Capítulo 1

8 de septiembre de 2012

MIAMI, FLORIDA

El Centro de Evaluación y Tratamiento del Sur de Florida es un edificio de siete plantas de hormigón blanco ribeteado de plantas perennes, ubicado en un destartalado barrio étnico del oeste de Miami. Al igual que la mayoría de los establecimientos de esa área, tiene los aleros de los tejados protegidos por una ristra de bobinas de alambre de espino. A diferencia de otros edificios, dicho alambre de espino no tiene como fin impedir la entrada al público, sino evitar que salgan sus residentes.

Dominique Vázquez, de treinta y un años, sortea el tráfico de la hora punta lanzando maldiciones en voz alta mientras circula a toda velocidad en dirección sur por la autovía 441. Es el primer día de su período de interinidad, y ya va a llegar tarde. Esquiva de un volantazo a un adolescente que viene patinando en sentido contrario, entra en el aparcamiento de visitas, aparca, y a continuación se encamina a toda prisa hacia la entrada al tiempo que se retuerce el cabello, negro azabache y largo hasta la cintura, en un apretado moño.

Las puertas magnéticas se abren para permitirle el acceso a un vestíbulo provisto de aire acondicionado.

Detrás del mostrador de información se encuentra una mujer hispana de cuarenta y muchos años, leyendo las noticias matutinas en una pantalla de ordenador delgada como una oblea y del tamaño de una libreta. Sin levantar la vista, le pregunta:

—¿En qué puedo servirla?

—Tengo una cita con Margaret Reinike.

—Hoy, no. La doctora Reinike ya no trabaja aquí. —La mujer toca suavemente el botón de bajar página para pasar a otro artículo.

—No lo entiendo. Hablé con la doctora Reinike hace dos semanas.

La recepcionista levanta por fin los ojos.

—¿Y usted es…?

—Vázquez. Dominique Vázquez. Vengo para empezar una interinidad de posgrado de un año de la FSU. Se supone que la doctora Reinike es mi patrocinadora.

Observa cómo la recepcionista toma el teléfono y pulsa una extensión.

—Doctor Foletta, tengo a una joven de nombre Domino Vas…

—Vázquez. Dominique Vázquez.

—Perdone. Dominique Vázquez. No, señor, está aquí, en la recepción. Dice que es interna de la doctora Reinike. Sí, señor. —La recepcionista cuelga—. Puede sentarse ahí. Dentro de unos minutos bajará el doctor Foletta a hablar con usted. —A continuación gira en su silla dando la espalda a Dominique y regresa a su pantalla de ordenador.

Transcurren diez minutos antes de que aparezca por el pasillo un hombre corpulento, de cincuenta y tantos años.

A juzgar por su pinta, Anthony Foletta debería estar en un campo de fútbol americano, entre los jugadores de la línea de defensa, no caminando por los pasillos de una institución del Estado que alberga a los delincuentes sicóticos. Luce una espesa melena de color gris que le cae de una cabeza enorme, como encajada directamente sobre los hombros. Sus ojos azules relucen entre unos párpados soñolientos y unos carrillos carnosos. Aunque tiene sobrepeso, la parte superior de su cuerpo es firme, y el estómago le sobresale ligeramente de la blanca bata de laboratorio.

Una sonrisa forzada, y después una mano tendida.

—Anthony Foletta, nuevo jefe de psiquiatría.

Posee una voz profunda y granulada, como una cortadora de césped vieja.

—¿Qué le ha ocurrido a la doctora Reinike?

—Motivos personales. Corre el rumor de que a su marido le han diagnosticado un cáncer terminal. Supongo que habrá decidido tomarse la jubilación anticipada. Reinike me dijo que usted iba a venir. A menos que tenga alguna objeción, voy a ser yo el que supervise su interinidad.

—No tengo ninguna objeción.

—Bien.

A continuación da media vuelta y echa a andar por donde ha venido. Dominique tiene que apresurarse para seguirle el paso.

—Doctor Foletta, ¿cuánto tiempo lleva usted aquí?

—Diez días. Un traslado del centro de Massachusetts aquí. —Se acercan a un guardia de seguridad del primer punto de control—. Entréguele al guardia su permiso de conducir.

