Diario de Julius Gabriel

Fue a finales del otoño de 1974 cuando mis dos colegas y yo volvimos a Inglaterra, todos bastante contentos de regresar a la «civilización». Yo sabía que Pierre había perdido su apetito por el trabajo y que quería volver a Estados Unidos, pues la presión de su familia orientada hacia la política había terminado persuadiéndolo de que se presentara a las elecciones. Lo que más temía yo era que insistiera en llevarse a Maria consigo.

Sí, lo temía. Quiero que se sepa: me había enamorado de la prometida de mi mejor amigo.

¿Cómo puede permitir una persona que suceda algo así? Me hice esa pregunta un millar de veces. Los asuntos del corazón son difíciles de justificar, aunque al principio lo intenté, desde luego. Era deseo, me convencí, un deseo nacido de la propia naturaleza de nuestro trabajo. La arqueología es más bien una profesión que se desempeña de forma aislada. Es frecuente que los equipos se vean obligados a vivir y trabajar a menudo en condiciones primitivas y a renunciar a los sencillos placeres de la intimidad y de la higiene con el fin de terminar la tarea que tienen entre manos. El pudor queda relegado a favor del sentido práctico. El baño del final de la jornada en un arroyo de agua dulce, el ritual cotidiano de vestirse y desvestirse, el acto mismo de cohabitar puede convertirse en un festín para los sentidos. Una acción aparentemente inocente puede excitar las partes bajas y hacer que el corazón bombee más deprisa, engañando con facilidad a la mente debilitada.

En el fondo yo sabía que todo eso eran excusas, porque la belleza terrenal de Maria me había intoxicado desde el momento en que nos presentó Pierre durante el primer año que estuvimos juntos en Cambridge. Aquellos pómulos altos, aquella melena negra, aquellos ojos de ébano que irradiaban una inteligencia casi animal… Maria tenía una imagen física que había cautivado mi alma, como la descarga de un rayo que me hubiera alcanzado pero que sin embargo me prohibía actuar, a no ser que deseara hacer pedazos mi amistad con Borgia.

Pero no me rendí. Me convencí de que Maria debía seguir siendo una botella de exquisito vino que yo anhelaba saborear pero que jamás podría abrir, y encerré mis sentimientos y tiré la llave… o eso creí yo.

Aquel día de otoño, mientras viajábamos de Londres a Salisbury, experimenté la sensación de que, más adelante, a nuestro trío lo aguardaba una bifurcación, y que uno de nosotros, muy probablemente yo, iba a comenzar a caminar por una senda solitaria.

Sin ninguna duda, Stonehenge es uno de los lugares más misteriosos de la Tierra, un extraño templo de enormes piedras erectas, dispuestas formando un círculo perfecto, como si las hubiera colocado allí la mano de un gigante. Como ya habíamos visitado aquel lugar como parte de los requisitos de nuestra carrera, lo cierto era que ninguno de nosotros esperaba encontrar nuevos hallazgos que nos estuvieran aguardando en aquellas verdes planicies del sur de Inglaterra.

Estábamos equivocados. Allí se encontraba otra pieza del rompecabezas, y nos miraba directamente a la cara.

Aunque no es ni con mucho tan antiguo como Tiahuanaco, Stonehenge presenta las mismas hazañas imposibles de ingeniería y astronomía que habíamos visto en otros lugares. El yacimiento en sí se cree que sirvió de imán espiritual para los agricultores que aparecieron por primera vez en esas llanuras al final de la última glaciación. Seguramente aquella llanura se consideraba sagrada, porque dentro de un radio de seis kilómetros de dicho monumento hay no menos de trescientos lugares de enterramientos, varios de los cuales iban a proporcionarnos pistas cruciales que relacionaban esa zona con los objetos hallados en Centroamérica y Sudamérica.

La datación por el carbono nos dice que Stonehenge se construyó hace aproximadamente cinco mil años. La primera fase de su construcción se inició con un conjunto de cincuenta y seis estacas de madera tipo tótem colocadas formando un círculo perfecto y rodeadas por una zanja y un terraplén. Más tarde, dichas estacas de madera fueron sustituidas por unas piedras azules de pequeño tamaño, traídas de una cordillera situada a casi ciento cincuenta kilómetros de distancia. Éstas, a su vez, fueron reemplazadas por grandes moles de piedra cuyos restos aún se hallan presentes en la actualidad.

