre con la mirada puesta en arriesgarse por ayudar al más débil.
Despreciando la pereza y la falta de autocontrol que veía en sus colegas, se convirtió en un soplo de aire fresco y en una especie de héroe del pueblo de Filadelfia. El ayudante de alcalde Chaney pronto se convirtió en el alcalde Chaney. Años después, se presentó como candidato a senador por Pensilvania y ganó por derrota aplastante.
Ahora, a menos de dos meses de las elecciones de noviembre de 2012, lo llamaba el presidente de Estados Unidos para apremiarlo a que se incorporase a la lista de candidatos al cargo de ayudante personal suyo. Ennis Chaney, aquel chaval pobre de Jacksonville, Florida, se encontraba verdaderamente a un paso del despacho más poderoso de todo el mundo.
Continúa mirando fijamente por la ventanilla mientras la limusina toma la salida para incorporarse a la vía de circunvalación. A Ennis Chaney lo aterroriza la muerte. Con ella no hay forma de esconderse ni de razonar, no da respuestas, tan sólo preguntas y confusión, lágrimas y elogios, demasiados elogios. ¿Cómo se va a poder resumir la vida de un ser querido en veinte minutos? ¿Cómo pueden esperar de él que traduzca una vida entera de aprecio en meras palabras?
«Vicepresidente». Chaney hace un gesto negativo con la cabeza y deja a la mente bregar con su futuro.
No es su futuro lo que lo preocupa, sino la carga que supondrá su candidatura para su mujer y sus hijas. Una cosa era convertirse en senador, pero otra muy diferente es aceptar ser nominado por los republicanos para ser el primer vicepresidente afroamericano del país. El último y único negro que gozó de una posibilidad legítima de resultar elegido para la Casa Blanca fue Colin Powell, y éste terminó por retirar su candidatura alegando problemas familiares. Si Maller ganase las elecciones, Chaney sería el candidato favorito en 2016. Al igual que Powell, sabía que su popularidad iba más allá de fronteras políticas y raciales, pero siempre había un pequeño segmento de la población con el que, lo mismo que con la muerte, no se podía razonar.
Y ya había exigido demasiado a su familia.
Chaney sabe también que Pierre Borgia tiene muchas posibilidades, y le gustaría saber hasta dónde estará dispuesto a llegar el secretario de Estado con tal de conseguir lo que quiere. Borgia es todo lo que no es Chaney: presuntuoso, interesado, con motivación política, egocéntrico, soltero, un halcón militar… y blanco.
Sus pensamientos vuelven a centrarse en su mejor amigo y en su familia. Llora abiertamente sin preocuparse de que el chofer pueda darse cuenta de ello.
Ennis Chaney se guarda sus sentimientos en el bolsillo, algo que aprendió hace mucho de su madre. La fuerza interior y la tenacidad para mandar no sirven de nada a menos que uno también se permita a sí mismo sentir, y Ennis Chaney lo siente todo. Pierre Borgia no siente nada. Habiéndose criado entre los ricos, el secretario de Estado observa la vida con orejeras, sin pararse nunca a pensar qué puede estar sintiendo el otro. Esto último influye mucho en el senador. El mundo está convirtiéndose en un lugar cada día más complicado y peligroso. En Asia está aumentando la paranoia militar. Borgia es la última persona que él desea ver gobernando el país durante una crisis.
—¿Se encuentra bien, senador?
—La verdad, no. ¿Qué gilipollez de pregunta es ésa? —La voz de Chaney suena profunda y áspera, a no ser que esté gritando, cosa que hace con bastante frecuencia.
—Perdone, señor.
—Cállate y conduce este maldito coche.
El conductor sonríe. Dean Disangro lleva dieciséis años trabajando para el senador Chaney y lo quiere como un padre.
—Deano, ¿qué diablos ha ocurrido, que sea tan importante como para que la NASA me haga acudir a Goddard en domingo?
—Ni idea. El senador es usted. Yo no soy más que un empleado mal pagado…
—Cierra el pico. Tú estás más enterado de todo lo que pasa que la mayoría de esos imbéciles del Congreso.
—Usted es el enlace con la NASA, senador. Obviamente, ha debido de suceder algo importante para que tengan las pelotas de llamarlo en fin de semana.
—Gracias, Sherlock. ¿Tienes un monitor de noticias?
