En ese momento entraron unos criados transportando un sillón y un taburete bajo; otro traía una bandeja con un botellón de plata, y copas, y pastelillos blancos. Pippin se sentó, pero no pudo dejar de mirar al anciano señor. No supo si era verdad o mera imaginación, pero le pareció que al mencionar las Piedras la mirada del viejo se había clavado en él un instante, con un resplandor súbito.

—Y ahora, vasallo mío, nárrame tu historia —dijo Denethor, en un tono a medias benévolo, a medias burlón—. Pues las palabras de alguien que era tan amigo de mi hijo serán por cierto bien venidas.

Pippin no olvidaría nunca aquella hora en el gran salón bajo la mirada penetrante del Señor de Gondor, acosado una y otra vez por las preguntas astutas del anciano, consciente sin cesar de la presencia de Gandalf que lo observaba y lo escuchaba, y que reprimía (tal fue la impresión del hobbit) una cólera y una impaciencia crecientes. Cuando pasó la hora, y Denethor volvió a golpear el gong, Pippin estaba extenuado. «No pueden ser más de las nueve», se dijo. «En este momento podría engullir tres desayunos, uno tras otro.»

—Conducid al señor Mithrandir a los aposentos que le han sido preparados —dijo Denethor—, y su compañero puede alojarse con él por ahora, si así lo desea. Pero que se sepa que le he hecho jurar fidelidad a mi servicio; de hoy en adelante se le conocerá con el nombre de Peregrin hijo de Paladín y se le enseñarán las contraseñas menores. Mandad decir a los Capitanes que se presenten ante mí lo antes posible después que haya sonado la hora tercera.

»Y tú, mi señor Mithrandir, también podrás ir y venir a tu antojo. Nada te impedirá visitarme cuando tú lo quieras, salvo durante mis breves horas de sueño. ¡Deja pasar la cólera que ha provocado en ti la locura de un anciano, y vuelve luego a confortarme!

—¿Locura? —respondió Gandalf—. No, monseñor, si alguna vez te conviertes en un viejo chocho, ese día morirás. Si hasta eres capaz de utilizar el dolor para ocultar tus maquinaciones. ¿Crees que no comprendí tus propósitos al interrogar durante una hora al que menos sabe, estando yo presente?

—Si lo has comprendido, date por satisfecho —replicó Denethor—. Locura sería, que no orgullo, desdeñar ayuda y consejos en tiempos de necesidad; pero tú sólo dispensas esos dones de acuerdo con tus designios secretos. Mas el Señor de Gondor no habrá de convertirse en instrumento de los designios de otros hombres, por nobles que sean. Y para él no hay en el mundo en que hoy vivimos una meta más alta que el bien de Gondor; y el gobierno de Gondor, monseñor, está en mis manos y no en las de otro hombre, a menos que retornara el rey.

—¿A menos que retornara el rey? —repitió Gandalf—. Y bien, señor Senescal, tu misión es conservar del reino todo lo que puedas aguardando ese acontecimiento que ya muy pocos hombres esperan ver. Para el cumplimiento de esa tarea, recibirás toda la ayuda que desees. Pero una cosa quiero decirte: yo no gobierno en ningún reino, ni en el de Gondor ni en ningún otro, grande o pequeño. Pero me preocupan todas las cosas de valor que hoy peligran en el mundo. Y yo por mi parte, no fracasaré del todo en mi trabajo, aunque Gondor perezca, si algo aconteciera en esta noche que aún pueda crecer en belleza y dar otra vez flores y frutos en los tiempos por venir. Pues también yo soy un senescal. ¿No lo sabías?

Y con estas palabras dio media vuelta y salió del salón a grandes pasos, mientras Pippin corría detrás.

Gandalf no miró a Pippin mientras se marchaban, ni le dijo una sola palabra. El guía que esperaba a las puertas del palacio los condujo a través del Patio del Manantial hasta un callejón flanqueado por edificios de piedra. Después de varias vueltas llegaron a una casa vecina al muro de la ciudadela, del lado norte, no lejos del brazo que unía la colina a la montaña. Una vez dentro, el guía los llevó por una amplia escalera tallada, al primer piso sobre la calle, y luego a una estancia acogedora, luminosa y aireada, decorada con hermosos tapices de colores lisos con reflejos de oro mate. La estancia estaba apenas amueblada, pues sólo había allí una mesa pequeña, dos sillas y un banco; pero a ambos lados detrás de unas cortinas había alcobas, provistas de buenos lechos y de vasijas y jofainas para lavarse. Tres ventanas altas y estrechas miraban al norte, hacia la gran curva del Anduin todavía envuelto en la niebla, y los Emyn Muil y el Rauros en lontananza. Pippin tuvo que subir al banco para asomarse por encima del profundo antepecho de piedra.

—¿Estás enfadado conmigo, Gandalf? —dijo cuando el guía salió de la habitación y cerró la puerta—. Lo hice lo mejor que pude.

—¡Lo hiciste, sin duda! —respondió Gandalf con una súbita carcajada; y acercándose a Pippin se detuvo junto a él y rodeó con un brazo los hombros del hobbit, mientras se asomaba por la ventana. Pippin echó una mirada perpleja al rostro ahora tan próximo al suyo, pues la risa del mago había sido suelta y jovial. Sin embargo, al principio sólo vio en el rostro de Gandalf arrugas de preocupación y tristeza; no obstante, al mirar con más atención advirtió que detrás había una gran alegría: un manantial de alegría que si empezaba a brotar bastaría para que todo un reino estallara en carcajadas.

—Claro que lo hiciste —dijo el mago—; y espero que no vuelvas a encontrarte demasiado pronto en un trance semejante, entre dos viejos tan terribles. De todos modos el Señor de Gondor ha sabido por ti mucho más de lo que tú puedes sospechar, Pippin. No pudiste ocultar que no fue Boromir quien condujo a la Compañía fuera de Moría, ni que había entre vosotros alguien de alto rango que iba a Minas Tirith; y que llevaba una espada famosa. En Gondor la gente piensa mucho en las historias del pasado, y Denethor ha meditado largamente en el poema y en las palabras el Daño de Isildur, después de la partida de Boromir.