Los descomunales megalitos verticales que conforman Stonehenge se denominan piedras sarsen. Son las rocas más duras que existen en esa región, y se encuentran en la localidad de Avery, a unos treinta kilómetros al norte. El diseño original de Stonehenge consistía en treinta piedras, cada una de ellas de un peso increíble, entre veinticinco y cuarenta toneladas. Cada megalito hubo de ser transportado a lo largo de muchos kilómetros sobre un terreno muy accidentado y después ser colocado en vertical para formar un círculo perfecto de treinta metros de diámetro. Las enormes piedras estaban unidas en su parte superior por dinteles de nueve toneladas cada uno, treinta moles en total. Cada dintel tuvo que elevarse a seis metros del suelo y depositarse encima de los megalitos. Para garantizar que se ajustaran correctamente, aquellos antiguos ingenieros tallaron unas proyecciones redondeadas en lo alto de cada columna. Estos «enchufes» se empotraban en unas «cavidades» también redondeadas practicadas en la cara inferior de cada dintel, lo cual permitía que las piezas encajaran entre sí como si fueran bloques de un gigantesco Lego.

Una vez completado el monumental círculo de piedras, los constructores levantaron cinco pares de trilitos: dos piedras sarsen unidas por un único dintel. Dichos trilitos, compuestos por las piedras más grandes del yacimiento, se elevan a siete metros y medio del suelo y tienen un tercio de su masa bajo tierra. En el interior del círculo se colocaron cinco trilitos formando una herradura cuyo extremo abierto da a un altar alineado con el solsticio de verano. El trilito más grande, el del centro, señala el solsticio de invierno, el 21 de diciembre, el día de la profecía maya, una fecha que la mayoría de las culturas antiguas consideraban asociada a la muerte.

¿Cómo lograron los habitantes de la antigua Inglaterra en la Edad de Piedra cargar con cuarenta toneladas de roca a lo largo de un terreno accidentado y desigual? ¿Cómo se las arreglaron para levantar del suelo unos dinteles de nueve toneladas y situarlos perfectamente en su sitio? Es más, ¿qué misión podía ser lo bastante importante como para motivar a esas gentes prehistóricas a llevar a cabo tan increíble tarea?

No existen documentos escritos que digan quiénes fueron los constructores de Stonehenge, pero sí una leyenda popular (aunque absurda) que apunta a Merlín, el mago de la corte del rey Arturo, como el cerebro que daba órdenes a los músculos. Se dice que ese sabio barbudo diseñó este templo para que funcionara como un observatorio cósmico y un calendario celeste, además de servir de lugar de reunión y oración, hasta que fue misteriosamente abandonado en el año 1500 a.C.

Nuestro trío dejó por fin Stonehenge; Pierre regresó a Londres y Maria y yo procedimos a explorar las tumbas en forma de montículo que rodeaban al monumento con la esperanza de encontrar restos de cráneos alargados que relacionasen los yacimientos de Centroamérica y Sudamérica con este antiguo lugar de enterramiento. La tumba más grande es una fosa subterránea de más de cien metros de longitud, construida también con piedras sarsen. En su interior se encuentran los restos del esqueleto de cuarenta y siete individuos. Por alguna razón, los huesos han sido distribuidos anatómicamente en cámaras diferentes.

Lo que hallamos no era tan sorprendente como lo que no hallamos: por lo menos una decena de cráneos pertenecientes a los individuos más grandes, ¡no estaban!

Pasamos los cuatro meses siguientes yendo de una tumba a otra, siempre con el mismo resultado. Finalmente llegamos a lo que en opinión de muchos arqueólogos era el lugar más sagrado de todos, una fortificación de piedra situada debajo de un montículo de enterramiento en Loughcrew, una zona remota del centro de Irlanda.

Las paredes de sarsen de esta tumba contienen magníficos jeroglíficos tallados en la piedra, cuyo diseño principal consiste en una serie de círculos concéntricos que forman una espiral. Recuerdo la expresión de Maria a la luz de la linterna, con sus ojos oscuros fijos en aquellos extraños emblemas. Me dio un vuelco el corazón al ver cómo se le iluminaba el semblante al reconocerlos. Me arrastró de una tumba a otra hasta salir a la luz del día, corrió a nuestro automóvil y empezó a abrir cajas que contenían cientos de fotos que habíamos tomado juntos en el desierto de Nazca desde un globo aerostático.

—¡Julius, mira, está aquí! —exclamó, plantándome una foto en blanco y negro en la cara.

La instantánea era de la pirámide de Nazca, uno de los dibujos más antiguos, que nosotros considerábamos de suma importancia. Enmarcadas dentro de su forma triangular había dos figuras; la de un animal de cuatro patas al revés, y la de una serie de círculos concéntricos.

Aquellos círculos eran idénticos a los que habíamos encontrado en la tumba.

Maria y yo nos emocionamos mucho con dicho descubrimiento. Ambos llevábamos un tiempo compartiendo la idea de que los dibujos de Nazca representaban un antiguo mensaje de salvación que tenía que ver con la profecía del día del juicio, dirigida tan sólo al hombre moderno. (¿Por qué, si no, iba aquel misterioso artista a hacer aquellos dibujos lo bastante grandes para que sólo pudieran apreciarse desde el aire?).

