EPÍLOGO / VERANO
Tras revisar las ensaladas que había preparado su ayudante y probar las judías condimentadas que servirían esa semana entre los aperitivos, Hallorann se desató el delantal, lo colgó en su percha y salió por la puerta trasera. Le quedaban unos cuarenta y cinco minutos hasta el momento de ocuparse seriamente de la cena.
El lugar se llamaba la «Posada de la Flecha Roja» y era un rincón perdido en las montañas del oeste de Maine, a unos cincuenta kilómetros del pueblo de Rangely. En opinión de Hallorann, una buena solución.
El trabajo no era demasiado pesado, las propinas eran buenas y hasta ese momento nadie le había devuelto ni una sola comida. Lo cual no estaba nada mal, teniendo en cuenta que la temporada ya andaba por la mitad.
Lentamente recorrió el tramo entre el bar del exterior y la piscina (aunque él jamás entendería cómo podía nadie querer una piscina cuando tenían el lago tan a mano), atravesó un tramo de césped donde un grupo de cuatro personas jugaban al croquet entre grandes risas, y rebasó una pequeña elevación. Tras ella empezaban los pinos y entre ellos el viento suspiraba agradablemente, impregnado de un aroma de abetos y resina.
Al otro lado, discretamente distribuidas entre los árboles había varias cabañas con vistas sobre el lago. La última era la más bonita, y en el mes de abril —cuando había conseguido esa ganga—, Hallorann la había reservado para dos amigos suyos.
La mujer estaba sentada en el porche, en una mecedora, con un libro entre las manos. Hallorann fue hacia ella.
La causa era en parte esa forma de sentarse rígida, formal casi, a pesar de lo informal del ambiente… pero claro, eso se debía al corsé de escayola.
Además de las tres costillas rotas y algunas lesiones internas, la mujer tenía una vértebra partida. Ésa era la lesión más lenta de curar y por la que seguía con la escayola… que le imponía a su vez tal postura. Pero el cambio era más profundo. Parecía mayor y su rostro había perdido en parte la expresión riente. Ahora, al verla sentada leyendo su libro, Hallorann advirtió una especie de grave belleza que había echado de menos en ella el primer día que la conoció, hacía ya nueve meses. Entonces había visto, sobre todo, una muchacha; ahora era una mujer, un ser humano a quien había llevado por fuerza al lado oscuro de la luna y que al volver había podido juntar otra vez sus trozos. Pero, pensaba, esos trozos jamás volverían a ensamblar exactamente de la misma manera. Nunca en la vida.
Al oír sus pasos, levantó la cabeza y cerró el libro.
—¡Hola, Dick! —hizo ademán de levantarse y una expresión de dolor le atravesó fugazmente la cara.
—No, nada de levantarse —la detuvo él—. Yo no ando con ceremonias, a no ser con corbata blanca y frac.
Ella le sonrió mientras él subía los escalones para ir a sentarse junto a ella en el porche.
—¿Qué tal van las cosas?
—Bastante bien —reconoció Hallorann—. Esta noche no deje de probar los camarones a la criolla. Le gustarán.
—Trato hecho.
—¿Dónde está Danny?
—Por ahí abajo.
Al mirar hacia donde ella señalaba, Hallorann vio una figurita sentada en el extremo del muelle. Danny llevaba los tejanos arremangados hasta las rodillas y una camisa a rayas rojas. Sobre las aguas tranquilas del lago flotaba una boya. De vez en cuando, el chico recogía el hilo para examinar la plomada y el anzuelo, y después volvía a arrojarlos al agua.
—Está poniéndose moreno —comentó Hallorann.
—Sí, muy moreno —Wendy lo miró con afecto.
Él sacó un cigarrillo, le dio unos golpecitos y después lo encendió. El humo se fue deshilachando perezosamente en la tarde soleada.
—¿Qué hay con esos sueños que venía teniendo?
—Eso va mejor —explicó Wendy—. Sólo uno esta semana. Al principio solían ser todas las noches, y a veces dos o tres por noche. Las explosiones, los setos. Y sobre todo… bueno, usted lo sabe.
—Sí. Al final se pondrá bien, Wendy.
Ella lo miró.
—¿Sí? Lo dudo.
Hallorann afirmó con un gesto.
—Tanto usted como él están de vuelta. Posiblemente algo diferentes, pero bien. Ninguno de los dos es lo que era, pero eso no es necesariamente malo.
