8 de septiembre de 2012
LA CASA BLANCA
El secretario de Estado Pierre Borgia contempla su imagen en el espejo del cuarto de baño. Se ajusta el parche sobre la cuenca del ojo derecho y acto seguido se alisa los cortos mechones de cabello gris que le crecen a ambos lados de la cabeza, por lo demás casi calva. El traje negro y la corbata a juego se ven tan inmaculados como de costumbre.
Borgia sale del cuarto de baño ejecutivo y gira a la derecha para, tras saludar con una breve inclinación de cabeza a unos miembros del personal, echar a andar por el pasillo que lleva al Despacho Oval.
Patsy Goodman levanta la vista de su teclado.
—Entre. Está esperando.
Borgia asiente, y luego entra.
El semblante pálido y demacrado de Mark Maller revela el desgaste de haber sido presidente durante casi cuatro años. El cabello negro azabache se ha tornado gris en las sienes; los ojos, de un azul penetrante, ahora presentan más arrugas en los bordes; no obstante, la constitución de este hombre de cincuenta y dos años, si bien ha adelgazado, sigue siendo corpulenta.
Borgia le dice que da la impresión de haber perdido peso. Maller hace una mueca.
—La llaman la dieta del estrés de Viktor Grozny. ¿Has leído el informe de la CIA de esta mañana?
—Todavía no. ¿Qué ha hecho esta vez el nuevo presidente de Rusia?
—Ha convocado una cumbre entre dirigentes militares de China, Corea del Norte, Irán y la India.
—¿Con qué propósito?
—Con el de llevar a cabo un ejercicio conjunto de fuerza nuclear disuasoria, como reacción a nuestras últimas pruebas en relación con el Escudo de Defensa anti-Misiles.
—Gronzy está fanfarroneando otra vez. Todavía echa humo por la cancelación por parte del FMI de ese paquete de préstamo de veinte mil millones de dólares.
—Sea cual sea el motivo, está consiguiendo provocar en Asia una paranoia por el tema nuclear.
—Mark, el Consejo de Seguridad se reúne esta tarde, así que estoy seguro de que no me has hecho venir sólo para hablar de asuntos exteriores.
Maller afirma con la cabeza y apura su tercera taza de café.
—Jeb ha decidido dimitir del cargo de vicepresidente. No preguntes. Digamos que se debe a motivos personales.
A Borgia le da un vuelco el corazón.
—Cielos, las elecciones son dentro de menos de dos meses…
—Ya he celebrado una reunión informal con las autoridades oportunas. La cosa está entre tú y Ennis Chaney.
«Caramba…».
—¿Has hablado ya con él?
—No. He pensado que antes debía informarte a ti de ello.
Borgia se encoge de hombros, sonriendo intranquilo.
—El senador Chaney es una buena persona, pero no puede compararse conmigo en lo que se refiere a asuntos exteriores. Y además mi familia todavía ejerce mucha influencia…
—No tanta como crees tú, y las encuestas demuestran que a la mayoría de los norteamericanos no les interesa que China se esté armando militarmente. Perciben que el Escudo de Defensa anti-Misiles es lo único que importa de la guerra nuclear.
—En ese caso, permíteme que sea franco. ¿De verdad piensa el Comité Nacional Republicano que el país está preparado para tener un vicepresidente afroamericano?
—Las elecciones van a ser reñidas. Acuérdate de lo que Lieberman hizo por Gore. Chaney nos daría el punto de apoyo que tanto necesitamos en Pensilvania y en el sur. Relájate, Pierre; no se va a tomar ninguna decisión por lo menos hasta dentro de otros treinta o cuarenta y cinco días.
—Eso es muy acertado. Le dará tiempo a la prensa para hacernos pedazos.
—¿Tienes algún esqueleto en el armario del que tengamos que preocuparnos?
—Estoy seguro de que, mientras tú y yo hablamos, tu gente ya está estudiando eso. Mark, sé sincero conmigo: ¿tiene posibilidades Chaney?
—Las encuestas de opinión demuestran que la popularidad de Chaney aumenta tanto en las filas del partido como en las raciales. Es un hombre con los pies en el suelo. El público se fía de él más que de Colin Powell.
