Prólogo

Hace 65 millones de años

GALAXIA LA VÍA LÁCTEA

Una galaxia en espiral, una de los cien mil millones de islas de estrellas que se desplazan por la materia oscura del universo. Rotando como si fuera la rueda cósmica de un reloj luminiscente en la inmensidad del espacio, esta galaxia arrastra en el interior de su gigantesco torbellino más de doscientos mil millones de estrellas y un número incalculable de otros astros.

Examinemos esta masa galáctica. Al observar dicha formación dentro de nuestros límites tridimensionales, nuestra mirada se siente atraída antes de nada hacia el centro de la galaxia, compuesto por miles de millones de estrellas rojas y anaranjadas que giran en el interior de nubes de polvo de unos quince mil años luz de ancho (un año luz viene a ser aproximadamente diez billones de kilómetros). Girando alrededor de esa región de forma lenticular se encuentra el disco plano que constituye la galaxia, de dos mil años luz de ancho y ciento veinte mil años luz de largo, y que contiene la mayor parte de la masa de la galaxia. Alrededor de ese disco se sitúan los brazos de la espiral, hogar de estrellas muy brillantes y de nubes luminiscentes de gas y polvo, es decir: incubadoras cósmicas de nuevas estrellas. Extendiéndose por encima y más allá de los brazos de la espiral se encuentra el halo de la galana, una región escasamente poblada que contiene cúmulos globulares de estrellas donde están los miembros más antiguos de la familia galáctica.

Desde ahí pasamos al corazón mismo de la galaxia, una región compleja rodeada por nubes de gas y polvo. En el interior de ese núcleo se encuentra escondido el auténtico generador de energía de esta formación celeste: un monstruoso agujero negro, un denso remolino de energía gravitatoria, tres millones de veces más pesado que el Sol. Esta voraz máquina cósmica absorbe todo lo que se encuentra a su alcance: estrellas, planetas, la materia, incluso la luz, y va devorando poco a poco los cuerpos celestes de la galaxia.

Observemos ahora esta galaxia espiral desde una dimensión superior, una cuarta dimensión, la del espacio-tiempo. Esparcidos por todo el cuerpo de la galaxia a modo de arterias, venas y capilares, existen unos invisibles conductos de energía, algunos tan vastos como para transportar una estrella, otros semejantes a delicados hilos microscópicos. Todos reciben la energía de las inimaginables fuerzas gravitatorias del agujero negro que se encuentra en el centro de la galaxia. Si pasamos por una puerta a uno de esos conductos, habremos accedido a una autopista cuatridimensional que cruza las fronteras del tiempo y del espacio, suponiendo, naturalmente, que nuestro vehículo de transporte pudiera sobrevivir al viaje.

Al igual que la galaxia gira alrededor de su formidable punto central, así también se mueven esas serpenteantes corrientes de energía, trazando círculos sin cesar, continuando su atemporal viaje por el plano de la galaxia como si fueran los caprichosos radios de una rueda cósmica en constante rotación.

Como un grano de arena atrapado en medio de la poderosa corriente de un hilo gravitatorio, el proyectil del tamaño de un asteroide recorre a toda velocidad el conducto cuatridimensional, una puerta del espacio-tiempo situada actualmente en el brazo de Orión de la espiral. Esa masa ovoide, de casi once kilómetros de diámetro, está protegida del estrecho abrazo del cilindro por un campo de fuerza antigravitatoria de color verde esmeralda.

Pero el viajero celeste no está solo.

Oculto dentro de la estela con carga magnética del objeto esférico, bañado en la cola protectora del campo de fuerza, se encuentra otro receptáculo más pequeño y estilizado cuyo casco aplanado y en forma de daga está compuesto por paneles solares de un vivo color dorado.

Navegando por la dimensión del espacio-tiempo, la autopista cósmica deposita a sus viajeros en una región de la galaxia situada junto al filo interior del brazo de Orión. Al frente se divisa un sistema solar que contiene nueve cuerpos planetarios regidos por una única estrella blanco-amarilla.

Impulsado por el campo gravitatorio de dicha estrella, el inmenso receptáculo de iridio se cierra rápidamente sobre su objetivo: Venus, el segundo planeta a partir del Sol, un mundo de calor intenso, envuelto en un manto de densas nubes de ácido y dióxido de carbono.

El receptáculo pequeño se cierra desde atrás, revelando su presencia al enemigo.

Inmediatamente, el transporte de iridio altera su curso y aumenta su velocidad aprovechando el tirón gravitatorio del tercer planeta de ese sistema solar, un mundo acuoso y azul, dotado de una tóxica atmósfera de oxígeno.

Con un brillante destello, la pequeña nave expele un chorro de energía al rojo blanco desde una antena en forma de aleta que se eleva en la proa. La descarga se extiende a través de la corriente de iones de la cola electromagnética de la esfera igual que un rayo que recorriese un cable metálico.

La descarga choca contra el casco de iridio brillando igual que una aurora, en una explosión eléctrica que provoca un cortocircuito en el sistema de propulsión de la nave y la desvía violentamente de su rumbo. En cuestión de segundos, la masa dañada es víctima del mortal abrazo del campo gravitatorio de ese mundo azul.

El proyectil del tamaño de un asteroide se precipita hacia la Tierra, sin control.

Con un estampido sónico, la esfera de iridio viola la atmósfera hostil. El reflectante casco exterior se agrieta y se hunde, y acto seguido se incendia brevemente formando una bola de fuego cegadora antes de caer en un mar tropical, poco profundo. Apenas frenado por unos cientos de metros de agua, toca fondo en una fracción de segundo haciendo que, por un instante surrealista, un cilindro de océano quede vacío hasta el lecho marino.