»No es semejante a los otros hombres de esta época, Pippin, y cualquiera que sea su ascendencia, por un azar extraño la sangre de Oesternesse le corre casi pura por las venas; como por las de su otro hijo, Faramir, y no por las de Boromir, en cambio, que sin embargo era el predilecto. Sabe ver a la distancia, y es capaz de adivinar, si se empeña, mucho de lo que pasa por la mente de los hombres, aun de los que habitan muy lejos. Es difícil engañarlo y peligroso intentarlo.

«¡Recuérdalo! Pues ahora has prestado juramento de fidelidad a su servicio. No sé qué impulso o qué motivo te empujó, el corazón o la cabeza. Pero hiciste bien. No te lo impedí porque los actos generosos no han de ser reprimidos por fríos consejos. Tu actitud lo conmovió, y al mismo tiempo (permíteme que te lo diga) lo divirtió. Y por lo menos eres libre ahora de ir y venir a tu gusto por Minas Tirith… cuando no estés de servicio. Porque hay un reverso de la medalla: estás bajo sus órdenes, y él no lo olvidará. ¡Sé siempre cauteloso! Calló un momento y suspiró.

—Bien, de nada vale especular sobre lo que traerá el mañana. Pero eso sí, ten la certeza de que por muchos días el mañana será peor que el hoy. Y yo nada más puedo hacer para impedirlo. El tablero está dispuesto, y ya las piezas están en movimiento. Una de ellas que con todas mis fuerzas deseo encontrar es Faramir, el actual heredero de Denethor. No creo que esté en la ciudad; pero no he tenido tiempo de averiguarlo. Tengo que marcharme, Pippin. Tengo que asistir al consejo de estos señores y enterarme de cuanto pueda. Pero el enemigo lleva la delantera, y está a punto de iniciar a fondo la partida. Y los peones participarán del juego tanto como cualquiera, Peregrin hijo de Paladin, soldado de Gondor. ¡Afila tu espada!

Gandalf se encaminó a la puerta, y al llegar a ella dio media vuelta.

—Tengo prisa, Pippin dijo. Hazme un favor cuando salgas. Antes de irte a dormir, si no estás demasiado fatigado. Ve y busca a Sombragris, y mira cómo está. Las gentes de aquí son prudentes y nobles de corazón, y bondadosas con los animales, pero no es mucho lo que entienden de caballos.

Y diciendo estas palabras, Gandalf salió; en ese momento se oyó la nota clara y melodiosa de una campana que repicaba en una torre de la ciudadela. Sonó tres veces, como plata en el aire, y calló: la hora tercera después de la salida del sol.

Al cabo de un minuto, Pippin se encaminó a la puerta, bajó por la escalera y al llegar a la calle miró alrededor. Ahora el sol brillaba, cálido y luminoso, y las torres y las casas altas proyectaban hacia el oeste largas sombras nítidas. Arriba, en el aire azul, el Monte Mindolluin lucía su yelmo blanco y su manto de nieve. Hombres armados iban y venían por las calles de la ciudad, como si el toque de la hora les señalara un cambio de guardias y servicios.

En la Comarca diríamos que son las nueve de la mañana —se dijo Pippin en voz alta—. La hora justa para un buen desayuno junto a la ventana abierta, al sol primaveral. ¡Cuánto me gustaría tomar un desayuno! ¿No desayunarán las gentes de este país, o ya habrá pasado la hora? ¿Y a qué hora cenarán, y dónde?

A poco andar, vio un hombre vestido de negro y blanco que venía del centro de la ciudadela, y avanzaba por la calle estrecha hacia él. Pippin se sentía solo y resolvió hablarle cuando él pasara, pero no fue necesario. El hombre se le acercó.

—¿Eres tú Peregrin el Mediano? —le preguntó—. He sabido que has prestado juramento de fidelidad al servicio del Señor y de la Ciudad. ¡Bienvenido! —Le tendió la mano, y Pippin se la estrechó. Me llamo Beregond hijo de Baranor. No estoy de servicio esta mañana y me han mandado a enseñarte el santo y seña, y a explicarte algunas de las muchas cosas que sin duda querrás saber. A mí, por mi parte, también me gustaría saber algo de ti. Porque nunca hasta ahora hemos visto medianos en este país, y aunque hemos oído algunos rumores, poco se habla de ellos en las historias y leyendas que conocemos. Además, eres un amigo de Mithrandir. ¿Lo conoces bien?

—Bueno —repuso Pippin—. He oído hablar de él durante toda mi corta existencia, por así decir; y en los últimos tiempos he viajado mucho en su compañía. Pero es un libro en el que hay mucho que leer, y faltaría a la verdad si dijese que he recorrido más de un par de páginas. Sin embargo, es posible que lo conozca tan bien como cualquiera, salvo unos pocos. Aragorn era el único de nuestra Compañía que lo conocía de veras.

—¿Aragorn? —preguntó Beregond—. ¿Quién es ese Aragorn?

—Oh —balbució Pippin—, era un hombre que solía viajar con nosotros. Creo que ahora está en Rohan.

—Has estado en Rohan, por lo que veo. También sobre ese país hay cosas que me gustaría preguntarte; porque muchas de las menguadas esperanzas que aún alimentamos dependen de los hombres de Rohan. Pero me estoy olvidando de mi misión, que consistía en responder primeramente a todo cuanto tú quisieras preguntarme. Bien, ¿qué cosas te gustaría saber, maese Peregrin?

—Mm… bueno —dijo Pippin—, si me atrevo a decirlo, la pregunta un tanto imperativa que en este momento me viene a la mente es… bueno ¿qué noticias hay del desayuno y de todo el resto? Quiero decir, no sé si me explico, ¿cuáles son las horas de las comidas, y dónde está el comedor, si es que existe? ¿Y las tabernas? Miré, pero no vi ni una sola en todo el camino, aunque antes tuve la esperanza de disfrutar de un buen trago de cerveza en cuanto llegásemos a esta ciudad de hombres tan sagaces como corteses.

Beregond observó a Pippin con aire grave.