—No confundas la confianza con la cualificación. —Borgia se levanta y se pone a pasear—. Las encuestas también demuestran que a los norteamericanos los preocupa el hundimiento de la economía rusa y cómo va a afectar eso al mercado europeo.
—Pierre, cálmate. En cuarenta y cinco días pueden suceder muchas cosas.
Borgia lanza un suspiro.
—Perdona, presidente. El mero hecho de que se piense en mí para ese cargo ya constituye un gran honor. Oye, he de irme, tengo una reunión con el general Fecondo antes de lo de esta tarde.
Borgia estrecha la mano de su amigo y a continuación se encamina hacia la puerta camuflada. Antes de salir se da la vuelta.
—Mark, ¿tienes algún consejo que darme?
El presidente suspira.
—No sé. Heidi ha mencionado algo en el desayuno. ¿Has pensado alguna vez en cambiarte ese parche por un ojo de cristal?
Cuando Dominique sale del vestíbulo del centro de tratamiento, el calor del verano de Florida le da de lleno en la cara. A lo lejos estalla un relámpago contra un cielo encapotado. Dominique se pasa el libro forrado de cuero de la mano derecha a la izquierda y presiona con el dedo pulgar la cerradura sin llave para desbloquear la portezuela de su coche recién estrenado, un descapotable negro Pronto Spyder, un temprano regalo de graduación de Edie e Iz. Deja el libro en el asiento del pasajero, se abrocha el cinturón de seguridad y coloca el pulgar sobre la almohadilla de ignición, notando la leve molestia del pinchazo microscópico.
El ordenador del salpicadero cobra vida de pronto y muestra el siguiente mensaje:
Activando secuencia de ignición.
Identificación verificada. Sistema antirrobo desactivado.
A continuación siente el ya familiar chasquido doble del eje del volante al desbloquearse.
Comprobando nivel de alcohol en sangre. Por favor, espere…
Dominique reclina la cabeza contra el asiento de cuero mientras contempla cómo los primeros goterones de lluvia repiquetean sobre la capota de plástico polietileno tereftalato de su deportivo. La paciencia es un requisito de las nuevas prestaciones de seguridad en el encendido, pero sabe que esos tres minutos de más bien merecen la pena. La conducción con un alto nivel de alcoholemia se ha convertido en la primera causa de muerte en Estados Unidos. En el otoño del año próximo, todos los vehículos deberán llevar instalado un dispositivo para el control de la alcoholemia. El encendido se activa.
Nivel de alcohol en sangre aceptable.
Por favor, conduzca con cuidado.
Dominique ajusta el aire acondicionado y seguidamente pulsa el botón de encendido del reproductor digital de CD. El procesador informático incorporado reacciona a las inflexiones en el tono de voz o al tacto para interpretar el estado de ánimo del conductor, y así seleccionar la música apropiada entre cientos de opciones programadas previamente.
En los altavoces de sonido envolvente comienza a sonar el fuerte bajo del último álbum de los Rolling Stones, Past Our Prime[1]. Dominique da marcha atrás para salir del aparcamiento de visitas y emprende el trayecto de cuarenta y cinco minutos que la espera hasta llegar a casa.
No resultó fácil convencer al doctor Foletta de que se desprendiera del diario de Julius Gabriel. Su objeción inicial fue que el trabajo del finado arqueólogo había sido patrocinado tanto por la Universidad de Harvard como por la de Cambridge, y que, legalmente, sería necesario obtener la autorización por escrito de los departamentos de becas de ambas universidades antes de entregarle a ella cualquier tipo de documentos de investigación. Dominique replicó diciendo que necesitaba tener acceso a dicho diario, no sólo para realizar correctamente su trabajo, sino también para ganarse la confianza de Michael Gabriel. Una tarde entera de llamadas telefónicas a los jefes de departamento de Harvard y de Cambridge confirmó que dicho diario era más un recuerdo que un documento científico y que Dominique podía hacer uso de él como quisiera, siempre que no difundiera ninguna información. Foletta accedió por fin, y al final del día sacó el diario, un libro de cinco centímetros de grosor, que entregó a Dominique tan sólo cuando ésta le firmó un documento de cuatro páginas en el que se comprometía a no divulgar la información contenida en el mismo.
