Capítulo 3

11 de septiembre de 2012

MIAMI, FLORIDA

Michael Gabriel está soñando.

Una vez más, está tumbado en el suelo, detrás del escenario de un auditorio, con la cabeza de su padre apoyada en el pecho mientras esperan a la ambulancia. Julius le hace señas a su hijo para que acerque el oído y así susurrarle un secreto que ha guardado para sí desde la muerte de su esposa, acaecida once años antes.

Michael… la piedra del centro.

No intentes hablar, papá. Enseguida llegará la ambulancia.

¡Escúchame, Michael! La piedra del centro, el marcador del juego de pelota… la cambié.

No te entiendo. ¿Qué piedra?

Chichén Itzá.

Los marchitos ojos adquieren un aspecto vidrioso, y el peso del cuerpo de su padre se desploma sobre su pecho.

Papá… ¡PAPÁ!

Mick se despierta bañado en sudor.

8.45 horas

Dominique saluda a la recepcionista con un gesto desvaído de la mano y a continuación va directamente hacia el puesto principal de seguridad. El musculoso guardia de seguridad sonríe al verla acercarse, y su bigote rubio se levanta y se extiende sobre el labio superior dejando al descubierto unos dientes amarillentos.

—Vaya, buenos días, princesa. Yo soy Raymond, y apuesto a que tú eres la nueva interna.

—Dominique Vázquez. —Estrecha su mano encallecida reparando en las gotas de sudor que cubren el grueso antebrazo salpicado de pecas.

—Perdona, es que acabo de venir del gimnasio. —Raymond se seca los brazos con una toalla de mano, exagerando los movimientos con el fin de exhibir su musculatura—. En noviembre voy a competir por el título de Míster Florida Regional. ¿Qué te parece, tengo posibilidades?

—Eh, claro. —«Cielos, por favor, que no empiece a posar…».

—A lo mejor podrías venir a verme competir, ya sabes, para aplaudir un poco… —Agranda un poco sus ojos color avellana claro, provistos de unas pestañas cortas y de tono ámbar.

«Sé amable».

—¿Van a acudir muchos empleados de aquí?

—Unos cuantos, pero me cercioraré de reservarte a ti un asiento cerca del escenario. Ven un momento, princesa, tengo que hacerte una tarjeta de seguridad y tomar una imagen térmica de tu cara.

Raymond abre la puerta de seguridad de acero y la sostiene abierta para ella, flexionando los tríceps. Dominique siente que sus ojos la recorren de arriba abajo al pasar.

—Siéntate ahí, antes de nada vamos a hacer la tarjeta de seguridad. Voy a necesitar tu permiso de conducir.

Dominique se lo entrega, y acto seguido toma asiento en una silla situada delante de una máquina negra del tamaño de un frigorífico. Raymond introduce un disco cuadrado en una ranura que hay a un lado y después teclea la información en el ordenador.

—Sonríe. —El flash explota en los ojos de Dominique dejando una molesta mancha—. Para cuando te vayas hoy a casa, ya estará lista la tarjeta. —Le devuelve el permiso de conducir—. Muy bien, ven aquí y siéntate delante de esta cámara de infrarrojos. ¿Alguna vez te han mapeado la cara?

«¿Alguna vez te has afeitado la espalda?».

—Eh… no, que yo sepa.

—La cámara de infrarrojos crea una imagen única de la cara registrando el calor que emiten los vasos sanguíneos que hay debajo de la piel. Hasta los hermanos gemelos son diferentes bajo los infrarrojos, y los rasgos faciales no cambian nunca. El ordenador registra mil novecientos puntos térmicos distintos. Para el rastreo de la pupila se emplean doscientas sesenta y seis características mensurables, mientras que las huellas dactilares sólo tienen cuarenta…

—Ray, esto es fascinante, de verdad, pero ¿es necesario? En ningún sitio he visto que utilicen un rastreo por infrarrojos.