—Un verdadero veterano de guerra, por lo que veo —dijo—. Dicen que los hombres que parten a combatir en países lejanos viven esperando la recompensa de comer y beber; aunque yo, a decir verdad, no he viajado mucho. ¿Así que hoy todavía no has comido?

—Bueno, sí, en honor a la verdad, sí —dijo Pippin—. Pero sólo una copa de vino y uno o dos pastelillos blancos, por gentileza de tu Señor; pero a cambio de eso, me torturó con preguntas durante una hora, y ése es un trabajo que abre el apetito.

Beregond se echó a reír.

—Es en la mesa donde los hombres pequeños realizan las mayores hazañas, decimos aquí. Sin embargo, has desayunado tan bien como cualquiera de los hombres de la ciudadela, y con más altos honores. Esto es una fortaleza y una torre de guardia, y ahora estamos en pie de guerra.

Nos levantamos antes del sol, comemos un bocado a la luz gris del amanecer y partimos de servicio al despuntar el día. ¡Pero no desesperes! —Otra vez rompió a reír, viendo la expresión desolada de Pippin—. Los que han realizado tareas pesadas toman algo para reparar fuerzas a media mañana. Luego viene el almuerzo, al mediodía o más tarde de acuerdo con las horas del servicio, y por último los hombres se reúnen a la puesta del sol para compartir la comida principal del día y la alegría que aún pueda quedarles.

»¡Ven! Daremos un paseo y luego iremos a procurarnos un bocado con que engañar al estómago, y comeremos y beberemos en la muralla contemplando esta espléndida mañana.

—¡Un momento! —dijo Pippin, ruborizándose—. La gula, lo que tú por pura cortesía llamas hambre, ha hecho que me olvidara de algo. Pero Gandalf, Mithrandir como tú le dices, me encomendó que me ocupara de su caballo, Sombragris, uno de los grandes corceles de Rohan, la niña de los ojos del rey, según me han dicho, aunque se lo haya dado a Mithrandir en prueba de gratitud. Creo que el nuevo amo quiere más al animal que a muchos hombres, y si la buena voluntad de Mithrandir es de algún valor para esta ciudad, trataréis a Sombragris con todos los honores: con una bondad mayor, si es posible, que la que habéis mostrado a este hobbit.

—¿Hobbit? —dijo Beregond.

—Así es como nos llamamos —respondió Pippin.

—Me alegro de saberlo —dijo Beregond—, pues ahora puedo decirte que los acentos extraños no desvirtúan las palabras hermosas, y que los hobbits saben expresarse con gran nobleza. ¡Pero vamos! Hazme conocer a ese caballo notable. Adoro a los animales, y rara vez los vemos en esta ciudad de piedra; pero yo desciendo de un pueblo que bajó de los valles altos, y que antes residía en Ithilien. ¡No temas! Será una visita corta, una mera cortesía, y de allí iremos a las despensas.

Pippin comprobó que Sombragris estaba bien alojado y atendido. Pues en el séptimo círculo, fuera de los muros de la Ciudadela, había unas caballerizas espléndidas donde guardaban algunos corceles veloces, junto a las habitaciones de los correos del Señor: mensajeros siempre prontos para partir a una orden urgente del rey o de los capitanes principales. Pero ahora todos los caballos y jinetes estaban ausentes, en tierras lejanas. Sombragris relinchó cuando Pippin entró en el establo y volvió la cabeza.

—¡Buen día! —le dijo Pippin—. Gandalf vendrá tan pronto como pueda. Ahora está ocupado, pero te manda saludos; y yo he venido a ver si todo anda bien para ti; y si descansas luego de tantos trabajos.

Sombragris sacudió la cabeza y pateó el suelo. Pero permitió que Beregond le sostuviera la cabeza gentilmente y le acariciara los flancos poderosos.

—Se diría que está preparándose para una carrera, y no que acaba de llegar de un largo viaje —dijo Beregond—. ¡Qué fuerte y arrogante! ¿Dónde están los arneses? Tendrán que ser adornados y hermosos.

Ninguno es bastante adornado y hermoso para él —dijo Pippin—. No los acepta. Si consiente en llevarte, te lleva, y si no, no hay bocado, brida, fuste o rienda que lo dome. ¡Adiós, Sombragris! Ten paciencia. La batalla se aproxima.

Sombragris levantó la cabeza y relinchó, y el establo entero pareció sacudirse y Pippin y Beregond se taparon los oídos. En seguida se marcharon, luego de ver que había pienso en abundancia en el pesebre.

—Y ahora nuestro pienso —dijo Beregond, y se encaminó de vuelta a la ciudadela, conduciendo a Pippin hasta una puerta en el lado norte de la torre. Allí descendieron por una escalera larga y fresca hasta una calle alumbrada con faroles. Había portillos en los muros, y uno de ellos estaba abierto.

—Este es el almacén y la despensa de mi compañía de la Guardia —dijo Beregond—. ¡Salud, Targon! —gritó por la abertura—. Es temprano aún, pero hay aquí un forastero que el Señor ha tomado a su servicio. Ha venido cabalgando de muy lejos, con el cinturón apretado, y ha cumplido una dura labor esta mañana; tiene hambre. ¡Danos lo que tengas!

Obtuvieron pan, mantequilla, queso y manzanas: las últimas de la reserva del invierno, arrugadas pero sanas y dulces; y un odre de cerveza bien servido, y escudillas y tazones de madera. Pusieron las provisiones en una cesta de mimbre y volvieron a la luz del sol. Beregond llevó a Pippin al extremo oriental del gran espolón de la muralla, donde había una tronera, y un asiento de piedra bajo el antepecho. Desde allí podían contemplar la mañana que se extendía sobre el mundo.

Comieron y bebieron, hablando ya de Gondor y de sus usos y costumbres, ya de la Comarca y de los países extraños que Pippin había conocido. Y cuanto más hablaban más se asombraba Beregond, y observaba maravillado al hobbit, que sentado en el asiento balanceaba las piernas cortas, o se erguía de puntillas para mirar por encima del alféizar las tierras de abajo.

