Con el fin de comprender mejor y en última instancia resolver los misterios que rodean al calendario maya y su profecía del día del juicio final, debemos explorar los orígenes de las culturas que primero llegaron a dominar en el Yucatán.
Los primeros mesoamericanos eran seminómadas, y aparecieron en Centroamérica alrededor del 4000 a.C. Con el tiempo se convirtieron en agricultores y cultivaron el maíz, un híbrido de la hierba silvestre, y también el aguacate, los tomates y la calabaza.
Después, alrededor del 2500 a.C., apareció Él.
Él era un individuo caucásico de rostro alargado, con barba y cabellos blancos, un sabio que, según la leyenda, llegó por mar a las tierras tropicales del golfo de México para instruir e impartir gran sabiduría a los nativos de esa región.
En la actualidad, a los nativos de esa región los llamamos olmecas (que significa «moradores de la tierra del caucho»), y con el tiempo llegaron a convertirse en la «Cultura Madre» de toda Mesoamérica, la primera sociedad compleja de las Américas. Bajo la influencia del «barbudo», los olmecas unificaron la región del Golfo, y sus logros en astronomía, matemáticas y arquitectura influyeron en los zapotecas, los mayas, los toltecas y los aztecas, culturas que alcanzaron el poder posteriormente, en los siguientes milenios.
Casi de la noche a la mañana, estos simples agricultores de la selva comenzaron a establecer estructuras complejas y extensos centros ceremoniales. Se incorporaron avanzadas técnicas de ingeniería a los diseños de la arquitectura y a las obras de arte públicas. Fueron los olmecas quienes inventaron el antiguo juego de pelota, así como el primer método para registrar los acontecimientos por escrito. También fabricaron grandes cabezas con piezas monolíticas de basalto, de tres metros de altura, muchas de las cuales pesan hasta treinta toneladas. Continúa siendo un misterio el método que utilizaron para transportarlas.
De mayor importancia es el dato de que la cultura olmeca fue la primera de Mesoamérica que erigió pirámides empleando conocimientos avanzados de astronomía y matemáticas. Fueron dichas estructuras, alineadas con las constelaciones, las que revelan que los olmecas entendían el movimiento de precesión, un descubrimiento que dio lugar a la creación del mito de la creación recogido en el Popol Vuh.
Y fueron también los olmecas, no los mayas, los que se sirvieron de sus inexplicables conocimientos de astronomía para confeccionar el calendario de Recuento Largo y su profecía del día del juicio final.
En el corazón del calendario del juicio final se encuentra el mito de la creación, un relato histórico de una permanente batalla de la luz y el bien contra el mal y las tinieblas. El protagonista de dicho relato, Hun-Hunahpú, es un guerrero que consigue acceder al Camino Negro (Xibalba Be). Para los indios mesoamericanos, Xibalba Be equivalía a la franja oscura de la galaxia La Vía Láctea. El portal por el que se accedía al Xibalba Be estaba representado tanto en el arte olmeca como en el maya por la boca de una enorme serpiente.
Uno se imagina a los primitivos olmecas contemplando el cielo nocturno y señalando la franja oscura de la galaxia asemejándola a una serpiente cósmica.
Alrededor del año 100 a.C., por razones todavía desconocidas, los olmecas decidieron abandonar sus ciudades y dividirse en dos campamentos para a continuación diversificarse por dos regiones distintas. A los que se desplazaron en dirección oeste, hacia el centro de México, se los llamó toltecas. Los que se aventuraron hacia el este habitaron las selvas del Yucatán, Belice y Guatemala, y se denominaron a sí mismos mayas. No sería hasta el año 900 de nuestra era cuando las dos civilizaciones volverían a juntarse bajo la influencia del gran maestro Kukulcán, en su majestuosa ciudad de Chichén Itzá.
Pero estoy adelantándome.
Cambridge, 1969. Fue a partir de ese momento cuando mis dos colegas y yo nos lanzamos a desvelar los misterios de la profecía maya. De forma unánime, decidimos que nuestro primer paso debía ser el yacimiento olmeca de La Venta, ya que había sido allí, veinte años antes, donde el arqueólogo americano Matthew Stirling había desenterrado su descubrimiento más sorprendente: una enorme fortificación olmeca que constaba de un muro de seiscientas columnas, cada una de un peso superior a dos toneladas. Contigua a esa estructura, el explorador había hallado una magnífica roca cubierta de intrincados grabados olmecas. Tras dos días de intenso trabajo, Stirling y sus hombres consiguieron desenterrar la colosal escultura, que medía más de cuatro metros de alto, dos de ancho y casi un metro de grosor. Aunque algunos de los grabados estaban deteriorados por la erosión, aún conservaba la imagen de una figura espléndida: un varón caucásico provisto de una cabeza alargada, nariz de caballete alto y una larga barba blanca.
Imagínate la conmoción que sufrieron mis colegas arqueólogos al encontrarse con un relieve de dos mil años de antigüedad que representaba un caucásico, un objeto creado mil quinientos años antes de que el primer europeo pusiera un pie en las Américas. Igual de asombrosa fue la representación de una figura con barba entre los olmecas, ya que es un hecho genético que a los amerindios puros no les crece la barba. Dado que todas las formas de expresión artística han de tener una raíz en alguna parte, la identidad de ese hombre blanco y con barba aún sigue siendo un enigma sin resolver.