Durante un rato permanecieron en silencio; Wendy hacía oscilar suavemente la mecedora y Hallorann, con los pies apoyados en la barandilla del porche, fumaba. Se levantó una leve brisa, que abría su camino secreto entre los pinos pero sin alborotar apenas el pelo de Wendy. Ella se lo había dejado muy corto.
—He decidido aceptar el ofrecimiento de Al… del señor Shockley —dijo ella.
Hallorann asintió con la cabeza.
—El trabajo parece bueno. Y además, algo que podría interesarle.
¿Cuándo empieza?
—El primer martes de setiembre, inmediatamente después del Día del Trabajo. Cuando Danny y yo salgamos de aquí, nos iremos directamente a Maryland a buscar vivienda. Fíjese que, en realidad, lo que me convenció fue ese folleto de la Cámara de Comercio. Parece una agradable ciudad para que crezca allí un chico. Y me gustaría estar ya trabajando antes de haber tenido que recurrir demasiado al dinero del seguro que nos dejó Jack. Todavía hay una reserva de más de cuarenta mil dólares. Es suficiente para enviar a Danny a la Universidad y para que nos quede todavía algo con lo que pueda empezar a trabajar, si es que lo invertimos bien.
Hallorann volvió a hacer un gesto afirmativo.
—¿Y su madre? —preguntó después. Wendy lo miró y le sonrió, débilmente.
—Creo que Maryland ya es bastante lejos.
—No se olvidará usted de los viejos amigos, me imagino.
—¿Y Danny? Vaya usted a verlo, que se ha pasado todo el día esperándolo.
—Pues yo también —Hallorann se levantó y se estiró el uniforme blanco de cocinero—. Ya verá usted cómo los dos quedan perfectamente —repitió—. ¿No lo siente usted, acaso?
La joven levantó los ojos hacia él; esta vez, su sonrisa era más cálida.
—Sí —admitió; después le tomó una mano y se la besó—. A veces creo que sí.
—Los camarones a la criolla —le recordó Hallorann mientras empezaba a bajar los escalones—. No se olvide.
—No, no.
Descendió lentamente por la senda de grava que conducía al muelle y después corrió hasta el final las tablas pulidas por la intemperie, hasta llegar hasta donde estaba sentado Danny, con los pies sumergidos en el agua transparente. Más a lo lejos, el lago se extendía reflejando los pinos a lo largo de su margen. Allí, donde estaban, el terreno era montañoso, pero eran montañas viejas, suavizadas y domesticadas por el paso del tiempo. A Hallorann le parecían estupendas.
—¿Se pesca mucho? —preguntó, mientras se sentaba junto al chico. Se sacó un zapato, después el otro, y con un suspiro de alivio sumergió los pies en el agua fresca.
—No. Pero hace un rato parecía que picaban.
—Mañana por la mañana saldremos en bote. Si quieres pescar algo que se pueda comer, hijo mío, hay que ir hasta el medio del lago. Allá es donde están los peces grandes.
—¿Cómo de grandes?
Hallorann se encogió de hombros.
—Bueno… tiburones, peces espada, ballenas… cosas así.
—¡Si aquí no hay ballenas!
—No, ballenas azules no. Claro que no. Las que hay por aquí no llegan a medir más de veinticinco metros. Son ballenas rosadas.
—Y ¿cómo pudieron llegar aquí, desde el océano?
Hallorann apoyó una mano en el pelo rubio rojizo del chico y se lo revolvió.
—Vienen nadando contra la corriente, hijo mío, y así llegan.
—¿De veras?
—De veras.
Durante un rato permanecieron en silencio, Hallorann pensativo, mirando a lo lejos sobre la quietud del lago. Cuando volvió a mirar a Danny, advirtió que al chico se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—¿Qué pasa? —interrogó, mientras le pasaba un brazo por los hombros.
—Nada —susurró Danny.
—Echas de menos a tu papá, ¿no es eso?
Danny afirmó con la cabeza.
—Tú siempre lo sabes —una lágrima se le derramó por el ángulo del ojo derecho y le rodó lentamente por la mejilla.
—Efectivamente, no podemos tener secretos —admitió Hallorann—. Así son las cosas.
Con los ojos clavados en la caña, Danny volvió a hablar.
—A veces quisiera que me hubiera tocado a mí. La culpa fue mía.
Todo culpa mía.
—No te gusta hablar de eso cuando está tu madre, ¿verdad? —preguntó Hallorann.
—No. Ella quiere olvidar todo lo que sucedió. Y yo también, pero…
—Pero no puedes.
—No.
—¿Necesitas llorar?