Dominique rebusca en su bolso y entrega al guardia la tarjeta plastificada, la cual le es canjeada por la identificación de visitante.

—De momento utilice ésta —dice Foletta—. Devuélvala al final del día, cuando se vaya. Antes de que termine la semana le tendremos preparada una identificación interna codificada.

Dominique se sujeta la tarjeta a la blusa y sigue al doctor camino del ascensor.

Foletta le enseña tres dedos a una cámara situada encima de su cabeza. Las puertas se cierran.

—¿Ha estado aquí alguna vez? ¿Conoce la distribución del edificio?

—No. He hablado con la doctora Reinike sólo por teléfono.

—Hay siete plantas. En la primera se encuentran la administración y seguridad central. La estación principal controla tanto los ascensores del personal como los de los residentes. En el Nivel 2 hay una pequeña unidad médica para los ancianos y los enfermos terminales. El Nivel 3 es donde encontrará la zona de comedor y las salas de descanso. Por él se accede también al entresuelo, al jardín y a las salas de terapia. Los Niveles 4, 5, 6 y 7 corresponden a los residentes. —Foletta deja escapar una risita—. El doctor Blackwell prefiere llamarlos «clientes». Un eufemismo interesante, ¿no le parece?, teniendo en cuenta que los traemos aquí esposados.

Salen del ascensor y atraviesan un puesto de seguridad idéntico al de la primera planta. Foletta le hace una seña con la mano y toma por un breve pasillo que conduce a su despacho. Por todas partes hay cajas de cartón apiladas, repletas de expedientes, diplomas enmarcados y objetos personales.

—Disculpe el desorden, todavía me estoy situando. —Foletta levanta una impresora de ordenador de una silla y le indica a Dominique que tome asiento. A continuación se sienta él mismo tras su mesa, con un gesto de incomodidad, y se reclina contra el sillón de cuero con el fin de dejar espacio para su vientre.

Abre el expediente de Dominique.

—Mmm. Veo que está terminando su doctorado en Florida. ¿Acude a muchos partidos de fútbol?

—La verdad es que no. —Aprovecha esa entrada—. Usted da la impresión de haber jugado al fútbol.

Es una buena frase, y consigue que a Foletta se le ilumine su rostro de querubín.

—Jugué en los Fighting Blue Hens de Delaware, en la clase del 79. Empecé jugando como placaje frontal. Habría formado parte de la selección de segunda de la NFL si no me hubiera partido la rodilla contra Lehigh.

—¿Y qué lo empujó a meterse en la psiquiatría forense?

—Tenía un hermano mayor que sufría una obsesión patológica. Siempre estaba teniendo problemas con la ley. Su psiquiatra era antiguo alumno de Delaware y un gran seguidor del fútbol. Solía llevarlo a los vestuarios después de los partidos. Cuando yo me lesioné la rodilla, tiró de unos cuantos hilos para que me metieran en la facultad de posgrado. —Foletta se inclina hacia delante, poniendo el expediente de Dominique sobre la mesa—. Hablemos de usted. Siento curiosidad. Existen otros centros que están más cerca de la FSU que el nuestro. ¿Por qué ha elegido éste?

Dominique se aclara la garganta.

—Mis padres viven en Sanibel, que está a un par de horas en coche de Miami. Por lo general, no puedo ir mucho por casa.

Foletta pasa el dedo índice por el expediente de Dominique.

—Aquí dice que usted es de Guatemala.

—Así es.

—¿Y cómo terminó en Florida?

—Mis padres, mis padres auténticos, murieron cuando yo tenía seis años. Me enviaron a vivir con un primo en Tampa.

—Pero ¿eso no duró mucho?

—¿Tiene importancia?

Foletta levanta la vista. Sus ojos ya no están soñolientos.

—No me gustan demasiado las sorpresas, interna Vázquez. Antes de asignar residentes, me gusta conocer la psicología de mi propio personal. La mayoría de los residentes no nos causan demasiados problemas, pero es importante recordar que seguimos tratando con personas violentas. Para mí, la seguridad es una prioridad. ¿Qué sucedió en Tampa? ¿Cómo es que terminó yendo a vivir con una familia adoptiva?