El chofer le pasa el dispositivo, del tamaño de un cuaderno, ya sintonizado en el Washington Post. Chaney lee los titulares que hablan de los preparativos para los ejercicios de fuerza nuclear disuasoria que van a llevarse a cabo en Asia. «Grozny programó esto una semana antes de Navidad. Fue muy inteligente. Seguro que abrigó la esperanza de enfriar el espíritu de las fiestas».
Chaney aparta a un lado el monitor.
—¿Qué tal está tu mujer? Ya debe de quedarle poco, ¿no?
—Dos semanas.
—Maravilloso.
Chaney sonríe y se enjuga otra lágrima escapada de sus ojos inyectados de sangre.
CENTRO DE VUELO ESPACIAL GODDARD DE LA NASA
GREENBELT, MARYLAND
El senador Chaney siente que tiene clavados en él los ojos de la NASA, el SETI, Arecibo y Dios sabe quién más. Termina de examinar las veinte páginas del informe, y a continuación se aclara la garganta e impone silencio en la sala de reuniones.
—¿Están completamente seguros de que la señal de radio tiene su origen en el espacio profundo?
—Sí, senador. —Brian Dodds, director ejecutivo de la NASA, casi parece estar pidiendo perdón.
—Pero no han conseguido localizar el origen exacto de la señal.
—No, señor, todavía no. Estamos bastante seguros de que el origen se encuentra dentro del brazo de Orión, la zona de la espiral de la galaxia en la que nos encontramos nosotros. La señal atravesó la Nebulosa de Orión, una fuente de interferencias masivas, lo cual hace difícil determinar con exactitud desde qué distancia puede haber viajado la señal. Suponiendo que provenga de un planeta situado dentro del Cinturón de Orión, estaríamos hablando de una distancia mínima de entre mil quinientos y mil ochocientos años luz de la Tierra.
—¿Y esa señal ha durado tres horas?
—Tres horas y veintidós minutos, para ser exactos, senador —responde impulsivamente Kenny Wong, al tiempo que se pone de pie en posición de firmes.
Chaney le indica que se siente.
—¿Y no ha habido otras señales, señor Dodds?
—No, señor, pero seguiremos monitorizando la frecuencia y la dirección de la señal las veinticuatro horas del día.
—Muy bien, suponiendo que la señal fuera auténtica, ¿cuáles son las implicaciones?
—Bueno, señor, la implicación más obvia y más emocionante es que ahora tenemos una prueba de que no estamos solos, de que por lo menos existe otra forma de vida inteligente en algún punto de nuestra galaxia. El paso siguiente consiste en averiguar si dentro de la señal en sí hay pautas y algoritmos ocultos.
—¿Creen que la señal puede contener algún tipo de comunicación?
—Pensamos que es muy posible. Senador, no se trata de una simple señal aleatoria transmitida por la galaxia; esta emisión venía directamente enfocada hacia nuestro sistema solar. Ahí fuera hay otra inteligencia que sabe que existimos. Al dirigir su señal hacia la Tierra, están haciéndonos saber que ellos también existen.
—¿Algo así como el afectuoso saludo de un vecino del mismo barrio?
El director de la NASA sonríe.
—Sí, señor.
—¿Y su equipo cuándo va a finalizar el análisis?
—Es difícil de saber. Si en efecto hay un algoritmo extraño, estoy seguro de que nuestros ordenadores y nuestro equipo de matemáticos y descifradores de códigos de encriptado darán con él. Aun así, ello podría llevar meses, años, o incluso podría no lograrse nunca. ¿Cómo se hace para pensar como un extraterrestre? Esto resulta emocionante, pero es muy nuevo para nosotros.
—Eso no es del todo exacto, ¿no cree, señor Dodds? —Los ojos de mapache taladran al director—. Usted y yo sabemos que el SETI lleva ya un tiempo utilizando la gran antena de Arecibo para transmitir mensajes al espacio profundo.
—Igual que las cadenas de televisión llevan lanzando señales al espacio a la velocidad de la luz desde el principio.
—No me venga con jueguecitos, señor Dodds. Yo no soy astrónomo, pero he leído lo suficiente para saber que las señales de televisión son demasiado débiles para alcanzar Orión. Cuando se anuncie este descubrimiento, va a haber mucha gente cabreada y asustada que insistirá en que el SETI nos ha traído un terror desconocido.
Dodds acalla las protestas de sus ayudantes.