—Eso es porque no has estado aquí de noche. La banda magnética de tu tarjeta de identificación es lo único que necesitas para entrar en el edificio durante el día. Pero a partir de las siete y media tendrás que introducir la contraseña y dejar que te identifique el escáner de infrarrojos. El aparato comparará los rasgos térmicos de tu cara con los que vamos a introducir ahora en tu archivo permanente. Por la noche, nadie entra ni sale de este edificio sin ser escaneado, y no hay nada que engañe al aparato. Sonríe.

Dominique, con gesto de enfado, mira fijamente a la cámara de forma esférica situada detrás del cristal, sintiéndose idiota.

—Muy bien, gírate a la izquierda. Bien. Ahora a la derecha, ahora mira hacia abajo. Ya está. Oye, princesa, ¿te gusta la comida italiana?

«Ya empezamos».

—A veces.

—No muy lejos de aquí hay un sitio estupendo. ¿A qué hora terminas de trabajar?

—La verdad es que hoy no es muy buen día…

—¿Cuándo es un buen día?

—Ray, tengo que serte sincera, por lo general tengo por norma no salir con nadie del trabajo.

—¿Quién ha hablado de salir? Me refiero a cenar.

—Si es sólo a cenar, entonces vale. Me encantaría ir alguna vez, pero de verdad que esta noche no me viene bien. Dame unas semanas para situarme. —«Y para pensar en otra excusa». Le sonríe con amabilidad, esperando suavizar la punzada del rechazo—. Además, no podrás pegarte una buena cena italiana si estás entrenando.

—Vale, princesa, pero pienso tomarte la palabra. —El enorme pelirrojo sonríe—. Oye, si necesitas algo, no dudes en pedírmelo.

—De acuerdo. En serio, tengo que irme. Me está esperando el doctor Foletta…

—Foletta no viene hasta esta tarde. Tiene la reunión mensual del consejo de administración. Oye, me he enterado de que te ha asignado ese paciente suyo. ¿Cómo se llama?

—Michael Gabriel. ¿Qué sabes de él?

—No mucho. Ha venido trasladado de Massachusetts con Foletta. Sé que el consejo y el personal médico se enfadaron mucho cuando llegó. Foletta ha debido de mover algunos hilos.

—¿A qué te refieres?

Raymond desvía la mirada para evitar los ojos de Dominique.

—A nada, no importa.

—Vamos, dímelo.

—No. Tengo que mantener la bocaza cerrada. Foletta es tu jefe, no quisiera decir nada que pudiera darte una mala impresión.

—Será un secreto entre tú y yo.

En ese momento entran dos guardias más y saludan a Raymond.

—De acuerdo, te lo diré, pero aquí no. Hay demasiados oídos y demasiadas bocazas. Ya hablaremos cenando. Yo ficho a las seis. —Los dientes amarillos relucen en una sonrisa de triunfo.

Raymond le sostiene la puerta para que salga. Dominique abandona el puesto de seguridad y se pone a esperar al ascensor, con un gesto de desagrado. «Así se hace, princesa. Deberías haberlo visto venir desde lejos».

Marvis Jones la observa salir del ascensor desde su monitor de seguridad.

—Buenos días, interna. Si viene para ver al residente Gabriel, ha de saber que se encuentra confinado en su habitación.

—¿Puedo verlo?

El guardia levanta la vista de sus papeles.

—Tal vez debería esperar a que vuelva el director.

—No. Deseo hablar con él ahora. Y no en la sala de aislamiento.

Marvis pone cara de fastidio.

—Le recomiendo encarecidamente que no. Ese hombre posee un historial de violencia y…

—No estoy segura de que un único caso en once años pueda considerarse un historial.

Establecen contacto visual. Marvis ve que Dominique no va a dar marcha atrás.

—Está bien, señorita, si quiere salirse con la suya. Jason, acompaña a la interna Vázquez a la habitación 714. Préstale tu transpondedor de seguridad y enciérrala con llave.