—Baste decir que las cosas no salieron bien con mi primo.

—¿La violó?

Dominique se queda desconcertada por esa actitud tan directa.

—Si desea saberlo, sí. Yo tenía sólo diez años.

—¿Estaba bajo los cuidados de un psiquiatra?

Dominique lo mira fijamente. «Conserva la calma, está poniéndote a prueba».

—Sí, hasta los diecisiete años.

—¿Le molesta hablar de esto?

—Ocurrió. Pero ya pasó. Estoy segura de que influyó en mí a la hora de escoger una carrera, si vamos a eso.

—También deseo saber qué es lo que le interesa. Aquí dice que posee un cinturón negro de segundo grado en taekwondo. ¿Lo ha usado alguna vez?

—Sólo en torneos.

Los párpados se abrieron de par en par, y aquellos ojos azules la taladraron.

—Dígame, interna Vázquez, ¿se imagina usted la cara de su primo cuando lanza patadas a sus adversarios?

—A veces. —Dominique se aparta un mechón de pelo de los ojos—. ¿A quién fingía golpear usted cuando jugaba al fútbol para esos Fighting Blue Hens?

Touché. —Los ojos regresan al expediente—. ¿Sale usted mucho?

—¿También le concierne a usted mi vida social?

Foletta se reclina en su sillón.

—Las experiencias sexuales traumáticas como la suya con frecuencia conducen a desórdenes sexuales. Una vez más, lo único que quiero saber es con quién estoy trabajando.

—No tengo ninguna aversión al sexo, si es eso lo que me pregunta. Pero sí que tengo una sana desconfianza hacia los hombres que me presionan.

—Esto no es un centro de reinserción, interna Vázquez. Va a necesitar una piel más dura para poder manejar a los residentes forenses. Los que residen aquí se han hecho famosos por darse un festín con universitarias guapas como usted. Viniendo de la FSU, pienso que bien podría agradecerlo.

Dominique respira hondo para relajar sus músculos agarrotados. «Maldita sea, guárdate tu ego y presta atención».

—Tiene razón, doctor. Discúlpeme.

Foletta cierra el expediente.

—Lo cierto es que estoy pensando en usted para un encargo especial, pero necesito tener la absoluta certeza de que está usted a la altura del mismo.

Dominique cobra nuevos bríos.

—Póngame a prueba.

Foletta retira del primer cajón de la mesa una gruesa carpeta marrón.

—Como sabe, este centro cree en el método multidisciplinar. A cada residente se le asigna un psiquiatra, un psicólogo clínico, un asistente social, una enfermera de psiquiatría y un terapeuta de rehabilitación. Mi reacción inicial al llegar aquí fue que todo eso resultaba excesivo, pero no puedo cuestionar los resultados, sobre todo cuando tratamos con pacientes que abusan de determinadas sustancias y los preparamos para que tomen parte en futuros juicios.

—Pero ¿no en este caso?

—No. El residente al que deseo que supervise usted es un paciente mío, un interno del psiquiátrico en el que trabajé como director del servicio de psicología.

—No entiendo. ¿Se lo ha traído con usted?

—Hace unos seis meses que nuestro centro perdió la subvención. Este residente, desde luego, no es apto para integrarse en la sociedad, y había que trasladarlo a otra parte. Dado que yo conozco mejor que nadie su historial, pensé que sería menos traumático para todos los implicados que permaneciera a mi cuidado.

—¿Quién es?

—¿Alguna vez ha oído hablar del profesor Julius Gabriel?

—¿Gabriel? —El apellido le resultó familiar—. Espere un segundo, ¿no es el arqueólogo que hace varios años cayó muerto durante una conferencia en Harvard?

—Hace más de diez años. —Foletta esboza una ancha sonrisa—. Después de tres décadas de becas de investigación, Julius Gabriel regresó a Estados Unidos y se presentó ante sus colegas afirmando que los antiguos egipcios y los mayas construyeron sus pirámides con la ayuda de extraterrestres, con el fin de salvar a la humanidad de la destrucción. ¿Se lo imagina? El público lo echó del estrado a carcajadas. Probablemente murió de humillación. —Los carrillos de Foletta se estremecen al reír—. Julius Gabriel constituía el ejemplo clásico de esquizofrenia paranoide.