—Tiene razón, senador. Las transmisiones del SETI son más fuertes, pero las señales de televisión son infinitamente más amplias y se extienden por el espacio en todas direcciones. De las dos, las señales de televisión tienen muchas más posibilidades de haber dado con un receptor al azar que una señal de radiofaro emitida desde Arecibo. Tenga en cuenta que la fuerza de la señal de radio que hemos detectado ha sido producida por un transmisor extraterrestre muy superior al nuestro. Tendríamos que suponer que la inteligencia que emite dicha señal también tiene receptores de radio capaces de detectar nuestras señales, que son más débiles.
—Con independencia de eso, señor Dodds, la realidad de esta situación es que hay millones de personas que desconocen esto y que mañana se despertarán muertas de miedo y esperando a que unos hombrecillos verdes irrumpan en su casa, violen a sus mujeres y les roben los bebés. Esta situación requiere delicadeza, o de lo contrario nos explotará en la cara.
El director de la NASA afirma con la cabeza.
—Por eso precisamente lo hemos llamado a usted, senador.
Esos ojos hundidos pierden un poco de su dureza.
—Está bien, hablemos de ese nuevo telescopio que proponen ustedes. —Chaney pasa las hojas de su copia del informe—. Aquí dice que la antena parabólica tendría cincuenta kilómetros de diámetro y que se construiría en la cara oculta de la Luna. Esto va a costamos una buena cantidad de calderilla. ¿Por qué diablos necesitan construirla en la Luna?
—Por las mismas razones por las que lanzamos en su día el telescopio espacial Hubble. Hay demasiadas interferencias de radio que escapan de la Tierra, y la cara oculta de la Luna mira siempre hacia fuera, lo cual nos ofrece una zona natural libre de ondas de radio. La idea consiste en construir una parabólica en el fondo de un cráter grande, de un diseño similar al de la antena de Arecibo, sólo que de un tamaño varios miles de veces mayor. Ya hemos seleccionado un emplazamiento: el cráter Saha, sólo tres grados dentro de la cara oculta de la Luna, cerca del ecuador. Un telescopio lunar nos permitiría comunicarnos con la inteligencia que se ha puesto en contacto con nosotros.
—¿Y por qué íbamos a querer eso nosotros? —La voz tronante de Chaney recorre la sala de juntas perdiendo su aspereza conforme va subiendo de tono—. Señor Dodds, esta señal de radio puede que sea el descubrimiento más importante de la historia de la humanidad, pero lo que propone la NASA va a causar pánico en las masas. ¿Y si el pueblo americano se niega? ¿Y si no quieren gastarse unos cuantos miles de millones de dólares en ponerse en contacto con E.T.? Están ustedes pidiéndole al Congreso que se trague una píldora financiera muy grande.
Brian Dodds conoce a Ennis Chaney, sabe que el senador está poniendo a prueba su fortaleza.
—Senador, está usted en lo cierto. Este descubrimiento va a asustar a mucha gente. Pero permítame que le diga lo que nos asusta mucho más a nosotros. Nos asustamos todos los días cuando cogemos el monitor informativo y leemos lo de las armas nucleares en Irán. Nos asustamos cuando nos enteramos del recrudecimiento del problema del hambre en Rusia, o del aumento de las armas estratégicas en China, otro país que cuenta con capacidad para destruir el mundo. Por lo visto, todas las naciones que sufren disturbios políticos y económicos están armadas hasta los dientes, senador Chaney, y esa realidad asusta mucho más que una señal de radio proveniente de un punto situado a mil ochocientos años luz.
Dodds se pone en pie. Con su algo más de metro ochenta de estatura y sus buenos cien kilos de peso, parece más un púgil de lucha libre que un científico.
—Lo que necesita entender el público es que estamos tratando con una especie inteligente muy superior a la nuestra que ha logrado establecer un primer contacto. Sean quienes sean, y estén donde estén, se encuentran demasiado lejos para dejarse caer por aquí a hacernos una visita. Al construir ese radiotelescopio, nos situamos en posición de comunicarnos con otra especie. Con el tiempo es posible que podamos aprender de ellos, compartir nuestras tecnologías y comprender mejor el universo, y tal vez nuestro propio origen. Este descubrimiento podría unir a la humanidad, este proyecto podría ser el catalizador que aleje a la humanidad del peligro de la aniquilación nuclear.
Dodds mira a Chaney directamente a los ojos.
—Senador, nos ha llamado E.T., y es de vital importancia para el futuro de la humanidad que le devolvamos la llamada.