Dominique acompaña al guardia por un corto pasillo y ambos entran en la sección central de las tres que hay en el ala norte. La zona de la salita se encuentra desierta.

El guardia se detiene en la habitación 714 y habla por el telefonillo del pasillo.

—Residente, quédese en la cama, donde yo pueda verlo. —A continuación abre la cerradura y le entrega a Dominique un objeto que se asemeja a un bolígrafo grueso—. Si me necesita, chasquee dos veces este bolígrafo. —Le hace una demostración, y empieza a vibrar el aparato que lleva en el cinturón—. Tenga cuidado, no permita que se le acerque demasiado.

—Gracias. —Dominique penetra en la habitación.

La celda mide tres metros por cuatro. La luz del día se filtra por una cuña vertical de plástico de ocho centímetros que hay en una pared. No hay ventanas. La cama es de hierro y está atornillada a la pared. Junto a ella hay una mesa y una serie de armaritos, atornillados también. En la pared de la derecha hay un lavabo y una baza de acero, un poco ladeados para permitir cierta intimidad al preso desde el pasillo.

La cama está hecha, la celda se ve inmaculada. Michael Gabriel está sentado en el borde de un colchón delgado como papel de fumar. Se pone en pie y saluda a Dominique con una cálida sonrisa.

—Buenos días, Dominique. Veo que todavía no ha llegado el doctor Foletta. Qué suerte.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque estamos hablando en mi celda en lugar de la sala de interrogatorios. Por favor, siéntese en la cama, yo me quedaré en el suelo. A no ser que prefiera la taza del váter.

Dominique le devuelve la sonrisa y toma asiento en el borde del colchón.

Mick se apoya contra la pared, a la izquierda de ella. Sus ojos negros llamean bajo la luz fluorescente.

No pierde tiempo en interrogarla.

—Bueno, ¿qué tal el fin de semana? ¿Ha leído el diario de mi padre?

—Lo siento, sólo he conseguido leer las diez primeras páginas. Pero logré terminar el estudio de Rosenhan.

—Sobre cómo estar cuerdo en un lugar de locos. ¿Y cuál es su impresión?

—Me ha resultado interesante, quizá incluso un poco sorprendente. A su personal le costó mucho tiempo separar sujetos y pacientes. ¿Por qué me ha hecho leerlo?

—¿Por qué cree usted? —Los ojos ébano relampaguean irradiando su inteligencia animal.

—Obviamente, quiere que tenga en cuenta la posibilidad de que usted no esté loco.

—Obviamente. —Mick se endereza y coloca los pies en la postura del loto—. Vamos a jugar a un juego, si le parece. Imaginemos que viajamos atrás once años en el tiempo y que usted es yo, Michael Gabriel, el hijo del arqueólogo Julius Gabriel, que pronto estará bien muerto y criando una fama horrorosa. Está usted en la Universidad de Harvard, detrás del escenario, frente a un público capacitado, escuchando a su padre compartir información de una vida entera con algunas de las mentes más prominentes de la comunidad científica. Tiene el corazón acelerado a causa de la adrenalina porque lleva trabajando codo con codo con su padre desde el día en que nació y sabe lo importante que es esa conferencia, no sólo para él sino también para el futuro de la humanidad. Cuando lleva diez minutos hablando, ve subir a otro podio del estrado al eterno detractor de su padre. Pierre Borgia, el hijo pródigo de una dinastía de políticos, decide desafiar las investigaciones de mi padre ahí mismo, sobre el estrado. Resulta que su intervención es tan sólo un enorme montaje, organizado personalmente por Borgia para enzarzar a mi padre en una batalla verbal diseñada para destruir su credibilidad. Comienzan a reírse por lo menos una decena de personas del público. Al cabo de diez minutos, a Julius ni siquiera se le oye en medio de las carcajadas de sus colegas.

Mick hace una pausa, momentáneamente absorto en los recuerdos.

