24 de agosto de 2000
Mi nombre es profesor Julius Gabriel.
Soy arqueólogo, un científico que estudia las reliquias del pasado con el fin de comprender las culturas antiguas. Hago uso de las pruebas que nos han dejado nuestros ancestros para formular hipótesis y teorías. Investigo a través de miles de años de mitos en busca de vetas únicas de verdad.
A lo largo de los tiempos, los científicos como yo han descubierto con gran sufrimiento que el miedo del ser humano a menudo suprime la verdad. Etiquetada de herejía, su mero aliento es ahogado hasta que la Iglesia y el Estado, jueces y jurados, son capaces de dejar a un lado sus miedos y aceptar lo que es real.
Yo soy un científico, no un político. No tengo interés en presentar teorías respaldadas por varios años de pruebas a un grupo de eruditos que se han nombrado a sí mismos para que puedan votar cuál puede ser una verdad aceptable o inaceptable acerca del destino de la humanidad. Lo que sea la verdad no tiene nada que ver con el proceso democrático. Como informador investigador, tan sólo me interesa lo que ha sucedido de verdad Y lo que puede suceder en el futuro. Y si la verdad resulta ser tan increíble que se me tacha de hereje, pues que así sea.
Después de todo, estoy en buena compañía: Darwin fue un hereje; y Galileo antes que él; hace cuatrocientos años.
Giordano Bruno fue quemado en la hoguera porque insistió en que existían otros mundos además del nuestro.
Al igual que Giordano Bruno, para cuando llegue el amargo fin de la humanidad yo llevaré mucho tiempo muerto. Aquí yace Julius Gabriel, víctima de un corazón enfermo. Mi médico me insta a ponerme bajo su cuidado, me advierte de que mi corazón es como una bomba de relojería que puede explotar en cualquier momento. Pues que explote, le digo yo. Este inservible corazón no me ha dado más que disgustos desde que se rompió hace once años, cuando perdí a mi amada esposa.
Éstas son mis memorias, el compendio de un viaje que comenzó hace aproximadamente treinta y dos años. Mi propósito al resumir esta información es doble. Por una parte, la índole de esta investigación es tan polémica y sus ramificaciones tan terribles, que ahora comprendo que la comunidad científica hará todo lo que esté en su poder para sofocar, aplastar y negar la verdad acerca del destino del hombre. Por otra parte, sé que entre las masas hay individuos que, como mi propio hijo, preferirían luchar antes que quedarse pasivos conforme va acercándose el fin. A vosotros, mis «guerreros de la salvación», os lego este diario, y así os paso el testigo de la esperanza. Varias décadas de esfuerzo y desgracias se ocultan en estas páginas, este fragmento de la historia del hombre, extraído de eones de piedra caliza. El destino de nuestra especie se encuentra ahora en las manos de mi hijo, y tal vez en las vuestras. Como mínimo, ya no formaréis parte de la mayoría que Michael llama «los inocentes ignorantes». Rezad para que hombres como mi hijo sepan resolver el antiguo acertijo maya.
Y después rezad por vosotros mismos.
Se dice que el miedo a la muerte es peor que la muerte en sí. Yo estoy convencido de que peor aún es presenciar la muerte de un ser querido. Haber visto cómo escapaba la vida del cuerpo de mi alma gemela ante mis propios ojos, haber sentido cómo se enfriaba en mis brazos, es demasiada desesperación para que un corazón pueda soportarla. Hay veces en las que de hecho me siento agradecido de estar muriéndome, porque no puedo imaginar siquiera la angustia de presenciar cómo sufre una población entera sumida en el holocausto planetario que está por llegar.
A aquellos de vosotros que os mofáis de mis palabras, os lo advierto: el día del juicio se acerca rápidamente, y el hecho de ignorarlo no hará nada por cambiar el resultado final.
Hoy me encuentro en Harvard, organizando estos extractos mientras espero mi turno para subir al estrado. Es mucho lo que implica mi discurso, son muchas vidas. Mi mayor preocupación es que los egos de mis colegas sean demasiado grandes para permitirles escuchar mis hallazgos con la mente abierta. Si se me diera la oportunidad de presentar los datos, sé que puedo apelar a ellos como científicos. Si caigo en el ridículo, me temo que todo estará perdido.