—¿Y quién es el paciente?

—Su hijo. —Foletta abre la carpeta—. Michael Gabriel, edad, treinta y cuatro años. Él prefiere que lo llamen Mick. Ha pasado los primeros veintitantos años de su vida trabajando codo con codo con sus padres en excavaciones arqueológicas, probablemente lo suficiente para volver sicótico a cualquier chaval.

—¿Por qué fue encarcelado?

—Mick perdió los nervios durante la conferencia de su padre. El tribunal le diagnosticó esquizofrenia paranoide y lo condenó a ingresar en el Centro de Salud Mental del Estado de Massachusetts, en el que yo fui su psiquiatra clínico, incluso después de mi promoción a director en el año 2006.

—¿Sufre las mismas fantasías que su padre?

—Por supuesto. Padre e hijo estaban convencidos de que va a tener lugar una terrible calamidad que barrerá a la humanidad de la faz del planeta. Mick sufre también de las habituales fantasías paranoides persecutorias, la mayor parte de ellas a consecuencia de la muerte de su padre y de su propia encarcelación. Afirma que existe una conspiración por parte del gobierno que es la que lo ha mantenido encerrado todos estos años. En su mente, él es la víctima en su máxima definición, un inocente que intenta salvar al mundo, atrapado en las ambiciones inmorales de un político egocéntrico.

—Perdón, eso último no lo entiendo.

Foletta hojea el expediente y saca de un sobre de papel manila una serie de fotos tomadas con una Polaroid.

—Éste es el hombre al que atacó. Eche un buen vistazo a la foto, interna. No deje bajar sus defensas.

Se trata de un primer plano del rostro de un hombre brutalmente golpeado. La cuenca del ojo derecho está cubierta de sangre.

—Mick arrancó el micrófono del podio y golpeó con él a la víctima hasta dejarla sin sentido. El pobre hombre terminó perdiendo el ojo. Creo que reconocerá el nombre de la víctima: Pierre Borgia.

—¿Borgia? ¿Está de broma? ¿El secretario de Estado?

—Esto sucedió hace casi once años, antes de que Borgia fuera nombrado representante de las Naciones Unidas. En aquella época se presentaba como candidato a senador. Hay quien dice que esta agresión probablemente lo ayudó a ser elegido para el cargo. Antes de que la maquinaria política de los Borgia lo empujara a la política, Pierre era, por lo visto, todo un erudito. Él y Julius Gabriel estaban en el mismo programa doctoral, en Cambridge. Lo crea o no, de hecho ambos trabajaron juntos como colegas después de graduarse, explorando ruinas antiguas durante sus buenos cinco o seis años, antes de tener un enfrentamiento importante. La familia de Borgia finalmente lo convenció de que regresara a Estados Unidos y se metiera en política, pero la mala sangre no desapareció.

»Resulta que fue Borgia el que de hecho presentó a Julius como la persona encargada de pronunciar el discurso de apertura. Probablemente Pierre dijo unas cuantas cosas que no debería haber dicho, lo cual ayudó a incitar a los presentes. Julius Gabriel sufría problemas de corazón. Cuando se murió de repente detrás del escenario, Mick se vengó. Hicieron falta seis policías para reducirlo. Está todo en el expediente.

—Parece más bien un estallido emocional aislado, provocado por…

—Una rabia así tarda años en acumularse, interna. Michael Gabriel era un volcán esperando a entrar en erupción. Lo que tenemos aquí es un hijo único, educado por dos arqueólogos prominentes en algunas de las áreas más desoladas del mundo. Nunca fue al colegio ni tuvo la oportunidad de socializar con otros niños, todo lo cual contribuyó a dar lugar a un caso extremo de desorden de personalidad antisocial. Hasta es posible que Mick jamás haya salido con una chica. Todo lo que aprendió se lo enseñaron sus únicos compañeros, sus padres, de los cuales al menos uno estaba como una cabra.

Foletta le pasa el expediente.

—¿Qué le sucedió a la madre?