—Mi padre era un hombre inteligente y altruista que dedicó su vida a la búsqueda de la verdad. A mitad de camino del discurso más importante de su vida, vio cómo le arrancaban toda su existencia, vio su orgullo destrozado y la labor de una vida entera, treinta años de sacrificio, profanada en un abrir y cerrar de ojos. ¿Se imagina la humillación que debió sentir?

—¿Qué ocurrió a continuación?

—Bajó del estrado tambaleándose y cayó en mis brazos aferrándose el pecho. Mi padre estaba enfermo del corazón. Con las últimas fuerzas que le quedaban, me susurró ciertas instrucciones y después murió en mis brazos.

—¿Y entonces fue cuando usted agredió a Borgia?

—El muy hijo de puta seguía en el estrado, escupiendo odio. A pesar de lo que seguramente le habrán contado, yo no soy una persona violenta —sus ojos oscuros se agrandan—, pero en aquel momento me entraron ganas de meterle el micrófono por la garganta. Recuerdo que subí al podio muy despacio, como si todo a mi alrededor se moviera a cámara lenta. Lo único que oía era mi propia respiración, lo único que veía era a Borgia, pero era como si lo viera a través de un túnel. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tumbado en el suelo mientras yo le aporreaba el cráneo con el micrófono.

Dominique cruza las piernas para disimular el escalofrío.

—El cadáver de mi padre terminó en el depósito del condado, y fue incinerado sin ceremonia alguna. Borgia pasó tres semanas en un hospital privado, en el que su familia llevó a cabo la campaña para presentarlo como candidato a senador, organizando lo que la prensa definió como «una victoria sin precedentes por la espalda». Yo me quedé pudriéndome en una celda de la cárcel, sin amigos ni familiares que me pagasen una fianza, esperando a enfrentarme a lo que supuse que sería una acusación de agresión. Pero Borgia tenía otras ideas. Valiéndose de la influencia política de su familia, manipuló el sistema y llegó a un acuerdo con el fiscal del distrito y con mi abogado de oficio. Lo siguiente que recuerdo es que me declararon loco y el juez me recluyó en un ruinoso manicomio de Massachusetts, un lugar en el que Borgia no iba a quitarme el ojo de encima, y no pretendo hacer un chiste.

—Dice que Borgia manipuló el sistema legal. ¿Cómo?

—Igual que manipula a Foletta, mi guardián asignado por el Estado. Pierre Borgia recompensa la lealtad, pero si uno está dentro de su lista negra, ya puede rogarle a Dios que lo ayude. El juez que me condenó fue promovido al Tribunal Supremo del estado al cabo de tres meses de declararme delincuente sicótico. Poco tiempo después, a nuestro buen doctor lo hicieron director de este centro, consiguiendo pasar por encima de una decena de solicitantes más cualificados que él.

Los ojos negros le leen el pensamiento a Dominique.

—Diga lo que está pensando en realidad, Dominique. Usted opina que soy un esquizofrénico paranoide, que tengo fantasías.

—Yo no he dicho eso. ¿Y qué hay del otro incidente? ¿Niega que agredió brutalmente a un guardia?

Mick la observa fijamente, la expresión de sus ojos resulta inquietante.

—Robert Griggs era más sádico que homosexual, un guardia cuyos actos los diagnosticaría usted como violación excitada por la rabia. Foletta lo nombró a propósito para el turno de noche en mi sala un mes antes de la fecha prevista para mi primera evaluación. El bueno de Griggs solía hacer sus rondas a eso de las dos de la madrugada.

Dominique siente que el corazón le late con fuerza.

—Treinta residentes por sala, todos dormidos con una muñeca y un tobillo esposados al barrote central de la cama. Una noche Griggs entró borracho, buscándome a mí. Supongo que decidió que yo sería un buen fichaje para su harén. Lo primero que hizo fue lubricarme un poco metiéndome un palo de escoba…

—¡Basta! ¿Dónde estaban los demás guardias?

