11 de septiembre de 2012
MIAMI, FLORIDA
—Despierte, interna Vázquez. Está dejándose convencer por la famosa teoría de la conspiración contra Gabriel.
—Discrepo. —Dominique le devuelve la misma mirada fría al doctor Foletta desde el otro lado de la mesa—. No hay motivos para no asignarle a Mick Gabriel un equipo completo de apoyo.
Foletta se reclina en el sillón giratorio, amenazando con su peso los muelles.
—Vamos a calmarnos un momento. Mírese, ha hablado dos veces con ese residente y ya está haciendo diagnósticos. En mi opinión, está implicándose emocionalmente, un punto del que estuvimos hablando el viernes. Precisamente por eso es por lo que recomendé al consejo que no hiciera venir a un equipo.
—Se lo aseguro, no estoy implicada emocionalmente. Lo único que ocurre es que me da la impresión de que en este caso se ha hecho un juicio precipitado. Sí, estoy de acuerdo en que Gabriel sufre fantasías, pero se podrían atribuir fácilmente al hecho de que ha pasado once años en confinamiento en solitario. Y en lo que se refiere a la violencia, no he visto en su expediente nada que apunte a otra cosa que un único caso aislado de una sencilla agresión.
—¿Y la agresión al guardia?
—Mick me ha contado que el guardia intentó violarlo.
Foletta se pellizca el puente de la nariz con dos dedos regordetes, sonriendo avergonzado al tiempo que menea su gran cabezota adelante y atrás.
—La ha engañado, interna Vázquez. Ya le dije que era muy listo.
Dominique siente un hormigueo en el estómago.
—¿Está diciendo que todo era mentira?
—Por supuesto. Gabriel se aprovecha de su instinto maternal, y ha conseguido un gran slam.
Dominique baja la vista, confusa. ¿Estaría mintiendo Mick? ¿De verdad era ella tan crédula? «¡Idiota! Estabas deseando creerle. Te has engañado tú sólita».
—Interna, no llegará muy lejos con sus pacientes si se cree todo lo que le dicen. La próxima vez, la convencerá de que el mundo está a punto de acabarse.
Dominique se reclina en su asiento sintiéndose una tonta.
Foletta ve la expresión de su rostro y lanza una carcajada que hace que sus carrillos se pongan colorados y se llenen de hoyuelos. Luego toma aire, se seca las lágrimas de los ojos y alarga el brazo para coger una caja de cartón que hay al pie de la mesa. Saca de ella una botella de whisky y dos tazas de café y sirve un par de tragos.
Dominique se bebe el whisky de un tirón, sintiendo cómo la va quemando hasta chamuscarle la pared del estómago.
—¿Ya se siente mejor? —Aunque en tono grave y rasposo, Foletta le ha hablado con aire paternal.
Dominique asiente.
—A pesar de lo que le cuente Mick, lo cierto es que a mí me cae bien. No deseo verlo en confinamiento solitario más que usted.
En ese momento suena el teléfono. Foletta contesta sin quitarle ojo a Dominique.
—Es uno de los guardias de seguridad. Dice que está esperándola abajo.
«Mierda».
—¿Puede decirle que estoy en una reunión importante? Dígale que esta noche no va a poder ser.
Foletta transmite el mensaje y después cuelga.
—Doctor, ¿qué pasa con la evaluación anual de Mick? ¿También eso es mentira?
—No, eso es verdad; de hecho, está en la lista de temas que tengo que hablar con usted. Ya sé que resulta un poco fuera de lo corriente, pero necesito que usted respalde mi informe.
—¿Qué recomienda?
—Eso depende de usted. Si es capaz de ser objetiva, le recomiendo que se quede como psiquiatra clínica mientras dure su estancia aquí.
—Mick sufre privación sensorial. Me gustaría que tuviera acceso al jardín, y también al resto de nuestras instalaciones de rehabilitación.