El chico intentó responder, pero las palabras desaparecieron en un sollozo. Con la cabeza apoyada en el hombro de Hallorann, Danny lloró, dejando ya que las lágrimas le inundaran todo el rostro. Hallorann lo abrazaba sin decir palabra. Bien sabía que el chico tendría que derramar una y otra vez sus lágrimas, y Danny tenía la suerte de ser aún lo bastante niño como para poder hacerlo. Las lágrimas que curan son también las lágrimas que queman y mortifican.
Cuando el niño se hubo calmado un poco, Hallorann dijo:
—Todo esto irás dejándolo atrás. Ahora no te parece posible, pero ya verás. Y con tu esplendor…
—¡Ojalá no lo tuviera! —gimió ahogadamente Danny, con la voz todavía alterada por el llanto—. ¡Ojalá no lo tuviera!
—Pero lo tienes —señaló Hallorann, en voz baja—. Para bien o para mal. Tú no tuviste ni voz ni voto, muchachito. Pero lo peor ya ha pasado.
Ahora puedes usarlo para hablar conmigo, cuando las cosas te resulten difíciles. Y si se ponen demasiado difíciles, pues me llamas, que yo acudiré.
—¿Aunque yo esté allá, en Maryland?
—Aunque estés allá.
Se quedaron en silencio, observando cómo la boya de Danny se alejaba varios metros desde el extremo del desembarcadero. Después el chico volvió a hablar, en voz baja que era casi inaudible.
—¿Y tú serás mi amigo?
—Siempre que me necesites.
El niño se apretó contra él y Hallorann lo abrazó.
—¿Danny? Escúchame, que lo que voy a decirte te lo diré una vez y no te lo repetiré jamás. Hay cosas que no habría que decirle a ningún niño de seis años en el mundo, pero la forma en que deberían ser las cosas y la forma en que son rara vez coinciden. El mundo es un lugar difícil, Danny. Un lugar que se desentiende. No nos odia, ni a ti ni a mí, pero tampoco nos ama. En el mundo suceden cosas terribles, y son cosas que nadie es capaz de explicar.
Hay gente buena que muere en alguna forma triste y dolorosa, y deja solos a quienes lo amaban. A veces, parecería que únicamente los malos gozaran de salud y prosperidad. El mundo no te quiere, pero tu mamá y yo sí te queremos. Tú eres un niño bueno, y estás dolido por tu padre, y cuando sientas que tienes necesidad de llorar por lo que le sucedió, ocúltate en un armario o cúbrete con las mantas, y llora hasta que todo se haya pasado. Eso es lo que tiene que hacer un buen hijo. Pero empéñate en salir adelante. Ésa es tu misión en este mundo difícil, mantener vivo tu amor y salir adelante, no importa lo que pase. Rehacerse y seguir, nada más.
—Está bien —susurró Danny—. El verano que viene vendré de nuevo a verte, si quieres… si no tienes inconveniente. El verano próximo ya tendré siete años.
—Y yo sesenta y dos. Y te abrazaré con tanta fuerza que te aplastaré.
Pero vale más que terminemos un verano, antes de pensar en el próximo.
—Está bien —asintió Danny, y miró a Hallorann—. ¿Dick?
—¿Qué?
—Tú no te morirás en mucho tiempo, ¿verdad?
—Te aseguro que no es en eso en lo que estoy pensando. ¿Y tú?
—No, señor, yo…
—Fíjate, que pican, hijito —señaló Hallorann. La boya roja y blanca se había hundido. Volvió a subir, húmeda y brillante, y se sumergió de nuevo.
—¡Eh! —se atragantó Danny.
—¿Qué es? —preguntó Wendy, que había venido por el muelle a reunirse con ellos, deteniéndose detrás de su hijo—. ¿Un sollo?
—No, señora. Creo que es una ballena rosada —le explicó Hallorann.
La punta de la caña se arqueó y, cuando Danny tiró hacia atrás, un pez largo e irisado describió en el aire una destellante parábola de colores y volvió a desaparecer.
Danny hacía girar frenéticamente el carrete.
—¡Ayúdame, Dick! ¡Ayúdame, que ya lo tengo!
—Lo estás haciendo estupendamente bien solo, hombrecito —sonrió Hallorann—. No sé si es una ballena rosada o una trucha, pero de todos modos está bien. Está muy bien.
Rodeó con el brazo los hombros de Danny mientras el chico iba sacando el pez, poco a poco. Wendy se sentó al otro lado de su hijo y los tres se quedaron sentados en el extremo del muelle, bajo el sol de la tarde.
FIN