—No te ocultaré, maese Peregrin —dijo Beregond— que para nosotros pareces casi uno de nuestros niños, un chiquillo de unas nueve primaveras; y sin embargo has sobrevivido a peligros y has visto maravillas; pocos de nuestros viejos podrían jactarse de haber conocido otro tanto. Creí que era un capricho de nuestro Señor, tomar un paje noble a la usanza de los reyes de los tiempos antiguos, según dicen. Pero veo que no es así, y tendrás que perdonar mi necedad.

—Te perdono —dijo Pippin—. Sin embargo, no estás muy lejos de lo cierto. De acuerdo con los cómputos de mis gentes, soy casi un niño todavía, y aún me faltan cuatro años para llegar a la «mayoría de edad», como decimos en la Comarca. Pero no te preocupes por mí. Ven y mira y dime qué veo.

El sol subía. Abajo, en el valle, las nieblas se habían levantado, y las últimas se alejaban flotando como volutas de nubes blancas arrastradas por la brisa que ahora soplaba del este, y que sacudía y encrespaba las banderas y los estandartes blancos de la ciudadela. A lo lejos, en el fondo del valle, a unas cinco leguas a vuelo de pájaro, el Río Grande corría gris y resplandeciente desde el noroeste, describiendo una vasta curva hacia el sur, y volviendo hacia el oeste antes de perderse en una bruma centelleante; más allá, a cincuenta leguas de distancia, estaba el Mar.

Pippin veía todo el Pelennor extendido ante él, moteado a lo lejos de granjas y muros, graneros y establos pequeños, pero en ningún lugar vio vacas o algún otro animal. Numerosos caminos y senderos atravesaban los campos verdes, y filas de carretones avanzaban hacia la Puerta Grande, mientras otros salían y se alejaban. De tanto en tanto aparecía algún jinete, se apeaba de un salto, y entraba presuroso en la ciudad. Pero el camino más transitado era la carretera mayor que se volvía hacia el sur, y en una curva más pronunciada que la del río bordeaba luego las colinas y se perdía a lo lejos. Era un camino ancho y bien empedrado; a lo largo de la orilla oriental corría una pista ancha y verde, flanqueada por un muro. Los jinetes galopaban de aquí para allá, pero unos carromatos que iban hacia el sur parecían ocupar toda la calle. Sin embargo, Pippin no tardó en descubrir que todo se movía en perfecto orden: los carromatos avanzaban en tres filas, una más rápida tirada por caballos, otra más lenta, de grandes carretas adornadas de gualdrapas multicolores, tirada por bueyes; y a lo largo de la orilla oriental, unos carros más pequeños, arrastrados por hombres.

—Esa es la ruta que conduce a los valles de Tumladen y Lossarnach, y a las aldeas de las montañas, y llega hasta Lebennin —explicó Beregond—. Hacia allá se encaminan los últimos carromatos, llevando a los refugios a los ancianos y a las mujeres y los niños. Es preciso que todos se encuentren a una legua de la Puerta y hayan despejado el camino antes del mediodía: ésa fue la orden. Es una triste necesidad. —Suspiró—. Pocos, quizá, de los que hoy se separan volverán a reunirse alguna vez. Nunca hubo muchos niños en esta ciudad; pero ahora no queda ninguno, excepto unos pocos que se negaron a marcharse y esperan que se les encomiende aquí alguna tarea: mi hijo entre ellos.

Callaron un momento. Pippin miraba inquieto hacia el este, como si miles de orcos pudieran aparecer de improviso e invadir las campiñas.

—¿Qué veo allí? —preguntó, señalando un punto en el centro de la curva del Anduin—. ¿Es otra ciudad, o qué?

—Fue una ciudad —respondió Beregond—, la capital del reino, cuando Minas Tirith no era más que una fortaleza. Lo que ves en las márgenes del Anduin son las ruinas de Osgiliath, tomada e incendiada por nuestros enemigos hace mucho tiempo. Sin embargo la reconquistamos, en la época en que Denethor aún era joven: no para vivir en ella sino para mantenerla como puesto de avanzada, y reconstruimos el puente para el paso de nuestras tropas. Pero entonces vinieron de Minas Morgul los Jinetes Negros.

—¿Los Jinetes Negros? —dijo Pippin, abriendo mucho los ojos, ensombrecidos por la reaparición de un viejo temor.

—Sí, eran negros —dijo Beregond—, y veo que algo sabes de esos jinetes, aunque no los mencionaste en tus historias.

—Algo sé —dijo Pippin en voz baja—, pero no quiero hablar ahora, tan cerca, tan cerca… —Calló de pronto, y al alzar los ojos por encima del río le pareció que todo cuanto veía alrededor era una sombra vasta y amenazante; tal vez fueran sólo unas montañas, unos picos mellados en el horizonte, desdibujados por veinte leguas de aire neblinoso; o quizás un banco de nubes que ocultaba una oscuridad todavía más profunda. Pero mientras miraba tenía la impresión de que la oscuridad crecía y se cerraba, muy lentamente, lentamente elevándose hasta ensombrecer las regiones del sol.

—¿Tan cerca de Mordor? —dijo Beregond en un susurro—. Sí, está allí. Rara vez los nombramos, pero hemos vivido siempre con esa oscuridad a la vista; algunas veces parece más tenue y distante; otras más cercana y espesa. Ahora la vemos crecer, crecer, y así crecen también nuestros temores y nuestra desazón. Hace menos de un año los Jinetes Negros volvieron a conquistar los pasos, y muchos de nuestros mejores hombres cayeron allí. Luego Boromir echó al enemigo más allá de esta orilla occidental, y aún conservamos la mitad de Osgiliath. Por poco tiempo. Ahora esperamos un nuevo ataque, quizás el más violento de la guerra que se avecina.

—¿Cuándo? —preguntó Pippin—. ¿Tienes alguna idea? Porque anoche vi los fuegos de alarma y a los correos. Y Gandalf dijo que era señal de que la guerra había comenzado. Me pareció que tenía mucha prisa por venir. Sin embargo, se diría que ahora todo está en calma.