—Pero si acaba de agredirla…
—No me agredió. Sólo se alteró un poco, y a mí me entró el pánico.
Foletta se reclina en el asiento y levanta la vista hacia el techo como si estuviera sopesando una decisión importante.
—De acuerdo, interna, le propongo un trato: usted respalda mi evaluación anual y yo le devuelvo a Mick todos sus privilegios. Si mejora, le asignaré un equipo completo de rehabilitación en enero. ¿Le parece justo?
Dominique sonríe.
—Me parece justo.
22 de septiembre de 2012
MIAMI, FLORIDA
El jardín del Centro de Evaluación y Tratamiento del Sur de Florida es una extensión de césped de forma rectangular rodeada por los cuatro costados. La forma en L del edificio principal cierra el perímetro por el este y por el sur, y los lados norte y oeste están limitados por una barrera de crudo hormigón blanco de seis metros de altura coronada por alambre de espino enrollado.
En el jardín no hay puertas. Para salir al atrio cubierto de hierba hay que subir tres tramos de escaleras de cemento, las cuales conducen a una pasarela al aire libre que discurre a lo largo del costado sur del edificio. Por dicho entresuelo se accede al gimnasio de la tercera planta, a las salas de terapia de grupo, a un centro de artes y oficios, a la sala de informática y a una zona de cines.
Al ver las nubes grises que se acercan por el este, Dominique se refugia bajo el tejado de aluminio que sale de la pasarela del tercer piso. Dos decenas de residentes dejan vacío el jardín al tiempo que caen las primeras gotas de un chubasco vespertino.
Pero hay una figura solitaria que se queda rezagada.
Mick Gabriel continúa paseando por el perímetro del jardín con las manos muy hundidas en los bolsillos. Nota cómo el aire húmedo va refrescándose conforme se amontonan las nubes en el cielo. En cuestión de unos segundos se ve inmerso en el chaparrón, con el uniforme blanco empapado y adherido a su cuerpo enjuto y musculoso.
Sigue paseando, hundiendo en la blanda hierba sus zapatillas de tenis empapadas, sintiendo cómo se le cuela el agua de lluvia por entre los calcetines y los dedos de los pies. A cada paso recita el nombre de un año del calendario maya, un ejercicio mental que repite para mantener la mente ágil. Tres Ix, cuatro Cauac, cinco Kan, seis Muluc…
Sus ojos oscuros están fijos en el muro de hormigón, buscando sus puntos débiles, investigando opciones.
Dominique lo observa a través de un manto de agua, con un sentimiento de pesar. «Lo has estropeado. Él confiaba en ti. Ahora piensa que lo has traicionado».
En ese momento se acerca Foletta. Intercambia unos saludos con la mano con varios residentes que muestran una vitalidad anormal y después va hacia Dominique.
—¿Todavía se niega a hablar con usted?
Dominique asiente.
—Ya casi han pasado dos semanas. Todos los días hace lo mismo. Desayuna, luego se reúne conmigo y se pasa una hora entera mirando hacia el suelo. Cuando sale al jardín, se dedica a pasear de un lado al otro hasta la hora de cenar. Jamás se mezcla con otros residentes ni pronuncia una sola palabra. Sólo pasea.
—Cabría pensar que debería sentirse agradecido. Al fin y al cabo, usted es la única responsable de esta libertad de la que disfruta ahora.
—Esto no es libertad.
—No, pero supone un gran avance, viniendo de pasar once años en aislamiento.
—Creo que en realidad pensó que yo podía sacarlo de aquí.
La expresión de Foletta lo delata.
—¿Qué, doctor? ¿Mick tenía razón? ¿Podría yo haber…?
—Eh, más despacio, interna. Mick Gabriel no va a irse a ninguna parte, al menos de momento. Como usted misma ha podido ver, sigue siendo bastante inestable, lo cual plantea un peligro no sólo para sí mismo sino también para los demás. Siga trabajando con él, anímelo a participar en su propia terapia. Puede suceder cualquier cosa.