—Murió de cáncer de páncreas cuando la familia estaba viviendo en Perú. Por alguna razón, su muerte todavía lo atormenta; una o dos veces al mes se despierta gritando. Sufre de tremendos terrores nocturnos.

—¿Qué edad tenía Mick cuando falleció su madre?

—Doce.

—¿Tiene alguna idea de por qué su muerte lo sigue traumatizando tanto?

—No. Mick se niega a hablar de eso. —Foletta se revuelve en su pequeño sillón, incapaz de encontrar una postura cómoda—. La verdad, interna Vázquez, es que yo no le gusto mucho a Michael Gabriel.

—¿Neurosis de transferencia?

—No. Mick y yo nunca hemos tenido ese tipo de relación médico-paciente. Yo me he convertido en su carcelero, en parte de su paranoia. Sin duda, en cierta medida tiene su origen en sus primeros años de residencia. A Mick le costó mucho adaptarse al confinamiento. Una semana antes de su evaluación semestral, atacó a uno de nuestros guardias: le partió los dos brazos y lo pateó repetidamente en el escroto. Le causó tal destrozo que fue necesario extirparle quirúrgicamente los dos testículos. Si quiere, ahí por el expediente hay una foto de…

—No, gracias.

—Como castigo por esa agresión, Mick pasó la mayor parte de los últimos diez años confinado en solitario.

—Eso es un poco severo, ¿no cree?

—En el lugar del que vengo yo, no lo es. Mick es mucho más inteligente que los hombres que contratamos para que lo vigilen. Lo mejor para todos es mantenerlo aislado.

—¿Se le permitirá participar en actividades de grupo?

—Aquí tienen normas muy estrictas respecto de la integración de los residentes, pero por el momento la respuesta es no.

Dominique contempla de nuevo las fotos Polaroid.

—¿Tengo que preocuparme mucho de que este tipo pueda agredirme?

—En nuestra profesión, interna, siempre hay que preocuparse. ¿Qué si Mick Gabriel puede agredirla? Siempre. ¿Creo yo que la agredirá? Lo dudo. Los diez últimos años no han sido agradables para él.

—¿Se le permitirá alguna vez volver a entrar en la sociedad?

Foletta mueve la cabeza en un gesto negativo.

—Nunca. En el recorrido de la vida, para Michael Gabriel ésta es la última parada. Jamás será capaz de hacer frente a los rigores de la sociedad. Mick tiene miedo.

—¿Miedo de qué?

—De su propia esquizofrenia. Mick afirma que siente la presencia del mal, que va haciéndose más fuerte, que va alimentándose del odio y la violencia de la sociedad. Su fobia alcanza un punto máximo cada vez que aparece otro crío que agarra la pistola de su padre y se pone a pegar tiros en el instituto. Esa clase de cosas lo ponen furioso.

—A mí también me ponen furiosa.

No es lo mismo. Mick se vuelve un tigre.

—¿Está recibiendo medicación?

Le damos Zyprexa dos veces al día. Consigue quitarle las ganas de pelea.

—¿Y qué quiere que haga yo con él?

—Las leyes del Estado requieren que reciba terapia. Aproveche la oportunidad para adquirir experiencia útil.

«Está ocultando algo».

—Agradezco la oportunidad, doctor, pero ¿por qué yo?

Foletta se apoya en la mesa y se pone en pie haciéndola crujir con su peso.

—Como director de este centro, podría interpretarse como un conflicto de intereses que yo fuera la única persona que lo está tratando.

—Pero ¿por qué no asignarle un equipo entero que…?

—No. —Foletta empieza a perder la paciencia—. Michael Gabriel sigue siendo paciente mío, y seré yo quien determine qué clase de terapia es la que más le conviene, no un consejo de administración. Lo que pronto descubrirá usted sólita es que Mick es un poco un artista de pega: muy listo, muy convincente hablando y muy inteligente. Su cociente intelectual ronda el 160.

—Eso es más bien infrecuente en un esquizofrénico, ¿no?

—Infrecuente, pero no desconocido. A lo que quiero llegar es que con un asistente social o con un especialista en rehabilitación no haría otra cosa que jugar. Hace falta una persona con la formación que posee usted para no dejarse engañar por él.