—Sólo porque ya todo está pronto —dijo Beregond—. No es más que el último respiro, antes de echarse al agua.

—Pero ¿por qué anoche estaban encendidos los fuegos de llamada?

—Es tarde para ir en busca de socorros si ya ha empezado el sitio —respondió Beregond—. Pero el Señor y los Capitanes saben cómo obtener noticias, e ignoro qué deciden. Y el Señor Denethor no es como todos los hombres: tiene la vista larga. Algunos dicen que cuando por las noches se sienta a solas en la alta estancia de la Torre, y escudriña con el pensamiento por aquí y por allá, logra por momentos leer en el futuro; y que a veces hasta mira en la mente del enemigo y lucha con él.

Por eso está tan envejecido, consumido antes de tiempo. De todos modos, mi señor Faramir ha partido a cumplir alguna misión peligrosa del otro lado del río, y es posible que haya enviado noticias.

»Pero si quieres saber lo que pienso: fueron las noticias que llegaron anoche del Lebennin lo que encendió las hogueras. Una gran flota se acerca, a la desembocadura del Anduin, tripulada por los corsarios de Umbar, un país del Sur. Hace tiempo que dejaron de temer el poderío de Gondor, y se han aliado al enemigo, y ahora intentan ayudarle con un golpe duro. Porque este ataque nos restará gran parte del auxilio que contábamos recibir de Lebennin y Belfalas, donde los hombres son valientes y numerosos. Por eso nuestros pensamientos se vuelven tanto más hacia el Norte, hacia Rohan, y tanto más nos alegran las noticias de victoria que habéis traído.

»Y sin embargo… —hizo una pausa y se puso de pie, y miró en derredor, al norte, al este, al sur—, los acontecimientos de Isengard eran inequívocos: estamos envueltos en una gran red estratégica. Ya no se trata de simples escaramuzas en los vados, de correrías organizadas por las gentes de Ithilien y Anórien, de emboscadas y pillaje. Esta es una guerra grande, largamente planeada, y en la que somos sólo una pieza, diga lo que diga nuestro orgullo. Las cosas se mueven en el lejano Este, más allá del Mar Interior, según las noticias; y en el Norte y en el Bosque Negro y más lejos aún; y en el Sur en Harad. Y ahora todos los reinos tendrán que pasar por la misma prueba: resistir o sucumbir… bajo la Sombra.

»No obstante, maese Peregrin, tenemos este honor: nos toca siempre soportar los más duros embates del odio del Señor Oscuro, un odio que viene de los abismos del tiempo y de lo más profundo del Mar. Aquí es donde el martillo golpeará ahora con mayor fuerza. Y por eso Mithrandir tenía tanta prisa. Porque si caemos ¿quién quedará en pie? ¿Y tú, maese Peregrin, ves alguna esperanza de que podamos resistir? Pippin no respondió. Miró los grandes muros, y las torres y los orgullosos estandartes, y el sol alto en el cielo, y luego la oscuridad que se acumulaba y crecía en el Este; y pensó en los largos dedos de aquella Sombra; en los orcos que invadían los bosques y las montañas, en la traición de Isengard, en los pájaros de mal agüero, y en los Jinetes Negros que cabalgaban por los senderos mismos de la Comarca… y en el terror alado, los Nazgûl. Se estremeció y pareció que la esperanza se debilitaba. Y en ese preciso instante el sol vaciló y se oscureció un segundo, como si un ala tenebrosa hubiese pasado delante de él. Casi imperceptible, le pareció oír, alto y lejano, un grito en el cielo: débil pero sobrecogedor, cruel y frío. Pippin palideció y se acurrucó contra el muro.

—¿Qué fue eso? —preguntó Beregond—. ¿También tú oíste algo?

—Sí —murmuró Pippin—. Es la señal de nuestra caída y la sombra del destino, un jinete espectral del aire.

—Sí, la sombra del destino —dijo Beregond—. Temo que Minas Tirith esté a punto de caer. La noche se aproxima. Se diría que hasta me han quitado el calor de la sangre.

Permanecieron sentados un rato, en silencio, cabizbajos. Luego, de improviso, Pippin levantó la mirada y vio que todavía brillaba el sol y que los estandartes todavía se movían en la brisa. Se sacudió.

—Ha pasado —dijo—. No, mi corazón aún no quiere desesperar. Gandalf cayó y ha vuelto y está con nosotros. Aún es posible que continuemos en pie, aunque sea sobre una sola pierna, o al menos sobre las rodillas.

—¡Bien dicho! —exclamó Beregond, y levantándose echó a caminar de un lado a otro a grandes trancos—. Aunque tarde o temprano todas las cosas hayan de perecer, a Gondor no le ha llegado todavía la hora. No, aun cuando los muros sean conquistados por un enemigo implacable, que levante una montaña de carroña delante de ellos. Todavía nos quedan otras fortalezas y caminos secretos de evasión en las montañas. La esperanza y los recuerdos sobrevivirán en algún valle oculto donde la hierba siempre es verde.

—De cualquier modo, quisiera que todo termine de una vez, para bien o para mal —dijo Pippin—. No tengo alma de guerrero, y el solo pensamiento de una batalla me desagrada; pero estar esperando una de la que no podré escapar es lo peor que podría ocurrirme. ¡Qué largo parece ya el día! Me sentiría mucho más feliz si no estuviésemos obligados a permanecer aquí en observación, sin dar un solo paso, sin ser los primeros en asestar el golpe. Creo que de no haber sido por Gandalf, ningún golpe habría caído jamás sobre Rohan.

—¡Ah, aquí pones el dedo en una llaga que a muchos les duele! —dijo Beregond—. Pero las cosas podrían cambiar cuando regrese Faramir. Es valiente, más valiente de lo que muchos suponen; pues en estos tiempos los hombres no quieren creer que alguien pueda ser un sabio, un hombre versado en los antiguos manuscritos y en las leyendas y canciones del pasado, y al mismo tiempo un capitán intrépido y de decisiones rápidas en el campo de batalla. Sin embargo, así es Faramir. Menos temerario y vehemente que Boromir, pero no menos resuelto. Mas ¿qué podrá hacer? No nos es posible tomar por asalto las montañas de… de ese reino tenebroso. Nuestros recursos son limitados y no nos permiten anticiparnos a la ofensiva del enemigo. ¡Pero eso sí, nuestra respuesta será violenta! —Golpeó con fuerza la guardia de la espada.

