Diario de Julius Gabriel

Nuestra luna de miel en El Cairo fue maravillosa.

Maria lo era todo para mí: mi alma gemela, mi amante, mi compañera, mi mejor amiga. Decir que su presencia me consumía no es una exageración. Su belleza, su aroma, su sexualidad… todo lo suyo resultaba tan embriagador, que a veces me sentía borracho de amor, dispuesto, si no deseoso, a abandonar la promesa que había hecho de desentrañar el acertijo del calendario maya, sólo para regresar a Estados Unidos con mi joven esposa.

A fundar una familia. A vivir una vida normal.

Pero Maria tenía otros planes. Tras una semana de luna de miel, insistió en que prosiguiéramos nuestro viaje al pasado de la humanidad buscando en la Gran Pirámide pistas que relacionaran su magnífica estructura con el dibujo hallado en la meseta de Nazca.

¿Quién puede discutir con un ángel?

En lo que se refiere a Giza, el tema de quién construyó las pirámides es igual de importante que cuándo, cómo y por qué. Verás, las pirámides de Giza constituyen una paradoja en sí mismas, pues fueron erigidas con una precisión increíble y con un propósito que aún sigue siendo un misterio miles de años después. A diferencia de los demás monumentos antiguos de Egipto, las pirámides de Giza no se construyeron como tumbas; de hecho, carecen de todo jeroglífico de identificación, de inscripciones internas, sarcófagos y tesoros de los que se pueda hablar.

Tal como he mencionado anteriormente, la erosión de la base de la Esfinge demostraría más tarde que las estructuras de Giza se levantaron en el 10450 a.C., lo cual las distingue como las más antiguas de todo Egipto.

Te habrás dado cuenta de que no me estoy refiriendo a estas maravillas por los nombres de pirámides de Jufu, Jafre y Menkaure. Los egiptólogos quisieran hacernos creer que fueron dichos faraones los que encargaron su construcción. ¡Qué soberbia tontería! Jufu tuvo que ver con el diseño y la construcción de la Gran Pirámide tanto como Arturo, un rey cristiano, tuvo que ver con Stonehenge, un monumento que fue abandonado 1500 años antes de Cristo.

Dicha falacia se remonta a 1837, cuando el coronel Howard Vyse recibió el encargo de excavar Giza. Este arqueólogo, no habiendo hecho ningún descubrimiento significativo (y encontrándose bastante desesperado por la falta de fondos), se las arregló, muy convenientemente, para descubrir unas marcas en la piedra que llevaban el nombre de Jufu en un túnel más bien poco claro que él mismo excavó al azar en el interior de la pirámide. Por alguna razón, nadie cuestionó el hecho de que aquellas marcas identificativas habían sido pintadas al revés (algunas de ellas incluso con errores) y de que no se encontró ninguna inscripción más en toda la Gran Pirámide.

Los egiptólogos, por supuesto, pregonan que el descubrimiento de Vyse es el Evangelio.

Muchos años después, el arqueólogo francés Auguste Mariette desenterró una estela inventario. El texto que apareció en dicha piedra, el equivalente antiguo de una placa histórica para los turistas, indica claramente que las pirámides fueron construidas mucho antes del reinado de Jufu, y se refiere a las estructuras de Giza como la Casa de Osiris, señor de Rostau.

Osiris, tal vez la figura más respetada de toda la historia de Egipto, fue un gran maestro y un gran sabio que abolió el canibalismo y dejó un legado perdurable a su pueblo.

Osiris… el barbudo rey-dios.

Maria y yo pasamos la mayor parte del tiempo examinando la Gran Pirámide, aunque el plan completo de Giza obedece a un propósito misterioso y muy diferente.

El exterior de la Gran Pirámide es tan desconcertante como su interior. Como ya he hablado anteriormente de las medidas del templo en relación con el valor de pi, la precesión y las dimensiones de la Tierra, procederé ahora a describir los lados de su estructura, formados por bloques de piedra caliza. Por increíble que parezca, cada lado de la pirámide mide doscientos veintinueve metros y medio, con lo cual constituye casi un cuadrado perfecto. Además, cada lado está alineado con el norte exacto, el sur, el este y el oeste, dato que produce un gran impacto si se piensa que la Gran Pirámide se construyó con dos millones trescientos mil bloques de piedra, algunos de los cuales pesan entre dos toneladas y media y quince toneladas. (En la más pequeña de las pirámides de Giza hay una piedra que pesa ella sola trescientas veinte toneladas. Mientras estoy escribiendo esto, en el año 2000, sólo existen tres grúas en el mundo entero capaces de levantar semejante peso del suelo). Sin embargo, como ocurrió en Tiahuanaco y en Stonehenge, no se empleó ningún tipo de maquinaria para mover esos increíbles pesos, que tuvieron que ser transportados desde una cantera alejada y luego colocados en su sitio, a menudo a varios cientos de metros del suelo.