—Griggs era el único. Como no había nada que pudiera hacer yo para detenerlo, le hablé con dulzura intentando convencerlo de que disfrutaría un poco más si me soltaba las piernas. El muy imbécil me quitó la esposa de la pierna. No voy a aburrirla con los detalles de lo que sucedió a continuación…

—Ya estoy enterada. Le hizo huevos revueltos, por decirlo así.

—Podría haberlo matado, pero no quise. No soy un asesino.

—¿Y por eso pasó el resto del tiempo confinado en solitario?

Mick asiente con la cabeza.

—Once años en esa caja de hormigón. Fría y dura, pero lo protege a uno. Ahora cuénteme usted. ¿Qué edad tenía cuando la sodomizó su primo?

—Me va a perdonar, pero no me siento cómoda hablando de eso con usted.

—¿Porque usted es la psicoterapeuta y yo soy el loco?

—No, quiero decir sí, porque yo soy el médico y usted es mi paciente.

—¿De verdad somos tan distintos usted y yo? ¿Cree que el personal de Rosenhan sería capaz de distinguir cuál de nosotros es el ocupante de esta celda? —Vuelve a recostarse contra la pared—. ¿Me permite que la tutee?

—Sí.

—Dom, el confinamiento en solitario puede desgastar mucho a una persona. Probablemente sufro de privación sensorial, y hasta es posible que te dé un poco de miedo, pero estoy tan cuerdo como tú o como Foletta, o como ese guardia que hay junto a la puerta. ¿Qué puedo hacer para que te convenzas?

—No es a mí a quien tienes que convencer, sino al doctor Foletta.

—Ya te lo he dicho, el doctor Foletta trabaja para Borgia, y Borgia jamás permitirá que salga de aquí.

—Puedo hablar yo con él. Puedo presionarlo para que te conceda los mismos derechos y privilegios que a los demás residentes. Con el tiempo, podría…

—Caramba, ya me parece estar oyendo a Foletta: «Despierte, interna Vázquez. Está dejándose convencer por la famosa teoría de la conspiración contra Gabriel». Muy probablemente te convencerá de que soy otro Ted Bundy.

—En absoluto. Mick, me he hecho psiquiatra para ayudar a las personas como…

—Las personas como yo. ¿Lunáticos?

—Déjame acabar. Tú no eres un lunático, pero pienso que necesitas ayuda. El primer paso es convencer a Foletta de que te asigne un equipo de evaluación…

—No. Foletta no lo permitirá, y aunque lo permitiera, no queda tiempo.

—¿Por qué no queda tiempo?

—Dentro de seis días tendrá lugar mi evaluación anual. ¿No se te ha ocurrido por qué te ha asignado a mí Foletta? Porque eres una estudiante, fácil de manipular. «El paciente muestra ciertos indicios de mejoría muy alentadores, interna Vázquez, pero aún no está apto para reintegrarse en la sociedad». Tú te mostrarás de acuerdo con ese diagnóstico, lo cual es lo único que desea oír el consejo de evaluación.

«Foletta tiene razón, es bueno. Pero tal vez no lo sea tanto si no controla él la conversación».

—Mick, vamos a hablar un momento del trabajo de tu padre. El viernes mencionaste cuatro Ahau, tres Kankin

—El día del juicio final para la humanidad. Ya sabía que ibas a reconocer esa fecha.

—No es más que una leyenda maya.

—Muchas leyendas tienen un poso de verdad.

—¿Así que tú estás convencido de que todos vamos a morir dentro de menos de cuatro meses?

Mick fija la vista en el suelo y sacude la cabeza en un gesto negativo.

—Bastará con un simple sí o no.

—No recurras a jueguecitos intelectuales, Dominique.

—¿Por qué crees que estoy jugando?

—Sabes perfectamente bien que esa pregunta, tal como la formulas, huele a esquizofrenia paranoide y a fantasías de…

—Mick, es una pregunta sencilla. —«Está alterándose. Bien».