Pippin lo miró: alto, noble y arrogante, como todos los hombres que hasta entonces había visto en aquel país; y los ojos le centelleaban de sólo pensar en la batalla. «¡Ay!», reflexionó. «Débil y ligera como una pluma me parece mi propia mano.» Pero no dijo nada. ¿Un peón, había dicho Gandalf? Tal vez, pero en un tablero equivocado.

Hablaron así hasta que el sol llegó al cénit, y de pronto repicaron las campanas del mediodía, y en la ciudadela se observó un ajetreo de hombres: todos, con excepción de los centinelas de guardia, se encaminaban a almorzar.

—¿Quieres venir conmigo? —dijo Beregond—. Por hoy puedes compartir nuestro rancho. No sé a qué compañía te asignarán, o si el Señor Denethor desea tenerte a sus órdenes. Pero entre nosotros serás bien venido. Conviene que conozcas el mayor número posible de hombres, mientras hay tiempo.

—Me hará feliz acompañarte —respondió Pippin. A decir verdad, me siento solo. He dejado a mi mejor amigo en Rohan, y desde entonces no he tenido con quien charlar y bromear. Tal vez podría realmente entrar en tu Compañía. ¿Eres el capitán? En ese caso podrías tomarme, ¿o quizás hablar en mi favor?

—No, no —dijo Beregond, riendo—, no soy un capitán. No tengo cargo, ni rango, ni señorío, y no soy más que un hombre de armas de la Tercera Compañía de la Ciudadela. Sin embargo, maese Peregrin, ser un simple hombre de armas en la Guardia de la Torre de Gondor es considerado digno y honroso en la ciudad, y en todo el reino se trata con honores a tales hombres.

—En ese caso, es algo que está por completo fuera de mi alcance —dijo Pippin—. Llévame de nuevo a nuestros aposentos, y si Gandalf no se encuentra allí, iré contigo a donde quieras… como tu invitado.

Gandalf no estaba en las habitaciones ni había enviado ningún mensaje; Pippin acompañó entonces a Beregond y fue presentado a los hombres de la Tercera Compañía. Al parecer Beregond ganó tanto prestigio entre sus camaradas como el propio Pippin, que fue muy bien recibido. Mucho se había hablado ya en la ciudadela del compañero de Mithrandir y de su largo y misterioso coloquio con el Señor; y corría el rumor de que un príncipe de los medianos había venido del Norte a prestar juramento de lealtad a Gondor con cinco mil espadas. Y algunos decían que cuando los jinetes vinieran de Rohan, cada uno traería en la grupa a un guerrero mediano, pequeño quizá, pero valiente.

Si bien Pippin tuvo que desmentir de mala gana esta leyenda promisoria, no pudo librarse del nuevo título, el único, al decir de los hombres, digno de alguien tan estimado por Boromir y honrado por el Señor Denethor; le agradecieron que los hubiera visitado, y escucharon muy atentos el relato de sus aventuras en tierras extrañas, ofreciéndole de comer y de beber tanto como Pippin podía desear. Y en verdad, sólo le preocupaba la necesidad de ser «cauteloso», como le había recomendado Gandalf, y de no soltar demasiado la lengua, como hacen los hobbits cuando se sienten entre gente amiga.

Por fin Beregond se levantó.

—¡Adiós por esta vez! —dijo—. Estoy de guardia ahora hasta la puesta del sol, al igual que todos los aquí presentes, creo. Pero si te sientes solo, como dices, tal vez te gustaría tener un guía alegre que te lleve a visitar la ciudad. Mi hijo se sentirá feliz de acompañarte. Es un buen muchacho, puedo decirlo. Si te agrada la idea, baja hasta el círculo inferior y pregunta por la Hostería Vieja en el Rath Celerdain, Calle de los Lampareros. Allí lo encontrarás con otros jóvenes que se han quedado en la ciudad. Quizás haya cosas interesantes para ver allá abajo, junto a la Puerta Grande, antes que cierren.

Salió, y los otros no tardaron en seguirlo.

Aunque empezaba a flotar una bruma ligera, el día era todavía luminoso, y caluroso para un mes de marzo, aun en un país tan meridional. Pippin se sentía soñoliento, pero la habitación le pareció triste y decidió descender a explorar la ciudad. Le llevó a Sombragris unos bocados que había apartado, y que el animal recibió con alborozo, aunque nada parecía faltarle. Luego echó a caminar bajando por muchos senderos zigzagueantes.

La gente lo miraba con asombro, cuando él pasaba. Los hombres se mostraban con él solemnes y corteses, saludándolo a la usanza de Gondor con la cabeza gacha y las manos sobre el pecho; pero detrás de él oía muchos comentarios, a medida que la gente que andaba por las calles llamaba a quienes estaban dentro a que salieran a ver al Príncipe de los Medianos, el compañero de Mithrandir. Algunos hablaban un idioma distinto de la Lengua Común, pero Pippin no tardó mucho en aprender al menos qué significaba Ernil i Pheriannath y en saber que su condición de príncipe ya era conocida en toda la ciudad.

Recorriendo las calles abovedadas y las hermosas alamedas y pavimentos, llegó por fin al círculo inferior, el más amplio; allí le dijeron dónde estaba la Calle de los Lampareros, un camino ancho que conducía a la Puerta Grande. Pronto encontró la Hostería Vieja, un edificio de piedra gris desgastada por los años, con dos alas laterales; en el centro había un pequeño prado, y detrás se alzaba la casa de numerosas ventanas; todo el ancho de la fachada lo ocupaba un pórtico sostenido por columnas y una escalinata que descendía hasta la hierba. Algunos chiquillos jugaban entre las columnas: los únicos niños que Pippin había visto en Minas Tirith, y se detuvo a observarlos. De pronto, uno de ellos advirtió la presencia del hobbit, y precipitándose con un grito a través de la hierba, llegó a la calle, seguido de otros. De pie frente a Pippin, lo miró de arriba abajo.