La mayoría de quienes contemplan la Gran Pirámide no caen en la cuenta de que los costados de su estructura presentaban originalmente un acabado en piedras de revestimiento sumamente pulidas, en número de 144 000, cada una de las cuales pesaba novecientos kilos. Hoy en día tan sólo quedan restos de dicho revestimiento, pues la mayor parte quedó destrozada por un terremoto acaecido en el año 1301 de nuestra era; sin embargo sabemos que los bloques estaban cortados con tal precisión y destreza que no se podría introducir entre ellos ni la hoja de un cuchillo. Sólo podemos imaginar cómo debió de ser la Gran Pirámide hace miles de años, una estructura de seis millones de toneladas que abarcaba cinco hectáreas, reluciente como el cristal bajo el sol de Egipto.

Mientras que el exterior de la pirámide ya constituye de por sí una magnífica vista, es el misterioso interior el que posiblemente oculta su verdadero propósito.

La Gran Pirámide contiene varios pasadizos que conducen a dos salas vacías, inofensivamente denominadas Cámara del Rey y Cámara de la Reina. La auténtica finalidad de esas dos cámaras no se conoce aún. En la cara norte hay una entrada oculta que da acceso a un estrecho pasadizo descendente, del cual parte un pasillo recto que sube adentrándose en el corazón de la pirámide. Al cabo de una breve subida, se puede entrar por un claustrofóbico túnel horizontal de cuarenta metros de largo que lleva a la Cámara de la Reina, o bien continuar ascendiendo y pasar a la Gran Galería, un impresionante corredor abovedado que conduce a la Cámara del Rey.

La Cámara de la Reina es una estancia vacía de cinco por cinco metros y medio, con un techo a dos aguas de seis metros de altura. Su único rasgo digno de mención es un estrecho conducto de ventilación cuya abertura es un rectángulo de tan sólo veinte por veintitrés centímetros. Dicho conducto, al igual que los dos hallados en la Cámara del Rey, permaneció sellado hasta 1993, cuando los egipcios, en su intento de mejorar la ventilación de la pirámide, contrataron al ingeniero alemán Rudolf Gantenbrink para que se sirviera de su robot en miniatura para excavar los conductos de ventilación cegados. Las imágenes tomadas por la cámara del robot revelaron que los conductos no estaban cegados, sino sellados por dentro mediante un objeto deslizante, una diminuta puerta sujeta por unos pernos metálicos. Cuando se le quitara dicho impedimento, el conducto llevaría directamente hacia el cielo.

Sirviéndose de un complejo clinómetro, Gantenbrink consiguió calcular los ángulos exactos de los conductos al proyectarse sobre el cielo. Con una inclinación de treinta y nueve grados y nueve metros, el conducto sur de la Cámara de la Reina apuntaba directamente a la estrella Sirio. El de la Cámara del Rey, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, apuntaba a Al Nitak, la estrella más baja de las tres que forman el Cinturón de Orión.

Poco después, los astrónomos descubrieron que las tres pirámides de Giza habían sido cuidadosamente alineadas para que reprodujeran la posición de las tres estrellas de la constelación de Orión tal como se las veía en el año 10450 a.C. (La leyenda de Osiris también está relacionada con Orión, y la de su esposa Isis con la estrella Sirio).

¿Fue la alineación cósmica el verdadero propósito de que se excavaran esos conductos, o se diseñaron para desempeñar otra función?

La Gran Galería es, en sí misma, un increíble logro de ingeniería. Con una anchura de poco más de dos metros en el nivel del suelo, las paredes de este corredor, formadas por repisas, van estrechándose gradualmente a uno y otro lado conforme van subiendo para encontrarse con el techo, de ocho metros y medio de altura. Este angosto pasillo presenta una inclinación de veintiséis grados y una longitud de más de cuarenta y cinco metros, un asombroso logro arquitectónico si se tiene en cuenta que la bóveda de albañilería de la Gran Galería soporta todo el peso de las tres cuartas partes superiores de la pirámide.

Al final de la Gran Galería se encuentra una misteriosa antecámara de paredes de granito rojo. En el muro se han excavado unas extrañas hendiduras paralelas, en pares, que parecen guías para un antiguo conjunto de divisiones. De ahí parte un pequeño túnel que conduce a la Cámara del Rey, la estancia más impresionante de toda la pirámide. Se trata de una sala que forma un rectángulo* perfecto de cinco metros y medio de ancho, diez y medio de largo y 5,80 de alto. La cámara entera está formada por cien bloques de granito rojo, cada uno de los cuales pesa más de setenta toneladas.