—Bueno, ¿y cuándo voy a conocerlo?

—Ahora mismo. Van a trasladarlo a una sala de aislamiento para que yo pueda observar el primer encuentro entre ambos. Esta mañana le he hablado de usted. Está deseando hablar con usted. Tenga cuidado.

Las cuatro plantas superiores del centro, denominadas unidades por el personal de SFETC, albergan cada una a cuarenta y ocho residentes. Las unidades se dividen en alas norte y sur, y cada ala contiene tres secciones. Una sección consta de una pequeña sala de descanso con sofás y una televisión, en el centro de ocho dormitorios privados. Cada planta cuenta con su propio puesto de enfermeras y de seguridad. No hay ventanas.

Foletta y Dominique toman el ascensor de personal hasta la planta séptima. Un guardia de seguridad afroamericano está hablando con una de las enfermeras del puesto central. La sala de aislamiento se encuentra a su izquierda.

El director saluda al guardia y a continuación le presenta a la nueva interna. Marvis Jones es un tipo de cuarenta y muchos años, con unos ojos castaños y bondadosos que irradian seguridad ganada a base de experiencia. Dominique se fija en que va desarmado. Foletta explica que en las plantas de los residentes no se permite llevar armas en ningún momento.

Marvis los conduce por el puesto central hasta un cristal de seguridad unidireccional que da a la sala de aislamiento.

Michael Gabriel está sentado en el suelo, apoyado contra la pared del fondo, de cara a la ventana. Va vestido con una camiseta blanca y pantalones a juego; parece disfrutar de una forma física sorprendente, la parte superior de su cuerpo se ve bien definida. Es alto, casi uno noventa, y pesa cien kilos. Su cabello es de color castaño oscuro, más bien largo y rizado en las puntas. Posee un rostro agradable y bien afeitado. Tiene una cicatriz de siete centímetros que le cruza el lado derecho de la mandíbula, cerca de la oreja. Sus ojos están fijos en el suelo.

—Es guapo.

—También lo era Ted Bundy —replica Foletta—. Estaré observándola desde aquí. Estoy seguro de que Michael se mostrará encantador, deseará impresionarla. Cuando yo considere que ya es suficiente, haré que entre la enfermera para darle la medicación.

—De acuerdo. —Le tiembla la voz. «Relájate, maldita sea».

Foletta sonríe.

—¿Está nerviosa?

—No, sólo un poco emocionada.

Dominique sale del puesto y le indica a Marvis con una seña que abra la cerradura de la sala de aislamiento. Se abre la puerta, y ello anima a las mariposas que tiene en el estómago a que levanten el vuelo. Hace una pausa lo bastante larga para permitir que se le calme un poco el pulso y entra. La recorre un escalofrío cuando oye el chasquido de la puerta al sellarse a su espalda.

La sala de aislamiento mide tres metros y medio por seis. Justo enfrente de ella hay una cama de hierro atornillada al suelo y a la pared, con una delgada almohadilla que hace las veces de colchón. Frente a la cama hay una solitaria silla, también atornillada al suelo. En la pared de la derecha hay un cristal ahumado: la ventana de observación, nada disimulada. La sala huele a antiséptico.

Mick Gabriel se ha puesto de pie y tiene la cabeza ligeramente inclinada, de modo que ella no puede verle los ojos.

Dominique extiende una mano y esboza una sonrisa forzada.

—Dominique Vázquez.

Mick levanta la vista y deja ver unos ojos animalescos, de un negro tan intenso que resulta imposible distinguir dónde termina la pupila y dónde empieza el iris.

—Dominique Vázquez. Dominique Vázquez. —El residente pronuncia cada sílaba con esmero, como si quisiera grabársela en la memoria—. Resulta muy agradable que…

De pronto desaparece la sonrisa, una expresión falsa que se queda en blanco.

Dominique siente cómo le retumba el corazón en los oídos. «Conserva la calma. No te muevas».

Mick cierra los ojos. Le está ocurriendo algo inesperado. Dominique advierte que su mandíbula se alza ligeramente y deja ver la cicatriz. Las aletas de su nariz se agitan como las de un animal que observa a su presa.