—Aún sigue pensando en asignarle un equipo de rehabilitación, ¿no?
—Quedamos en que sería en enero, siempre que observe buena conducta. Debería decírselo a él.
Ya lo he intentado. —Dominique observa a Mick, que en ese momento pasa junto al tramo de escaleras que está justo debajo de ellos—. Pero ya no se fía de mí.
Foletta le da una palmadita en la espalda.
—Supérelo.
No le estoy haciendo ningún bien. Quizá necesite a alguien que tenga más experiencia.
—Tonterías. Daré orden a sus celadores de que no le permitan salir de su habitación a menos que participe de forma activa en sus sesiones de terapia.
—Obligarlo a hablar no servirá de nada.
—Esto no es un club de campo, interna. Tenemos normas. Si un residente se niega a colaborar, pierde sus privilegios. Ya he visto otros casos como éste. Si no actúa ahora, Mick se refugiará dentro de sí mismo y usted lo perderá para siempre.
Foletta hace señas a un celador para que se acerque.
—Joseph, saque al señor Gabriel de esta lluvia. No podemos permitir que se nos pongan enfermos los residentes.
—No, espere, es paciente mío. Ya me encargo yo.
Dominique se recoge el pelo en un moño tenso, se quita los zapatos y a continuación baja los dos tramos de escaleras que hay hasta el jardín. Para cuando llega a la altura de Mick está ya empapada.
—Hola, desconocido, ¿te importa que te acompañe?
Él no le hace caso.
Dominique camina a su lado mientras le cae la lluvia por la cara.
—Venga, Mick, háblame. Llevo toda la semana pidiéndote disculpas. ¿Qué esperabas que hiciera? Tuve que respaldar el informe de Foletta.
Recibe una dura mirada.
La lluvia cae con más fuerza y la obliga a gritar.
—Mick, frena un poco.
Mick sigue caminando.
De pronto Dominique se planta delante de él en postura belicosa: los puños levantados, cerrándole el paso.
—Vale, colega, no me obligues a darte una patada en el culo.
Mick se detiene. Levanta los ojos, con la lluvia chorreando por su rostro anguloso.
—Me has fallado.
—Lo siento —susurra ella, bajando los puños—. ¿Por qué me mentiste diciendo que ese guardia te había agredido?
Una expresión dolorida.
—De modo que la verdad ya no depende de tu corazón, sino de tu ambición, ¿es eso? Pensé que éramos amigos.
Dominique siente un nudo en la garganta.
—Yo deseo ser amiga tuya, pero también soy tu psiquiatra. Hice lo que consideré más conveniente.
—Dominique, yo te di mi palabra de que jamás te mentiría. —Levanta la cabeza y señala la cicatriz de siete centímetros que le recorre la mandíbula—. Antes de intentar violarme, Griggs me amenazó con cortarme el cuello.
«Maldito seas, Foletta».
—Mick, caramba, lo siento mucho. En nuestra última entrevista, cuando me zarandeaste…
—Fue culpa mía. Me acaloré. Llevo tanto tiempo encerrado… que hay veces que… en fin, que me cuesta trabajo conservar la calma. No socializo bien, pero te juro que en ningún momento fue mi intención hacerte daño.
Dominique ve lágrimas en sus ojos.
—Te creo.
—Sabes, salir aquí fuera me ha ayudado. Me ha hecho pensar en muchas cosas diferentes… cosas egoístas, en realidad. Mi infancia, el estilo de vida con que me criaron, cómo terminé aquí, si podré salir alguna vez. Hay tantas cosas que no he hecho nunca, tantas cosas que cambiaría si pudiera. Yo quería a mis padres, pero por primera vez me doy cuenta de que en realidad odio lo que hicieron. Odio el hecho de que no me dieran a escoger…
—A los padres no los elegimos, Mick. Lo que importa es que no te eches la culpa a ti mismo. Ninguno de nosotros tiene control sobre las cartas que nos han repartido. Lo que tenemos es la responsabilidad total sobre cómo jugar la partida. Pienso que yo puedo ayudarte a recuperar ese control.