—Estás metiéndome en una batalla intelectual para buscar puntos débiles. No deberías. No da resultado, y perderás tú, lo cual significa que perderemos todos.

—Estás pidiéndome que evalúe tu capacidad para reincorporarte a la sociedad. ¿Cómo puedo hacerlo sin formular preguntas?

—Haz las preguntas, pero no me prepares el terreno para que falle. No tengo inconveniente en hablar contigo de las teorías de mi padre, pero sólo si te interesan de verdad. Si lo que buscas es averiguar hasta dónde puedes presionarme, mira, hazme el maldito test de Rorschach o el de percepción temática y terminemos de una vez.

—¿Por qué dices que te estoy preparando el terreno para que falles?

Mick se pone de pie y se acerca a ella. A Dominique se le acelera el corazón. Coge el bolígrafo.

—La naturaleza misma de esa pregunta ya me condena. Es como preguntarle a un reverendo si su mujer sabe que se masturba. Responda lo que responda, parece un hombre perverso. Si yo te contesto que no a lo de la predicción del juicio final, tendré que justificar por qué de repente he cambiado de opinión después de once años. Foletta interpretará eso como una estratagema dirigida a engañar al comité de evaluación. Si contesto que sí, tú coincidirás con él en que soy simplemente otro sicótico que está convencido de que el cielo va a venirse abajo.

—Entonces, ¿cómo he de evaluar tu cordura, según tú? No puedo eludir el tema sin más.

—No, pero sí puedes por lo menos examinar las pruebas con una mente abierta antes de hacer un juicio precipitado. Algunas de las mentes más grandes de la historia fueron tachadas de locas, hasta que la verdad salió a la luz.

Mick se sienta en el otro extremo de la cama. Dominique nota un hormigueo en la piel. No está segura de si se siente excitada o asustada, o tal vez las dos cosas. Cambia el peso de sitio descruzando las piernas y sostiene el bolígrafo en la mano con aire despreocupado. «Está lo bastante cerca para estrangularme, pero si estuviéramos en un bar, yo probablemente estaría coqueteando…».

—Dominique, es muy importante, mucho, que nos fiemos el uno del otro. Yo necesito tu ayuda y tú necesitas la mía, sólo que aún no lo sabes. Te juro por el alma de mi madre que no te mentiré jamás, pero tú tienes que prometerme que me escucharás con la mente abierta.

—De acuerdo, te escucharé con objetividad. Pero la pregunta sigue pendiente de respuesta: ¿estás convencido de que la humanidad hallará su fin el 21 de diciembre?

Mick se inclina hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas. Con la mirada fija en el suelo, se pellizca el puente de la nariz con los dedos índice de cada mano.

—Supongo que serás católica, ¿no?

—Nací católica, pero a partir de los trece años me crié en una familia judía. ¿Y tú?

—Mi madre también era judía, mi padre era episcopaliano. ¿Te consideras una persona religiosa?

—No mucho.

—¿Crees en Dios?

—Sí.

—¿Crees en el mal?

—¿El mal? —Esa pregunta la desconcierta—. Eso es un tanto ambiguo. Acláramelo.

—No estoy hablando de cuando las personas cometen una acción atroz como un asesinato. Me refiero al mal como una entidad en sí misma, que forma parte del propio tejido de la existencia. —Mick levanta los ojos y los posa en Dominique—. Por ejemplo, la creencia judeocristiana consiste en que el mal se personificó por primera vez entrando en el Jardín del Edén disfrazado de serpiente y tentó a Eva para que mordiera la manzana.

—Como psiquiatra, no creo que ninguno de nosotros nazca siendo malo, ni bueno, ya que vamos a eso. Yo creo que tenemos la capacidad de ser ambas cosas. El libre albedrío nos permite escoger.

—¿Y qué pasaría si… si algo estuviera influyendo en tu libre albedrío sin que tú lo supieras?