—¿Permite que me acerque un poco más?

Han sido palabras pronunciadas con suavidad, casi en un susurro. Dominique percibe que se resquebraja la contención emocional que hay detrás de esa voz.

Dominique reprime el impulso de girarse hacia el cristal ahumado.

Los ojos se abren de nuevo.

—Le juro por el alma de mi madre que no le haré ningún daño.

«Vigila sus manos. Si te ataca, clávale la rodilla donde más duele».

—Sí puede acercarse un poco más, pero nada de movimientos bruscos, ¿de acuerdo? El doctor Foletta lo está viendo todo.

Mick da dos pasos al frente y se queda a medio brazo de distancia. Inclina el rostro hacia delante, con los ojos cerrados, inhalando, como si la cara de ella fuera una exquisita botella de vino.

La presencia de aquel hombre está haciendo que a Dominique se le ponga de punta el vello de los brazos. Observa cómo se relajan los músculos de su cara al tiempo que su mente abandona la sala. Detrás de esos ojos cerrados empiezan a formarse lágrimas. Se escapan unas pocas que bajan rodando por las mejillas.

Por un breve instante, el instinto maternal consigue bajar sus defensas. «¿Estará fingiendo?». Sus músculos se ponen nuevamente en tensión.

Mick abre los ojos, que ahora son dos estanques negros. La intensidad animal ha desaparecido.

—Gracias. Creo que mi madre usaba el mismo perfume.

Dominique da un paso atrás.

—Es Calvin Klein. ¿Le trae recuerdos felices?

—Y también otros desagradables.

El hechizo se ha roto. Mick va hacia el catre.

—¿Prefiere la cama o la silla?

—La silla está bien.

Espera a que se siente ella primero, y a continuación se coloca en el borde del catre para poder recostarse contra la pared. Mick se mueve igual que un atleta.

—Por lo que se ve, se las ha arreglado para mantenerse en forma.

—Vivir en solitario permite eso, si uno es lo bastante disciplinado. Todos los días hago mil flexiones y abdominales. —Dominique se siente absorbida por sus ojos—. Usted también tiene pinta de hacer ejercicio.

—Lo intento.

—Vázquez. ¿Es con ese o con zeta?

—Con zeta.

—¿De Puerto Rico?

—Sí. Mi… padre biológico se crió en Arecibo.

—El emplazamiento del radiotelescopio más grande del mundo. Pero tiene acento de Guatemala.

—Me crié en ese país. —«Está controlando él la conversación»—. Deduzco que ha estado usted en Centroamérica.

—He estado en muchos lugares. —Mick cruza los tobillos en la postura del loto—. Así que se crió en Guatemala. ¿Y cómo terminó viniendo a esta gran tierra de oportunidades?

—Mis padres murieron cuando era pequeña. Me enviaron a vivir con un primo de Florida. Ahora hablemos de usted.

—Ha dicho su padre biológico. Le ha parecido importante señalar la diferencia. ¿Quién es el hombre al que usted considera su verdadero padre?

—Isadore Axler. Su esposa y él me adoptaron. Cuando dejé de vivir con mis primos pasé una temporada en un orfanato. Iz y Edith Axler son unas personas maravillosas. Los dos son biólogos marinos. Manejan una estación SOSUS en la isla de Sanibel.

—¿SOSUS?

—Es un sistema de vigilancia sónica subacuática, una red global de micrófonos submarinos. La Marina se sirvió de varios de esos sistemas durante la guerra fría para detectar submarinos enemigos. Los biólogos se apoderaron después del sistema y lo utilizan para escuchar la vida en el mar. De hecho, es lo bastante sensible como para captar bancos de ballenas a cientos de miles de kilómetros…

Los ojos penetrantes que la miran la hacen interrumpirse.

—¿Por qué abandonó a su primo? Debió de ocurrirle algo traumático para ir a parar a un orfanato.

«Éste es peor que Foletta».

—Mick, si estoy aquí es para hablar de usted.

—Sí, pero puede que yo también haya tenido una infancia traumática. Puede que su historia me sirva de ayuda.

—Lo dudo. Todo salió bien. Los Axler me devolvieron mi infancia, y yo…

—Pero no su inocencia.