—¡Salud! —dijo el chiquillo—. ¿De dónde vienes? Eres un forastero en la ciudad.

—Lo era —respondió Pippin—; pero dicen ahora que me he convertido en un hombre de Gondor.

¡Oh, no me digas! —dijo el chiquillo—. Entonces aquí todos somos hombres. Pero ¿qué edad tienes y cómo te llamas? Yo he cumplido los diez, y pronto mediré cinco pies. Soy más alto que tú. Pero también mi padre es un Guardia y uno de los más altos. ¿Qué hace tu padre?

¿A qué pregunta he de responder primero? —dijo Pippin—. Mi padre cultiva las tierras de los alrededores de Fuente Blanca, cerca de Alforzaburgo en la Comarca. Tengo casi veintinueve años, así que en eso te aventajo, aunque mida sólo cuatro pies, y es improbable que crezca, salvo en sentido horizontal.

—¡Veintinueve años! —exclamó el niño, lanzando un silbido—. Vaya, eres casi viejo, tan viejo como mi tío Iorlas. Sin embargo —añadió, esperanzado—, apuesto que podría ponerte cabeza abajo o tumbarte de espaldas.

—Tal vez, si yo te dejara —dijo Pippin, riendo—. Y quizás yo pudiera hacerte lo mismo a ti: conocemos unas cuantas triquiñuelas en mi pequeño país. Donde, déjame que te lo diga, se me considera excepcionalmente grande y fuerte; y jamás he permitido que nadie me pusiera cabeza abajo. Y si lo intentaras, y no me quedara otro remedio, quizá me viera obligado a matarte. Porque, cuando seas mayor, aprenderás que las personas no siempre son lo que parecen; y aunque quizá me hayas tomado por un jovenzuelo extranjero tonto y bonachón, y una presa fácil, quiero prevenirte: no lo soy; ¡soy un mediano, duro, temerario y malvado! —Y Pippin hizo una mueca tan fiera que el niño dio un paso atrás, pero en seguida volvió a acercarse, con los puños apretados y un centelleo belicoso en la mirada.

—¡No! —dijo Pippin, riendo—. ¡Tampoco creas todo lo que dice de sí mismo un extranjero! No soy un luchador. Sin embargo, sería más cortés que quien lanza el desafío se diera a conocer.

El chico se irguió con orgullo.

—Soy Bergil hijo de Beregond de la Guardia —dijo.

—Era lo que pensaba —dijo Pippin—, pues te pareces mucho a tu padre. Lo conozco y él mismo me ha enviado a buscarte.

—¿Por qué, entonces, no lo dijiste en seguida? —preguntó Bergil, y una expresión de desconsuelo le ensombreció de pronto la cara—. ¡No me digas que ha cambiado de idea y que quiere enviarme fuera de la ciudad, junto con las mujeres! Pero no, ya han partido las últimas carretas.

—El mensaje, si no bueno, es menos malo de lo que supones —dijo Pippin—. Dice que si en lugar de ponerme cabeza abajo prefieres mostrarme la ciudad, podrías acompañarme y aliviar mi soledad un rato. En compensación, yo podría contarte algunas historias de países remotos.

Bergil batió palmas y rió, aliviado.

—¡Todo marcha bien, entonces! —gritó—. ¡Ven! Dentro de un momento íbamos a salir hacia la Puerta, a mirar. Iremos ahora mismo.

—¿Qué pasa allí?

—Esperamos a los Capitanes de las Tierras Lejanas; se dice que llegarán antes del crepúsculo, por el Camino del Sur. Ven con nosotros y verás.

Bergil mostró que era un buen camarada, la mejor compañía que había tenido Pippin desde que se separara de Merry, y pronto estuvieron parloteando y riendo alborozados, sin preocuparse por las miradas que la gente les echaba. A poco andar, se encontraron en medio de una muchedumbre que se encaminaba a la Puerta Grande. Y allí, el prestigio de Pippin aumentó considerablemente a los ojos de Bergil, pues cuando dio su nombre y el santo y seña, el guardia lo saludó y lo dejó pasar; y lo que es más, le permitió llevar consigo a su compañero.

—¡Maravilloso! —dijo Bergil—. A nosotros, los niños, ya no nos permiten franquear la puerta sin un adulto. Ahora podremos ver mejor.

Del otro lado de la puerta, una multitud de hombres ocupaba las orillas del camino y el gran espacio pavimentado en que desembocaban las distintas rutas a Minas Tirith. Todas las miradas se volvían al Sur, y no tardó en elevarse un murmullo:

¡Hay una polvareda allá, a lo lejos! ¡Ya están llegando!

Pippin y Bergil se abrieron paso hasta la primera fila, y esperaron. Unos cuernos sonaron a la distancia, y el estruendo de los vítores llegó hasta ellos como un viento impetuoso. Se oyó luego un vibrante toque de clarín, y toda la gente que los rodeaba prorrumpió en gritos de entusiasmo.

—¡Forlong! ¡Forlong! —gritaban los hombres.

—¿Qué dicen? —preguntó Pippin.

—Ha llegado Forlong —respondió Bergil—, el viejo Forlong el Gordo, el Señor de Lossarnach. Allí es donde vive mi abuelo. ¡Hurra! Ya está aquí, mira. ¡El buen viejo Forlong!

A la cabeza de la comitiva avanzaba un caballo grande y de osamenta poderosa, y montado en él iba un hombre ancho de espaldas y enorme de contorno; aunque viejo y barbicano, vestía una cota de malla, usaba un yelmo negro, y llevaba una lanza larga y pesada. Tras él marchaba, orgullosa, una polvorienta caravana de hombres armados y ataviados, que empuñaban grandes hachas de combate; eran fieros de rostro, y más bajos y un poco más endrinos que todos los que Pippin había visto en Gondor.