En cuanto a mí, de inmediato formulé la teoría de que aquel caucásico debía ser un antiguo antepasado del gran maestro maya Kukulcán.
No es mucho lo que sabemos acerca de Kukulcán y de sus ancestros, si bien, por lo visto, todos los grupos mesoamericanos adoraron a una deidad masculina que encaja en la misma descripción física. Para los mayas era Kukulcán; para los aztecas, Quetzalcoatl, un legendario sabio barbudo que trajo al pueblo paz, prosperidad y gran sabiduría. Los documentos indican que, en algún momento alrededor del año 1000 de nuestra era, Kukulcán/Quetzalcoatl se vio obligado a abandonar Chichén Itzá. Cuenta la leyenda que, antes de marcharse, este misterioso sabio prometió a su pueblo que volvería para librar al mundo del mal.
Tras la desaparición de Kukulcán, rápidamente se extendió por toda aquella tierra una influencia demoníaca. Tanto los mayas como los aztecas recurrieron a los sacrificios humanos y asesinaron salvajemente a decenas de miles de hombres, mujeres y niños, todo ello en un intento de anunciar el regreso de su amado rey dios y retrasar el profetizado fin de la humanidad.
Fue en el año 1519 cuando el conquistador español Hernán Cortés llegó procedente de Europa para invadir el Yucatán. Aunque superaban fácilmente en número a su enemigo, los indios mesoamericanos tomaron a Cortés (un hombre blanco y con barba) por la Segunda Venida de Kukulcán/Quetzalcoatl y depusieron las armas. Una vez que hubo conquistado a los salvajes, Cortés hizo venir a los sacerdotes españoles, los cuales, al llegar, se quedaron horrorizados al enterarse de la práctica de sacrificios humanos, así como de otro sorprendente ritual: las madres mayas ataban tablillas de madera a la cabeza de sus hijos recién nacidos con la intención de deformar su cráneo en desarrollo. Al alargar el cráneo, los mayas parecían más divinos, una creencia que sin duda se inspiró en las pruebas que indicaban que el gran maestro Kukulcán poseía un cráneo también alargado.
Los sacerdotes españoles proclamaron rápidamente que dicha práctica de los mayas era una influencia del Diablo y ordenaron que los shamanes fueran quemados vivos y el resto de los indios se convirtieran al cristianismo… so pena de muerte. A continuación, aquellos necios supersticiosos procedieron a incendiar todos los códices mayas importantes que existían. Se destruyeron miles de volúmenes, textos que sin duda hacían referencia a la profecía del fin del mundo y que quizá contenían instrucciones vitales dejadas por Kukulcán con el fin de salvar a nuestra especie de la aniquilación.
Y así ocurrió que la Iglesia, en el afán de salvar a las almas del Diablo, seguramente condenó a nuestra especie a la ignorancia hace aproximadamente quinientos años.
Mientras Borgia y yo discutíamos sobre la identidad del barbudo representado en el relieve olmeca, nuestra colega, la hermosa Maria Rosen, obtuvo un hallazgo que iba a conseguir que nuestros esfuerzos se apartaran de Centroamérica y pasaran al siguiente tramo de nuestro viaje.
Mientras excavaba en un yacimiento olmeca de La Venta, Maria descubrió un antiguo lugar de enterramiento y exhumó los restos de un cráneo alargado. Aunque dicho cráneo, extraño y de aspecto inhumano, no era el primero encontrado en Mesoamérica, resultó ser el único hallado en la tierra de los olmecas, denominada Santuario de la Serpiente.
Maria decidió donarlo al Museo de Antropología de Mérida. Hablando con el conservador del mismo, nos enteramos, con cierta sorpresa, de que recientemente se habían encontrado otros cráneos similares en varios lugares de enterramiento de la meseta de Nazca, en Perú.
¿Existió un vínculo entre las civilizaciones inca y maya?
Los tres nos encontrábamos en una encrucijada arqueológica. ¿Debíamos continuar hasta Chichén Itzá, una antigua ciudad maya crucial para la profecía del día del juicio, o abandonar México y desplazarnos hasta Perú?
A Maria, el instinto le decía que viajáramos a Sudamérica, pues estaba convencida de que el calendario maya constituía una pieza importante del rompecabezas de la profecía. Así que los tres nos subimos a un avión con destino a Nazca, sin saber adonde iba a conducirnos aquel viaje.
Mientras sobrevolábamos el Atlántico, me sentí perplejo al recordar un detalle que me había comentado el médico de Mérida. Al examinar el cráneo alargado, el forense, un hombre de gran reputación, afirmó de forma bastante enfática que la fuerte deformación ósea de aquel cráneo en particular no podía haberse debido a ninguna técnica de alargamiento conocida. Para respaldar dicha afirmación, pidió que un dentista examinara los restos de la dentadura, y los resultados obtenidos aportaron un dato aún más sorprendente.
De todos es sabido que el ser humano adulto posee catorce dientes en la mandíbula inferior.
El cráneo alargado que encontró María tenía solamente diez.
Extracto del diario del profesor Julius Gabriel,
ref. Catálogo 1969-1973, páginas 13-347
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