Pero nuestro entusiasmo quedó ahogado por la siguiente pregunta lógica: ¿cuál era la pirámide representada en el dibujo de Nazca?

Maria insistió en que aquella estructura tenía que ser la Gran Pirámide de Giza, el templo de piedra más grande del mundo. Siguiendo la misma lógica, Giza, Tiahuanaco, Sacsayhuamán y Stonehenge constaban todos de piedras megalíticas, las fechas de su construcción se aproximaban unas a otras (o eso creíamos) y el ángulo de la pirámide de Nazca se parecía mucho a la fuerte inclinación que presentaban los lados de la pirámide egipcia.

Yo no me dejé convencer tan fácilmente. Mi teoría era que muchos de los dibujos más antiguos de Nazca pretendían ser marcadores para la navegación, referencias que nos guiaban en la dirección correcta. Alrededor de la pirámide de Nazca había varias pistas que en mi opinión tenían como finalidad permitirnos identificar la misteriosa figura triangular.

El más importante de dichos iconos se encuentra junto al mismo borde de la pirámide, dibujado debajo de los círculos concéntricos. Se trata de la figura al revés de un animal de cuatro patas que yo supuse que era un jaguar, dado que era sin duda la fiera más venerada de toda Mesoamérica.

La segunda pista es la del mono de Nazca. Esta inmensa figura, dibujada con una única línea continua, muestra una cola que termina en una espiral concéntrica, idéntica a la forma que aparece en la figura de la pirámide.

Los mayas glorificaban al mono y lo trataban como si fuera otra especie humana. En el mito de la creación contenido en el Popol Vuh, se dice que el cuarto ciclo del mundo fue destruido por un gran diluvio. Se cree que los pocos que sobrevivieron fueron convertidos en monos. El hecho de que no existan monos en Giza ni en la zona meridional de Perú indicaba, para mí, que la pirámide a la que se hacía referencia en la pampa de Nazca tenía que encontrase en Mesoamérica.

Tampoco las ballenas son propias de los desiertos, y sin embargo en la meseta de Nazca hallamos parecidos con esos animales tan majestuosos en tres casos. Basándome en la teoría de que el misterioso artista se sirvió de las ballenas para representar una frontera de agua de tres lados, intenté convencer a Maria de que la pirámide en cuestión tenía que corresponder a uno de los templos mayas situados en la península del Yucatán.

Pierre Borgia, por su parte, no sentía interés por ninguna de nuestras teorías. Al prometido de Maria ya no le importaba perseguir fantasmas de los mayas; lo que le importaba era el poder. Como he mencionado antes, yo ya llevaba un tiempo observando esa evolución. Mientras Maria y yo nos hallábamos ocupados en explorar las tumbas, Pierre estuvo en Estados Unidos, dando los últimos toques a su campaña para el Congreso. Dos días después de realizar nuestro descubrimiento, él anunció con gran pompa y solemnidad que ya era hora de que la futura señora Borgia y él pasaran a cosas más importantes.

Aquello me destrozó el corazón.

Rápidamente se organizó la boda. Pierre y Maria se casarían en la catedral de San Juan, y yo sería el padrino.

¿Qué podía hacer? Estaba desesperado, creía con todo mi corazón que Maria estaba destinada a ser mi alma gemela. Pierre la trataba como a una posesión, no como a una igual. Ella era su trofeo, su Jackie Onassis, un adorno en el brazo que cumpliría perfectamente el papel de primera dama para sus ambiciones políticas. Pero ¿la amaba? Quizá, porque ¿qué hombre no la amaría? ¿Y lo amaba ella a él?

Aquello tenía que saberlo.

No fue hasta la víspera de la boda cuando logré reunir el valor necesario para confesarle mis sentimientos en voz alta. Al mirar aquellos bellos ojos, al perderme en aquel suave terciopelo negro, no pude sino imaginar que los dioses sonreían a este pobre desgraciado cuando Maria hundió mi cabeza en su pecho y comenzó a sollozar.

¡Ella albergaba los mismos sentimientos hacia mí! Me confesó que había rezado para que yo diera un paso adelante y la salvara de una vida al lado de Pierre, un hombre al que apreciaba pero no amaba.

En aquel bendito momento, me convertí en la salvación de ella y en la mía propia. Igual que amantes desesperados, nos fugamos aquella misma noche y le dejamos a Pierre una nota en la que le pedíamos perdón por nuestra acción imperdonable y por nuestras intenciones, pues ninguno de los dos se atrevía a enfrentarse a él en persona.

Veinticuatro horas después llegamos a Egipto… convertidos en el señor y la señora Gabriel.

Extracto del diario del profesor Julius Gabriel,

ref. Catálogo 1974-1975, páginas 45-62

Disquete 2 de fotos; nombre de archivo: NAZCA,

fotos 34 y 65

Disquete 3 de fotos; nombre de archivo: STONEHENGE,

dibujo 6