—¡Forlong! —lo aclamaba la multitud—. ¡Corazón leal, amigo fiel! ¡Forlong! —Pero cuando los hombres de Lossarnach hubieron pasado, murmuraron—: ¡Tan pocos! ¿Cuántos serán, doscientos? Esperábamos diez veces más. Les habrán llegado noticias de los navíos negros. Sólo han enviado un décimo de las fuerzas de Lossarnach. Pero aún lo pequeño es una ayuda.

Así fueron llegando las otras Compañías, saludadas y aclamadas por la multitud, y cruzaron la puerta hombres de las Tierras Lejanas que venían a defender la Ciudad de Gondor en una hora sombría; pero siempre en número demasiado pequeño, siempre insuficientes para colmar las esperanzas o satisfacer las necesidades. Los hombres del Valle de Ringló detrás del hijo del Señor, Dervorin, marchaban a pie: trescientos. De las mesetas de Morthond, el ancho Valle de la Raíz Negra, Duinhir el Alto, acompañado por sus hijos, Duilin y Derufin, y quinientos arqueros. Del Anfalas, de la lejana Playa Larga, una columna de hombres muy diversos, cazadores, pastores, y habitantes de pequeñas aldeas, malamente equipados, excepto la escolta de Golasgil, el soberano. De Lamedon, unos pocos montañeses salvajes y sin capitán. Pescadores del Ethir, un centenar o más, reclutados en las embarcaciones. Hirluin el Hermoso, venido de las Colinas Verdes de Pinnath Galin con trescientos guerreros apuestos, vestidos de verde. Y por último el más soberbio, Imrahil, Príncipe de Dol Amroth, pariente del Señor Denethor, con estandartes de oro y el emblema del Navío y el Cisne de Plata, y una escolta de caballeros con todos los arreos, montados en corceles grises; los seguían setecientos hombres de armas, altos como señores, de ojos acerados y cabellos oscuros, que marchaban cantando.

Y eso era todo, menos de tres mil en total. Y no vendrían otros. Los gritos y el ruido de los pasos y los cascos se extinguieron dentro de la ciudad. Los espectadores callaron un momento. El polvo flotaba en el aire, pues el viento había cesado y la atmósfera del atardecer era pesada. Se acercaba ya la hora de cerrar las puertas, y el sol rojo había desaparecido detrás del Mindolluin. La sombra se extendió sobre la ciudad.

Pippin alzó los ojos, y le pareció que el cielo tenía un color gris ceniciento, como velado por una espesa nube de polvo que la luz atravesaba apenas. Pero en el oeste el sol agonizante había incendiado el velo de sombras, y ahora el Mindolluin se erguía como una forma negra envuelta en las ascuas de una humareda ardiente.

—¡Que así, con cólera, termine un día tan hermoso! —reflexionó Pippin en voz alta, olvidándose del chiquillo que estaba junto a él.

—Así terminará si no regreso antes de las campanas del crepúsculo dijo Bergil. ¡Vamos! Ya suena la trompeta que anuncia el cierre de la puerta.

Tomados de la mano volvieron a la ciudad, los últimos en traspasar la puerta antes que se cerrara, y cuando llegaron a la Calle de los Lampareros todas las campanas de las torres repicaban solemnemente. Aparecieron luces en muchas ventanas, y de las casas y los puestos de los hombres de armas llegaban cantos.

—¡Adiós por esta vez! —dijo Bergil—. Llévale mis saludos a mi padre y agradécele la compañía que me mandó. Vuelve pronto, te lo ruego. Casi desearía que no hubiese guerra, porque podríamos haber pasado buenos momentos. Hubiéramos podido ir a Lossarnach, a la casa de mi abuelo: es maravilloso en primavera, los bosques y los campos cubiertos de flores. Pero quizá podamos ir algún día. El Señor Denethor jamás será derrotado, y mi padre es muy valiente. ¡Adiós y vuelve pronto!

Se separaron, y Pippin se encaminó de prisa hacia la ciudadela. El trayecto se le hacía largo, y empezaba a sentir calor y un hambre voraz. Y la noche se cerró, rápida y oscura. Ni una sola estrella parpadeaba en el cielo. Llegó tarde a la cena, y Beregond lo recibió con alegría, y lo sentó al lado de él para oír las noticias que le traía de su hijo. Una vez terminada la comida, Pippin se quedó allí un rato, pero no tardó en despedirse, pues sentía el peso de una extraña melancolía, y ahora tenía muchos deseos de ver otra vez a Gandalf.

—¿Sabrás encontrar el camino? —le preguntó Beregond en la puerta de la sala, en la parte norte de la ciudadela, donde habían estado sentados—. La noche es oscura, y aún más porque han dado órdenes de velar todas las luces dentro de la ciudad; ninguna ha de ser visible desde fuera de los muros. Y puedo darte una noticia de otro orden: mañana por la mañana, a primera hora, serás convocado por el Señor Denethor. Me temo que no te destinarán a la Tercera Compañía. Sin embargo, es posible que volvamos a encontrarnos. ¡Adiós y duerme en paz!

La habitación estaba a oscuras, excepto una pequeña linterna puesta sobre la mesa. Gandalf no se encontraba allí. La tristeza de Pippin era cada vez mayor. Se subió al banco y trató de mirar por una ventana, pero era como asomarse a un lago de tinta. Bajó y cerró la persiana y se acostó. Durante un rato permaneció tendido y alerta, esperando el regreso de Gandalf, y luego cayó en un sueño inquieto.

En mitad de la noche lo despertó una luz, y vio que Gandalf había vuelto y que recorría la habitación a grandes trancos del otro lado de la cortina. Sobre la mesa había velas y rollos de pergamino. Oyó que el mago suspiraba y murmuraba: «¿Cuándo regresará Faramir?»

—¡Hola! —dijo Pippin, asomando la cabeza por la cortina—. Creía que te habías olvidado de mí. Me alegro de verte de vuelta. El día fue largo.

—Pero la noche será demasiado corta —dijo Gandalf—. He vuelto aquí porque necesito un poco de paz y de soledad. Harías bien en dormir en una cama mientras sea posible. Al alba, te llevaré de nuevo al Señor Denethor. No, al alba no, cuando llegue la orden. La Oscuridad ha comenzado. No habrá amanecer.