¿Cómo pudieron los constructores antiguos llevar hasta su sitio aquellos bloques de granito, sobre todo en unos espacios tan reducidos?

En el interior de la Cámara del Rey hay un único objeto presente: un solitario bloque de granito de color barro vaciado por dentro como si se tratara de una bañera gigante. Situado junto a la pared oeste, mide 2,30 metros de largo por uno tanto de alto como de ancho. El bloque de granito macizo ha sido cortado con inexplicable precisión, propia de una máquina. Fuera cual fuese la tecnología que se empleó para construir ese objeto, era superior a cualquier herramienta conocida por el hombre moderno.

Aunque no se ha hallado ninguna momia, los egiptólogos continúan identificando ese objeto ahuecado con un sarcófago sin tapa.

Yo tengo una teoría distinta.

La Cámara del Rey parece funcionar como un instrumento acústico que recoge y amplifica los sonidos. En varias ocasiones he podido estar a solas en esa sala y he aprovechado la oportunidad para meterme dentro de ese cofre con forma de bañera. Al tumbarme en él, me sorprendió enormemente experimentar unas fuertes reverberaciones, como si me hubiera introducido en el canal auditivo de un gigante. No exagero si digo que de hecho me temblaron todos los huesos a causa de aquellas tremendas vibraciones de sonido y energía. Los varios ingenieros electrónicos a quienes consulté me revelaron que la geometría del vértice de la Gran Pirámide (con 377 ohmios) la convierte en un resonador perfecto, ya que su impedancia coincide con la del espacio libre.

Por extraño que resulte, mi teoría es que la Gran Pirámide fue diseñada para que funcionara a modo de un increíble diapasón monolítico canalizador de energía, capaz de hacer resonar corrientes tipo radiofrecuencia, o quizá otros campos de energía aún desconocidos.

Más datos aleccionadores: además de nuestras propias investigaciones respecto de la Gran Pirámide, Maria y yo dedicamos incontables horas a entrevistarnos con algunos de los mejores arquitectos e ingenieros del mundo. Al calcular el peso, la mano de obra y las necesidades de espacio que requirió la construcción de la pirámide, cada uno de esos profesionales llegó a la misma sorprendente conclusión: la Gran Pirámide no podría duplicarse… ni siquiera hoy en día.

Permíteme que lo reitere: ni siquiera utilizando nuestras grúas más avanzadas, los seres humanos de esta era jamás podríamos construir la Gran Pirámide.

Y sin embargo, la Gran Pirámide sí fue construida, ¡y hace aproximadamente trece mil años!

Entonces, ¿quién construyó la Gran Pirámide?

¿Cómo hace uno para buscar respuestas que definan lo imposible? ¿Qué es lo imposible? Maria lo describió como «una conclusión defectuosa extraída por un observador mal informado, cuya limitada experiencia carece de la información básica para comprender de modo exacto algo que simplemente no está dentro de los parámetros aceptables de lo que es para él la realidad».

Lo que intentaba expresar mi amada era lo siguiente: los misterios siguen siendo misterios hasta que el observador abre su mente a nuevas posibilidades. O, para decirlo de modo sucinto, si se quiere encontrar una solución a algo que se percibe como imposible, hay que buscar soluciones imposibles.

Y así lo hicimos.

La lógica dicta que si los seres humanos por sí solos no pudieron construir las pirámides de Giza, entonces es que tuvo que ayudarlos alguien, en este caso otra especie, obviamente superior en inteligencia.

Esta sencilla pero perturbadora conclusión no procede de la nada, sino de duras pruebas empíricas.

Los cráneos alargados encontrados en Centroamérica y en Sudamérica nos dicen que los miembros de esa misteriosa especie eran humanoides en su aspecto físico. Existen diversas leyendas que los describen como varones caucásicos de estatura elevada, con ojos azul mar y barba y cabellos blancos y largos. Varias de las culturas antiguas más importantes de la historia, entre ellas la egipcia, la inca, la maya y la azteca, veneraron a esos seres como hombres de gran sabiduría y paz que llegaron para establecer el orden a partir del caos. Todos ellos fueron grandes maestros y poseían conocimientos avanzados de astronomía, matemáticas, agricultura, medicina y arquitectura que elevaron a nuestra raza salvaje y la transformaron en un conjunto de naciones de sociedades ordenadas.

Las pruebas físicas que han quedado para confirmar su existencia son indiscutibles.

Esta especie de humanoides tenía también un plan muy claro: preservar el futuro de la humanidad, sus hijos adoptivos.