Para cuando Dominique entra en el oscuro garaje del rascacielos Hollywood Beach, ya ha dejado de llover. Desactiva el motor del automóvil y se queda mirando una imagen fantasmagórica que aparece en el visor inteligente del parabrisas. La imagen que proporciona la cámara de infrarrojos que va montada en la parte delantera del radiador del deportivo confirma que el garaje se encuentra vacío.
Dominique sonríe al pensar en su propia paranoia. Toma el anticuado ascensor hasta el quinto piso y sostiene la puerta abierta para que puedan entrar la señora Jenkins y su miniatura de caniche.
El piso de un solo dormitorio que era propiedad de sus padres adoptivos se encuentra al final del pasillo, la última puerta de la derecha. Cuando está introduciendo el código de seguridad, se abre la puerta que tiene a su espalda.
—Dominique, ¿qué tal tu primer día de trabajo?
El rabino Richard Steinberg la abraza con una cálida sonrisa que asoma por detrás de una barba castaño rojiza veteada de gris. Steinberg y su mujer, Mindy, son amigos íntimos de sus padres. Dominique los conoce desde que la adoptaron, hace casi veinte años.
—Mentalmente agotador. Me parece que me voy a saltar la cena y a darme un baño caliente.
—Oye, Mindy y yo quisiéramos que vinieras a cenar la semana que viene. ¿Te parece bien el martes?
—Sin problemas. Gracias.
—Bien, bien. Oye, ayer hablé con Iz. ¿Sabías que tu madre y él están pensando en venir a pasar los Días Santos?
—No, no sabía que…
—Bueno, tengo que irme corriendo, no puedo llegar tarde al Sabbat. Ya te llamaremos la semana próxima.
Dominique se despide de él con la mano y observa cómo corre por el pasillo. Le gustan Steinberg y su esposa, los considera personas cálidas y auténticas. Sabe que Iz les ha pedido que cuiden de ella con cariño paternal.
Dominique entra en el apartamento y abre las puertas del balcón para dejar que penetre la brisa del mar y llene el aire rancio de la habitación con una ráfaga de aroma a sal. El chubasco de esa tarde ha ahuyentado a la mayoría de los aficionados a la playa, y por entre las nubes se filtran los últimos rayos de sol prestando un resplandor carmesí al color del agua.
Es su hora preferida del día, una hora para dedicarla a la soledad. Estudia la posibilidad de darse un paseo tranquilo por la playa, pero enseguida cambia de idea. Se sirve una copa de vino de una botella abierta que tiene en la nevera, se quita los zapatos en un par de patadas y regresa al balcón. Deposita la copa sobre una mesa de plástico junto con el diario forrado de cuero y se tiende en la tumbona para estirarse sobre la blanda colchoneta.
El insistente mantra del oleaje enseguida empieza a surtir efecto. Bebe el vino despacio, con los ojos cerrados, y su mente regresa otra vez al encuentro con Michael Gabriel.
Cuatro Ahau, tres Kankin. Dominique no había oído esas palabras desde que era pequeña.
Los pensamientos van transformándose en un sueño. Está de nuevo en las tierras altas de Guatemala, con seis años, y a su lado se encuentra su abuela materna. Ambas están de rodillas, trabajando en la recolección de cebollas bajo el sol de las primeras horas de la tarde. Desde el lago Atitlán sopla una brisa fresca, el xocomil. La pequeña escucha atentamente la voz áspera de la anciana. «El calendario nos fue legado por nuestros antepasados olmecas, cuya sabiduría procedía de nuestro maestro, el gran Kukulcán. Mucho antes de que los españoles invadieran nuestra tierra, el gran maestro nos dejó advertencias de desastres que estaban por venir. Cuatro Ahau, tres Kankin, el último día del calendario maya. Ten mucho cuidado con ese día, mi pequeña. Cuando llegue el momento, debes hacer el viaje a casa, pues el Popol Vuh dice que sólo aquí podremos ser devueltos a la vida».
Dominique abre los ojos y contempla el negro océano. Bajo la luz de la luna, parcialmente cubierta, se distinguen las crestas de alabastro que forma la espuma.
Cuatro Ahau, tres Kankin: el 21 de diciembre de 2012.
El día del juicio final profetizado para la humanidad.