Miedo. No me cabe duda del efecto motivador que ejerce en mí esa emoción en estos momentos, pero no fue el miedo lo que me impulsó a realizar el viaje aquel fatídico día de mayo de 1969, sino el deseo de fama y fortuna. En aquel entonces yo era joven e inmortal, y todavía estaba rebosante de seguridad y de energía, pues acababa de obtener mi título de doctorado con sobresaliente en la Universidad de Cambridge. Mientras el resto de mis colegas estaban ocupados en protestar contra la guerra de Vietnam, hacer el amor y luchar por la igualdad, yo partí de viaje con la herencia de mi padre, acompañado de dos arqueólogos y compañeros: mi (antiguo) amigo íntimo Pierre Borgia y la deslumbrante Maria Rosen. Nuestro objetivo era desvelar el gran misterio que rodeaba al calendario maya y a su profecía del juicio final que habría de cumplirse en el plazo de dos mil quinientos años.
¿Qué no te suena de nada la profecía del calendario maya? No me sorprende. En la actualidad, ¿quién dispone de tiempo para preocuparse por un oráculo de muerte que tiene su origen en una antigua civilización de Centroamérica?
Dentro de once años, cuando tú y tus seres queridos estéis retorciéndoos en el suelo, intentando aspirar vuestra última bocanada de aire, vuestras vidas pasando raudas por delante de vuestros ojos, es muy posible que deseéis haber buscado tiempo para ello.
Voy a darte incluso la fecha de vuestra muerte: el 21 de diciembre del año 2012.
Ya está, quedas avisado oficialmente. Ahora puedes actuar, o bien enterrar la cabeza en la arena de la ignorancia al igual que el resto de mis colegas.
Naturalmente, es fácil que los humanos racionales desechen la profecía del juicio final del calendario maya por considerarla una tonta superstición. Todavía recuerdo la reacción de mi profesor cuando se enteró de en qué campo pensaba especializarme: «Estás perdiendo el tiempo, Julius. Los mayas eran paganos, una panda de salvajes de la selva que creían en los sacrificios humanos. Por el amor de Dios, si ni siquiera dominaban la rueda…».
Mi profesor estaba acertado y equivocado a la vez, y ésta es la paradoja, porque si bien es cierto que los antiguos mayas apenas comprendieron la importancia de la rueda, en cambio consiguieron alcanzar unos conocimientos muy avanzados de astronomía, arquitectura y matemáticas que, en muchos sentidos, rivaliza e incluso supera a los nuestros. En términos adecuados para un profano en la materia, los mayas fueron el equivalente de un niño de cuatro años que dominase la Sonata Claro de Luna de Beethoven al piano y en cambio todavía no supiera tocar las notas de Quinto, levanta.
Estoy seguro de que te va a costar trabajo creerlo, a la mayoría de las personas que se proclaman «cultas» les ocurre lo mismo. Pero las pruebas son abrumadoras. Y eso fue lo que me empujó a embarcarme en aquel viaje, pues limitarme a hacer caso omiso del caudal de conocimientos de ese calendario a causa de su inimaginable profecía del juicio final habría sido un delito tan grande como desechar de forma sumaria la teoría de la relatividad porque Einstein trabajó durante una época como empleado de oficina.
Y bien, ¿qué es el calendario maya?
He aquí una breve explicación:
Si yo te pidiera que describieras la función de un calendario, tu primera reacción sería seguramente describirlo como un útil para llevar la cuenta de tus compromisos semanales o mensuales. Demos un paso más allá de esta perspectiva un tanto limitada y veamos el calendario como lo que es en realidad: una herramienta diseñada para determinar (con la máxima precisión posible) la órbita que traza la Tierra en un año alrededor del Sol.
Nuestro moderno calendario occidental fue introducido en Europa en 1582. Se basaba en el calendario gregoriano, que calculó que la duración de la órbita de la Tierra alrededor del Sol era de 365,25 días. Dicho cálculo incorporaba un pequeñísimo error de 0,0003 de día al año, algo bastante impresionante para los científicos del siglo XVI.