Dominique siente que la sangre huye de su rostro.

—Está bien, ahora que ya hemos establecido que posee usted una memoria sorprendente, veamos si es capaz de concentrar ese asombroso cociente intelectual en usted mismo.

—¿Quiere decir, para que usted pueda ayudarme?

—Para que podamos ayudarnos el uno al otro.

—Todavía no ha leído mi expediente, ¿verdad?

—No, todavía no.

—¿Sabe por qué el doctor Foletta le ha asignado mi caso?

—¿Por qué no me lo dice usted?

Mick se mira las manos, pensando la respuesta.

—Hay un estudio escrito por Rosenhan. ¿Lo ha leído?

—No.

—¿Le importaría leerlo antes de nuestra próxima entrevista? Estoy seguro de que el doctor Foletta debe de tener una copia guardada en una de esas cajas de cartón que él llama sistema de archivo.

Dominique sonríe.

—Si es importante para usted, lo leeré.

—Gracias. —Mick se inclina hacia delante—. Me gusta usted, Dominique. ¿Sabe por qué me gusta?

—No.

Las bombillas fluorescentes bailan como la luna en sus ojos.

—Me gusta porque no tiene el cerebro institucionalizado. Sigue siendo fresca, y eso es importante para mí, porque de verdad que deseo confiarme a usted, pero no puedo, y menos en esta sala, con Foletta mirando. Y además pienso que es posible que usted comprenda algunos de los malos tragos por los que he pasado. Por eso me gustaría hablar con usted de un montón de cosas, cosas muy importantes. ¿Cree que la próxima vez podremos conversar en privado? ¿Tal vez en el jardín?

—Se lo preguntaré al doctor Foletta.

—De paso recuérdele las normas del centro. Y pídale que le dé el diario de mi padre. Si usted va a ser mi terapeuta, opino que es de vital importancia que lo lea. ¿Le importaría hacerme ese favor?

—Será un honor leerlo.

—Gracias. ¿Lo leerá pronto, quizá durante el fin de semana? Odio darle trabajo para casa, teniendo en cuenta que éste es su primer día y todo eso, pero es de vital importancia que lo lea enseguida.

En ese momento se abre la puerta y pasa la enfermera. El guardia espera fuera, vigilando la entrada.

—Es la hora de su medicación, señor Gabriel. —Le entrega el vasito de papel con agua y a continuación la píldora blanca.

—Mick, tengo que irme. Ha sido agradable conocerlo. Haré lo posible por venir el lunes con los deberes hechos, ¿de acuerdo?

Se levanta con la intención de marcharse.

Mick está con la vista fija en la píldora.

—Dominique, sus parientes por parte de madre son mayas quichés, ¿verdad?

—¿Mayas? No… no lo sé. —«Sabe que estás mintiendo.»— Quiero decir, es posible. Mis padres murieron cuando yo era muy…

De repente los ojos la miran, y el efecto la desarma.

—Cuatro Ahau, tres Kankin. Usted sabe qué día es ése, ¿no es así, Dominique?

«Oh, mierda…».

—En fin… hasta pronto.

Dominique pasa por delante del guardia y sale de la sala.

Michael Gabriel se coloca la píldora en la boca con sumo cuidado. Apura el vaso de agua y acto seguido lo arruga en la palma de la mano izquierda. Abre la boca para que la enfermera introduzca el depresor de lengua y la linterna de bolsillo con el fin de verificar que se ha tragado la medicina.

—Gracias, señor Gabriel. Dentro de unos minutos el guardia lo acompañará de nuevo a su habitación.

Mick se queda en el catre hasta que la enfermera ha cerrado la puerta. Entonces se pone de pie, regresa a la pared del fondo, de espaldas a la ventana, y con toda naturalidad recupera la píldora blanca del interior del vaso arrugado que sostiene en la mano izquierda y la desliza hasta la palma. A continuación vuelve a adoptar la postura del loto en el suelo y arroja el vaso arrugado sobre la cama al tiempo que introduce la píldora blanca en el zapato.

Se librará convenientemente del Zyprexa en el retrete, cuando regrese a su celda privada.