Qué conclusión más extraña la que habíamos alcanzado María y yo. Allí estábamos nosotros, dos pensadores de la época moderna, doctorados en Cambridge, planteándonos el uno al otro teorías que habrían hecho sentirse orgulloso a Erich von Däniken. En cambio nosotros no estábamos orgullosos. De hecho, nuestra primera reacción fue sentir vergüenza. Nosotros no éramos unos hoteleros suizos metidos a autores; nosotros éramos científicos, arqueólogos de renombre. ¿Cómo íbamos a hacer para presentar ante nuestros colegas aquellas ideas tan absurdas respecto de la intervención de extraterrestres? Y sin embargo, por primera vez, mi joven esposa y yo tuvimos la sensación de que por fin se nos habían abierto los ojos de verdad. Percibíamos en todo aquello un plan maestro, pero nos frustraba no saber descifrar su significado oculto. Nuestros antepasados humanoides nos habían dejado instrucciones en los códices mayas y se habían tomado la molestia de duplicar el mensaje en la meseta de Nazca, pero dichos códices habían sido quemados por los sacerdotes españoles y el mensaje de Nazca todavía era un misterio para nosotros.

Maria y yo nos sentimos asustados y solos, la profecía del día del juicio contenida en el calendario maya pendía sobre nuestras cabezas como la espada de Damocles.

Recuerdo que me abracé a mi esposa, sintiéndome igual que un niño atemorizado que, al enterarse de que existe la muerte, se esfuerza por comprender el concepto de paraíso de sus padres. Aquel pensamiento me hizo darme cuenta de que, a pesar de nuestras hazañas y nuestros logros, nuestra especie, desde un punto de vista evolutivo, en realidad todavía se encuentra en su infancia. Quizá sea ésa la razón por la que somos tan dados a la violencia, o por la que seguimos siendo criaturas emocionales, siempre necesitadas de amor, siempre asaltadas por un sentimiento de soledad. Como bebés de treinta mil años de edad que somos, simplemente no sabemos hacerlo mejor. Somos un planeta de niños, la Tierra, un enorme orfanato sin mentes adultas que nos enseñen cómo funciona el universo. Nos hemos visto obligados a aprender solos, por la experiencia, viviendo y muriendo igual que los glóbulos rojos que circulan sin pensar, ajenos a todo, por el organismo de la humanidad, tan jóvenes, tan inexpertos, tan ingenuos. Los dinosaurios dominaron la Tierra durante doscientos millones de años, en cambio nuestros antepasados bajaron de los árboles hace menos de dos millones de años. En nuestra increíble ignorancia, nos hemos hecho la idea de que somos superiores.

La verdad es que no somos más que una especie formada por niños, niños curiosos e ignorantes.

Los Nephilim, los «caídos del cielo», fueron nuestros antepasados. Estuvieron aquí hace mucho tiempo, tomaron por esposas a mujeres del género Homo sapiens y así aportaron su ADN a nuestra especie. Nos enseñaron lo que pensaron que éramos capaces de aprehender y nos dejaron nítidas señales de su presencia. También intentaron advertirnos de una calamidad que estaba por venir, pero al igual que la mayoría de los niños, nosotros hicimos oídos sordos y nos negamos a hacer caso de la advertencia de nuestros padres.

«Seguimos siendo niños», recuerdo que le dije a Maria. «Somos niños frágiles, ingenuos, creemos que lo sabemos todo, y nos mecemos tranquilamente en nuestra cuna ajenos al hecho de que la serpiente ha penetrado por la ventana abierta de la habitación con la intención de matarnos».

Maria se mostró de acuerdo. «Comprenderás, naturalmente, que la comunidad científica nos despreciará».

«Pues entonces no debemos decírselo, por lo menos de momento», respondí yo. «Puede que la profecía de la humanidad esté escrita en piedra, pero aún está en nuestra mano determinar el futuro. Los Nephilim no se habrían tomado tantas molestias para advertirnos respecto del cuatro Ahau, tres Kankin sin dejar también algún arma, algún medio de salvarnos de la aniquilación. Hemos de encontrar el medio de salvarnos; entonces, y sólo entonces, el resto del mundo estará dispuesto a escuchar con una mente abierta».

Maria me abrazó, aceptando mi lógica. «Aquí no encontraremos las respuestas, Julius. Estabas en lo cierto todo el tiempo. Aunque la Gran Pirámide forme parte del rompecabezas de la profecía, el templo que figura en la meseta de Nazca se encuentra en Mesoamérica».

Extracto del diario del profesor Julius Gabriel,

ref. Catálogo 1975-1977, páginas 12-72

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GIZA, cianotipo 17