Los mayas heredaron su calendario de sus predecesores, los olmecas, un pueblo misterioso cuyos orígenes se remontan unos tres milenios. Imagina por un momento que estás viviendo hace miles de años. No existen televisiones ni radios, ni teléfonos, ni relojes, y tu trabajo consiste en elaborar un mapa de las estrellas para determinar el paso del tiempo haciéndolo coincidir con una órbita planetaria. Pues bien, los olmecas, sin la ayuda de instrumentos de precisión, calcularon que el año solar duraba 365,2420 días, incluido un error, todavía más pequeño, de un 0,0002 de día.
Permíteme que lo exprese de otra manera para que puedas comprender las implicaciones: ¡el calendario maya de tres mil años de antigüedad es una diezmilésima de día más exacto que el calendario que se utiliza en el mundo en la actualidad!
Y aún hay más. El calendario solar de los mayas no es más que una parte de un sistema de tres calendarios. Existe un segundo calendario, el «calendario ceremonial», que discurre al mismo tiempo y que consta de veinte meses de trece días. El tercero, el «calendario de Venus» o «Recuento Largo», se basaba en la órbita del planeta Venus. Al combinar esos tres calendarios en uno solo, los mayas lograron predecir acontecimientos celestes a lo largo de grandes períodos de tiempo, no sólo en miles sino también en millones de años. (Existe un monumento mesoamericano en particular que contiene una inscripción referida a un período de tiempo que se remonta a cuatrocientos millones de años).
¿Te vas sintiendo un poco más impresionado?
Los mayas creían en los Grandes Ciclos, períodos de tiempo que registraban las creaciones y destrucciones del mundo de que había constancia. El calendario daba cuenta de los cinco Grandes Ciclos o Soles de la Tierra. El último ciclo, el actual, dio comienzo el cuatro Ahau ocho Cumku, una fecha que corresponde al 11 de agosto de 3114 a.C., considerado por los mayas el momento en que nació el planeta Venus. Está previsto que este Gran Ciclo finalice con la destrucción de la humanidad el cuatro Ahau tres Kankin, fecha establecida en el 21 de diciembre del año 2012, el día del solsticio de invierno.
El Día de los Muertos.
¿Hasta qué punto estaban convencidos los mayas de que su profecía era cierta? Tras la desaparición de su gran maestro, Kukulcán, los mayas empezaron a practicar rituales bárbaros que incluían sacrificios humanos en los que arrancaban el corazón a decenas de miles de hombres, mujeres y niños.
El mayor sacrificio de todos, y todo para prevenir el fin de la humanidad.
No estoy pidiéndote que recurras a remedios tan disparatados, tan sólo te pido que abras la mente. Lo que no conoces puede afectarte, lo que te niegas a ver puede matarte. Hay misterios que nos rodean y cuyo origen no podemos ni imaginar, y aun así debemos hacerlo. Las pirámides de Giza y Teotihuacán, los templos de Angkor en Camboya, Stonehenge, el increíble mensaje inscrito en el desierto de Nazca, y sobre todo la pirámide de Kukulcán en Chichén Itzá. Todos estos emplazamientos antiguos, todas estas maravillas, magníficas e inexplicables, no fueron diseñadas como atracciones turísticas, sino como piezas de un desconcertante rompecabezas que puede impedir la aniquilación de nuestra especie.
Mi viaje por la vida está a punto de terminar. Dejo estas memorias, los puntos más destacables de las abrumadoras pruebas que he ido acumulando a lo largo de tres décadas, a mi hijo Michael y a todos los que deseen continuar mi trabajo ad finem, hasta el final. Aunque presento las pistas en la manera como he ido topándome con ellas, también es mi intención ofrecer un relato histórico de los hechos respetando la secuencia temporal en la que tuvieron lugar a lo largo de la historia del hombre.
Para que conste, no me da ninguna satisfacción tener razón. Para que conste, pido a Dios estar equivocado.
Pero no estoy equivocado…
Extracto del diario del profesor Julius Gabriel,
ref. Catálogo 1969-1970 de J. G., páginas 12-28