—¿A qué te refieres?

—Hay personas que están convencidas de que existe una fuerza malévola, que forma parte de la naturaleza. Una inteligencia en sí misma que viene existiendo en este planeta a lo largo de toda la historia del ser humano.

—Me he perdido. ¿Qué tiene que ver eso con la profecía del día del juicio?

—Como persona racional, tú me preguntas si creo que la humanidad está a punto de extinguirse. Como persona racional, yo te pido que me expliques por qué todas las civilizaciones que triunfaron en la Antigüedad predijeron el fin de la humanidad. Como persona racional, te pido que me digas por qué todas las grandes religiones predicen un apocalipsis y esperan la llegada de un mesías que regresará a librar a nuestro mundo del mal.

—No puedo responder a eso. Como la mayoría de la gente. Simplemente, no lo sé.

—Tampoco lo sabía mi padre. Pero como era una persona racional y un hombre de ciencia, deseaba averiguarlo. De manera que dedicó su vida y sacrificó la felicidad de su familia por la búsqueda de la verdad. Pasó décadas investigando ruinas antiguas en busca de pistas. Y al final, lo que descubrió resultó ser tan insondable que literalmente lo llevó al borde de la locura.

—¿Qué descubrió?

Mick cierra los ojos y la inflexión de su tono de voz se suaviza.

—Pruebas. Pruebas que alguien nos dejó de forma deliberada y tras grandes esfuerzos. Pruebas que apuntan a la existencia de una presencia, una presencia tan malévola que su ascensión marcará el final de la humanidad.

—Otra vez no entiendo nada.

—No sé explicarlo, lo único que sé es que, de algún modo, siento que su presencia se hace cada vez más fuerte.

«Está haciendo un esfuerzo por seguir comportándose de forma racional. Continúa dándole conversación».

—Dices que esa presencia es malévola. ¿Cómo lo sabes?

—Lo sé, sin más.

—No estás dándome precisamente mucho para continuar. Además, el calendario maya no me parece que sea una prueba…

—El calendario no es más que la punta del iceberg. Hay señales extraordinarias, inexplicables, repartidas por toda la superficie del planeta, maravillas alineadas astronómicamente, y todas son piezas de un mismo rompecabezas gigante. Ni siquiera los mayores escépticos del mundo pueden refutar su existencia. Las pirámides de Giza y de Chichén Itzá. Los templos de Angkor Wat y de Teotihuacán, el círculo de Stonehenge, los mapas de Piri Reis y los dibujos del desierto de Nazca. Hicieron falta varias décadas de intenso trabajo para erigir esas antiguas maravillas, cuya metodología sigue siendo un misterio para nosotros. Mi padre descubrió una inteligencia conjunta en todo eso, la misma inteligencia responsable de la creación del calendario maya. Más importante aún es el hecho de que cada una de esas referencias está asociada a un propósito común, cuyo significado se ha perdido a lo largo de los milenios.

—¿Y cuál es ese propósito?

—La salvación de la humanidad.

«Foletta tiene razón. Se lo cree de verdad».

—A ver si lo he entendido bien. Tu padre estaba convencido de que cada uno de esos emplazamientos antiguos fue diseñado para salvar a la humanidad. ¿Cómo puede salvarnos una pirámide o un puñado de dibujos en el desierto? ¿Y salvarnos de qué? ¿De esa presencia malévola?

Los ojos oscuros se le clavan hasta el alma.

—Sí, pero hay algo infinitamente peor, algo que llegará en el solsticio de diciembre para destruir a la humanidad. Mi padre y yo estuvimos muy cerca de resolver ese misterio antes de que él falleciera, pero todavía quedan sin colocar varias piezas vitales del rompecabezas. Ojalá no se hubieran destruido los códices mayas.

—¿Quién los destruyó?

Mick niega con la cabeza, como si se sintiera decepcionado.