Mick se acerca un poco más. La lluvia le cae por ambos lados de la cara.
¿Te importa que te haga una pregunta personal?
—No.
—¿Tú crees en el destino?
—¿El destino?
—¿Crees que nuestra vida, nuestro futuro, está…? No importa, olvídalo.
—¿Qué si creo que lo que nos ocurre está programado de antemano?
—Sí.
—Creo que podemos escoger. Creo que depende de nosotros escoger el destino que hemos de perseguir.
—¿Te has enamorado alguna vez?
Dominique, impotente, clava la mirada en esos brillantes ojos de cachorrito.
—Me he acercado en unas cuantas ocasiones. Pero nunca funcionó. —Sonríe—. Supongo que no estaban llamadas a formar parte de mi destino.
—Si yo no estuviera… encerrado. Si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias. ¿Crees que podrías haberte enamorado de mí?
«Oh, mierda…».
Dominique traga saliva y nota cómo le late el pulso en la base de la garganta.
—Mick, por qué no salimos de esta lluvia. Vamos…
—Tú tienes algo especial. No es sólo atracción física, es como si ya te conociera, o como si te hubiera conocido en otra vida.
—Mick…
—A veces tengo premoniciones así. Tuve una en el momento en que te vi por primera vez.
—Dijiste que era el perfume.
—Fue algo más. No puedo explicarlo. Lo único que sé es que me importas, y tengo sentimientos confusos.
—Mick, me siento halagada, de verdad que sí, pero opino que tienes razón, tus sentimientos son confusos, y…
Él sonríe con tristeza, sin hacer caso de lo que dice.
—Eres preciosa.
Se inclina hacia delante, le toca la mejilla, y a continuación alza una mano y le suelta el cabello negro azabache.
Ella cierra los ojos y siente cómo le cae por la espalda la melena suelta, ganando peso con la lluvia.
«¡Basta! Es un paciente tuyo, un enfermo mental, por el amor de Dios».
—Mick, por favor. Foletta está mirándonos. ¿Por qué no vienes dentro? Hablemos dentro…
Mick la mira fijamente con una expresión de abatimiento en sus ojos color ébano, dejando ver un alma torturada por la belleza prohibida.
—«¡Ah, cómo enseña ella a brillar a las antorchas! En el rostro de la noche es cual la joya que en la oreja de una etíope destella…».
—¿Cómo dices? —A Dominique le late con fuerza el corazón.
—Es de Romeo y Julieta. Solía leérselo a mi madre junto a su cabecera. —Toma la mano de Dominique y se la acerca a los labios—. «Y seré feliz si le toco la mano. ¿Supe qué es amor? Ojos, desmentidlo, pues nunca hasta ahora la belleza he visto».
La lluvia va amainando. Dominique ve aproximarse a los dos celadores.
—Mick, escúchame. He obligado a Foletta a que te asigne un equipo de rehabilitación. Podrías salir de aquí dentro de seis meses.
—No llegaremos a ver ese día, amor mío. Mañana es el equinoccio de otoño… —Gira la cabeza y lo invade la ansiedad al descubrir a los dos hombres de blanco—. Lee el diario de mi Padre. El destino de este mundo está a punto de cruzar un nuevo umbral, y eso colocará a la especie humana a la cabeza de la lista de las especies en peligro…
Los dos celadores lo agarran cada uno por un brazo.
—¡Eh, trátenlo con más cuidado!
Mientras se lo llevan, Mick se vuelve para mirarla, despidiendo humedad del cuerpo en forma de vapor.
—«¡Qué dulces suenan las voces de los amantes en la noche, igual que la música suave al oído!». Te llevo en el corazón, Dominique. El destino ha querido unirnos. Lo noto. Lo noto…