Un nanosegundo más tarde, el objeto celeste detona en un luminoso destello blanco que libera cien millones de megatones de energía.

La tremenda explosión hace vibrar el planeta entero, generando temperaturas superiores a dieciocho mil grados centígrados, más calor que en la superficie del Sol. Al instante se forman dos bolas de fuego gaseosas; la primera, una ardiente nube de roca e iridio pulverizados procedente de la desintegración del casco exterior de la nave; la segunda, una gran nube de vapor y dióxido de carbono a altísima presión, los gases liberados en el momento de vaporizarse el mar y su lecho de piedra caliza.

Los escombros y los gases sobrecalentados se elevan en la devastada atmósfera, conducidos a través del vacío de aire que creó el objeto en su descenso. Unas enormes ondas de choque levantan la superficie del mar dando lugar a monstruosos tsunamis que se alzan hasta una altura de cien metros o más cuando alcanzan aguas poco profundas y corren hacia tierra.

LA COSTA SUR DE NORTEAMÉRICA

En un silencio mortal, el grupo de velocirraptores acorrala a su presa, un coritosauro hembra de más de diez metros de largo. Al percibir el peligro, el reptil con forma de ornitorrinco levanta su magnífica cresta en abanico para olfatear el aire húmedo, y detecta el olor que despide el grupo. Emite un potente grito de aviso al resto de la manada y a continuación se lanza a la carrera a través del bosque, en dirección al mar.

Sin previo aviso, un brillante destello aturde al coritosauro fugitivo. Se tambalea sacudiendo su enorme cabeza, intentando recuperar la visión. Justo cuando se le despeja la vista, dos raptores salen del follaje lanzándole chillidos y cerrándole la huida mientras los demás miembros del grupo saltan sobre su lomo y traspasan sus carnes con garras curvadas y letales. Uno de los primeros cazadores encuentra la garganta del ornitorrinco y le lanza una dentellada en el esófago, al tiempo que hunde las patas y las garras en forma de hoz en la carne blanda que hay más abajo del esternón. El reptil herido, ahogándose en su propia sangre, deja escapar un grito amortiguado, momento en el que otro raptor cierra las fauces sobre su pico plano y le clava las garras delanteras en los ojos, lo cual consigue que el coritosauro, aun teniendo mayor peso, caiga al suelo entre gemidos de dolor.

En pocos momentos el ataque ha terminado. Los depredadores lanzan rugidos y se pelean entre sí por arrancar trozos de carne del cuerpo de su presa, que todavía se estremece. Ocupados en ello, los velocirraptores no hacen caso del temblor del suelo bajo sus patas y del trueno que se aproxima.

Una sombra oscura pasa por encima. Los dinosaurios semejantes a aves levantan la vista todos a la vez, con las fauces goteando sangre y lanzando rugidos a la enorme pared de agua.

La ola, del tamaño de veintidós pisos, alcanza su máxima altura y a continuación rompe contra los atónitos cazadores, licuando sus huesos contra la arena en medio de un fuerte estruendo. Después la ola se dirige hacia el norte, arrasando con su fuerza cinética todo lo que encuentra a su paso.

El tsunami inunda el terreno tragándose con su ímpetu la vegetación, los sedimentos y las criaturas terrestres, y sumergiendo la costa tropical cientos de kilómetros en todas direcciones. Lo poco que queda del bosque tras el paso del agua se prende fuego cuando una serie de ardientes ondas expansivas convierte el aire en un verdadero horno. Un par de pteranodones intenta escapar del holocausto; pero al elevarse por encima de los árboles sus alas reptilianas se incendian y terminan por incinerarse en el viento tórrido.

Allá en lo alto, los pedazos de iridio y de roca que salieron lanzados hacia el cielo inician la reentrada en la atmósfera en forma de meteoros incandescentes. En cuestión de horas, el planeta entero se ve cubierto por una densa nube de polvo, humo y ceniza.

Los bosques continuarán ardiendo por espacio de varios meses. Durante casi un año, ninguna partícula de luz solar penetrará el cielo ennegrecido para tocar la superficie de ese mundo, que en otro tiempo fue tropical. El cese temporal de la fotosíntesis barrerá miles de especies de plantas y animales terrestres y marinos, y cuando el Sol por fin regrese seguirán varios años de invierno nuclear.

En un cataclismo que ha durado un único instante, el dominio de los dinosaurios, que subsistió ciento cuarenta millones de años, ha finalizado bruscamente.

Durante varios días, el esbelto receptáculo dorado permanece en órbita por encima de ese mundo devastado, explorando constantemente con sus sensores el lugar del impacto. La autopista cuatridimensional que conduce a casa hace tiempo que ha desaparecido, pues la rotación de la galaxia ya ha desplazado el punto de acceso al conducto varios años luz.

Al séptimo día, una luz verde esmeralda comienza a brillar bajo el fracturado lecho marino. Segundos después se enciende una potente señal de radio subespacial, una llamada de socorro dirigida a las regiones más recónditas de la galaxia.

Las formas de vida que se encuentran en el interior del receptáculo que está en órbita bloquean dicha señal… demasiado tarde.

El mal ha echado raíces en otro jardín celeste. Que despierte es sólo cuestión de tiempo.

La nave dorada pasa a situarse en una órbita geosíncrona, justo por encima de su enemigo. Se establece una señal automática de radio por hiperonda, propulsada por energía solar, con el fin de bloquear todas las transmisiones entrantes y salientes. Acto seguido, el receptáculo se cierra sobre sí mismo y sus células de energía se desvían hacia sus estructuras de soporte vital.

Para los habitantes de la nave, el tiempo queda paralizado.

Para el planeta Tierra, el reloj ha empezado a funcionar…