—¿Ni siquiera conoces la historia de tus propios antepasados? El creador del calendario del día del juicio, el gran maestro Kukulcán, dejó información crítica en los antiguos códices mayas. Cuatrocientos años después de su desaparición, España invadió el Yucatán. Cortés era un hombre blanco y con barba; los mayas lo tomaron por Kukulcán, y los aztecas por Quetzalcoatl. Ambas civilizaciones, prácticamente, se postraron y permitieron que las conquistaran, pensando que su mesías caucásico había vuelto para salvar a la humanidad. Los sacerdotes católicos tomaron posesión de los códices. Debieron de asustarse mucho con lo que leyeron, porque los muy idiotas lo quemaron todo, con lo cual, esencialmente, nos condenaron a todos a muerte.

«Está embalándose».

—No sé, Mick. Las instrucciones para la salvación de la humanidad parecen ser demasiado importantes para dejárselas a un puñado de indios de Centroamérica. Si Kukulcán era tan sabio, ¿por qué no dejó esa información en otro lugar?

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por pensar. Por utilizar el hemisferio lógico de tu cerebro. Efectivamente, esa información era demasiado importante para dejarla en manos de una cultura vulnerable como la de los mayas, o, ya puestos, de cualquier otra civilización antigua. En el desierto de Nazca, en Perú, se encuentra un mensaje simbólico visual, excavado en la pampa en forma de glifos de ciento treinta metros de longitud y de gran precisión. A mi padre y a mí nos faltaba muy poco para interpretar el significado de dicho mensaje, cuando se murió.

Dominique lanza una mirada inocente a su reloj.

En eso, Mick se pone en pie de un salto igual que un gato y la sorprende tomándola por los hombros.

—Deja de tomarte esto como si formara parte de los requisitos para tu graduación y escucha lo que estoy diciendo. El tiempo es un lujo del que no disponemos…

Dominique escucha sus divagaciones mirándolo a los ojos, con su rostro a escasos centímetros del de él.

—Mick, suéltame… —Acaricia el bolígrafo.

—Escúchame. Me has preguntado si creo que la humanidad se va a acabar dentro de cuatro meses. Mi respuesta es que sí, a no ser que pueda completar el trabajo de mi padre. Si no, moriremos todos.

Dominique pulsa dos veces el bolígrafo, y luego otras dos, con el corazón disparado y presa del pánico.

—Dominique, por favor, necesito que me saques de este manicomio antes del equinoccio de otoño.

—¿Por qué? —«Haz que siga hablando…».

—Para el equinoccio sólo faltan dos semanas. Su llegada será anunciada en todos los lugares que te he mencionado. La pirámide de Kukulcán en Chichén Itzá marcará dicho acontecimiento a lo largo de su escalinata norte con el descenso de la sombra de la serpiente. En ese momento, la Tierra se situará en una alineación galáctica sumamente insólita. Comenzará a abrirse un portal en el centro de la franja oscura de la Vía Láctea, y empezará a cernerse sobre nosotros el principio del fin.

«Está desbarrando…». De pronto se acuerda de la foto de Borgia tuerto, y cambia el peso de sitio con el fin de preparar la rodilla.

—Dominique, no soy un lunático. Necesito que me tomes en serio…

—Estás haciéndome daño…

—Lo siento, lo siento… —Deja de apretar los hombros—. Escúchame, esto es vital. Mi padre estaba convencido de que todavía puede evitarse que ascienda el mal. Necesito tu ayuda, necesito que me saques de aquí antes del equinoccio…

Mick se vuelve en el momento en que Marvis le planta un puño delante de la cara y lo ciega con el aerosol de pimienta.

—¡No! ¡No, no, no…!

Demasiado aturdida para hablar, Dominique empuja al guardia a un lado y sale corriendo de la celda. Se detiene en la salita, con el pulso enloquecido.

Marvis cierra con llave la habitación 714 y acto seguido la acompaña al exterior de la sección.

Mick continúa aporreando la puerta, lanzándole chillidos como un animal herido.